12

Sam Quarry condujo de vuelta a Atlee por caminos llenos de baches. La Patriot que había usado para matar a Kurt reposaba en el asiento contiguo de la camioneta. Se detuvo ante la casa, aquel viejo montón de piedra y ladrillos hechos a mano que databa de antes de la guerra de Secesión. Alrededor de los neumáticos se alzaban nubecillas de polvo, más parecidas a irisaciones de calor que a las polvaredas del profundo sur. Permaneció largo rato inmóvil, con las manos en el volante, contemplando el armazón de quinientos gramos de la Patriot y su pestillo de seguridad. Finalmente, deslizó el pulgar por una de las cachas de la pistola, como si pretendiera quitarse de la cabeza lo que había hecho tocando precisamente el instrumento que había utilizado para ello.

A punto había estado de estrellar su Cessna durante el vuelo de vuelta. Se había puesto a temblar de un modo incontrolable justo después de despegar. Luego, cuando apenas había alcanzado sesenta metros de altitud, había pillado un viento de cizalladura y las alas se habían girado hasta ponerse casi verticales. Más tarde comprendió que poco le había faltado para perder del todo la sustentación, aunque enseguida recuperó el control y el avión, por suerte, se había elevado hacia lo alto.

Cuando su hijo estaba creciendo, Quarry siempre había procurado tenerlo cerca. Daryl no había sido nunca nada del otro mundo en cuestión de cerebro, eso le constaba, pero lo quería igual. Era leal ese muchacho. Hacía todo lo que su padre le decía. Y lo que le faltaba en intelecto lo compensaba sobradamente con una terca determinación y una especial atención a los detalles, cualidades que compartía con Quarry. Esos rasgos le habían sido muy útiles en el ejército. Daryl, Kurt y Carlos se habían alistado para combatir en Irak y Afganistán y habían obtenido entre los tres ocho medallas de combate, sobreviviendo a los peores artefactos que el enemigo había utilizado contra ellos, incluidos docenas de explosivos improvisados.

Después habían empezado los problemas. Quarry había bajado una mañana y se los había encontrado a los tres desayunando en la cocina de Atlee.

—¿Qué hacéis aquí? —había preguntado—. Creía que teníais órdenes de embarcaros otra vez para Oriente Medio.

—Nos entró añoranza —farfulló Daryl con la boca llena de sémola y grasa de beicon, mientras Kurt asentía sonriendo y daba sorbos del café bien cargado de Ruth Ann. Carlos, siempre el más callado, había bajado la vista al plato y hurgaba la comida con el tenedor.

Quarry se sentó lentamente frente a ellos.

—Dejadme hacer una pregunta estúpida. ¿En el ejército lo saben?

Los tres se miraron antes de que Daryl respondiera:

—Supongo que lo sabrán pronto.

Sofocó una risotada.

—¿Y por qué os habéis convertido en desertores, muchachos?

—Estamos hartos de luchar —dijo Kurt.

—En Irak hace más calor que en Alabama. Y luego, en invierno, más frío que en la luna —añadió Daryl—. Y hemos estado allí cuatro veces. Y mandado al infierno a esos tipos de al-Qaeda. Y a los talibanes.

—Esos chiflados con un trapo en la cabeza —añadió Carlos, jugueteando con su taza de café.

—Pero los tipos siguen apareciendo igual —dijo Kurt—. Como los topos de feria. Golpeas a uno con el mazo y sale otro.

—Los chavales se te acercan pidiendo caramelos y se vuelan ahí mismo por los aires —añadió Daryl.

—Es lo más jodido que haya visto, señor Quarry —añadió Kurt—. Ya estábamos hartos. Es la pura verdad.

Daryl dejó el tenedor y se limpió la boca con el dorso de su mano rechoncha.

—Así que decidimos que ya era hora de volver a casa.

—A la dulce Alabama —añadió Kurt, con una sonrisa taimada.

La policía militar se había presentado al día siguiente.

—No los he visto —les dijo Quarry a los adustos soldados.

