29

Dos horas más tarde, Sean esperó a que un coche cruzara la verja del bloque y lo siguió al interior del aparcamiento, mientras las puertas automáticas se cerraban a su espalda. Aparcó en una plaza para visitantes, tomó una caja delgada que tenía sobre el asiento y entró en el vestíbulo del edificio.

El conserje, un tipo enjuto y medio calvo, con un blazer azul demasiado holgado, levantó la vista del periódico.

—¿En qué puedo ayudarle?

Sean le dio una palmadita a la caja.

—Unas flores para la señorita Cassandra Mallory.

—Muy bien. Puede dejarlas aquí.

—No, no puedo. La hoja dice entregar personalmente. Ella me tiene que firmar.

—Puedo firmarle yo. No nos gusta que los repartidores anden por los ascensores.

—Venga, hombre. Apenas me saco para cubrir la gasolina. Yo vivo de las propinas. Usted no va a darme propina, ¿verdad?

—Las flores no son para mí, así que nanay.

—Oiga, soy un simple currante que trata de ganarse la vida. Traigo una docena de flores en esta caja y me esperan otras quince entregas antes de las ocho de la noche. Me estoy rompiendo el culo por unas miserables monedas.

—Parece un poco viejo para andar repartiendo flores.

—Yo tenía una empresa de financiación hipotecaria.

El hombre lo miró con complicidad.

—Ah.

—Bueno, ¿puede usted llamar y decirle que estoy aquí? Si no las quiere, no hay problema.

Tras vacilar un instante, el tipo tomó el teléfono.

—Señorita Mallory. Soy Carl, el conserje. Mire, tengo aquí una entrega de flores para usted. —Hizo una pausa—. Eh… no sé. Un segundo. —Miró a Sean—. ¿Quién las envía?

Sean hurgó en el bolsillo de su camisa y examinó un pedazo de papel en blanco.

—Un tal Greg Dawson.

Carl lo repitió al teléfono.

—Bien, de acuerdo, usted manda.

Colgó y miró a Sean.

—Su día de suerte. Es en el 756. El ascensor está allí.

—Fantástico. Espero que sea generosa.

—Usted tiene buena planta. Si realmente está de suerte, igual le da otra clase de propina.

Sean fingió perplejidad antes de preguntar:

—¿Cómo?, ¿me está diciendo que es un bombón?

—Digámoslo así, amigo. Cuando ella cruza el vestíbulo, yo me siento como si estuviera en una fantasía de Playboy. Es el único motivo por el que conservo este trabajo de mierda.

Sean subió con el ascensor de cristal, contemplando una vista increíble de la costa. Cassandra debía de estar esperando junto a la puerta, porque abrió una fracción de segundo después de que llamara. Iba descalza y llevaba un albornoz que le llegaba solo hasta medio muslo. Tenía el pelo húmedo; tal vez había ido a nadar o acababa de ducharse.

—¿Flores? —dijo.

—Sí, de un tal señor Dawson.

—Me sorprende, la verdad.

Sean la miró de arriba abajo.

—Señora, yo diría que usted es de las que recibe montones de flores de los caballeros.

Ella le dedicó una sonrisa.

—Muy amable.

—Necesito que me firme aquí.

Le tendió el bloc y un bolígrafo. Mientras ella firmaba, Sean abrió la caja. En su interior había doce rosas de tallo largo que había comprado a un vendedor callejero por cuatro dólares.

Cassandra cogió una y la olió.

—Son preciosas.

—¿Tiene un jarrón? Conviene ponerlas en agua enseguida.

Ella alzó los ojos y le sonrió con más intensidad. Mientras recorría con la vista su rostro apuesto y su físico de metro noventa, dijo con una voz ronca que a él le hizo sentirse sucio:

—¿Cómo te llamas?

—Sean.

—No te había visto nunca por aquí, Sean.

—Nunca había venido aquí. Yo me lo he perdido, supongo.

—¿Por qué no entras las flores mientras yo voy a buscar un jarrón?

Al darse media vuelta, se las ingenió para rozarle el brazo con los pechos. Lo hizo con tal destreza que Sean dedujo que debía de haber perfeccionado la maniobra con los años. La siguió al interior, soltando la puerta. La cerradura encajó a su espalda automáticamente con un chasquido.

El apartamento era de lujo y Sean observó por todas partes detalles muy costosos. La dama también tenía buen gusto en pintura, mobiliario y alfombras orientales. Una vez en la cocina, abrió un armario y se agachó. Las vistas que ofrecía en tal postura hicieron que Sean se sonrojase. Unas diminutas bragas negras habían reemplazado al tanga blanco, pero el resto era pura Cassandra.

Se volvió, todavía agachada, sin duda para asegurarse de que estaba mirando, y fingió sobresaltarse.

—Ay, lo siento.

Él acertó a sonreír.

—Yo no. El cuerpo femenino es hermoso, ¿por qué ocultarlo?

Ella le devolvió la sonrisa.

—Me gusta tu actitud.

Tardó tanto en sacar el jarrón que Sean habría sido capaz de identificar su cadáver solo por sus nalgas. Finalmente, se incorporó y se volvió.

