23

Mientras Michelle seguía en Tennessee intentando enfrentarse a sus demonios familiares, Sean estaba terminándose un plato de comida italiana en su oficina y continuaba estudiando los montones de documentos que había imprimido. Tenía la esperanza de que entre esas resmas de papel estuviera enterrada la clave que le revelaría si Tuck Dutton había hecho que mataran a su esposa y secuestraran a su hija por motivos todavía desconocidos.

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Era Jane Cox.

—Quiero que te reúnas conmigo en el hospital —le dijo—. Tuck desea hablar contigo.

—¿De qué? —preguntó con recelo.

—Me parece que ya lo sabes.

Sean se puso la chaqueta y bajó a buscar su coche de alquiler. Su propio vehículo estaba en el taller con unos daños estimados en unos ocho mil dólares, y la compañía de seguros ya le había dicho que su póliza no cubría una lluvia de balas.

—¿Por qué no? —había protestado.

—Porque lo consideramos un acto terrorista y usted no tiene cláusula por terrorismo —replicó la empleada de la compañía, arreglándoselas para imprimirle un tono jovial a ese rechazo.

—No se trató de un acto terrorista, sino de un acto criminal. Y yo fui la víctima.

—Había treinta y siete orificios de bala en su vehículo, señor King. Según nuestras directrices, eso no es un acto criminal. Es terrorismo.

—¡Lo clasifican según el número de orificios de bala! ¿Dónde demonios se ha visto eso, señora?

—Siempre puede presentar una reclamación.

—¿De veras? ¿Qué posibilidades tengo de ganar esa reclamación según sus directrices? ¿Menos que cero?

La señorita Jovial había colgado, tras agradecerle la confianza en su compañía.

Sean arrancó el coche y ya se disponía a salir marcha atrás cuando alguien llamó a la ventanilla. Se volvió. Era una mujer: treinta y pocos, rubia, en buena forma, con demasiado pintalabios rojo y la piel reseca de una persona obligada a someterse a una capa de maquillaje diaria para enfrentarse a las cámaras de alta definición. Sujetaba un micrófono con un grabador digital incorporado, como si fuese una granada de mano y ella estuviera a punto de arrojarla.

Sean echó un vistazo detrás de ella y vio que la furgoneta de la tele aparecía sigilosamente, bloqueándole la salida.

«Mierda».

Bajó el cristal de la ventanilla.

—¿Puedo ayudarla?

—¿Sean King?

—Sí. Escuche, ya le entregué una declaración al representante de los medios. Puede recurrir a él.

—Las últimas revelaciones exigen una nueva declaración.

—¿Qué revelaciones?

—¿Sustrajo usted archivos confidenciales del ordenador de la oficina de Tuck Dutton?

Sean notó que se le encogía el estómago y que una parte de su piccata de ternera le subía por el esófago.

—No sé de qué me habla. ¿Quién le ha dicho eso?

—¿Niega que haya ido a su oficina?

—No admito ni niego nada.

—La empresa de Tuck Dutton es una contratista del Gobierno que trabaja en asuntos altamente confidenciales para el departamento de Seguridad Nacional.

—¿Así que es usted periodista o portavoz de la empresa? No acabo de verlo claro.

—¿Se da cuenta de que es un grave delito sustraer la propiedad de otra persona? ¿Y que si se demuestra que ha sustraído información clasificada con propósitos de espionaje podría ser acusado de traición?

—Vale, ahora suena como una aspirante a abogado. Y resulta que yo soy uno auténtico. Así que si no le dice a su compinche de ahí detrás que mueva su furgoneta, voy a ver hasta dónde puedo empujarla con mi coche. Y luego lo sacaré del vehículo y practicaré con él una «agresión con lesiones». Pero yo alegaré defensa propia. Así no llega a ser un delito perseguible.

—¿Nos está amenazando?

—Estoy a punto de llamar a la policía y de acusarle de detención ilegal, hostigamiento y difamación. Vaya a mirar esos términos en su Diccionario de Leyes mientras empolla a toda prisa para la prueba de admisión en la facultad de Derecho.

Sean aceleró y sacó bruscamente el coche marcha atrás.

