Shirley Meyers examinó la carta con extrañeza. Había recogido el correo un rato antes, pero no había abierto ninguno de los sobres. Ahora que se disponía a marcharse al trabajo, se había tomado unos momentos para echar un vistazo al pequeño montón de correspondencia.
No había remitente en la carta que tenía en las manos. Al mirar el matasellos guiñando un poco los ojos, meneó la cabeza desconcertada. Ella no conocía a nadie en Kentucky. Le dio la vuelta al sobre. No era correo comercial ni una colecta. Solo un sobre blanco corriente. Y había un pequeño bulto dentro. Algo además del papel.
Lo abrió, usando el meñique para despegar la solapa. Había un papel y un llavecita. Después de echarle un vistazo a la llave, que tenía unos números grabados, desdobló la carta. Estaba escrita a máquina y no se dirigía a ella. Shirley se llevó la mano a la boca al ver el nombre de la persona a la que iba dirigida. La leyó entera y, rápidamente, volvió a meterla en el sobre junto con la llave. Se quedó allí paralizada un buen rato. Se suponía que estas cosas no le pasaban a la gente como ella.
Pero no podía quedarse ahí plantada. Se puso el abrigo y salió de su pequeña casa. Tomó el autobús a la ciudad. Miró el reloj. Shirley se enorgullecía de su puntualidad. Nunca llegaba tarde al trabajo. Una parte de ella, sin embargo, no deseaba ir a trabajar hoy; no con la carta en el bolsillo. Llena de ansiedad, caminó hacia la entrada, atravesó el control de seguridad y accedió al edificio, saludando a la gente que se iba encontrando.
Entró en la cocina, se quitó el abrigo y lo colgó. Se lavó las manos y se concentró en su tarea de preparar comida. No dejaba de echar miradas a su reloj mientras la gente iba y venía por la cocina. Procuraba no mirarlos; solamente respondía con un gesto de cabeza cuando la saludaban. No sabía qué hacer. Cada idea que se le pasaba por la cabeza era peor que la anterior. ¿Podían meterla en la cárcel? Ella no había hecho otra cosa que abrir su correo. Pero ¿la creerían? La asaltó otra idea terrorífica. ¿Y si pensaban que la había robado aquí? No, un momento, se dijo, eso no podían pensarlo. Era su dirección la que figuraba en el sobre, no esta dirección.
Al final, se la veía tan alterada que su supervisor le preguntó qué le ocurría. Ella se resistió al principio a decirle la verdad, pero, si no se lo contaba a nadie, iba a darle un ataque.
Se sacó la carta del bolsillo y se la enseñó. El supervisor la leyó, miró la llave y luego le clavó los ojos a ella.
—¡Maldita sea! —exclamó.
—Va dirigida a ella —dijo Shirley.
—Toda la correspondencia que llega aquí tiene que analizarse primero, ya lo sabes —dijo el hombre con severidad.
—Pero es que no ha llegado aquí —replicó Shirley—. Ha llegado a mi casa. No hay ninguna ley que me prohíba abrir mi propio correo —añadió, desafiante.
—¿Cómo se les iba a ocurrir enviártela a ti?
—¿Cómo voy a saberlo? Yo no puedo impedir que alguien me mande un sobre.
Al supervisor se le ocurrió una idea.
—¿Había algún polvo blanco dentro?
—¿Crees que estaría aquí, en ese caso? No soy idiota, Steve. Solo había la carta. Y esa llave.
—Pero podrías haber borrado las huellas dactilares o algo así.
—¿Cómo iba a saberlo? No he sabido lo que era hasta que lo he abierto.
Steve se frotó la mandíbula.
—Va dirigida a ella.
—La carta sí, no el sobre. Pero yo no puedo llevársela a ella. No estoy autorizada. Bueno, eso ya lo sabes, ¿no?
—Lo sé, lo sé —dijo él con impaciencia.
—Entonces, ¿qué hago?
Él vaciló.
—¿La policía? —dijo.
—Ya has leído lo que dice la carta. ¿Quieres que ella muera?
—¡Maldita sea! ¿Por qué me habré tenido que meter en este lío? —protestó Steve, aunque bajó la voz al ver que entraban otros empleados de la cocina. Daba la impresión de que habría ido de buena gana a saquear la bodega de la Casa Blanca para fortalecer su ánimo decaído. (Si lo hubiera hecho, la elección habría sido limitada. Desde la administración Ford, solo había vinos americanos en la bodega).
—Hemos de hacer algo —cuchicheó ella—. Si alguien descubre que tengo esta carta y que no he hecho nada… Yo no me voy a manchar las manos de sangre. ¡No, señor! Y ahora tú también lo sabes. Tienes que hacer algo.
—Cálmate. —Steve pensó unos momentos—. Mira, déjame hacer una llamada. —Le puso otra vez la carta en las manos.