Y dejó de sonreír.

Miró atónita la pantalla de la cámara: la foto de Greg Dawson tendiéndole el sobre.

—¿Qué es esto? ¿Quién demonios es usted?

Sean se sentó en uno de los taburetes que había junto a la encimera de granito.

—¿De dónde ha sacado esa foto? —dijo con tono acusador.

—Primero vaya a ponerse algo encima. Su numerito de striptease está acabando con mi paciencia.

Ella lo miró, airada.

—¿Y por qué demonios no debería llamar a la policía?

Sean alzó la cámara por toda respuesta.

—Porque en tal caso esta maravillosa fotografía de usted y Greggie llegará a manos del departamento de Seguridad Nacional. Y a menos que pueda explicarles cómo es que el dirigente de la compañía que compite con la de Tuck Dutton le entrega un sobre en un lujoso almuerzo celebrado en su casa, Science Matters ya puede despedirse de ese pingüe contrato. ¿Me equivoco o no, Cassandra? ¡Y ahora vaya a vestirse!

Ella fue a cambiarse, enfurecida. Volvió bien tapada con un chándal de velvetón malva.

Sean asintió con aprobación.

—Mucho mejor. Ahora ya puedo tratarla como a una adulta.

Se instaló en el sofá de la sala de estar, que tenía unas vistas impresionantes del mar. Ella tomó asiento frente a él y escondió los pies desnudos bajo su cuerpo.

—Así que las flores no eran de Greg —dijo, enfurruñada.

—No. Cuando la ha rechazado durante el almuerzo, iba en serio. Quizás está acostumbrado a las chicas como usted y sabe lo que le conviene.

—¿Quién es usted exactamente y qué quiere? —dijo—. Porque cuanto antes se largue, mejor.

—Una regla para empezar: las preguntas las hago yo.

—¿Por qué…?

Sean alzó la foto y ella se apresuró a cerrar la boca.

—Sé lo de usted y Tuck Dutton.

Ella puso los ojos en blanco.

—¿De eso va todo esto? ¡Por favor!

—Usted tenía una aventura con él.

—Demuéstrelo.

—No me hace falta. Eso puedo dejárselo al FBI.

—¿El FBI? ¿De qué demonios está hablando?

—La esposa de Tuck ha sido asesinada y su hija mayor, secuestrada. ¿Va a decirme que no lo sabía?

—Claro que lo sabía. Ha salido en todos los periódicos. La hermana de Tuck es la primera dama.

—¿Disfruta tirándose al «primer cuñado»?

—Váyase al cuerno.

—Debería estar preocupada, a decir verdad.

—¿Qué se supone que significa eso exactamente? —dijo ella, con un tono de falso aburrimiento.

—Significa que el móvil más viejo para que un marido infiel se cargue a su esposa es poder casarse con su amante.

—Las cosas no fueron así entre Tuck y yo.

—¿Cómo fueron, entonces? Puede explicármelo a mí o al FBI. Y le aseguro que el agente que lleva el caso no es ni la mitad de simpático que yo.

—Él se sentía atraído hacia mí.

—Sí, lo sé. Aunque difícilmente podría culparle si le hizo usted el numerito que acaba de hacerme a mí. Bueno, en realidad sí podría, porque obviamente es un gilipollas muy débil. Dígame, ¿por qué decidió trabajar para él cuando me consta que había recibido mejores ofertas de compañías más grandes?

—Parece saber mucho sobre mí.

—Siempre he sido curioso. Responda.

—Él me dijo que sería muy generoso conmigo si obteníamos el contrato.

—Así que no solo un sueldo… ¿también una participación?

—Algo así.

—No me sirve «algo así». Quiero datos concretos.

—Veinte por ciento de los beneficios del contrato —dijo ella rápidamente—. Además del sueldo y la bonificación.

—Pero entonces recibió una oferta mejor. Aunque fue después de haber firmado con Tuck.

—No sé a qué se refiere —dijo, vacilante.

—Ya lo creo que sí. Usted tiene un lío con Tuck. Dawson está ojo avizor y lo descubre. O quizá la incita a hacerlo, quién sabe. Pero ahora él tiene una prueba que presentar al departamento de Seguridad Nacional. Tirándose al cuñado del presidente, nada menos. Los funcionarios del departamento se enteran, Dawson se queda el contrato y usted cobra un soborno bajo mano. Tal vez una parte de ese dinero estaba en el sobre que le ha dado hoy. —Volvió a alzar la cámara—. Solo que ahora yo tengo una prueba de la relación entre usted y Greggie: podría presentarla al departamento y mandar al garete su sueño. Un interesante giro de los acontecimientos, ¿no cree? ¿Y por qué un soborno en metálico?

—Greg dijo que hoy día pueden rastrear cualquier transacción: electrónica, cuentas suizas, lo que sea. Ese dinero era una especie de anticipo.

—Entendido.

—Escuche, quizá podamos hacer un trato.

—No ando buscando un sobre repleto de billetes.

—No tiene por qué tratarse de dinero. —Lo miró, angustiada—. Sé que piensa que yo soy una zorra, pero la verdad es que no lo soy. Podríamos pasarlo muy bien los dos juntos. Muy bien.

