Sam Quarry se secó las gotas de sudor de la frente, arqueó hasta un cierto punto su espalda dolorida y obtuvo un gratificante chasquido al tiempo que se aliviaba la presión de su trajinada columna. Estaba supervisando las tierras de la hacienda desde el punto más elevado de Atlee, un montículo rocoso que se alzaba a unos quince metros de altura y al que se accedía por una serie de escalones de piedra desgastados por varias generaciones de Quarry. El lugar se conocía, al menos desde que él tenía memoria, como Angel Rock: como si fuera el punto de partida hacia el cielo y hacia una vida claramente mejor que la que podían ofrecer los Quarry en la tierra. Él no era jugador, pero habría apostado unos dólares a que prácticamente ninguno de sus antepasados había recorrido ese trayecto con éxito.
Atlee, pese a toda su importancia histórica, no dejaba de ser en el fondo una simple granja. Las únicas cosas que habían cambiado en los últimos doscientos años eran qué y cómo se cultivaba. Los motores diésel habían sustituido a las mulas y los arados, y una gran variedad de cultivos había ocupado el lugar del algodón y el tabaco. Quarry no se aferraba a ninguno en particular y siempre estaba dispuesto a plantar algo distinto con tal de que rindiera en una granja pequeña, que era al fin y al cabo en lo que Atlee se había convertido. Como la mayoría de los granjeros eficientes, dedicaba una atención obsesiva a cada detalle: desde la composición de la tierra hasta el régimen de lluvias, desde el momento de la siega (calculado al minuto) hasta los niveles de escarcha previstos, desde el rendimiento por acre en relación con los precios estimados de mercado hasta el número preciso de manos para la cosecha, de tractores para transportarla y de banqueros para ampliar el crédito.
Se encontraba demasiado al norte de Alabama para cultivar kiwis, pero sí había probado con la colza porque finalmente habían abierto no muy lejos de allí una planta de molienda capaz de convertir la planta en aceite de colza, un producto con mayor valor añadido. Había producido una buena cosecha de invierno y obtenido más rendimiento por acre que con la cosecha básica de trigo. También cultivaba productos tradicionales como coles, judías verdes, maíz, quingombó, calabazas, tomates, nabos y sandías.
Una parte de la cosecha alimentaba a la gente que vivía en Atlee con él, pero la mayor parte se vendía a empresas locales y supermercados para obtener unos ingresos que necesitaba desesperadamente. También tenía veinte cerdos y dos docenas de cabezas de ganado vacuno y había encontrado mercados muy receptivos en Atlanta y Chicago, donde se usaba la carne para preparar churrasco. Una pequeña parte la reservaban, asimismo, para su propio consumo.
La vida del granjero entrañaba sus riesgos incluso en las mejores circunstancias. Los hombres que trabajaban la tierra podían hacerlo todo bien, pero si luego llegaba una sequía o una helada temprana se lo llevaba todo por delante. La madre naturaleza nunca se disculpaba por su divina y a veces calamitosa intervención. Él había visto de todo: años buenos y años malos. Aunque estaba bien claro que nunca se haría rico haciendo todo aquello, el dinero —eso también estaba claro— no era lo principal. Tenía lo suficiente para pagar las facturas y mantener la cabeza bien alta, y estaba convencido de que un hombre no debía esperar más de la vida, salvo que fuese corrupto o desmedidamente ambicioso, o ambas cosas.
Se pasó las horas siguientes trabajando en el campo junto con sus jornaleros. Lo hacía al menos por dos razones. Primero, porque le gustaba trabajar la tierra. Lo había hecho desde chico y no veía motivo para dejarlo ahora, solo porque estuviera envejeciendo. Segundo, porque los jornaleros siempre parecían poner un poco más de brío cuando el jefe andaba cerca.
