19

Mientras subía el correo desde el buzón, el joven agente del servicio secreto reparó en el paquete. No llevaba remitente y la dirección que había en la etiqueta estaba escrita con mayúsculas. Transmitió la información a sus superiores y, en menos de treinta minutos, un camión de la brigada de explosivos avanzó pesadamente por la calle.

Los artificieros pusieron en práctica sus artes mágicas y, por fortuna, el barrio entero no se desvaneció en una bola de fuego. El contenido del paquete era, aun así, bastante insólito.

Un cuenco pequeño con restos resecos de leche y cereales en el fondo.

Una cuchara con el mismo tipo de residuos.

Un sobre sellado con una carta mecanografiada.

Una vez que los técnicos comprobaron que no había huellas ni otros indicios en la caja, el sobre o la carta, los agentes centraron su atención en el texto de esta última.

«Examinen las huellas del cuenco y la cuchara. Comprobarán que corresponden a Willa Dutton. La tenemos. Está bien. Pronto nos pondremos en contacto».

La caja había sido remitida a la casa de la hermana de Pam Dutton en Bethesda, donde John y Colleen Dutton seguían alojados bajo la protección del servicio secreto.

Al analizar y comparar las huellas con un juego extraído de la habitación de Willa se comprobó que coincidían totalmente.

De inmediato contactaron con el servicio postal para intentar rastrear de dónde procedía el paquete. Se le concedió al asunto la máxima prioridad. Sin embargo, no pudieron estrechar el cerco más allá de Dalton, una ciudad del norte de Georgia. Al menos era allí donde el paquete había sido procesado.

Aquella misma tarde, Sean y Michelle fueron convocados en el departamento del Tesoro, que se hallaba situado al este de la Casa Blanca y frente a cuya fachada había una estatua de Alexander Hamilton. Los escoltaron por las tripas subterráneas del inmenso edificio y entraron en un largo túnel que discurría hacia el oeste y conectaba con la Casa Blanca. Sean ya había estado allí abajo anteriormente, cuando llevaba a cabo tareas de protección de la Casa Blanca. Para Michelle, en cambio, era la primera vez. Mientras iban pasando junto a las puertas cerradas del largo corredor, él le susurró al oído:

—¡La de historias que podría contarte sobre lo que pasaba en algunas de estas habitaciones!

—Con las vergüenzas al aire, me imagino —murmuró Michelle.

La primera dama los recibió en su despacho del ala este. Llevaba pantalones negros y un suéter azul claro. Las zapatillas negras las había dejado bajo el escritorio. Parecía mucho más agotada que la otra vez.

A Sean le sorprendió ver a Aaron Betack acechando en segundo plano. O más bien encogiéndose de miedo, pensó. No daba la impresión de querer estar allí. Pero la primera dama solía conseguir casi siempre lo que deseaba.

—Es en momentos como este cuando siento haber dejado de fumar —dijo Jane, indicándoles las sillas que tenía frente a ella.

—¿No se encontraba en la caravana electoral en Connecticut? —le dijo Sean, sin atreverse a tutearla en presencia de Betack.

Ella asintió con aire ausente.

—He vuelto en avión poco después de que me informaran sobre el paquete. Le he pedido al agente Betack que asistiera a esta reunión para que pueda responder en nombre del servicio secreto a las preguntas que quieran plantear.

Sean y Michelle miraron a Betack, que no parecía ni remotamente interesado en darles siquiera la hora. Aun así, asintió y trató de esbozar una sonrisa pero le salió una mueca extraña, como si tuviera un problema de gases.

—Ha llegado a mis oídos —dijo Jane— que el FBI se ha mostrado poco dispuesto a cooperar. Confío en que esas trabas ya estén solventadas y que no se hayan tropezado con la resistencia de ninguna otra agencia.

Solo había otra agencia involucrada en el caso y estaba representada por aquel gigantón apostado tras ella, cuyo rostro se había enrojecido ligeramente al oír aquellas palabras.

Sean se apresuró a responder:

—Todo el mundo se ha mostrado servicial. En particular el servicio secreto. Han sido momentos de tensión para todos, pero nos han atendido siempre correctamente.

