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Jane Cox miró por la ventana de la sala de estar de la familia presidencial. El número 1600 de la avenida Pensilvania quedaba en medio de la capital. Sin embargo, para quienes lo consideraban su hogar, bien podría haber estado en otro sistema solar. No había nadie en el mundo capaz de comprender plenamente cómo era la vida de Jane, salvo las demás familias que habían habitado esa casa, unciendo su destino a las funciones presidenciales. E incluso en comparación con algunas de tales personas, los tiempos habían cambiado de verdad. Un presidente tan reciente como Harry Truman podía salir a caminar por la ciudad acompañado de un solo guardia. Ahora eso era impensable. Y nunca había existido un escrutinio tan severo de los actos más nimios, de las palabras más inocentes, de los gestos más insignificantes, como el que existía ahora.

Ella entendía perfectamente que algunas primeras damas se hubieran vuelto adictas a las drogas y al alcohol, o que hubieran padecido una grave depresión. Jane se abstenía del alcohol, dejando aparte alguna copa de vino o una cerveza en la caravana electoral, cuando lo requería la fotografía de rigor. Su única droga regular había sido la marihuana en sus años universitarios y alguna rayita de cocaína durante el viaje de fin de carrera al Caribe. Todo lo cual, afortunadamente, había pasado en buena parte desapercibido en aquel entonces y no había generado comentarios más tarde, cuando había emprendido el largo camino que mediaba entre aquella estudiante liberada y la primera esposa de la nación.

Llamó por teléfono a la hermana de Pam Dutton y habló con John y Colleen, haciendo lo posible para tranquilizarlos. Percibía su temor y habría deseado poder decirles algo más concreto, no simplemente que rezaba para que Willa volviera pronto a casa. Después llamó a su hermano, que seguía en observación en el hospital, aunque esperaban darle pronto el alta. Los dos niños habían ido a visitarle.

Jane hizo que le subiera la cena el personal de la Casa Blanca y comió sola. Tenía varias invitaciones para cenar fuera esa noche y las había rechazado todas. La mayoría procedía de gente meramente interesada en inflar su propio estatus compartiendo mesa con la primera dama y sacándose una foto entrañable con la que aburrir más adelante a sus nietos. Ella prefería estar sola. Bueno, tan sola como era posible estarlo en una casa con más de noventa empleados a tiempo completo y con demasiados agentes de seguridad para llevar la cuenta.

Decidió salir a dar un paseo, acompañada, cómo no, por sus asistentes y el servicio secreto. Se sentó un rato en el Jardín de los Niños, un rincón umbrío cuya idea original había partido de lady Bird Johnson. A Jane le encantaba contemplar aquellas losas con las huellas en bronce de las manos y pies de los nietos presidenciales alineándose a lo largo del sendero. Confiaba en que sus propios hijos espabilaran y empezaran a darles nietos a ella y Dan.

Más tarde, pasó junto a los macizos de tulipanes del Jardín de Rosas, donde al llegar la primavera florecerían millares de bulbos, brindándole al ala oeste un color deslumbrante. A continuación se dirigió al solárium, que había sido construido en una habitación de la tercera planta a instancias de Grace Coolidge. Era la habitación menos formal de la mansión y también, a su juicio, la que ofrecía mejores vistas. Con frecuencia, las primeras damas habían emprendido una campaña tanto para realzar la Casa Blanca en beneficio de los futuros presidentes y sus familias como para hacerla más suya. Algo de ello había hecho Jane en los últimos tres años, aunque sin acercarse a los niveles insuperados de una Jackie Kennedy.

Volvió a sus habitaciones privadas y recordó el primer día, cuando habían llegado allí tres años atrás. La primera familia precedente había salido a las diez de la mañana y los Cox se habían presentado a las cuatro de la tarde. Como un cambio de inquilinos en un apartamento de alquiler. Y sin embargo, cuando habían cruzado la puerta, la ropa estaba en los armarios, los cuadros en las paredes, sus aperitivos favoritos en la nevera y sus artículos de belleza alineados en la repisa del lavabo. Todavía no comprendía cómo se las habían arreglado para hacerlo todo en seis horas.

