Quarry sacó su abultado llavero, encontró la llave y abrió la puerta de diez centímetros de grosor, que había sido fabricada hacía casi dos siglos. Atlee englobaba un revoltijo de estilos: el refinamiento de la aristocracia sureña, la tosquedad de las clases bajas y algunos elementos de historia americana. Esta última parte quedaba ilustrada por la habitación en la que Quarry entró ahora. Estaba en las entrañas del edificio principal, enterrada tan hondamente en la tierra que uno no podía dejar de percibir el olor empalagoso de la arcilla húmeda y endurecida. Era aquí donde los antepasados de Quarry encerraban durante largos períodos a los esclavos más revoltosos para que no soliviantaran al resto de la población «sometida». Quarry había retirado de las paredes los grilletes y argollas para pies y manos, y también las particiones de madera que separaban en celdas a un esclavo de otro para impedir que pudieran aunar fuerzas aprovechando su elevado número. Quarry habría podido pasar muy bien sin esta parte de su historia familiar.
Mucha gente había muerto allí abajo. Eso lo sabía con certeza gracias a los excelentes registros que mantenían sus antepasados esclavistas. Hombres, mujeres e incluso niños. A veces, cuando bajaba aquí de noche, sentía su presencia, creía oír sus gemidos, sus últimos estertores, sus palabras de adiós apenas audibles.
Ajustó la puerta tras él y cerró con llave. Como siempre, se fijó en los largos y profundos arañazos que se apreciaban en las planchas de roble: las uñas de los tipos que trataban de recuperar su libertad. Mirando de cerca, uno podía ver los oscuros restos de sangre que persistían aún en la superficie de madera. Por los registros que había examinado, Quarry sabía que ni uno solo de aquellos hombres había logrado escapar de aquí.
Las paredes ahora estaban cubiertas de contrachapado pintado. Él mismo había colocado primero el armazón y utilizado después un recio martillo y la fuerza de sus propios brazos para clavar el contrachapado de doce milímetros, que venía en secciones de dos metros de largo. Un trabajo duro, desde luego, pero el esfuerzo le había venido bien. Siempre emprendía proyectos que lo dejaran agotado al final de la jornada.
Y sobre la madera pintada se hallaba expuesto el trabajo que había llenado años enteros de su vida. Había pizarrones rescatados de escuelas demolidas y pizarras blancas adquiridas por una miseria en la liquidación de una empresa de material de oficina. Todas esas superficies estaban cubiertas de anotaciones hechas con la pulcra letra cursiva que Quarry había aprendido de niño. Había líneas conectando unas anotaciones con otras y muchas otras líneas cruzadas que relacionaban grupos enteros de datos. Había chinchetas de colores —rojas, azules y verdes— por todas partes, conectadas entre sí con cordel. Era como la obra de arte de un matemático o un físico. A veces se sentía como el John Nash de su pequeño rincón de Alabama. Dejando aparte —esperaba— la esquizofrenia paranoide. Una cosa que lo diferenciaba del físico galardonado con el premio Nobel era que en estas paredes no había fórmulas intrincadas ni otros números que las fechas del calendario. Casi todo eran simples palabras que seguían contando una compleja historia.
Era aquí donde, noche tras noche, Quarry lo había concebido todo. Desde que tenía memoria, su mente había funcionado siempre con total fluidez. Cuando desmontó su primer motor, fue como si pudiera ver con claridad dónde se originaba la primera chispa de energía que prendía el combustible y luego todo el proceso para que el sistema de combustión interna obrara su magia. Los esquemas más complejos, los dibujos mecánicos que constituían un enigma insondable para la mayoría, le habían resultado desde un principio tan claros como el agua.
Y lo mismo le había ocurrido con todo lo demás: aviones, armas, maquinaria agrícola de tal complicación y con tantas piezas móviles que hasta los mecánicos titulados acababan a veces emborrachándose porque no lograban descifrar las múltiples posibilidades que encerraban. Quarry, en cambio, siempre había sido capaz de descifrarlas. Él creía que había heredado ese don de su madre —acaso era una derivación del don de lenguas que ella poseía—, porque el adúltero y racista de su padre ni siquiera sabía cómo arrancar un coche empujando. Quarry pertenecía a una raza de americanos en rápida extinción. Él realmente sabía construir o arreglar una cosa.
