Sean le echó a Michelle una mirada mientras avanzaban con el coche. Una mirada rápida, como para evaluarla. Si ella lo notó, no hizo ningún comentario. Mantenía la vista al frente.
—¿Cuándo los conociste? —le preguntó Michelle.
—Cuando estaba en protección. Hemos mantenido el contacto. Una familia encantadora.
—Ya —dijo ella, abstraída, mirando a través del parabrisas.
—¿Has visto a Horatio últimamente?
Michelle tensó los dedos en torno a su taza de café.
—¿Por qué me seguiste hasta su oficina?
—Porque sabía lo que ibas a hacer.
—¿Lo cual era exactamente…?
—Colarte dentro para averiguar qué le contaste mientras estabas hipnotizada.
Michelle permaneció callada.
—¿Lo averiguaste?
—Es muy tarde para presentarse en casa de nadie.
—Michelle, deberíamos hablar de esto…
—Lo que deberías hacer tú es no meterte.
Sean miró la oscuridad que parecía cerrarse sobre él.
—No has respondido a mi pregunta —dijo ella.
—Ni tú a la mía —replicó él, irritado.
—Bueno, ¿por qué vamos a casa de esa gente tan tarde?
—No ha sido idea mía.
—Creía que ibas a llevar un regalo de cumpleaños.
—He comprado el regalo después de que ella me llamase. He recordado que el cumpleaños de la niña era hoy.
—¿Para qué te ha llamado, entonces?
—Tal vez se trate de un encargo para nosotros.
—¿Esa familia encantadora necesita un detective privado?
—Sí. Y ella no quería esperar.
Salieron de la zigzagueante carretera rural y tomaron un largo sendero flanqueado de árboles.
—Esto está en el quinto pino —murmuró Michelle.
—Es discreto —la corrigió Sean.
Enseguida apareció a la vista la casa enorme.
—Bonito sitio —dijo ella—. A tu amigo le van bien las cosas.
—Contratos gubernamentales. Los altos cargos reparten dinero a espuertas, al parecer.
—Menuda sorpresa. Pero la casa está a oscuras. ¿Seguro que has entendido bien la hora?
Sean detuvo el coche frente a la entrada.
Michelle dejó de repente su café y sacó la pistola de la funda que tenía en la cintura.
—Eso ha sido un grito de mujer.
—Un momento. No te precipites —dijo él, sujetándola del brazo. Un estrépito procedente del interior de la casa le impulsó a sacar su propia arma de la guantera—. Vamos a ver qué ocurre antes de avisar a la policía.
—Tú, por detrás; yo, por delante —dijo Michelle.
Sean se bajó, corrió hacia la parte trasera de la casa colonial de ladrillo, siguiendo la pared lateral, donde estaba el garaje, y se detuvo un momento para estudiar el terreno.
Michelle, tras hacer su propio reconocimiento de la zona, se plantó en un minuto junto a la puerta principal. No habían vuelto a sonar gritos ni ruidos. No había ningún vehículo a la vista. Podía levantar la voz y preguntar si había algún problema. Pero si lo había, pondría sobre aviso a los malhechores. Tanteó la puerta. Cerrada. Algo —no supo bien qué— la impulsó a retirar la mano. Enseguida se alegró de haberlo hecho.
Las balas atravesaron la puerta, haciendo saltar por los aires un montón de esquirlas de madera pintada. Notó la ráfaga de los proyectiles, que pasaron por su lado antes de acabar acribillando el coche de Sean.
Bajó del porche de un salto, rodó por el suelo, se incorporó y echó a correr a toda velocidad. Metió la mano en el bolsillo y marcó a ciegas el 911. Oyó la voz del operador. Estaba a punto de hablar cuando la puerta del garaje se abrió violentamente y una camioneta salió con un brusco viraje y se lanzó hacia ella. Michelle se volvió y disparó primero a los neumáticos y luego al parabrisas. El teléfono se le escapó mientras se catapultaba hacia un lado y rodaba por un terraplén. Aterrizó sobre un montón de barro y hojas secas, en el fondo de una zanja de drenaje. Se sentó y levantó la vista.
Y disparó.
Su puntería, como siempre, resultó infalible. La bala le dio al hombre justo en el pecho. Solo había un problema. El proyectil blindado de 9 mm no lo derribó. El tipo retrocedió tambaleante, alzó su arma, apuntó y disparó a su vez.
