30

Willa se mantuvo pegada a la pared mientras se deslizaba por la galería, arañando con los dedos la superficie desigual de roca. Aguzaba el oído para captar cualquier sonido y escudriñaba las tinieblas, por si vislumbraba alguna luz. Llevaba su farol, pero a la mínima potencia, y apenas veía nada. Hacía mucho frío y el vapor de su aliento la escoltaba por el túnel oscuro. Dobló una esquina y se detuvo.

¿Venía alguien? Apagó la luz y se apretó contra la roca. Cinco minutos más tarde empezó a moverse de nuevo. Esta vez mantuvo el farol apagado. Rozó con la mano una superficie de madera y después algo metálico. Se detuvo, encendió la luz al mínimo. Vio una cerradura.

«Igual que la de mi puerta».

Armándose de valor, alzó la mano y dio unos golpecitos en la madera. No hubo respuesta. Llamó otra vez, algo más fuerte.

—¿Quién es? —dijo una voz temblorosa en el interior.

Willa miró a uno y otro lado; luego pegó los labios a la puerta y cuchicheó:

—¿Estás encerrada?

Oyó unos pasos y luego la voz dijo:

—¿Quién eres?

—Me llamo Willa. Yo también estaba encerrada, pero he salido. Creo que también podría sacarte. ¿Cómo te llamas?

—Diane —cuchicheó la otra.

—¿Sabes por qué estás aquí?

—No.

—Yo tampoco. Espera.

Willa sacó el clip del bolígrafo y la tapa de hojalata enrollada y se puso manos a la obra. Le resultaba más difícil que antes porque había de mantener la luz muy baja. Mientras se concentraba para notar los dientes de la cerradura y colocarlos en posición, escuchaba además con atención por si se aproximaba alguien por el túnel.

Los dientes encajaron por fin en su sitio; Willa giró la llave de tensión y la puerta se abrió. Diane Wohl la miró asombrada.

—Pero si eres solo una niña.

—Ya casi una adolescente —dijo ella con firmeza—. Y me las he arreglado para salir de mi habitación. Y para sacarte de la tuya. Vamos.

Mientras se ponían en marcha, Diane miró en derredor.

—¿Dónde estamos?

—Tienes que hablar en voz muy baja —susurró Willa—. El sonido se transmite a mucha distancia en sitios como este.

—¿Qué sitios? —dijo la mujer, bajando la voz.

Willa tocó la pared.

—Creo que estamos en un túnel o una antigua mina.

—Dios mío —cuchicheó Diane—, si estamos en una antigua mina, se nos podría desmoronar encima en cualquier momento.

—No creo. Las vigas parecen muy sólidas. Y los hombres que nos tienen aquí no nos habrían traído a un sitio peligroso.

—¿Por qué no?

—Porque ellos también podrían resultar heridos.

—¿Sabes dónde está la salida?

—Estoy intentando detectar alguna corriente de aire.

—Pero si seguimos caminando, nos vamos a perder. Quizá sin remedio.

—No, no nos perderemos. —Iluminó el suelo de tierra con el farol—. He recortado las etiquetas de las latas y he ido tirando pedacitos cada tres metros más o menos. Así reconoceremos el camino si hemos de volver atrás.

Continuaron andando. Doblaron una esquina, luego otra.

Willa iluminó su reloj.

—Nos quedan unos veinte minutos antes de que vuelvan. Aunque podría aparecer el otro hombre. Ese es imprevisible.

—¿El alto con el pelo blanco?

—Sí. No parece tan malo como los otros, pero aun así me da miedo.

—A mí me aterrorizan todos.

—¿Tú dónde vives?

—En Georgia.

—Yo soy de Virginia. Espero que mi familia esté bien. El hombre me dijo que había contactado con ellos y les había dicho que estoy bien. ¿Tú tienes familia?

—No, no tengo —respondió Diane rápidamente—. Es decir, no mi propia familia. Pero le pedí que contactara con mi madre y le dijera que estoy bien. Aunque no sé si voy a seguir bien.

—Otro motivo para que salgamos de aquí —respondió Willa.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Diane bruscamente.

