22

A primera hora de la mañana, el avión avanzó a saltos por la cima de los nubarrones grises que quedaban aún de una tormenta que había pasado sobre las Smoky Mountains. Cuando el aparato descendió más tarde hacia el aeropuerto de Nashville, Michelle seguía haciendo lo que había hecho durante todo el vuelo: mirarse fijamente las manos.

En cuanto abrieron las puertas, bajó arrastrando su maleta de ruedas y se fue a alquilar un coche. Veinte minutos después de su llegada, estaba en la carretera. Sin embargo, no pisaba el acelerador a fondo como de costumbre. Conducía a un ritmo sosegado de ochenta kilómetros por hora. No tenía ningunas ganas de enfrentarse a lo que se iba a encontrar.

Según le había contado su hermano Bill, su madre se había levantado de buen humor, se había tomado un cuenco de cereales y había trabajado un rato en el jardín. Más tarde había hecho nueve hoyos en una pista de golf cercana, había vuelto casa, se había duchado y vestido y había calentado un guiso para su marido. Estuvo mirando un programa grabado previamente y ya se disponía a salir a cenar con unas amigas cuando se desmoronó en el garaje. Frank Maxwell estaba en ese momento en el baño. Había entrado en el garaje poco después y encontrado a su esposa en el suelo. Él creía que Sally había quedado fulminada incluso antes de tocar el cemento.

No sabían con certeza la causa —un derrame, el corazón, un aneurisma—, pero el hecho era que había muerto. Mientras los árboles que flanqueaban la carretera pasaban disparados a ambos lados, la mente de Michelle corría a más velocidad aún, evocando desde los recuerdos más antiguos que tenía de su madre hasta los escasos encuentros de los últimos años, ninguno de los cuales había resultado especialmente memorable.

Una hora después había hablado con sus cuatro hermanos, dos de los cuales vivían relativamente cerca, y uno, Bobby, en la misma ciudad que sus padres. El cuarto, Bill Maxwell, que residía en Florida, había salido en coche para hacerles una visita y llevaba solo una hora en la carretera cuando había recibido la noticia. Michelle fue la última en llegar. Después de hablar con sus hermanos, había pasado varias horas con su padre, que permanecía en silencio y con la mirada perdida durante largos períodos, para salir cada tanto de su postración y ocuparse frenéticamente de la organización del funeral.

Frank Maxwell había sido policía durante la mayor parte de su vida y había concluido su carrera como comisario jefe. Aún parecía capaz de saltar de un coche patrulla para perseguir a una persona, atraparla y arreglarle las cuentas. Era de su padre de quien Michelle había heredado su coraje físico, su motivación para triunfar, su absoluta incapacidad para aceptar un segundo puesto con buena cara. En ciertos momentos, sin embargo, lo sorprendió ahora con la guardia baja y atisbó a un hombre envejecido que acababa de perderlo todo y no tenía ni idea de lo que iba a hacer durante el tiempo que le quedaba.

Después de asimilar en la medida de lo posible estas impresiones, Michelle se retiró al patio trasero, se sentó en un viejo banco, junto a un manzano cuyas ramas cargadas de fruta casi rozaban el suelo, cerró los ojos y trató de imaginar que su madre seguía viva. Recordó su infancia junto a ellos dos. Le resultaba muy difícil, porque había bloques enteros de su niñez que Michelle había suprimido de su memoria por motivos que, obviamente, eran más comprensibles para su psiquiatra que para ella misma.

Llamó a Sean para comunicarle que había llegado bien. Él le había dicho todas las cosas adecuadas, mostrándose atento y delicado. En cuanto colgó, sin embargo, se sintió más sola que nunca. Uno a uno, sus hermanos se unieron a ella en el patio trasero. Charlaron, lloraron, charlaron otro poco y volvieron a llorar. Michelle notó que Bill, el mayor y más grandullón, un policía duro y curtido de un suburbio de Miami que podía considerarse perfectamente zona de guerra, era el que sollozaba más.

Se sorprendió a sí misma mimando a sus hermanos mayores, pese a que ella no era, ni por naturaleza ni por inclinación, una mujer maternal. La lúgubre compañía de sus hermanos varones empezaba a asfixiarla. Al fin los dejó en el patio trasero y volvió a entrar en casa. Su padre estaba arriba. Lo oyó hablar por teléfono. Echó un vistazo a la puerta del garaje que había en la cocina. No había entrado allí todavía. A decir verdad, no deseaba ver el sitio donde había muerto su madre.