Lo único que salvó a Michelle Maxwell aquella noche fue que dedujo que su atacante llevaba un chaleco antibalas y que tuvo la agilidad suficiente para rodar tras un roble gigantesco antes de que las ráfagas del MP5 pudieran alcanzarla. Las balas se estrellaron a docenas en el árbol, haciendo trizas la corteza y mandando astillas de madera en todas direcciones. Un tronco tan grueso, sin embargo, tenía todas las de ganar, incluso frente a las ráfagas de un subfusil.
Michelle no se tomó ni un respiro. A una mano experta como la suya le bastaban unos segundos para expulsar el cargador e insertar otro. Se asomó sujetando la pistola con ambas manos. Esta vez apuntaría a la cabeza y lo derribaría definitivamente.
Solo que allí no había nadie a quien abatir.
El tipo de la MP5 había disparado y se había evaporado.
Subió con cautela el talud, apuntando siempre al frente. Al oír que la camioneta aceleraba y empezaba a alejarse, se apresuró a trepar, agarrándose de las raíces, ramas y enredaderas. Corrió hacia el coche de Sean, decidida a emprender la persecución, pero se detuvo en seco al ver que salía humo del capó. Reparó en los orificios de bala de la chapa metálica. Estaban arreglados, no podían ir a ninguna parte.
¿Estaban?
—¡Sean! —gritó—. ¡Sean!
—¡Aquí!
Subió corriendo los escalones, apartó de una patada lo que quedaba de la puerta destrozada e irrumpió en la sala de estar, describiendo arcos con la pistola.
Sean estaba arrodillado en el suelo junto a una mujer tendida boca arriba. Con las piernas y los brazos totalmente desplegados, parecía una marioneta congelada. Tenía los ojos abiertos pero fijos e inexpresivos, porque estaba muerta. El pelo rojizo le llegaba a los hombros. Era evidente la causa de la muerte. Le habían rebanado el cuello.
—¿Quién es?
—Pam Dutton. La mujer con la que habíamos quedado.
Michelle advirtió que había algo escrito en los brazos desnudos del cadáver.
—¿Qué es eso?
—No sé. Un montón de letras. —Se inclinó para mirarlas de cerca—. Parece que han usado un rotulador negro.
—¿Hay alguien más en la casa?
—Vamos a averiguarlo.
—No podemos estropearle a la policía el escenario del crimen.
—Ni dejar que muera otra persona a la que podríamos haber salvado —replicó él.
Tardaron solo unos minutos. Había cuatro habitaciones en el piso de arriba, dos a cada lado del pasillo, situadas en diagonal. En la primera que registraron había una niña. Estaba inconsciente, pero a simple vista no presentaba heridas. Respiraba normalmente; su pulso era débil pero regular.
—Colleen Dutton —dijo Sean.
—¿Drogada? —preguntó Michelle, mirándola.
Sean le alzó un párpado y observó la pupila dilatada.
—Eso parece.
En la segunda habitación se hallaba tendido un niño en un estado similar.
—John Dutton —dijo Sean, mientras le tomaba el pulso y le miraba la pupila—. También drogado.
La tercera habitación estaba vacía.
El último dormitorio era el más grande. Y no estaba vacío.
Había un hombre en el suelo. Llevaba unos pantalones y una camiseta, pero estaba descalzo. Tenía un lado de la cara muy magullado e inflamado.
—Es Tuck Dutton, el marido de Pam. —Sean le tomó el pulso—. Inconsciente, pero respira bien. Ha recibido un golpe brutal.
—Hemos de llamar a la policía. —Michelle cogió el teléfono de la mesilla—. Está cortado. Deben de haber manipulado la caja.
—Utiliza el móvil.
—Se me ha caído cuando han tratado de arrollarme.
—¿Quién ha tratado de atropellarte?
—El conductor de la camioneta y un tipo con un subfusil. ¿No has visto a nadie cuando has entrado?
Él meneó la cabeza.
—He oído disparos y he entrado por la puerta trasera. Luego he oído un estruendo.
—Eran ellos cuando han reventado la puerta del garaje. Parece que esta noche me he llevado yo toda la diversión.
—Pam, muerta; Tuck, noqueado. John y Colleen, drogados.
—Me has dicho antes que tenían tres hijos.
—Así es. Willa ha desaparecido, por lo visto. La habitación vacía es la suya.