Cinco minutos después, una mujer con traje negro entró en la cocina y le pidió a Shirley que la siguiera. Llegaron a una parte de la enorme mansión que Shirley nunca había pisado. Al ver a toda la gente que se apresuraba en una u otra dirección, a los hombres y mujeres imperturbables que permanecían firmes junto a cada puerta, y a otros más con uniforme militar o trajes elegantes, que llevaban gruesos expedientes bajo el brazo y se movían con aire agobiado, Shirley sintió que la boca se le secaba de golpe. Esos eran los tipos que veías continuamente por la tele. Gente importante. Habría deseado volver corriendo a la cocina y terminar de preparar su bandeja de fruta y queso.
La mujer del traje negro, cuando llegaron a su despacho, se volvió hacia Shirley y le dijo severamente:
—Esto es sumamente irregular.
—No sabía qué hacer. ¿Steve se lo ha explicado? —añadió con nerviosismo.
—Sí. ¿Dónde está la carta?
Shirley se sacó el sobre del bolsillo y se lo entregó.
—Léalo usted misma, señora. ¿Qué otra cosa podía hacer?
La mujer dejó la llave en su mesa, desdobló la carta y la leyó, abriendo más y más los ojos a medida que avanzaba. Rápidamente volvió a guardar las dos cosas en el sobre.
—Vuelva al trabajo y olvide que ha visto esto.
—Sí, señora. ¿Se lo dará a ella?
La mujer ya había levantado el teléfono.
—Eso no es asunto suyo.
En cuanto Shirley salió del despacho, la mujer pulsó un número y habló a toda prisa. Unos minutos después, apareció un hombre de aspecto aún más duro que ella y se llevó el sobre.
Subiendo velozmente una escalera, el hombre cruzó un amplio vestíbulo, recorrió otro pasillo y llegó ante una puerta. Llamó suavemente con los nudillos. Abrió una mujer, tomó la carta y cerró sin decir una palabra.
Un minuto después, la carta fue depositada sobre un escritorio. Una vez cerrada la puerta, la dama se sentó a solas y miró aquel sobre blanco de aspecto corriente.
Jane Cox sacó la carta y la leyó. Su autor había sido conciso. Si Jane quería recuperar viva a Willa Dutton, no debía enseñar a nadie más la carta que recibiría a continuación. Si llegaba a manos de la policía, él se enteraría. El contenido de dicha carta, afirmaba el autor, lo destruiría todo en caso de hacerse público. Y ello le costaría la vida a Willa Dutton.
Jane leyó varias veces el pasaje decisivo. Decía:
No quiero matar a la niña, pero si debo hacerlo, lo haré. La próxima carta que reciba revelará muchas cosas. En cierto modo, lo revelará todo. Si se hiciera pública, todo estaría perdido para usted. Sé que sabe a qué me refiero. Si sigue las instrucciones, Willa regresará sana y salva. Si no, Willa morirá y todo habrá terminado. Esa es la única alternativa.
El autor le indicaba que la siguiente carta sería remitida a un apartado de correos del D. C. cuyos datos le especificaba. Para eso era la llave. Para abrir el buzón del apartado.
Jane se echó atrás en su silla. Un terror progresivo empezó a recorrer su cuerpo, dejándola casi paralizada. Tomó su teléfono y volvió a dejarlo.
No, no iba a hacer esa llamada. Aún no. Guardó la carta en su escritorio y se metió la llave en el bolsillo de la chaqueta.
En solo diez minutos ofrecía una recepción a una delegación de gobernadoras y de otras mujeres metidas en política, que se hallaban en la ciudad para asistir a un comité sobre la reforma sanitaria. Ella debía pronunciar solo unas breves palabras que ya la esperaban, cuidadosamente mecanografiadas, en el atril montado en la Sala Este. Era la clase de recepción que había presidido centenares de veces, y casi siempre de un modo impecable. Tenía muchísima práctica. La Casa Blanca recibía cada semana a miles de visitantes parecidos.
Sin embargo, sabía que ahora le haría falta toda su fuerza de voluntad solo para dirigirse al atril, abrir el libro y leer las frases que le habían redactado. Mientras recorría el pasillo cinco minutos después rodeada de asistentes y personal de seguridad, su mente no estaba centrada en la reforma sanitaria. Tampoco en el contenido de la carta.
Tras presionarle implacablemente, su hermano le había explicado por fin qué le había preguntado Sean por teléfono.
«¿Era Willa la adoptada?»
Dio un pequeño traspié al recordarlo y un agente del servicio secreto se apresuró a sujetarla del brazo.
—¿Se encuentra bien, señora?
—Sí. Perfectamente, gracias.
Siguió caminando con paso firme, pasando integralmente al modo «primera dama».
Un pensamiento terrible perforaba, sin embargo, aquella armadura habitualmente sólida como si fuese de papel.
«¿Me está dando alcance por fin el pasado?»