3

En Talbot’s había rebajas. Diane Wohl había salido del trabajo a las cuatro para aprovechar. Un vestido nuevo, varias blusas, quizás unos pantalones, una bufanda. Acababan de subirle el sueldo y quería sacarle partido. No tenía nada de malo darse un gusto de vez en cuando. Aparcó el coche en el garaje del centro comercial y caminó unos cien metros hasta el interior del complejo. Dos horas más tarde, tras probarse numerosos conjuntos, salió con dos bolsas llenas de ropa, cumpliendo así con el deber patriótico de estimular una economía por lo demás desastrosa.

Arrojó las bolsas en el asiento del copiloto y subió al coche. Tenía hambre y estaba pensando en comprar algo de comida china de camino a casa. Acababa de meter la llave cuando notó la presión de un círculo metálico en la nuca. Un intenso olor hizo que se olvidara de golpe del pollo kung pao y la sopa de huevo. Era una mezcla de cigarrillos y lubricante de armas.

—Conduzca —dijo la voz quedamente, pero con firmeza—. O está muerta.

Condujo.

Una hora más tarde habían dejado atrás los barrios residenciales. Solo se veía la raya del asfalto, la luna llena y un denso muro de árboles. No había ni un coche ni una persona a la vista. Diane Wohl estaba totalmente sola con el monstruo que iba sentado en el asiento trasero de su Honda.

Ahora habló de nuevo.

—Gire ahí.

A ella se le encogió el estómago. Los ácidos gástricos segregados por efecto del miedo le subieron a la garganta.

El coche avanzó bamboleándose por un camino de tierra durante unos minutos. Parecía como si la masa de árboles estuviera engullendo el coche.

—Pare.

Diane puso punto muerto. Al retirar la mano de la palanca de cambio, miró su bolso de soslayo. Tenía el móvil allí. Si pudiera encenderlo… O las llaves. Un buen manojo de llaves. Podía sacarlas y clavárselas en los ojos, como había visto en las películas de la tele. Pero estaba demasiado aterrorizada para hacer nada. Temblaba de pies a cabeza, como si tuviera Parkinson.

El monstruo de pocas palabras dijo:

—Fuera.

Ella no se movió. Tenía la garganta completamente seca, pero aun así consiguió hablar.

—Si quiere mi coche y mi dinero, puede quedárselos. Pero, por favor, no me haga daño. Por favor.

El monstruo no se dejó convencer.

—Fuera.

Le presionó en la nuca con la boca del cañón. Un mechón de su pelo quedó atrapado en el resalte de la mira y acabó arrancado de raíz. Empezaron a rodarle lágrimas por las mejillas al ver que se enfrentaba a los últimos minutos de su vida. Era tal como decían las advertencias habituales:

«Mire alrededor. Permanezca alerta. Basta con un segundo».

De las rebajas de Talbot’s a la muerte en un camino solitario.

Abrió la puerta del coche y empezó a bajarse, aferrando el bolso con la mano. Sofocó un grito y lo soltó en el acto cuando los dedos enguantados la agarraron de la muñeca.

—No va a necesitarlo.

Bajó y cerró la puerta.

Todas sus esperanzas se fueron a pique cuando él se bajó también. Había rezado para que el tipo ocupara el asiento delantero y se llevara el Honda, en lugar de arrebatarle la vida.

Era viejo, con un pelo blanco, tupido y un poco largo de aspecto sucio y sudoroso. Su rostro parecía tallado en roca maciza y estaba cubierto de finas arrugas. Era un hombre viejo, pero también alto y fornido, de más de noventa kilos, con unos hombros anchos y unas manos surcadas de venas. Se irguió en toda su estatura junto a la menuda Wohl. Incluso sin la pistola, ella no tenía nada que hacer frente a él. Le apuntaba directamente a la cabeza. El hecho de que no llevara ninguna máscara la aterrorizó. Veía su rostro con toda claridad.

«No le importa. Le tiene sin cuidado que sepa quién es. Va a matarme. A violarme y luego a matarme. Y me dejará aquí tirada». Empezó a sollozar.

—Por favor, no lo haga —dijo, al ver que daba un paso adelante. Ella retrocedió, preparándose para el ataque.

No llegó a ver al otro hombre que se le acercaba por detrás. Cuando le tocó el hombro, soltó un chillido y se volvió. Era bajo y enjuto, con unos rasgos hispanos muy definidos. Pero ella no vio nada, porque el hombre había alzado el bote que tenía en la mano y el denso vapor le dio de lleno en la cara.

Sintiendo que se asfixiaba, Diane inspiró hondo para tratar de despejar sus pulmones. No funcionó; perdió el conocimiento rápidamente y se desplomó en brazos del hispano. Entre los dos hombres, la metieron en la trasera de una furgoneta de alquiler aparcada muy cerca y se alejaron de allí.