25

Sean había hablado de nuevo con David Hilal; lo había sorprendido en el aparcamiento cuando ya se volvía a casa. El socio de Tuck no tenía mucho que añadir a lo que ya había dicho. Aun así, respondió con calma a todas y cada una de las preguntas, apoyado en su coche, al tiempo que leía y tecleaba mensajes en su BlackBerry.

Cuando Sean sacó a colación su intento de comprar la parte de Tuck, sin embargo, su tono cambió. Se guardó la BlackBerry, cruzó los brazos y miró a Sean con el ceño fruncido.

—¿Con qué se supone que iba a comprarle su parte? Yo puse todo mi dinero en esta empresa. Estoy empeñado hasta las cejas. Ahora mismo, ni siquiera me darían crédito para un coche.

—Él dice que usted había hecho una oferta a la baja.

—Hablamos de algo así, pero la cosa es que fue exactamente al revés.

—¿Cómo? ¿Él quería comprarle su parte?

—Exacto. Con una oferta a la baja.

«Vale. ¿Cuál de los dos dice la verdad?»

—¿Por qué se le iba a ocurrir a usted bajarse del barco antes de obtener el gran contrato? Tuck dice que aumentaría en muchos millones el valor de la empresa.

—Así sería, sin duda. Si ganáramos. Pero no es seguro ni mucho menos. Nosotros contamos con una tecnología patentada que es la mejor que puede encontrarse ahora mismo, a mi juicio. De ahí que el contratista principal quisiera asociarse con nosotros. Pero nos enfrentamos a grandes compañías que poseen productos muy similares a los nuestros en rendimiento y fiabilidad. Y en el mundo de los contratos gubernamentales no se compite en igualdad de condiciones. Los peces gordos eluden las normas, reparten dinero a diestro y siniestro. Y como suelen partir con una posición de ventaja, pueden acaparar a los talentos más cotizados. Al final, los peces pequeños han de conformarse con las migajas. Y yo no es que quiera bajarme del barco, pero me estoy quedando sin recursos. Y si no ganamos el contrato, la empresa valdrá mucho menos de lo que él me ofreció. Nosotros quizá tenemos ahora la posición de ventaja, pero como ya le expliqué el otro día, que el cuñado del presidente de Estados Unidos esté liado con Cassandra no ayuda nada. Si eso sale a la luz, tendremos problemas.

—Tuck dice que no había nada entre él y Cassandra.

—¿De veras? Entonces pregúntele dónde se alojó cuando estuvo allí. Seguro que tendrá preparada una buena excusa.

—Usted me dijo la otra vez que no creía que Tuck hubiera matado a Pam, pero no parece tenerle mucho cariño a su socio.

—No, en efecto.

—No lo mencionó en aquella conversación.

—¿Ah, no?

—Soy muy eficiente tomando notas. No, no lo dijo.

—Bueno. No tengo la costumbre de poner verde a mi socio ante personas que ni siquiera conozco. Pero me cuesta un esfuerzo no hacerlo, si le soy sincero.

—¿Por qué?

—Digamos que ha conseguido tocarme las narices.

—¿Le importaría darme un ejemplo?

—¿Me creería si lo hiciera?

—Tengo una mente muy abierta.

Hilal miró a lo lejos unos instantes antes de volverse otra vez hacia Sean.

—Es un poco embarazoso, de hecho.

—Soy un gran partidario de mantener los secretos.

Hilal se metió un chicle en la boca y empezó a hablar y a mascar a toda prisa, como si el hecho de mascar el chicle y apretar los dientes le diera el impulso para confesarlo todo.

—Fue en la fiesta de Navidad del año pasado. Acabábamos de conseguir un pequeño contrato. Nada del otro mundo, pero aun así lo celebramos por todo lo alto, para mantener la moral. Bebida, banda de música, un buffet de lujo, un reservado en el Ritz-Carlton. Gastamos demasiado, pero no importa.

—Muy bien. ¿Y?

—Y resulta que Tuck se pone como una cuba y le echa los tejos a mi esposa.

—¿Los tejos? ¿Cómo?

—Según ella, poniéndole la mano en el culo y tratando de meterle la lengua hasta el fondo de la garganta.

—¿Usted lo vio?

—No, pero creo a mi esposa.

Sean desplazó su peso al pie derecho y atravesó a Hilal con una mirada escéptica.

—Si la creyó, ¿por qué demonios sigue siendo socio de Tuck?

Hilal bajó la vista, avergonzado.