Pero Michelle era de los que miran de frente sus propios temores. Giró el pomo, abrió la puerta y bajó la vista hacia los tres escalones de contrachapado sin pintar que daban paso a un garaje de dos plazas. En la que tenía más cerca había un coche aparcado. El Camry azul claro de sus padres. Parecía un garaje como cualquier otro. Salvo por un detalle.

La mancha de sangre en el suelo de cemento. Se acercó un poco más.

«¿Sangre en el suelo de cemento?»

¿Acaso se había caído por los peldaños y golpeado en la cabeza? Echó un vistazo a la puerta del Camry. Allí no había ningún rastro. Calculó la distancia entre los toscos escalones y el coche. Su madre era alta. Si hubiera tropezado, habría tenido que estrellarse contra el coche. Era imposible que hubiera caído de lado porque los peldaños tenían una baranda a cada lado. Simplemente se habría desplomado ahí mismo. Pero, ¿y si había tropezado porque había sufrido un derrame cerebral? En ese caso, habría rebotado contra el coche y luego se habría golpeado la cabeza en el suelo. Lo cual explicaría la sangre.

Eso tenía que explicar la mancha de sangre.

Se volvió y casi dio un grito.

Su padre estaba allí, a su espalda.

Frank Maxwell medía oficialmente un metro noventa, aunque la edad y el pesar le habían escamoteado tres o cuatro centímetros. Tenía la musculatura recia y maciza de un hombre entregado durante toda su vida a la actividad física. Su mirada se paseó por el rostro angustiado de su hija, tratando tal vez de captar lo que encerraba; luego se dirigió a la mancha de sangre del suelo. La contempló como si ese borrón escarlata constituyera un mensaje codificado que descifrar.

—Tenía dolores de cabeza últimamente —dijo—. Yo le decía que fuera al médico a que la vieran.

Michelle asintió lentamente, pensando que era un modo extraño de empezar una conversación.

—Puede ser que haya sufrido un derrame.

—O un aneurisma. El marido de la vecina del final de la calle tuvo uno. Estuvo a punto de matarlo.

—Bueno, al menos no sufrió —dijo Michelle sin convicción.

—No lo creo, no.

—Así que tú estabas en el baño, me ha dicho Bill.

Él asintió.

—Duchándome. Pensar que estaba aquí tendida mientras yo…

Ella le puso la mano en el hombro y apretó. La asustaba ver así a su padre. A punto de perder el control. Si algo lo había caracterizado siempre había sido el dominio de sí mismo.

—Tú no podrías haber hecho nada, papá. Estas cosas suceden. No es justo, pero suceden.

—Y ayer me sucedió a mí —dijo él con tono terminante.

Michelle apartó la mano y recorrió el garaje con la mirada. Los trastos infantiles habían desaparecido hacía mucho de la vida de sus padres. Ni bicis ni piscinas hinchables ni bates de béisbol que pudieran estorbarles en los años de su jubilación. Todo tenía un aire pulcro, aunque también severo, como si la entera historia familiar hubiera desaparecido del mapa. Su mirada regresó a la mancha de sangre una vez más, como si fuera un cebo y ella, un pez hambriento.

—Así que iba a salir a cenar con unas amigas.

Él parpadeó rápidamente. Por un momento, Michelle creyó que iba a deshacerse en lágrimas. Recordó que nunca había visto llorar a su padre. En cuanto ese pensamiento tomó forma, sintió una sacudida en algún rincón de su cerebro.

«He visto llorar a mi padre, solo que no recuerdo cuándo».

—Algo así.

Michelle sintió, al oír esa vaga respuesta, que se le secaba la boca y que la piel le ardía como si se la hubieran quemado.

Se deslizó junto a su padre sin decir palabra y recogió de la encimera de la cocina las llaves de su coche alquilado. Antes de alejarse, le echó un vistazo a la casa. Su padre la observaba desde la ventana del salón. En su rostro había una expresión que no solo no podía descifrar: no quería hacerlo.

Con una taza de café de un Dunkin’s Donuts en la mano, condujo por las calles del barrio residencial de Nashville donde sus padres habían construido la casa de sus sueños para los años de jubilación con la ayuda financiera de sus cinco hijos. Michelle era la única que no se había casado ni tenido descendencia, así que había contribuido desproporcionadamente a la causa, pero nunca lo había lamentado. Criar a una familia numerosa con el sueldo de un policía no era fácil, y sus padres habían hecho un montón de sacrificios por ellos. A Michelle no le había importado devolver esa deuda.