Mientras contemplaba la gran obra de su vida, se le ocurrió que representaba un tiempo y un lugar concreto y una oportunidad: una especie de mapa del tesoro que le había conducido adonde él necesitaba llegar. Que le había impulsado a hacer lo que había hecho. Y que seguiría impulsándole en el futuro. En un futuro cercano.
Frente a las paredes, había unos desvencijados archivadores de madera repletos del trabajo de investigación que le había permitido rellenar los espacios en blanco de los esquemas. Había viajado a muchos sitios, hablado con montones de personas y tomado centenares de páginas de notas que ahora reposaban en esos archivadores. Los resultados de la investigación estaban expuestos en las pizarras.
Su mirada arrancó de un extremo de ese «mosaico», allí donde todo había empezado, y luego se fue desplazando hacia el otro extremo, donde todo había acabado encajando. De un extremo al otro, la línea de puntos por fin se había conectado. Algunos habrían dicho que esta habitación era el santuario de una mente obsesiva. Quarry no habría disentido. Pero para él también representaba el único camino para alcanzar los objetivos más escurridizos del mundo:
No solo la verdad, sino también la justicia. No eran mutuamente excluyentes por fuerza, pero Quarry las había encontrado tremendamente difíciles de encerrar en el mismo corral. Él nunca había fracasado en ninguna de las cosas que se había propuesto de verdad. Sin embargo, había considerado con frecuencia la posibilidad de que finalmente fracasara en esto.
Se acercó al rincón del fondo, donde había un pequeño espacio separado por un panel de madera, y observó los pesados cilindros metálicos apilados allí, junto con una serie de tubos, calibradores y cañerías. Sobre un banco de madera había también rollos sobrantes de forro de plomo. Dio unas palmaditas a una de las bombonas, arrancándole con su alianza un tintineo a la cubierta metálica.
El as que guardaba en la manga.
Cerró la puerta, subió a la biblioteca, se puso los guantes y, deslizando una hoja de papel en la máquina de escribir, empezó a teclear. Mientras iban apareciendo las letras en la hoja, no sentía la menor sensación de sorpresa o novedad. Tenía pensado desde hacía mucho lo que estaba escribiendo. Al terminar, dobló la hoja, sacó una llave del bolsillo, la introdujo junto con la carta en un sobre con la dirección previamente escrita, lo cerró y se puso en marcha con su vieja camioneta. Trescientos kilómetros después, ya en el estado de Kentucky, depositó el sobre en un buzón.
Regresó a Atlee por la mañana. Después de conducir toda la noche, no se sentía nada cansado. Era como si con cada paso del plan, se renovara su energía. Desayunó con Gabriel y Daryl y luego ayudó a Ruth Ann a lavar los platos en la cocina. Seis horas de trabajo en el campo junto a su hijo dejaron a Quarry cubierto de sudor. Supuso que la carta habría de llegar a su destino más o menos al día siguiente. Se preguntó cómo reaccionarían: el pánico que empezaría a desatarse. La idea le arrancó una sonrisa.
Después de cenar, fue con uno de sus caballos a la caravana Airstream de Fred. Bajándose de su montura, se sentó en la silla de hormigón que había frente a la caravana y repartió cigarrillos, una botella de Jim Beam y las latas de Red Bull que tanto les gustaban a sus amigos koasati. Escuchó las historias que Fred explicaba de su juventud, pasada en una reserva de Oklahoma junto a un hombre que, según se empeñaba en decir Fred, era el hijo de Gerónimo.
—Aquello era territorio cherokee, ¿no? —dijo Quarry distraídamente mientras observaba cómo el chucho de Fred se lamía las partes y luego se revolcaba por la tierra para espantar las moscas—. Yo creía que Gerónimo era apache.
Fred lo miró con una mezcla de burla y seriedad en sus rasgos duros como el pedernal.
—¿Crees que la gente que tiene tu aspecto puede distinguir la diferencia de la gente que tiene mi aspecto?