Más tarde, mientras se tomaba una taza de café, pensó en su conversación con Sean King. Podía contar con él. Se había portado muy bien en su momento; de hecho, había salvado la carrera política de su marido. Sabía que King estaba molesto con ella ahora, pero ya se le pasaría con el tiempo. Más le preocupaba su hermano. Durante la mayor parte de su vida se había cuidado de él, en gran parte porque la madre de ambos había muerto cuando Jane acababa de cumplir los once; Tuck era cinco años menor que ella. Lo había consentido y mimado, habrían dicho otros con menos tapujos. Y ella misma debía reconocer que su instinto protector había acabado haciendo más mal que bien. Pero difícilmente podía darle la espalda ahora.

Jane se acercó de nuevo a la ventana y miró a la gente que se paraba frente a la Casa Blanca. Su casa. Al menos durante los próximos cuatro años, si había que fiarse de las encuestas. Aunque la decisión final la tomarían los más de ciento treinta millones de americanos que votaran a favor o en contra de un segundo mandato para su marido.

Mientras mantenía apoyada la mejilla en el vidrio a prueba de balas, sus pensamientos, como un áncora en el fondo del mar, fueron a posarse en Willa. Estaba en alguna parte con la gente que había asesinado a su madre. Algo debían de querer, solo que aún no sabía de qué se trataba.

En su interior ya estaba preparándose para la posibilidad de que Willa no regresara a sus vidas. A su vida. Incluso para la posibilidad de que ya estuviese muerta. Jane se había adiestrado a sí misma para no mostrar sus emociones, desde luego no en público, salvo que las condiciones políticas del momento lo requiriesen. No era que careciese de pasión. Pero muchas carreras políticas habían naufragado en los arrecifes de las exhibiciones abruptas de cólera, de frivolidad o falsa sinceridad, que para los votantes delataban una falta de honradez innata. Nadie deseaba que unos dedos volubles e inmorales manejasen los códigos nucleares, y la gente también veía con malos ojos que la esposa de quien poseía esa responsabilidad fuese una persona inestable y lunática.

Así que durante al menos los últimos veinte años de su vida, Jane Cox había medido cada palabra, calculado cada paso y planeado cada acción física, espiritual o emocional que pensara realizar. Solo había tenido que pagar un precio: abandonar cualquier esperanza de seguir siendo humana.

El horario que le habían pasado esta noche dejaba un intervalo de diez minutos para que hablara por teléfono con su marido, que estaba en un mitin para recaudar fondos en Pensilvania. Hizo la llamada y le felicitó por las últimas cifras de las encuestas y por sus recientes apariciones televisivas, en las que había ofrecido una imagen adecuadamente presidencial.

—¿Todo bien por tu parte, cielo? —dijo él.

—Todo, excepto Willa —respondió Jane, con un tono quizá más enérgico de lo que pretendía.

Las aptitudes políticas de su marido habían sido consideradas de primer orden incluso por sus adversarios. En cambio, la capacidad de Dan Cox para captar los problemas y sutilezas de su esposa nunca había alcanzado ese nivel óptimo.

—Por supuesto, por supuesto —dijo, mientras sonaban en segundo plano retazos de conversación—. Estamos haciendo todo lo que podemos. Debemos mantener las esperanzas y pensar en positivo, Jane.

—Lo sé.

—Te quiero.

—Lo sé —repitió—. Buena suerte esta noche. —Colgó el auricular, una vez agotados los minutos que le habían asignado.

Pasó media hora y puso la CNN. Tenía por norma no mirar los informativos ni los programas políticos durante un año electoral, pero la excepción era cuando su marido hacía una aparición pública. El segundo orador de relleno había concluido y la multitud de setenta y cinco mil personas aguardaba la aparición de la persona a la que realmente habían ido a escuchar.