Sacó su móvil y llamó a su hermano mayor. Ni siquiera le dejó asimilar el «hola» entero antes de lanzarse al ataque.

—Bill, ¿por qué demonios no me habías dicho nada de la sangre del garaje?

—¿Qué?

—¡La sangre que hay en el suelo del maldito garaje!

—Se dio un golpe en la cabeza al caerse.

—¿Un golpe en la cabeza, con qué?

—Con el coche, probablemente.

—¿Estás seguro? Porque en el coche no había ninguna marca, que yo haya visto.

—Mik, ¿qué demonios estás insinuando?

—¿Van a hacer la autopsia?

—¿Cómo?

—¡La autopsia!

—Eh… no estoy seguro. Quiero decir, supongo que habrán de hacerla —añadió, incómodo.

—Y no me dijiste nada cuando me llamaste… ¿por qué?

—¿Con qué objeto? Vamos a ver. Le harán la autopsia y nos enteraremos de que sufrió un derrame cerebral, un ataque al corazón o algo así. Se cayó al suelo, se golpeó la cabeza.

—Sí, otra vez la cabeza. ¿Vino la policía?

—Claro. Y la ambulancia. Estaban aquí cuando llegué.

—¿Cuál de vosotros cuatro fue el primero en llegar?

Michelle pensó que ya sabía de antemano la respuesta. Su hermano Bobby era sargento de policía en la ciudad donde vivían sus padres. Le llegaron voces amortiguadas mientras Bill hacía consultas con los demás.

Enseguida volvió a dirigirse a ella.

—Papá llamó a Bobby y él llegó aquí en diez minutos, a pesar de que vive en la otra punta de la ciudad.

—Muy bien. ¡Pásame a Bobby!

—Joder. ¿Por qué estás tan cabreada?

—Pásamelo, Bill.

La voz de Bobby le llegó unos momentos después.

—Mik, ¿qué te pasa? —empezó con tono severo.

—Papá te llamó. Fuiste allí. ¿Estabas de servicio?

—No. Ayer tenía el día libre. Estaba en casa ayudando a Joanie con la cena.

—¿Qué te dijo papá?

Bobby levantó la voz.

—¿Que qué me dijo? Me dijo que nuestra madre había muerto. Eso me dijo, joder.

—¿Estaba la policía ahí cuando tú llegaste?

—Sí. Papá los llamó. Llegaron cinco minutos antes que yo.

—¿Y qué les dijo papá exactamente?

—Bueno, él estaba en la ducha, así que no sabía exactamente lo que había pasado. Encontró a mamá, llamo al 911 y luego me avisó a mí.

—¿Y qué dijo la policía después de examinarlo todo?

—Dijeron que parecía que se había caído y dado un golpe en la cabeza.

—Pero no sabían por qué se había caído.

—No, eso no lo sabían. Si había tropezado y se había dado un golpe, vale. Ahora, si se había reventado algo en su interior provocando la caída, eso ya debía determinarlo el forense. —Y añadió con rabia—: Me pone enfermo pensar que van a tener que abrir en canal a mamá.

—¿Viste sangre en la puerta del Camry cuando entraste en el garaje?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Porque, Bobby, tuvo que golpearse la cabeza con algo.

—Te lo acabo de decir: podría haber tropezado en la escalera y chocado con el coche, dándose en la cabeza con el suelo. O quizá con la baranda de la escalera. Tiene un borde afilado. Si te das en el punto justo, ya estás. Lo sabes muy bien.

Michelle trató de imaginárselo: su madre enganchándose el tacón en la contrahuella del tosco escalón —tal vez con la cabeza de un clavo que había sobresalido con el tiempo—, dando un traspié, chocando con el coche sin abollarlo, cayendo de lado y pegándose un porrazo en la cabeza contra el suelo de cemento con tanta fuerza que incluso le había salido sangre. Pero, ¿y si la autopsia revelaba una explicación de su muerte?

—¿Mik? ¿Sigues ahí?

—Sí —replicó.

—Bueno, oye, no sabemos adónde quieres ir a parar con todo esto, pero…

—Ni yo tampoco, Bobby. Ni yo tampoco.

Cortó la llamada, detuvo el vehículo junto a un pequeño parque, se bajó de un salto y empezó a correr a toda velocidad.

Se le estaban ocurriendo ideas que la aterrorizaban. Y lo único que podía hacer ahora mismo era tratar de dejarlas atrás, aunque la imagen de su padre mirándola desde la ventana —su rostro inmovilizado en una máscara impenetrable— la persiguió durante todo el trayecto.