—¿Se la han llevado en la camioneta? ¿Raptada?
—No estoy seguro. ¿Tú qué has visto exactamente?
—Era una Toyota Tundra azul oscuro, con cabina doble. No he visto la matrícula, estaba demasiado ocupada tratando de salvar el pellejo. Un conductor y un tirador. Ambos, varones. Ah, y tiene al menos un orificio de bala en el parabrisas.
—¿Los has visto lo bastante bien como para identificarlos?
—No, pero uno de ellos llevaba un chaleco antibalas de primera, de categoría militar. Ha encajado sin problemas un proyectil blindado de mi Sig. Y tenía puesto un pasamontañas negro, lo cual más bien complicaba una identificación.
—¿Ningún indicio de una niña de doce años en la camioneta?
—No, que yo haya visto. Seguramente también iba drogada.
Sean usó su móvil para llamar al 911 y transmitió toda la información. Volvió a metérselo en el bolsillo y echó una ojeada alrededor.
—¿Qué es eso?
Michelle cruzó la habitación para examinar un bolso de viaje que asomaba del armario.
—Un portatrajes medio abierto. —Se agachó—. Hay una etiqueta. Vuelo 567 de United Airlines al aeropuerto de Dulles. Con fecha de hoy. —Cogió una toalla del baño para cubrirse la mano, abrió la cremallera unos centímetros y echó un vistazo dentro—. Ropa de hombre. Debe de ser de Tuck.
Sean bajó la vista y observó la camiseta y los pies descalzos del hombre que yacía inconsciente.
—Llega a casa. Probablemente ve a Pam un momento. Sube a dejar la maleta. Empieza a cambiarse… ¡y zas!
—Hay una cosa que me escama. Ese Tundra ha salido del garaje. O es de los Dutton, o los tipos habían metido allí su propio vehículo.
—Tal vez lo han hecho para que nadie viera cómo introducían a Willa en la camioneta.
—¿En las quimbambas? ¿A estas horas? Desde aquí no se ve ninguna otra casa. Ni siquiera parece que haya alguna cerca.
—¿Y por qué llevarse a Willa y no a los otros niños?
—¿Y por qué matar a la madre y dejar vivos a los demás?
Sean intentó reanimar a Tuck, pero no obtuvo reacción.
—Mejor que lo dejes tranquilo. Podría tener heridas internas.
Volvieron a la planta baja. Sean se dirigió a la cocina y entró por allí en el garaje. Era de tres plazas, cada una con su propia puerta. En la primera había un Mercedes último modelo. En la segunda un Chrysler minivan. La tercera estaba vacía.
Michelle señaló la puerta destrozada.
—La camioneta estaba aparcada ahí, obviamente. ¿Sabes si los Dutton tienen una Tundra azul?
—No. Pero lo más probable es que sea suya.
—¿Lo dices porque la plaza está despejada?
—Exacto. La mayoría de los garajes acaban llenos de trastos, incluyendo a veces algún coche. Si no se ve nada parecido en las tres plazas es porque tienen tres vehículos; de lo contrario, usarían la tercera para almacenar cosas.
—Uau. Estás hecho todo un detective.
Sean puso la mano en el capó del Mercedes.
—Caliente.
Michelle deslizó el dedo por uno de los neumáticos.
—Y las rodaduras húmedas. Ha llovido bastante esta noche. Tuck debe de haber venido del aeropuerto con este coche.
Volvieron al salón y contemplaron el cuerpo de Pat Dutton. Sean pulsó el interruptor de la luz con el codo, sacó su libreta de notas y copió las letras escritas en el brazo de la mujer.
Michelle se agachó y examinó las manos de Pam.
—Parece tener sangre y restos de piel bajo las uñas. Vestigios de un intento defensivo, lo más probable.
—Sí, ya me he fijado. Espero que puedan sacar algo de la base de datos de ADN.
—Pero ¿no debería haber más sangre? —dijo Michelle.
Sean examinó el cuerpo más de cerca.
—Cierto. La alfombra debería estar empapada. Da la impresión de que le han seccionado la carótida. En ese caso, tendría que haberse desangrado muy deprisa.
Michelle lo vio primero: un cilindro de plástico que sobresalía por debajo del codo del cadáver.
—¿Es lo que yo creo?
Sean asintió.
—Un tubo vacío. —Levantó la vista y miró a su compañera—. ¿Se han llevado su sangre?