Interrogaron también a Ruth Ann, a Gabriel y a Fred, el nativo koasati, pero no les sacaron nada. Para eso estaba la familia, para protegerse. Quarry se cuidó muy mucho de hablarles a los policías de la antigua mina, pues allí era donde se escondían Kurt, Carlos y Daryl. Él mismo los había llevado la noche anterior en la avioneta.

—Es un delito federal dar cobijo a desertores —le había dicho a Quarry el menudo sargento de origen hispano.

—Yo serví a mi país en Vietnam, señor sargento. Maté a más hombres de los que usted matará nunca en sueños. Obtuve un par de Corazones Púrpura y ni una palabra de gratitud del tío Sam por mis esfuerzos. Una patada en el culo fue lo que recibí de mi país cuando regresé a casa. Nada de desfiles para los combatientes de Vietnam. Pero si veo a mi hijo, tenga por seguro que haré lo que debo. —Quarry les había dedicado un breve saludo militar y luego les cerró la puerta en las narices.

Eso había ocurrido dos años atrás y los militares habían vuelto a presentarse dos veces. Pero para entrar y salir de la zona había muy pocas carreteras y Quarry siempre sabía que venían mucho antes de que llegasen a Atlee. Luego ya no volvieron más. Tenían otras cosas de qué preocuparse, al parecer, pensó Quarry, aparte de aquellos tres chicos de Alabama cansados de combatir con los árabes a diez mil kilómetros de casa.

Kurt había sido como un hijo para él, casi tanto como Daryl. Conocía a ese muchacho prácticamente desde que había nacido. Lo había recogido cuando toda su familia sucumbió en un incendio. Él y Daryl se parecían una barbaridad.

Carlos se había presentado en su puerta una mañana, hacía más de una década. Entonces no era mucho mayor que Gabriel ahora. No tenía familia ni dinero. Solo una camisa y unos pantalones; ni siquiera zapatos. Pero tenía un fuerte espinazo y una ética del trabajo que no conocía el cansancio. Parecía que Quarry se hubiera pasado la vida recogiendo parásitos.

—¿Qué hace ahí, señor Sam?

Desechó sus pensamientos y miró por la ventanilla de la camioneta. Gabriel lo observaba desde las escaleras de la entrada. El chico iba como siempre con sus vaqueros descoloridos y una camiseta blanca. No llevaba zapatos. Tenía puesta la vieja gorra de los Falcons de Atlanta que Quarry le había regalado. La llevaba con la visera hacia atrás, para que no se le quemara el cogote; o al menos eso le había dicho una vez, cuando se lo había preguntado.

—Solo pensando, Gabriel.

—Usted piensa un montón, señor Sam, ya lo creo.

—Es lo que hacen los adultos. Así que no crezcas demasiado deprisa. Ser un chico es mucho más divertido.

—Si usted lo dice…

—¿Qué tal la escuela?

—Me gustan mucho las ciencias. Pero lo que más me gusta de todo es leer.

—Entonces tal vez te convertirás en un escritor de ciencia ficción. Como Ray Bradbury. O Isaac Asimov.

—¿Quién?

—¿Por qué no vas a ayudar a tu madre? Ella siempre tiene algo que hacer y casi ninguna ayuda.

—De acuerdo. Ah, y gracias por el sello. Ese no lo tenía.

—Ya lo sé. Si no, no te lo habría dado, hijo.

Cuando Gabriel se alejó, Quarry puso la camioneta en marcha y la llevó al establo. Se apeó, se metió la Patriot en la pretina del pantalón y subió al pajar por la escalera de mano. Sus botas resbalaban en los peldaños de madera mientras se impulsaba con los brazos. Una vez arriba, abrió las puertas del pajar y se asomó a contemplar lo que quedaba de Atlee. Subía varias veces al día a hacerlo. Como si la hacienda pudiese desaparecer si él no se mantenía alerta todo el tiempo.

Se apoyó en el marco de madera, se fumó un cigarrillo y observó hacia el oeste a los peones ilegales que trabajaban en sus campos. Al este, vio a Gabriel ayudando a su madre, Ruth Ann, a cuidar el huerto, de donde procedía cada vez más la comida que consumían. La Alabama rural se encontraba en la vanguardia de la América «verde». Por pura necesidad.