—Magnífico —dijo Jane.

Betack le dirigió una larga mirada a Sean y luego le hizo una leve inclinación, agradeciéndole en silencio que le hubiera cubierto las espaldas.

Jane Cox se sentó tras su escritorio y empleó unos minutos en explicar lo sucedido. Betack les puso al corriente de los detalles técnicos sobre el envío y el contenido del paquete.

—Así que alguien la tiene —dijo Michelle—. Y dicen que está bien y que se pondrán en contacto más adelante.

Jane replicó con brusquedad:

—No tenemos ni idea de si está bien. Podría estar muerta.

—Es preocupante que supieran adónde enviar la carta —dijo Sean.

Betack asintió.

—Tenemos la hipótesis de que tal vez hayan investigado a la familia y averiguado que la tía vive en la ciudad. Aunque los niños no estuvieran allí, de todas formas, la carta habría acabado llegando a nuestras manos.

—O quizás eso podría demostrar que los secuestradores tienen información confidencial —dijo Sean. Le lanzó una mirada a Betack—. No insinúo que deba proceder del servicio. Pero podría haberse filtrado por otras vías.

—Tienes razón —dijo—. Nos encargaremos de investigarlo.

—Bueno, ¿qué es lo que sabemos? —preguntó Jane.

—¿Han podido determinar desde dónde se hizo el envío? —dijo Sean.

—Desde Dalton, Georgia —respondió Jane—. Eso me ha dicho al menos el director del FBI.

Betack lo confirmó con un gesto de asentimiento.

—Bueno, ya es algo. Conociendo el centro de procesamiento, se puede determinar el radio de los envíos postales que van a parar allí. Eso reduce la búsqueda. Harán falta muchos agentes, pero entre todos pueden peinar la zona.

—El FBI está en ello —dijo Betack.

—Si yo fuese el secuestrador lo tendría en cuenta —dijo Michelle— y me desplazaría en coche muy lejos del lugar donde tuviese a Willa para efectuar el envío.

—Dalton queda al norte de Georgia —añadió Sean—. Está a una distancia relativamente accesible por carretera desde Tennessee, Alabama y Carolina del Norte y del Sur.

—Lo cual pone la cosa difícil, pero no imposible —observó Betack—. Y es una de las pocas pistas que tenemos.

Sean vio que Jane contemplaba una fotografía enmarcada, sujetándola con ambas manos. Luego le dio la vuelta para que la viesen. Era una fotografía de Willa a caballo.

—Acababa de cumplir seis años. Quería un poni, naturalmente. Supongo que todos los niños lo desean. Dan estaba todavía en el Senado entonces. Nos la llevamos a una pequeña granja, cerca de Purcellville, en Virginia. Ella se subió a ese animal y casi no pudimos arrancarla de allí. La mayoría de los críos de su edad se habría muerto de miedo.

Volvió a dejar lentamente la foto en su sitio.

—Una chica valiente —dijo Sean en voz baja.

Jane dijo con toda intención:

—Valiente y capaz. Pero, aun así, solo una niña.

—¿El FBI tiene alguna idea sobre el móvil? —preguntó Michelle.

—No, que yo sepa.

Miró a Betack, que se limitó a menear la cabeza.

—Hemos hablado con Tuck y pasado por su oficina.

—¿Han descubierto algo útil?

Sean se removió en su silla y le echó un vistazo a Betack.

—Esto es un poco personal.

Betack miró a la primera dama.

—Puedo retirarme, si quiere, señora Cox.

Ella reflexionó un instante.

—Está bien. Gracias, agente Betack. El presidente y yo queremos ser informados sin dilación de cualquier novedad.

Una vez que Betack hubo salido, preguntó:

—¿Qué querías decir con «personal», Sean?

—¿Pam te contó alguna vez si tenía problemas conyugales?

—¿Por qué me lo preguntas? —replicó ella, cortante.

—Para cubrir todos los ángulos —dijo Sean—. ¿Te dijo algo?

Jane se arrellanó en su asiento y juntó las puntas de los dedos mientras asentía lentamente.