El presidente Daniel Cox subió al estrado a grandes zancadas, acompañado por una melodía atronadora. Jane todavía recordaba los tiempos en que las apariciones públicas no parecían conciertos de rock, con teloneros, música ensordecedora y algún ridículo eslogan coreado por el público. En aquel entonces todo era más digno y quizá más real. No, sin quizás: era más auténtico. Ahora estaba todo preparado de antemano. Los fuegos artificiales empezaron justo en ese momento, mientras su marido se plantaba ante el atril y miraba las pantallas gemelas y casi invisibles del teleprompter. Hubo un tiempo asimismo, Jane no lo ignoraba, en el que los políticos improvisaban en el estrado, o sencillamente echaban de vez en cuando un vistazo a sus notas. Incluso había leído que los políticos de la Revolución americana y de la Guerra de Secesión eran capaces de memorizar discursos de centenares de páginas redactados por ellos mismos y de pronunciarlos en público sin un solo error.

Jane estaba segura de que ningún líder político vivo —incluido su marido— podría emular tamaña proeza. Claro que en la época de Lincoln una simple pifia tampoco daba la vuelta al mundo en un instante, como ocurría hoy en día. Pero, de todos modos, al mirar a su marido leyendo el texto de las pantallas, golpeando el atril con el puño (mientras se alzaban y bajaban rótulos ocultos a las cámaras, indicando a la multitud cuándo aplaudir, cuándo vitorear, patear el suelo o corear las consignas), sintió en parte nostalgia de los viejos tiempos. Aquellos días lejanos cuando llegaban solos al mitin, ella y Dan, sacaban del maletero pegatinas e insignias y las repartían entre los escasos asistentes; cuando Dan se situaba en el centro y hablaba desde el corazón —y con la cabeza—, estrechaba manos, besaba a los niños y les pedía a todos que le votaran el día de la elección.

Ahora, cada vez que el Hombre Lobo, como la gente solía llamarlo, iba a alguna parte, era como si hubiera que movilizar a un ejército entero. En total, hacían falta casi un millar de personas, varios aviones de carga y suficientes equipos de comunicación como para montarte una compañía telefónica: toda la tecnología necesaria para que su esposo levantara el teléfono en la habitación de cualquier hotel del planeta y tuviera línea directa como en Estados Unidos. Los líderes del mundo libre no podían ser espontáneos. Y desgraciadamente, tampoco sus esposas.

Continuó observándolo. Su marido era un hombre apuesto, lo cual nunca estaba de más en ninguna carrera, incluida la política. Sabía ganarse a una multitud. Poseía ese don, siempre lo había poseído. Conectaba con la gente, sabía encontrar un terreno común con los millonarios y los obreros, con los negros y los blancos, con los listos y los necios. Por eso había llegado tan lejos. La gente lo adoraba. Creían que se preocupaba realmente por ellos. Cosa que era cierta, Jane también lo creía. Y ningún hombre había llegado a presidente sin el compromiso total de su «media naranja».

Lo escuchó pronunciar su discurso electoral enlatado de veintisiete minutos. Esta noche se trataba de la economía enlazada con el apoyo a los empleos sindicales y con un guiño a las industrias del acero y el carbón, puesto que se encontraba en Pensilvania. Se sorprendió a sí misma repitiendo el discurso, palabra por palabra, al mismo tiempo que él. Haciendo una pausa, igual que él, de uno, dos, tres segundos antes de soltar la frase clave de un chiste ideado por algún redactor de discursos de la Ivy League que debía de cobrar más de la cuenta.

Se desvistió, se metió en la cama. Incluso antes de apagar la luz, Jane sintió que la oscuridad se cerraba en torno a ella.

Por la mañana, la doncella de la Casa Blanca encontraría las almohadas de la primera dama un poco húmedas a causa de las lágrimas derramadas.