—Yo quería darle un puñetazo y agarrar la puerta sin más. Eso es lo que quería hacer. Pero mi esposa no me dejó.

—¿Cómo que no le dejó?

—Tenemos cuatro hijos. Mi mujer se ocupa de la casa. Como ya he dicho, todo lo que tenemos está invertido en esta empresa. Soy un socio minoritario. Si tratara de retirarme, Tuck podría estafarme y dejarme sin un centavo. No podríamos resistirlo. Lo habríamos perdido todo. Así que nos tragamos nuestro orgullo. Pero ya no he dejado sola nunca a mi mujer con Tuck. Ni volveré a hacerlo. Hable con ella, si quiere. Llámela ahora mismo. Ella le contará exactamente lo que le he contado.

—¿Pam estaba en la fiesta de Navidad?

Hilal pareció sorprendido un momento. Luego asintió.

—Vale, ya veo por dónde va. Sí, estaba allí. Vestida de Papá Noel, si puede creerlo. ¡Una mujer delgadísima y pelirroja de Papá Noel! Creo que algunos se reían de ella, no con ella.

—¿Cree que vio a Tuck tonteando con su esposa?

—El salón no era tan grande. Yo creo que un montón de gente lo vio, en realidad.

—¿Pero no hubo una reacción visible por parte de Pam?

—Ellos no salieron juntos de la fiesta, eso se lo puedo asegurar. —Hilal hizo una pausa—. Bueno, ¿algo más? Porque la verdad es que ya tendría que marcharme a casa.

Sean volvió a su coche. Tenía un doble motivo para creer a Hilal. Primero, que «Cassandra» fuese la contraseña del ordenador de Tuck. Segundo, que este alegara que tenía problemas financieros y que Hilal estaba tratando de aprovecharse. Tras su encuentro con Jane y Tuck, Sean había estudiado con más atención los archivos financieros que había encontrado en el disco duro. Tuck tenía una cartera de acciones y bonos cuyo valor rebasaba con creces una cantidad de ocho cifras, mientras que sus deudas pendientes no llegaban a la cuarta parte de esa cantidad, así que la pobreza que aducía era un cuento chino. Pero si ellos sabían que había pirateado su ordenador, también tenían que saber que averiguaría que era una mentira. Y sin embargo, aun así los dos hermanos habían intentado embaucarlo. Sean dejó por ahora de lado este punto y se centró en las preguntas más obvias.

«Así pues, ¿por qué regresaste antes de lo previsto, Tuck? ¿Y qué estuviste haciendo durante casi una hora, desde al aeropuerto hasta tu casa?»

En el trayecto de vuelta a su oficina, llamó a Michelle. Ella no respondió. Le dejó un mensaje. Estaba inquieto por su compañera. Aunque Sean se pasaba la mayor parte del tiempo preocupándose por ella. En apariencia, era dura como una roca, mucho más que cualquier otra persona que hubiera conocido. Pero también había descubierto que esa roca tenía alguna que otra grieta si uno llegaba a hurgar lo bastante.

Cambiando de idea, condujo hasta su casa, preparó una bolsa de viaje y salió zumbando hacia el aeropuerto, donde pagó una suma exorbitante por una tarifa especial para colarse en un vuelo a Jacksonville que salía al cabo de una hora.

Necesitaba hablar con Cassandra Mallory. En persona.

En el trayecto hacia el aeropuerto Washington-Dulles había recibido una llamada. Era su amigo Phil, el lingüista de la universidad de Georgetown.

—He encontrado a una colega que conoce la lengua Yi. Si quieres mandarme una muestra del texto que me comentabas, puedo pasárselo para que le eche un vistazo.

—Te lo enviaré por e-mail —le dijo Sean.

En cuanto llegó a Dulles le mandó el texto. Cruzó la barrera de seguridad rezando para que las letras que habían aparecido en los brazos de Pam le dieran alguna pista. Pero cuanto más lo pensaba, más le costaba creerlo. Como había señalado Michelle con razón, las letras ni siquiera eran caracteres chinos.

Examinó la fotografía de Cassandra Mallory que David Hilal le había remitido por e-mail. Obviamente, tenía todas las armas necesarias para tentar a un hombre.

Mientras el jet de cincuenta plazas se elevaba en un límpido cielo nocturno, Sean confió en que el viaje no lo llevara en la dirección contraria a la que debía seguir para encontrar a Willa.

A cada día que pasaba sin que apareciese la niña, se volvía más probable que acabaran encontrando más bien su cadáver.