Gabriel se le unió también por la tarde, tras caminar casi dos kilómetros desde la parada del autobús. El chico era fuerte y tenía los ojos bien abiertos; sabía manejar las herramientas y conducir las máquinas con destreza y pulso firme. A la hora de la cena, Quarry dejó que Gabriel bendijera la mesa, mientras la madre, Ruth Ann y Daryl lo observaban. Después consumieron la sencilla comida, la mayor parte de la cual procedía de las conservas almacenadas o de cosechas anteriores. Quarry escuchó también cómo exponía el chico lo que había aprendido ese día en el colegio.
Miró a la madre, admirado.
—Es listo, Ruth Ann. Lo absorbe todo como una esponja.
Ella sonrió, agradecida. Era delgada como un palillo y siempre lo sería, a causa de un trastorno intestinal cuyo tratamiento apropiado no podía costear y que probablemente acabaría matándola en cuestión de diez años.
—No lo ha heredado de mí —dijo—. Cocinar y lavar es lo único que me cabe en la cabeza.
—Pues eso lo hace de maravilla. —Este comentario procedía de Daryl, que se encontraba sentado enfrente de Gabriel y había estado engullendo pan de maíz en cantidad, antes de bajarlo todo con un gran trago de agua tibia del pozo.
—¿Dónde está Carlos? —preguntó Gabriel—. ¿No se habrá largado también como Kurt… no?
Daryl le lanzó a su padre una mirada inquieta, pero Quarry terminó con calma de mojar su pan de maíz en la salsa de tomate antes de responder.
—Ha ido a hacerme unas gestiones fuera de la ciudad. Pronto estará de vuelta.
Después de cenar, Quarry se aventuró a subir al desván y se sentó entre los trastos cubiertos de telarañas de su historia familiar; la mayor parte, muebles, ropas, libros y papeles. No subía allí por motivos nostálgicos, sin embargo. Extendió los planos sobre una vieja mesita auxiliar que había pertenecido a su bisabuela materna, quien había acabado matando a su marido de un disparo de escopeta, o al menos eso contaba la leyenda: una dama de hermoso rostro, de agradables modales y piel muy oscura.
Quarry estudió la carretera, el edificio, los puntos de acceso y las zonas de peligro potencial detalladas en los planos. Luego centró su atención en una serie de dibujos de carácter técnico que él mismo había realizado. De joven había sacado una beca universitaria de ingeniería mecánica, pero la guerra de Vietnam se había encargado de malograr esos planes cuando su padre le exigió que se alistara para combatir la plaga comunista. Al regresar a casa, años más tarde, su padre había muerto, Atlee era suyo y asistir a la universidad quedaba descartado.
No obstante, Quarry sabía arreglar cualquier cosa que tuviese motor o piezas móviles. Las entrañas de cualquier máquina, por complicadas que fueran, se revelaban ante su mente con asombrosa simplicidad. Lo cual había sido muy beneficioso en Atlee, pues mientras que los demás granjeros habían de recurrir a los costosos servicios de un técnico cada vez que la maquinaria sufría una avería, Quarry se encargaba de arreglarla él mismo, la mayor parte de las veces tumbado boca arriba con una llave enorme en las manos.
Así pues, examinó los planos y los dibujos con ojo experto, advirtiendo dónde introducir mejoras y dónde evitar desastres. Después, bajó del desván y se encontró a Daryl limpiando rifles en la pequeña armería que había junto a la cocina.
—No hay mejor olor que el de la grasa —dijo Daryl, alzando la vista hacia su padre.
—Eso es lo que dices tú.
La sonrisa espontánea de Daryl se despintó repentinamente, quizás a causa del recuerdo de la pistola Patriot con la que le había apuntado a la base del cráneo el hombre que se hallaba ahora a un metro de él en una habitación llena de armas.
Quarry ajustó la puerta y la cerró con llave; luego se sentó junto a su hijo y desplegó los planos en el suelo.
—Ya he repasado esto con Carlos, pero quiero que tú también lo entiendas, por si acaso.