La mujer se apartó de un salto y el conductor de la furgoneta dio gas justo a tiempo para evitar que lo embistiera.

Media hora más tarde, Sean caminaba hacia la habitación de Tuck con un humor más negro a cada paso que daba. Claro que se había llevado información, pero no porque fuese un espía, sino porque pretendía determinar si Tuck estaba implicado en el asesinato de su esposa. Ese paso lo había dejado muy expuesto desde el punto de vista legal, aunque tampoco era la primera vez que se pasaba de la raya. Pero no lo habían puesto en evidencia por eso. Alguien le estaba tendiendo una trampa para que se estrellara. Y él quería saber quién y por qué.

Le mostró su identificación a uno de los agentes de la barrera que el servicio secreto había formado en el pasillo. Dado que la primera dama se encontraba en el hospital, se tomaron más tiempo de la cuenta para cachearlo y pasarle el detector. Luego le indicaron que entrase en la habitación. Tuck estaba en una silla junto a la cama. Jane Cox se encontraba de pie a su lado, con una mano apoyada en el hombro de su hermano.

Dos agentes se situaron espontáneamente junto a la pared hasta que Jane dijo: «Por favor, aguarden fuera». Uno de ellos, un tipo fornido, le lanzó una mirada penetrante a Sean mientras se retiraban. «Estaremos ahí mismo, señora», dijo. Y cerró la puerta. Sean se volvió hacia los dos hermanos.

—Gracias por venir —dijo Jane.

—Has dado a entender que era importante. Espero que lo sea.

Su brusca actitud pareció pillarla desprevenida. Antes de que pudiera responder, Sean miró a Tuck.

—Parece que ya te encuentras mejor. ¿Esa conmoción brutal se va curando bien?

—Todavía me duele de mala manera —dijo Tuck a la defensiva.

Sean acercó una silla y se sentó frente a ambos.

—Acaba de asaltarme de improviso una reportera de la tele en plena caza de brujas. —Miró a Jane—. ¿Sabes algo de eso?

—Claro que no. ¿Cómo iba a saberlo?

—No sé. —Volvió a centrarse en Tuck—. Bueno, Tuck. El tiempo es crucial. ¿Para qué andarse con rodeos? Cassandra Mallory.

—¿Qué pasa con ella?

—¿Qué es para ti?

—Una empleada de mi empresa.

—¿Nada más?

—Por supuesto.

—No es eso lo que piensa tu socio.

—Pues se equivoca.

Sean se levantó y miró por la ventana. Abajo estaba la comitiva de vehículos aguardando a que la primera dama terminara su visita. La vida en una burbuja. Sean la conocía bien. Cada movimiento sometido a un estrecho escrutinio que debía resultar asfixiante. Y sin embargo, algunos se gastaban cientos de millones de dólares y dedicaban años y años de su vida para entrar en esa burbuja. ¿Era locura, narcisismo o una mezcla de ambas cosas disimulada bajo el pretexto del servicio público?

Se volvió hacia ellos, pensando deprisa. Si reconocía saber que la contraseña del ordenador de Tuck era Cassandra, estaría declarándose culpable de haber pirateado sus archivos informáticos. Optó por un enfoque distinto.

—¿Estás dispuesto a afirmarlo conectado a un polígrafo?

Tuck iba a contestar, pero Sean vio que los dedos de la primera dama se tensaban en su hombro y finalmente no salió una palabra de sus labios.

—Sean —empezó ella—, ¿para qué haces esto?

—Me pediste que investigara el caso. Es lo que estoy haciendo. No puedo controlar adónde nos conducirá la investigación; tal vez pase por lugares por donde tú no desearías que pasara. Me dijiste cuando estuvimos en la Casa Blanca que fuera a por todas. Seguro que lo recuerdas. No hace tanto. Me parece que la frase exacta fue: «Caiga quien caiga».

—También recuerdo que te pedí que encontraras a Willa.

—Bueno, difícilmente puedo hacerlo si no averiguo quién se la llevó y por qué. Matando de paso a Pam. —Le lanzó una mirada feroz a Tuck al decir esto último.

