Sean bostezó, se arrellanó en su asiento, apuró su café y se levantó para servirse más. Michelle mantenía la vista fija en la pantalla del ordenador. Estaban en el apartamento de ella, cerca de Fairfax Corner. Mientras fuera los coches y las manadas de compradores circulaban por la lujosa zona comercial, ellos habían permanecido enclaustrados en el atestado despacho de Michelle, concentrados en la pantalla líquida del Mac. Sean volvió y le pasó una taza de café recién hecho. Les había costado mucho tiempo revisar todos los archivos informáticos de Tuck Dutton. Pero había valido la pena, habían encontrado algunos datos de interés.
El tipo había previsto volver a casa a la mañana siguiente del secuestro. El teléfono móvil de Cassandra Mallory figuraba en su lista de contactos. Sean había llamado. Le había respondido una mujer y él se había apresurado a colgar. La dirección de ella figuraba también en los archivos de Tuck.
—Quizá tengamos que hacerle una visita —dijo Michelle.
—Si es que todavía sigue ahí.
—¿Crees que ella estaba en el ajo?
—Difícil saberlo. No me cabe duda de que se traían algo entre manos. A nadie se le ocurre utilizar el nombre de una compañera de trabajo como contraseña de su ordenador. Ahora bien, que ella lo supiera, o que Tuck esté realmente implicado… —Se encogió de hombros.
Ella lo miró perpleja.
—No creía que la implicación de Tuck estuviera en duda. Si no estaba implicado, fue una coincidencia increíble, ¿no crees?
—Pero hemos echado un vistazo a su cuenta bancaria. No hay ningún movimiento que no esté justificado. Así que, bueno, ¿se lo han hecho gratis?
—Quizá tenga otra cuenta en alguna parte. El tipo está metido en contratos gubernamentales. ¿Vas a decirme que esa clase de gente no dispone de fondos reservados para sobornos?
—Sin embargo, si él decidió volver a casa fue impulsivamente, en apariencia. He hecho la comprobación en la compañía aérea. El cambio de reserva se efectuó en el último momento.
—Eso ya lo hemos hablado: tal vez se lo pensó y decidió que era mejor tapadera estar presente que no estarlo.
Sean miró por la ventana.
—Tengo la sensación de que estamos dando vueltas y vueltas inútilmente. Quizá los restos que tenía Pam bajo las uñas coincidan con la muestra de alguna base de datos.
—Espera un momento —dijo Michelle, excitada—, ¿y si el rescate es el pago? De este modo, Tuck no ha de soltar un centavo y no hay ningún rastro bancario que pueda seguir el FBI.
—¿Así que esos tipos harían todo esto por una ganancia hipotética? Tú sabes bien que los secuestros son un desastre. La entrega del dinero siempre resulta problemática. Incluso con transferencias electrónicas queda algún rastro. Recibes el dinero y a continuación el FBI te echa la puerta abajo. —Sean inspiró hondo—. Y aún no tenemos ni idea del motivo por el que se llevaron sangre de Pam Dutton.
—Bueno, ¿cómo enfocamos el asunto con Tuck?
—Interroguémoslo un poco más, pero sin levantar la liebre.
—Quizá su amigo Hilal se encargue de eso. De darle el chivatazo, quiero decir.
—No creo. Su preocupación principal es no dejar que se vaya al garete ese contrato. Y no querrá verse metido en el embrollo si Tuck resulta culpable. Yo creo que se mantendrá al margen.
—Entonces, ¿si Pam no era la madre biológica de Willa, quién podría serlo?
—Tal vez no tenga importancia.
—Pero tú has dicho antes que creías que Willa era la adoptada. Me ha parecido que querías dar a entender que eso estaba relacionado con el caso.
—Willa tiene doce años. Si está relacionado con ella, encuentro que al interesado le ha costado mucho reaccionar.
—¿Alguna vez les oíste decir que Willa fuese adoptada?
—Nunca. Siempre di por supuesto que los tres eran suyos.
—De acuerdo. ¿Qué hay de Jane Cox?
—¿Qué quieres decir?
—Ella conoce nuestras sospechas. ¿Y si avisa a su hermano?
Antes de que Sean pudiera responder, empezó a sonar el teléfono de Michelle.
—¿Sí?
»Ah, hola, Bill. Yo… ¿qué? —Michelle palideció—. Oh, Dios mío. ¿Cuándo? ¿Cómo?
Permaneció callada durante un minuto, pero su respiración se iba acelerando agitadamente a medida que escuchaba.
—De acuerdo, sí. Tomaré el primer vuelo.
Colgó.
—¿Qué pasa, Michelle?
—Mi madre ha muerto.