«Cuando la gente está bien jodida en la tierra de la abundancia, hace cualquier cosa para sobrevivir».

Quarry apagó con sumo cuidado el cigarrillo para que no pudiera incendiar la paja seca. Bajó por la escalera, tomó una pala del gancho, caminó hacia el sur medio kilómetro y se detuvo. Cavó un hoyo bien hondo, lo cual le costó, porque la tierra estaba muy apelmazada; pero él era un hombre habituado a trabajar con las manos y la pala se hundía más y más a cada golpe. Tiró la Patriot en el hoyo y volvió a cubrirlo, colocando una piedra bien grande sobre la tierra removida.

Era como si acabase de enterrar a alguien, pero no rezó una oración. No por una pistola, desde luego. Ni por ninguna otra cosa, en realidad. Ya no.

Su madre no se habría sentido nada complacida. Adepta al pentecostalismo durante toda su vida, era capaz de ponerse a hablar en unas lenguas extrañas a la menor provocación. Ella lo había llevado cada domingo a los servicios religiosos desde que Quarry tenía memoria. Una noche, mientras agonizaba en medio de una lluvia torrencial típica de Alabama, había empezado a hablarle al Señor en aquella lengua extraña. Quarry solo tenía catorce años y estaba cagado de miedo. No por la jerigonza que hablaba su madre, a eso ya se había acostumbrado. Era más bien la combinación de la agonía y de aquellos alaridos en un idioma que no comprendía. Como si su madre supiera que estaba abandonando este mundo y quisiera anunciarle al Señor que iba a su encuentro. Solo que el Señor estaba sordo tal vez y ella se veía obligada a vociferar a pleno pulmón. Quarry temía que Jesús fuese a descender de un momento a otro para hacer callar a la pobre mujer.

Ella no le había dirigido la palabra durante sus últimas horas, pese a que él permaneció sentado junto al lecho, con gruesos lagrimones en las mejillas, diciéndole que la quería y deseando con toda su alma que lo mirase y dijera: «Te quiero, Sammy», o al menos: «Adiós, chico». Quizá le dijo algo parecido en aquella lengua extraña, no podía estar seguro. Nunca había aprendido ese idioma. Y al final ella soltó un último grito, dejó de respirar y todo terminó. Sin grandes aspavientos, a decir verdad. A él le asombró realmente lo fácil que era morir; lo sencillo que resultaba mirar morir a alguien.

Había aguardado un poco para asegurarse de que realmente estaba muerta y no descansando entre aquellos gritos dirigidos al Señor. Luego le cerró los ojos y le cruzó los brazos sobre el pecho, como había visto hacer en las películas.

Su padre ni siquiera estaba en casa cuando ella falleció. Más tarde, aquella misma noche, Quarry lo encontró borracho en la cama de la esposa de uno de sus propios jornaleros, un tipo que estaba en el hospital porque la segadora le había arrancado una pierna. Echándose al hombro a su padre, lo sacó de la casa de aquella mujer y se lo llevó en coche a Atlee. Aunque solo tenía catorce años, Quarry ya medía más de metro ochenta y poseía todo el vigor de un granjero. Había conducido desde que tenía trece años, al menos por las carreteras secundarias de la Alabama rural de principios de los 60.

Metió el coche en el establo, apagó el motor, cogió una pala y se fue a cavar una tumba para su padre, cerca del sitio donde ahora acababa de enterrar la Patriot. Volvió al establo. En el camino de vuelta había sopesado cuál sería la mejor manera de matar al viejo. Él tenía acceso a todas las armas que había en Atlee. Había un montón, y sabía manejarlas todas con destreza. Pero pensó que un golpe en la cabeza resultaría mucho más silencioso que un disparo. Quería asesinar al viejo adúltero, ciertamente, pero poseía la suficiente inteligencia como para no querer pagar ese privilegio con su vida.

Arrastró a su padre fuera del coche y lo tumbó boca abajo en el suelo cubierto de paja del establo. Su idea era asestarle el golpe mortal en la nuca, tal como habría hecho con un animal al que quisiera sacrificar. Cuando ya estaba alzando la almádena para golpearle, su padre se incorporó de golpe.