Había sonado un grito lejano a su espalda.

—Creo que han descubierto que no estamos en nuestras habitaciones —dijo Willa. En ese momento notó en la mejilla una ráfaga de aire. Cogió a Diane de la mano—. Por aquí.

Se apresuraron por el pasadizo.

—¡Mira! —dijo Willa.

El túnel terminaba en una puerta vieja de aspecto recio.

Diane intentó girar el pomo, pero no se movió.

Willa ya había sacado sus herramientas. Mientras Diane le sostenía la luz, las insertó en la cerradura y se puso a trabajar deprisa, aunque metódicamente.

—¿Cómo aprendiste a hacer eso?

—Resulta práctico si tu hermana pequeña no para de quedarse encerrada en el baño —dijo Willa mientras empujaba y hurgaba con la ganzúa, rezando para que los dientes cayeran en la ranura correcta.

Diane se volvió.

—Ya vienen. Ay, Dios, creo que ya vienen. ¡Rápido! ¡Rápido!

—Si voy deprisa, no me saldrá, ¿vale? —dijo Willa con calma.

—Y si no, nos atraparán.

El último diente cayó en su sitio. Willa giró la llave de tensión y, empujando entre las dos, abrieron la pesada puerta de madera. La luz entró de golpe y las obligó a protegerse los ojos. Salieron corriendo y miraron alrededor, todavía deslumbradas.

El estrépito de pasos cayó sobre ellas con más fuerza que la luz del sol.

—Vamos —gritó Diane.

Agarró del brazo a Willa y corrieron hacia el trecho de tierra aplanada, donde en ese momento aterrizaba una avioneta.

—¿Quién crees que será? —dijo Diane.

Willa miró alrededor, advirtiendo que el único modo de llegar o salir de allí parecía ser en avión.

—Nadie con quien nos convenga tropezar. Por aquí, rápido.

Cambiaron de dirección y se agazaparon tras un promontorio rocoso justo cuando Daryl y Carlos emergían de la galería y empezaban a correr cada uno en una dirección. Willa y Diane se arrastraron a gatas por un risco empinado, procurando no despegarse del suelo.

—A lo mejor podemos llegar hasta arriba y bajar por el otro lado —dijo Willa con voz entrecortada.

Diane jadeaba tanto que no pudo responder de inmediato. Se apoyó en la niña.

—He de recuperar el aliento. Nunca he hecho mucho ejercicio.

Un minuto después, reanudaron el ascenso. Llegaron a lo alto del risco, lo cruzaron y se asomaron al otro lado.

—Dios nos asista —gimió Diane. Era una pendiente empinadísima y prácticamente desnuda—. Yo no puedo bajar por ahí.

—Pues yo voy a intentarlo —dijo Willa—. ¿Crees que puedes encontrar un rincón donde esconderte? Si consigo escapar, traeré ayuda.

Diane miró alrededor.

—Creo que sí. —Se asomó otra vez al borde—. Willa, vas a matarte. No podrás bajar.

—He de intentarlo.

Se aferró al borde de la roca, dirigió el pie hacia una estrecha repisa y descendió. La repisa aguantó su peso, aunque algunos guijarros y terrones, arrastrados por su movimiento, rodaron ladera abajo, zarandeados por un viento arremolinado.

—Ve con cuidado, por favor —dijo Diane.

—Eso intento —dijo Willa sin aliento—. Es muy difícil.

Descendió a la siguiente repisa y ya estaba a punto de intentar otro movimiento cuando la roca cedió bajo sus pies.

—¡Willa! —gritó Diane.

Ella trató de agarrarse donde fuera para evitar la caída, pero no encontraba un asidero firme y la roca se venía abajo.

—¡Ayúdame!

Derribando a Diane de un empujón, el hombre se adelantó a toda velocidad, extendió su largo brazo y atrapó a Willa por la muñeca un segundo antes de que se despeñara sin remedio.

Willa se vio izada por los aires como un pez y depositada sobre una roca plana. Levantó la vista.

Sam Quarry no parecía nada contento.