—Fue en la fiesta de cumpleaños de Camp David. Comentábamos el hecho de que Tuck no estuviera allí, de que hubiera salido por asuntos de trabajo. No fue nada concreto, pero…

—Pero ¿qué?

—Me pareció como si fuera a decir algo, pero no llegó a decirlo. Se limitó a hacer un comentario. Algo así como que yo ya conocía a Tuck. Y que estaría de vuelta al día siguiente. —Miró alternativamente a Sean y Michelle—. ¿Qué ocurre?

Los dos se habían echado hacia delante a la vez.

—¿Se suponía que Tuck debía volver al día siguiente de que se produjera el secuestro? —preguntó Sean.

Jane pareció insegura.

—Exacto. Creo que fue eso lo que dijo. Pero volvió esa misma noche. —Jane también se echó hacia delante—. ¿Qué sucede?

Sean miró a Michelle antes de responder.

—Podría ser que Tuck tuviera una aventura.

Jane se levantó.

—¿Qué?

—¿No tenías ni idea?

—Claro que no, porque no es verdad. Mi hermano jamás haría algo así. ¿Qué pruebas tienes?

—Las suficientes para querer investigarlo más a fondo.

Jane volvió a sentarse.

—Esto es… increíble. —Alzó la vista—. Si piensas que tenía una aventura, no estarás insinuando que…

—No puedo responder a esa pregunta, Jane. Ahora mismo, al menos. Llevamos muy poco tiempo investigando el caso. Estamos haciendo todo lo que podemos.

—Y nuestra máxima prioridad debe ser recuperar a Willa con vida —añadió Michelle.

—Por supuesto que ese es nuestro objetivo. Y es la única razón por la que solicité vuestra ayuda. —Jane se llevó una mano temblorosa a la frente.

Sean leyó fácilmente sus pensamientos.

—Cuando inicias una investigación, no puedes saber con certeza adónde te conducirá. A veces la verdad es dolorosa, Jane. ¿Estás preparada para eso?

La primera dama le dirigió una mirada fría y rígida.

—La verdad es que a estas alturas de mi vida ya nada me sorprende. Vosotros encontrad a Willa. Caiga quien caiga.

Los tres se volvieron al oír que se abría bruscamente la puerta. Sean y Michelle se pusieron de pie de un salto mientras el presidente Cox entraba en la habitación, flanqueado por un par de agentes veteranos del servicio secreto. Sonrió al llegar frente a ellos y les tendió la mano.

Cox tenía más o menos la estatura de Michelle. Era bastante más bajo que Sean, pero poseía unos hombros fornidos y su rostro, a los cincuenta años, conservaba muchos vestigios juveniles y apenas registraba los estragos de la mediana edad. Lo cual era notable, considerando los años que llevaba bajo la mirada implacable del mundo.

Sean y Michelle le estrecharon la mano.

—Me sorprende verte por aquí —dijo Jane.

—He anulado el resto de mis apariciones por hoy —dijo Cox—. A mis asesores no les ha entusiasmado la idea, pero el presidente todavía goza de algunos privilegios. Y cuando llevas veinticinco puntos de ventaja en las encuestas y tu adversario coincide en más cosas de las que disiente contigo, puedes permitirte un día libre de vez en cuando. E incluso si estuviera por detrás en la carrera electoral, la seguridad de Willa pasa por delante de cualquier otro asunto.

Jane le dirigió una sonrisa agradecida.

—Ya sé que siempre lo has considerado así.

Cox se acercó, le dio un besito en la mejilla y le frotó suavemente el hombro antes de volverse hacia los dos agentes. Su mirada se movió casi imperceptiblemente hacia la puerta. En unos instantes, los dos hombres se habían retirado.

Sean, que había percibido la sutil maniobra, pensó: «¿Cuántas veces me habrá dirigido un presidente esa misma mirada?»

—Jane me ha explicado lo que están haciendo —dijo Cox—. Me alegra poder contar con su aportación y su experiencia. Hemos de hacer todo lo posible para rescatar a Willa sana y salva.

—Por supuesto, señor presidente —dijo Sean automáticamente.

