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Las fuerzas del orden estaban representadas allí con todo su esplendor y su potencia. Desde un rincón del patio cubierto de agujas de pino, Sean y Michelle observaban a los policías, técnicos y agentes de paisano que pululaban por el hogar destrozado de los Dutton como enjambres de insectos por los despojos de una res muerta. En ciertos aspectos esenciales, la analogía era exacta.

Las ambulancias ya se habían llevado al hospital a los miembros de la familia que seguían vivos. La señora Dutton estaba todavía dentro, soportando a todo aquel enjambre humano. El único medico que la vería más tarde habría de practicarle más cortes de los que ya tenía en su cuerpo.

Sean y Michelle habían sido interrogados tres veces, primero por los agentes uniformados y después por los detectives de homicidios con traje y corbata. Ellos fueron dando respuestas detalladas mientras los policías llenaban sus cuadernos con su descripción de los hechos atroces de aquella noche.

Michelle reparó en dos coches negros que se detuvieron lentamente en el sendero de entrada. Al ver a los agentes que se bajaban, le dijo a Sean:

—¿Qué hace aquí el FBI?

—¿No te lo había dicho? Tuck Dutton es el hermano de la primera dama.

—¿De la primera dama? ¿Quieres decir de Jane Cox, la esposa del presidente Cox?

Sean se limitó a mirarla.

—¿Eso significa que su cuñada ha sido asesinada y su sobrina, secuestrada?

—Seguramente verás llegar enseguida a las furgonetas de los informativos —dijo él—. Y la respuesta será: «Sin comentarios».

—Así que Pam Dutton nos quería contratar. ¿Tienes idea del motivo?

—No.

Observaron cómo hablaban los federales con los detectives locales para desfilar a continuación hacia el interior de la casa. A los diez minutos, salieron y se acercaron a Sean y Michelle.

—No parecen muy contentos de vernos por aquí —musitó ella.

No lo estaban. Pronto quedó claro que a los agentes del FBI les costaba creer que Pam Dutton los hubiera citado en su casa sin que ellos supieran por qué.

Sean repitió por cuarta vez:

—Como ya he dicho, soy amigo de la familia. Ella me llamó y me dijo que quería que nos viéramos. No tenía ni idea del motivo. Por eso hemos venido. Para averiguarlo.

—¿Tan tarde?

—Fue ella quien fijó la hora.

—Si tiene una relación tan estrecha con la familia, quizá se le ocurra quién podría haber hecho esto —dijo uno de ellos. Era un tipo de estatura media, con la cara flaca, hombros musculosos y una expresión agria al parecer permanente que a Michelle le hizo pensar que padecía una úlcera o retortijones intestinales.

—Si tuviera la menor idea se lo habría dicho a los agentes del condado cuando me han interrogado. ¿Hay algún rastro de la camioneta? Mi compañera ha disparado al parabrisas.

—¿Y cómo es que su compañera va armada? —dijo Cara Agria.

Sean se metió la mano en el bolsillo y sacó su identificación. Michelle sacó la suya, así como su permiso de armas.

—¿Detectives privados? —dijo Cara Agria, logrando que sonara como «pederastas», antes de devolverles los documentos.

—Y exagentes del servicio secreto —dijo Michelle—. Ambos.

—Enhorabuena —le soltó Cara Agria. Señaló la casa con la cabeza—. De hecho, el servicio secreto va a cargar con una parte de la culpa por este asunto.

—¿Por qué? —preguntó Sean—. Los hermanos de la familia presidencial no tienen derecho a protección, a menos que exista una amenaza específica. No se puede vigilar a todo el mundo.

—¿Es que no lo entiende? Es cuestión de imagen. Madre degollada, hija secuestrada. No quedará nada bien en las portadas. Sobre todo después de la fiesta de hoy en Camp David. La primera familia llega a casa sin problemas. La última familia resulta arrollada por un tanque descontrolado. Un titular muy poco halagüeño.

—¿Qué fiesta en Camp David? —quiso saber Michelle.

—Las preguntas las hago yo —replicó él.

Y durante la hora siguiente Sean y Michelle relataron una vez más con minucioso detalle lo que habían visto y lo que habían hecho. Pese a las irritantes características de Cara Agria, los dos tuvieron que reconocer que el tipo era concienzudo.

Acabaron otra vez en el interior de la casa, contemplando el cadáver de Pam Dutton. Un fotógrafo forense estaba sacando primeros planos de la distribución de las salpicaduras de sangre, de la herida mortal y de los restos que tenía la víctima debajo de las uñas. Otro técnico copiaba en un portátil la secuencia de letras que figuraba en sus brazos.

—¿Alguien sabe lo que significan estas letras? —preguntó Michelle, señalándolas—. ¿Es un idioma extranjero?

Uno de los técnicos meneó la cabeza.

—No es ningún idioma que yo conozca.

—Parece más bien una secuencia aleatoria —aventuró Sean.

—Hay muchos restos bajo las uñas —comentó Michelle—. Da la impresión de que consiguió arañar a su agresor.

—No nos descubre nada —dijo Cara Agria.

—¿Cómo están Tuck y los niños? —preguntó Sean.

—Ahora voy al hospital para sacarles una declaración.

—Si han noqueado al marido por ofrecer resistencia, es posible que él haya visto algo —comentó uno de los agentes.

—Ya, pero si realmente ha visto algo, hay que preguntarse por qué no le han aplicado el mismo tratamiento que a su esposa —dijo Michelle—. Los niños estaban drogados, probablemente no hayan visto nada. Pero ¿por qué dejar a un testigo ocular?

Cara Agria no pareció nada impresionado.

—Si quiero volver a hablar con ustedes, y seguramente querré, supongo que podré localizarlos en las direcciones que nos han facilitado, ¿no?

—Sin ningún problema —dijo Sean.

—Bien —dijo Cara Agria, y se alejó rodeado de su equipo.

Sean miró Michelle.

—Vamos.

—¿Cómo? Han acribillado tu coche, ¿no lo has visto?

Sean salió afuera y examinó su Lexus hecho polvo. Se volvió furioso hacia ella.

—Podrías haberme avisado antes.

—Como si hubiera tenido tiempo.

—Voy a llamar a un taxi, ¿de acuerdo?

Mientras aguardaban, Michelle comentó:

—¿Vamos a dejar las cosas así?

—Así… ¿cómo?

Michelle señaló la casa de los Dutton.

—Así. Uno de esos cabrones ha intentado matarme. No sé tú, pero yo estas cosas me las tomo de un modo personal. Y Pam quería contratarnos. Aunque solo sea por ella, creo que hemos de asumir el caso y llegar hasta el final.

—Escucha, Michelle, tampoco sabemos si la razón por la que me llamó tiene algo que ver con su muerte.

—Si no, lo consideraré la mayor coincidencia de la historia.

—De acuerdo, pero ¿qué podemos hacer? Ya están metidos el departamento de policía y el FBI. No veo que nos quede mucho margen para movernos.

—Lo cual no te ha frenado otras veces —dijo ella tercamente.

—Esto es distinto.

—¿Por qué?

Él no respondió.

—¿Sean?

—¡Ya te he oído!

—¿Por qué es distinto?

—Lo distinto es la gente implicada.

—¿Quién? ¿Los Dutton?

—No. La primera dama.

—¿Por qué? ¿Qué importa ella?

—Importa, Michelle. Te aseguro que importa.

—Hablas como si la conocieras.

—La conozco.

—¿De qué?

Sean echó a andar, alejándose de ella.

—¿Y el taxi? —gritó Michelle.

No obtuvo respuesta.