37

La familia Maxwell, junto con Sean King y una gran multitud de asistentes, escuchó en silencio mientras hablaba el pastor. El hombre leyó con tono devoto un texto de las Escrituras y después se hizo a un lado para que la gente se acercara, tocara el ataúd cubierto de flores y tuviera un momento a solas con la difunta. Los hermanos de Michelle se adelantaron juntos, en grupo, seguidos por otros muchos. Más tarde, cuando la concurrencia fue desfilando, Frank Maxwell puso las manos en el ataúd de su esposa y bajó la cabeza.

Michelle permaneció con Sean y observó a su padre. Este se llevó al fin una mano a los ojos y, todavía cabizbajo, pasó junto a ellos y caminó hacia el coche. Michelle había estado a punto de tomarlo del brazo, pero se detuvo en el último momento.

—¿Vas a acercarte? —dijo Sean.

—¿Adónde?

—Al ataúd. Para despedirte.

Michelle alzó los ojos hacia la caja de caoba que contenía el cuerpo de su madre. Los operarios del cementerio aguardaban en un segundo plano, dispuestos a depositarlo en la fosa. El cielo estaba encapotado; pronto comenzaría a llover. Seguramente estaban deseosos de terminar cuanto antes. Había varios funerales más todavía. Alojar a los muertos era, por lo visto, un trabajo a tiempo completo.

Había pocas cosas que Michelle Maxwell temiera. Pero ahora mismo estaba mirando una de ellas.

—¿Me vas a acompañar?

Sean la tomó del brazo y caminaron juntos hasta allí. Ella puso la mano en la tapa del ataúd, rozando con los dedos algunos de los pétalos.

—A ella nunca le gustaron los lirios —dijo.

—¿Cómo?

Michelle le señaló las flores del ataúd.

—Prefería las rosas.

No bien pronunció la palabra, apartó la mano de golpe como si se hubiera pinchado.

—¿Estás bien?

Ella se miró la mano. No tenía nada. No había sufrido un pinchazo ni una picadura. Y los lirios no tenían espinas.

Miró a Sean.

—Michelle, ¿estás bien? —repitió él.

—Yo… no sé. —Y añadió con más firmeza—: Salgamos de aquí.

En la casa había montañas de comida, amigos que entraban a saludar un momento, lúgubres conversaciones en voz baja mezcladas con algún que otro chiste, con alguna risa nerviosa. En medio de ese tumulto, Frank Maxwell se encontraba sentado en el diván con la mirada perdida. Todo el que se acercaba para darle el pésame, se alejaba enseguida al comprobar que el hombre ni siquiera advertía su presencia.

Sean observaba a Michelle, que observaba a su vez a su padre. Al llegar un grupo de gente, Frank Maxwell reaccionó por fin. La expresión ceñuda de su rostro hizo que Michelle y Sean se volvieran para ver a quién estaba mirando. Seis personas habían aparecido en la puerta: cuatro hombres y dos mujeres. Traían bandejas de comida y charlaban entre ellos. Michelle había visto a algunos en el funeral. Cuando se volvió otra vez hacia su padre, se llevó un sobresalto.

Había desaparecido.

Miró a Sean. Él le indicó el pasillo de la parte trasera, que conducía al dormitorio principal. Luego se dio un golpecito en el pecho y señaló al grupo de recién llegados. Michelle parpadeó, dándose por enterada, y se dirigió al dormitorio.

Llamó a la puerta.

—¡Qué!

Su padre sonaba airado.

—Soy yo, papá.

—Me estoy tomando un respiro —dijo con un tono más calmado, aunque ella percibió la furia contenida.

—¿Puedo pasar?

Se produjo un silencio de medio minuto.

Volvió a llamar.

—¿Papá?

—Está bien. Entra, por Dios.

Michelle entró y cerró la puerta. Su padre estaba sentado al borde de la cama. Tenía algo en las manos. Se sentó a su lado y bajó la vista.

Era la foto de su boda. Se habían casado como es debido. Una gran ceremonia; su madre radiante con un holgado vestido blanco y su padre pelado al rape, con frac y corbata. Él solo tenía veintiuno, acababa de volver de Vietnam. Alto, bronceado y apuesto, con su sonrisa aplomada. Sally Maxwell, aún por cumplir los veinte, estaba preciosa. Había mucho en Michelle de la belleza de su madre, aunque ella nunca había prestado atención a esas cosas. Estaba más apegada a su padre; era la típica marimacho que quiere impresionar a papá, a aquel padre fuerte, duro y grandullón.

Tomó la foto de sus manos y la volvió a poner en la mesilla.

—¿Necesitas algo?

—Estoy harto de la gente, Michelle. No puedo volver ahí.

—No tienes por qué. Yo me ocuparé de atenderlos. Quizá deberías dormir un poco.

—Sí, ya —dijo, desechando la idea.

—¿Tu abogado se ha puesto en contacto contigo?

Él levantó la vista bruscamente.

—¿Qué?

—Dijiste que tenías un abogado. Quería saber si ya habías hablado con él.

Él se limitó a menear la cabeza y volvió a bajar la vista.

Michelle dejó pasar otro minuto, pero él no dijo nada. Finalmente, después de darle un abrazo, se levantó.

Ya estaba en la puerta cuando él dijo unas palabras que la dejaron paralizada, con la mano en el pomo.

—¿Crees que la maté yo, verdad?

Ella se volvió muy despacio. Su padre tenía otra vez la foto en las manos, pero no estaba mirando a la joven y feliz pareja capturada allí para siempre. La miraba directamente a ella.

—Crees que yo la maté. —Alzó la fotografía, como si la prueba que sustentaba tal acusación estuviera allí.

—Nunca he dicho eso.

—No hace falta que lo digas —le espetó.

—Papá…

Él la cortó en seco.

—Sal de aquí de una puta vez. ¡Vamos!

Salió precipitadamente.