—Yo no tuve nada que ver —replicó él.

—Entonces no te importará someterte al polígrafo.

—No puedes obligarme —le espetó.

—No, pero si voy al FBI y les digo lo que he descubierto, ellos empezarán a buscar en sitios donde tú no quieres que miren. Si pasas la prueba del polígrafo, no lo haré. Ese es el trato.

Jane dijo con calma:

—¿Así que hablaste con su socio, David Hilal?

—No sabía que estuvieras familiarizada con el trabajo de tu hermano.

Ella prosiguió, imperturbable.

—¿Te dijo Hilal que ha hecho lo imposible para comprarle su parte a Tuck?, ¿que quiere quedarse la empresa para él solo?

Sean miró a Tuck.

—¿Es eso cierto?

—Totalmente. No voy a mentir. He sufrido algunos reveses financieros. David sabía que yo necesitaba dinero. Quiere quedarse mi parte, pero a un precio que no refleja el valor del contrato con el departamento de Seguridad Nacional en el que estamos trabajando. Significaría millones de dólares adicionales.

—Ya ves: entra dentro de los intereses de Hilal implicar a Tuck en este asunto. Si Tuck va a la cárcel, Hilal se quedará con todo por una miseria.

—No necesariamente —dijo Sean.

—Pero en tal caso me vería obligado a vender simplemente para pagar las minutas de los abogados —señaló Tuck—. Él se quedaría mi parte prácticamente por nada. Y he sido yo quien ha levantado la empresa.

—Quizá te convendría apartar tu atención de Tuck —añadió Jane— y centrarla en algún sospechoso más plausible.

Sean tardó unos momentos en procesar todo aquello.

—¿Crees que Hilal montó un secuestro y un asesinato solo para poder echarle la culpa a Tuck y quedarse con la empresa? Es un poco exagerado, ¿no? ¿Y por qué secuestrar a Willa?

Jane fue a sentarse en el borde de la cama.

—No voy a tratar de reconstruir la mentalidad de quien podría ser tal vez un psicópata. Pero no es más exagerado que pensar que mi hermano habría hecho asesinar a su esposa y secuestrar a su querida hija, y se habría expuesto además a un golpe en la cabeza que bien podría haberlo matado, solo porque supuestamente tenía una aventura.

Sean volvió a mirar por la ventana, con las manos en los bolsillos. Era lógico lo que ella decía. Tal vez se había apresurado a sacar conclusiones a partir de lo que Hilal había dicho, sin tomarse la molestia de corroborarlo. ¿Y la contraseña del ordenador, sin embargo? Le asaltó una idea bruscamente. ¿Y si alguien había cambiado la contraseña y la había convertido en «Cassandra1»? ¿Y si lo había hecho el propio Hilal, pensando que Sean intentaría acceder al disco duro y adivinar la contraseña, y que así concluiría sin lugar a dudas que Tuck y la dama en cuestión tenían una aventura?

Eso, decidió, era casi tan probable como que su compañía de seguros le pagara los daños por terrorismo.

Se giró en redondo.

—Tuck, ¿cuál es la contraseña del ordenador de tu despacho? —Chasqueó los dedos para arrancarle la respuesta—. Di, ¿cuál?

Tuck vaciló el tiempo suficiente.

—Carmichael.

Jane se apresuró a decir:

—El nombre de Pam de soltera, ¿no?

Tuck asintió, alzando la mano para secarse una lágrima.

«Los dos me estáis mintiendo. De algún modo se han enterado de que pirateé el ordenador. Han sido ellos los que me han enviado a esa periodista. Para asustarme».

Las evasivas de Tuck no eran sorprendentes. Pero a Sean le pareció muy raro que la primera dama le siguiera el juego. Era evidente que debía investigar más a fondo.

—De acuerdo. Haré averiguaciones sobre Hilal.

—Bien. —Jane se levantó y le dio a Tuck un beso en la mejilla y un abrazo.

Mientras se acercaba a Sean, dijo:

—Te agradezco tu actitud de colaboración permanente.

—Ya. —Él hizo caso omiso de la mano que le tendía y salió de la habitación.