Los otros indios se echaron a reír y Quarry también se rio, meneando la cabeza.
—Entonces, ¿cómo es que acabaste viniendo aquí? Nunca lo he sabido muy bien.
Fred extendió sus cortos brazos.
—Esto es tierra koasati. Volví a casa.
Quarry no pensaba decirle que aquello no era tierra koasati, que era la vieja y buena tierra americana de los Quarry. Aquel tipo le caía bien, pese a todo. Le gustaba visitarlo, llevarle cigarrillos y Jim Beam, y escuchar sus historias.
Sonrió y alzó su cerveza.
—Por volver a casa.
—Por volver a casa —dijeron todos.
Unos minutos después entraron en la caravana para librarse de los mosquitos y hacer unos cuantos brindis más por cosas estrafalarias. Uno de los koasati encendió la televisión; ajustó los diales y la imagen se aclaró. Estaban poniendo las noticias. Mientras Quarry se sentaba y daba sorbos a su cerveza, fijó su mirada en la pantalla y dejó de escuchar la cháchara de Fred.
El reportaje principal trataba del secuestro de Willa Dutton. Acababa de llegar una noticia de última hora. Según se había filtrado, había ciertas pruebas en la escena del crimen que no se habían hecho públicas hasta el momento. Quarry se levantó de golpe cuando el presentador dijo en qué consistían. Unas letras escritas en los brazos de la mujer muerta. Letras que no tenían ningún sentido, pero que la policía estaba analizando.
Saltó directamente desde el escalón superior de la caravana al suelo, pegándole tal susto al viejo perro de caza que el pobre animal empezó a gemir y se hizo un ovillo. Fred llegó a la puerta justo a tiempo para ver cómo se alejaba Quarry al galope hacia Atlee; meneó la cabeza, masculló algo sobre lo locos que estaban los hombres blancos y cerró la puerta.
Quarry encontró solo a Daryl en el granero. El joven vio con incredulidad cómo se le echaba encima el viejo, igual que un defensa lanzado en tromba. Quarry lo aplastó contra la pared y le puso el antebrazo en la garganta.
—¡Le escribiste algo en los brazos! —rugió.
—¿Qué? —jadeó Daryl.
—¡Le escribiste algo en los brazos! ¿Qué demonios era?
—Déjame respirar un poco y te lo diré.
Quarry retrocedió, no sin antes propinarle un fuerte empujón que lo mandó de nuevo contra la pared. Jadeando, Daryl le explicó a su padre lo que había hecho.
—¿Por qué diantre lo hiciste?
—Cuando la mujer cayó muerta, me asusté mucho. Pensé que así los desconcertaríamos.
—Eso fue una gran estupidez, muchacho.
—Lo siento, papá.
—Seguro que lo vas a sentir.
—Pero tal como lo escribí, no lo van a descifrar.
—Dime cómo lo escribiste exactamente.
Daryl tomó un viejo catálogo de semillas de la mesa de trabajo, arrancó una página y escribió las letras con un bolígrafo Bic.
Quarry cogió la hoja y leyó lo que había escrito.
—¿Lo ves, papá? Es un galimatías para ellos, ¿cierto? Tú sabes lo que dice, ¿no?
—Claro que lo sé —le espetó Quarry.
Salió afuera y miró el cielo. Todavía había luz, aunque el sol poniente coloreaba las nubes con un rojo subido, como si fueran carbones encendidos. No advirtió que Daryl le había seguido y que lo miraba con una expresión ansiosa, como mendigando algún elogio por haber ideado aquel subterfugio. Así que Quarry no llegaría a saber jamás que era la misma mirada suplicante que él le había dirigido a su madre agonizante.
Prendió una cerilla y quemó la hoja, dejándola convertida en una pavesa negra. Miró cómo revoleaba arrastrada por la brisa para acabar desmenuzándose a un par de metros.
—¿Todo bien, papá? —dijo Daryl, nervioso.
Quarry señaló la pavesa negra.
—Es tu segundo fallo, muchacho. Otro más y se acabó, seas hijo mío o no.
Se dio media vuelta y se alejó.