Cox se sentó en el borde del escritorio de su esposa y les indicó que volvieran a tomar asiento.

—Me han informado en el vuelo de la aparición del paquete. Ojalá nos proporcione algún indicio sólido. —Hizo una pausa—. Los políticos no deberían entrometerse en este asunto y haré todo lo posible para que no suceda. La oposición, sin embargo, controla el Congreso, así que no dispongo de un poder absoluto allí. —Miró a su esposa y sonrió con ternura—. Ni siquiera lo tengo en mi propia casa. Lo cual es bueno, porque mi media naranja es mucho más lista de lo que yo llegaré a serlo nunca. —Su sonrisa desenvuelta se evaporó—. Oficialmente el FBI dirige la investigación. Algunos de mis asesores opinan que no debo demostrar favoritismos en este punto, pero yo le he comunicado a Munson, el director del FBI, que este caso es de la máxima prioridad. Ya me encargaré después de las repercusiones. Mi esposa confía en ustedes, así que cuentan también con mi confianza. No obstante, aunque se les seguirá dando acceso a la investigación, recuerden que su papel aquí equivale al de un asesor privado. Es el FBI quien dirige el cotarro.

—Entendido, señor presidente.

—Han cooperado en todo momento con nosotros —añadió Michelle, sin dejar traslucir ni un ápice del desdén que sentía.

—Estupendo. ¿Han hecho algún progreso?

Sean le echó un vistazo a Jane Cox; ella permanecía imperturbable, pero aun así logró descifrar su expresión.

—Aún es pronto, señor, pero estamos trabajando tan rápida e intensivamente como podemos. Parece como si ellos se hubieran tomado un pequeño respiro con ese paquete. Esperemos, como ha dicho usted, que nos proporcione algún indicio. Suele ocurrir con frecuencia. Los malhechores se ponen en contacto y, al hacerlo, cometen un desliz.

—Bien. —Cox se levantó y lo mismo hicieron Sean y Michelle—. Hablamos luego, cielo —dijo el presidente.

Unos instantes después se había retirado, sin duda escoltado de nuevo por sus silenciosos guardianes.

Fuera de la Casa Blanca, los metros cuadrados inmediatos al presidente exigían el máximo de protección. Algunos agentes, usando una analogía deportiva, hablaban de la «zona roja» para indicar el punto a partir del cual la defensa no podía permitirse un error. Eso implicaba un perímetro por capas desplegado hacia el exterior, como las capas múltiples de una cebolla. Para llegar al siguiente nivel, el intruso tenía que liquidar la capa anterior. La zona roja era la última barrera antes de tropezarte directamente con el líder del mundo libre en carne y hueso. Estaba compuesta por agentes de élite —todos ellos sometidos a un tremendo proceso de investigación para alcanzar ese nivel—, que se colocaban codo con codo en una formación de diamante. De un diamante de gran dureza. Cada uno de esos agentes pelearía sin dudarlo hasta la muerte y estaba dispuesto a recibir un disparo mortal. Esa era la capa que jamás podía romperse, porque era la última.

Incluso en el interior de la Casa Blanca, de todos modos, el servicio secreto se mantenía siempre a treinta centímetros del presidente, excepto en un lugar: los aposentos privados de la primera familia. En el terreno de la protección presidencial, nunca podías dar por supuesto que sabías dónde se encontraba el enemigo, o si tus amigos lo eran realmente.

Unos minutos después, Sean y Michelle caminaban otra vez por el túnel hacia el edificio del Tesoro, con un marine de uniforme abriendo la marcha.

—Siempre había deseado conocer al presidente —le dijo Michelle a Sean.

—Es un tipo imponente. Pero…

Michelle bajó la voz a un simple susurro.

—¿Pero tú no puedes dejar de verlo en ese coche del callejón con aquella mujer?

Él hizo una mueca, pero no respondió.

—¿Por qué no le has preguntado a Jane sobre las dos incisiones de cesárea y los tres niños?

—Porque el instinto me ha dicho que no lo hiciera. Y lo que me dice ahora mismo el instinto me tiene muerto de miedo.