—Bien —dijo su hijo, limpiando el cañón de su rifle de caza favorito.
Quarry sacudió los papeles ante él.
—Esto es importante, Daryl. No hay margen para ningún error. Presta atención.
Tras treinta minutos de animado diálogo, Quarry se levantó satisfecho y dobló los planos. Mientras volvía a introducirlos en el largo tubo donde los guardaba, dijo:
—Casi estrellé la maldita avioneta el otro día, tan destrozado estaba por lo de Kurt.
—Lo sé —respondió Daryl, con un deje de temor en la voz, pues sabía que su padre era un hombre imprevisible.
—Probablemente habría llorado si se hubiera tratado de ti. Solo quería que lo supieras.
—Eres un buen hombre, papá.
—No, no creo que lo sea —dijo Quarry, saliendo de la armería.
Subió a la habitación de Gabriel y llamó a la puerta.
—¿Quieres venir conmigo a ver a Tippi? Tengo que parar por el camino para visitar a Fred.
—Sí, señor. —Gabriel dejó su libro, se calzó sus zapatillas y se puso la gorra de béisbol con la visera hacia atrás.
Poco rato después, Quarry y Gabriel se detuvieron con la vieja Dodge frente a la caravana Airstream. En el asiento, entre ambos, había una caja con varias botellas de Jim Beam y tres cartones de Camel sin filtro. Después de dejarla sobre los escalones de madera de la caravana, sacaron entre los dos de la camioneta un par de cajones que contenían verduras en conserva, diez mazorcas de maíz y veinte manzanas.
Quarry dio unos golpecitos en la puerta abollada de la caravana, mientras Gabriel, con la agilidad de un gato, perseguía a una lagartija entre el polvo y acababa desapareciendo bajo la Airstream. El viejo y arrugado nativo abrió la puerta y les ayudó a subir las provisiones.
—Gracias —dijo en su lengua, mirando los cajones.
—Tenemos de sobra, Fred.
Cuando el indio había llegado allí, no le había dicho a Quarry su nombre. Se había presentado sin más. Tras un par de meses incómodos, Quarry había empezado a llamarlo Fred y el tipo no había puesto objeción. No sabía cómo lo llamaban sus amigos indios, pero eso era asunto suyo, pensaba Quarry.
Los otros dos estaban dentro. Uno, dormido en un diván andrajoso que carecía de patas y muelles, de modo que el hombre se hundía casi hasta el suelo. A juzgar por sus sonoros ronquidos, le tenía sin cuidado. El otro estaba mirando un programa de humor en un viejo televisor de quince pulgadas que Quarry le había dado a Fred unos años atrás.
Abrieron una botella de Jim Beam y fumaron y charlaron. Gabriel jugaba con un chucho que había adoptado a Fred y a su Airstream, y daba sorbos a la Coca que el indio le había dado.
Cuando Quarry tropezaba en ocasiones con alguna palabra koasati, Gabriel levantaba la vista y se la decía. Cada vez que lo hacía, Fred soltaba una carcajada y le ofrecía al chico un sorbo de bourbon como recompensa.
Quarry alzaba la mano con severidad.
—Cuando sea un hombre podrá beber. Aunque no se lo aconsejo. A la larga, hace más mal que bien.
—Pero usted bebe, señor Sam —señaló Gabriel—. Un montón.
—No me tomes a mí de modelo, hijo. Apunta más alto.
Más tarde, siguieron adelante para visitar a Tippi. Quarry dejó que Gabriel leyera unas páginas de Orgullo y prejuicio.
—Más bien aburrido —sentenció el chico, cuando terminó el largo pasaje.
Quarry le quitó el libro de las manos y se lo guardó en el bolsillo de detrás.
—Ella no piensa lo mismo.
Gabriel miró a Tippi.
—Nunca me ha contado qué le pasó, señor Sam.
—No, no te lo he contado.