—Gracias, pero no me interesan las mujeres que le enseñan el culo al primer repartidor que llama a la puerta. Y no quiero ser demasiado brutal, pero ¿cuándo fue la última vez que le hicieron un análisis de enfermedades venéreas?

Ella se echó hacia delante para abofetearlo, pero Sean la sujetó de la muñeca.

—Esta vez no va a salir del apuro con un revolcón, querida. Aquí no se trata de un contrato gubernamental de mierda y de acostarse con un par de tipos para conseguir un bonito apartamento frente al mar. Si no colabora, tiene muchas posibilidades de convertirse en cómplice de un caso de secuestro y asesinato. En Virginia eso es un delito capital. Y la inyección letal podrá ser indolora, pero aun así acabas muerto y bien muerto.

Cassandra empezó a derramar lágrimas.

—Yo no tuve nada que ver, lo juro por Dios.

Sean sacó una grabadora digital y la puso sobre la mesita.

—Siéntese.

Ella obedeció.

—Este es el trato: dígame absolutamente toda la verdad; si intenta jugármela aunque sea solo un poco, y créame que sé lo bastante para darme cuenta, pasaré toda la información de inmediato a los funcionarios del gobierno. ¿Entendido?

Ella asintió, secándose las lágrimas.

—Bien. —Sean encendió el aparato y dijo—: El día antes de que su esposa fuera asesinada, Tuck estuvo con usted. Se quedó en su apartamento, ¿correcto?

Ella asintió.

—Quiero escucharla.

—Sí, estuvo aquí.

—Había pasado aquí la noche, ¿verdad?

—Sí.

—¿Tenían una aventura?

—Sí.

—¿Su esposa lo sabía?

—No sé. Tuck no lo creía.

—Tuck la contrató porque usted había ocupado un puesto en el departamento de Seguridad Nacional. Pensó que eso le daría ventaja para sacarles un gran contrato, ¿correcto?

—Sí.

—Y ahora está traicionándole con Greg Dawson y con Science Matters, ¿no?

Cassandra titubeó. Sean alargó la mano hacia la grabadora.

—Muy bien, como quiera.

—Espere. Sí, estoy trabajando con Greg Dawson a espaldas de Tuck. Greg nos hizo seguir; descubrió nuestra relación. Me llamó y me ofreció un trato mejor. Y yo lo acepté.

—Tuck Dutton iba a volver a Virginia el día después de que su familia sufriera el ataque. Pero volvió antes. ¿Sabe por qué?

—Tuvimos… una discusión.

—¿A santo de qué?

—Creo… creo que sospechaba algo.

—¿De Dawson y usted?

Ella pareció sorprenderse.

—No. Era al revés.

Sean la miró, perplejo.

—¿Cómo, al revés?

—Él creía que su esposa tenía una aventura. Yo le dije que eso era una estupidez. ¿Cuál era la probabilidad de que él y su esposa estuviesen follando por ahí al mismo tiempo? Eso le dije. Supongo que no tuve mucho tacto, pero es que los hombres se ponen como críos en caso de adulterio. Vale, tú también haces de las tuyas. No es nada del otro mundo. Asúmelo.

—Pero él no lo asumió.

—No. De hecho, creí que iba a golpearme. Me dijo que amaba a su mujer. Estábamos ahí, desnudos en la cama, después de haber follado como locos. Y yo dije alguna tontería, tipo: «Vaya modo más curioso de demostrarlo». Entonces él se puso a chillarme, recogió sus cosas y se largó.

—¿Le dijo por qué creía que su esposa tenía una aventura?

—Mencionó ciertas llamadas que había oído por casualidad. Y dijo que una vez había seguido a Pam y que la había visto tomando café con un desconocido.

Sean se arrellanó sobre los almohadones. Ese era un ángulo que nunca había considerado.

—¿Le describió el aspecto del tipo?

—No. Nunca.

—Entre la hora a la que Tuck debería haber llegado a casa y la hora a la que llegó realmente, hubo un desfase de sesenta minutos o más sin justificar. Estoy hablando del período entre las nueve y media, aproximadamente, y las once de la noche. ¿Él la llamó durante ese lapso?

—No, no hemos hablado desde que salió furioso de aquí.

Sean la miró, escéptico.

—Necesito la verdad absoluta, Cassandra.

—Lo juro. Revise mi registro de llamadas. Yo me metí en la cama y no hablé con nadie.

Sean apagó la grabadora.

—Será mejor que se mantenga localizable por si necesito volver a hablar con usted.

—¿Piensa sacar todo esto a la luz?

—No. O no todavía, al menos. Pero ahí va un consejo: dígale a Greggie que se retire del concurso para obtener el contrato.

—Le va a sentar fatal. Ya me ha pagado un montón de dinero.

—Eso es problema suyo. ¿Por qué no prueba el viejo numerito del contoneo, ya que Greg no parece sensible al masaje con el pie en la bragueta?

Sean tomó aquella misma noche un vuelo al D. C. Había descubierto un montón de cosas. El único problema era que ahora tenía más interrogantes abiertos que antes.