—¿Qué demonios estás haciendo, Junior? —farfulló, mirando a su hijo entre la neblina de su borrachera.

—Nada en especial —le había respondido Quarry, perdiendo el valor. Tal vez fuese tan alto como un hombre hecho y derecho, pero aún era un chico. Una mirada de su padre bastó para recordárselo.

—Tengo un hambre de lobo —dijo el viejo.

Quarry dejó el arma asesina, le ayudó a levantarse y lo sostuvo mientras iban hasta la casa. Dio de comer a su padre y después lo subió arriba en brazos. Sin encender la luz del dormitorio, lo desnudó y lo acostó en la cama.

Cuando el hombre despertó a la mañana siguiente junto a su esposa muerta, ya completamente fría, Quarry oyó sus gritos desde el establo, donde se había puesto a ordeñar a las vacas con todas sus fuerzas. Había reído a carcajadas; había llorado.

Ahora, después de enterrar la pistola, Quarry regresó a pie a Atlee. Hacía una tarde espléndida. El sol concluía su trayecto por el cielo con un resplandor glorioso en las estribaciones de la meseta Sand Mountain, en el extremo sur de los Apalaches. Alabama, pensó, era el lugar más hermoso de la tierra, y Atlee, la mejor parte de Alabama.

Entró en su estudio y encendió fuego, aunque el día hubiera sido muy caluroso e hiciera una noche bochornosa, plagada de mosquitos que ya rondaban buscando sangre.

Sangre. Tenía un montón de sangre en esas neveras portátiles. Las había guardado en la caja fuerte grande que su abuelo reservaba para los documentos importantes. Estaba en el sótano, junto al viejo y ruidoso horno que apenas se usaba en aquella parte del país. De niño, él giraba con todas sus fuerzas el dial de la caja fuerte, esperando que cayera en los números correctos y le revelara su contenido. Nunca había ocurrido. La combinación se la había proporcionado finalmente el testamento de su padre. Pero la emoción ya no había sido la misma.

Cuando el fuego tomó fuerza, cogió el atizador, lo metió entre las llamas y lo calentó al rojo vivo. Se arrellanó en su sillón, se subió la manga de la camisa y aplicó el metal enrojecido sobre su piel. No dio ningún grito, solo se mordió el labio inferior. Soltó el atizador y se miró el brazo palpitante. Jadeando de dolor, se obligó a examinar la marca que el metal candente le había dejado. Había hecho con él una línea, una línea bien larga. Aún le quedaban tres más.

Desenroscó el tapón de la botella de ginebra que guardaba en su escritorio y echó un trago. Vertió un poco sobre la marca. La piel cubierta de ampollas pareció inflarse todavía más al contacto con el alcohol. Como una minúscula cordillera formándose hacía un millón de años, tras algún retortijón de las entrañas de la tierra. Era una ginebra barata, lo único que bebía ya: elaborada mayormente con grano y otras porquerías y embotellada localmente. Ahora todo lo hacía así: localmente.

No le había mentido al pobre Kurt. Había una vena de locura en su familia. Su padre la tenía a todas luces, y el padre de su padre, también. Ambos habían terminado en el sanatorio mental del Estado y habían acabado sus días farfullando cosas que ya nadie quería escuchar. La última vez que había visto vivo a su padre, estaba sentado desnudo en el suelo mugriento de su habitación, apestando más que un retrete en agosto y parloteando sobre el maldito traidor de Lyndon B. Johnson y sobre la gente de color, aunque él no había utilizado un término tan educado. Fue entonces cuando Quarry llegó a la conclusión de que su padre no era un loco, sino un malvado.

Se arrellanó en su sillón y observó las llamas, que se alzaban y parecían silbarle desde el hogar.

«Tal vez yo sea un paleto gilipollas de ninguna parte, pero voy a terminar lo que he empezado. Lo siento, Kurt. Lo siento de veras, hijo. Una cosa te prometo: no has muerto en vano. Ninguno de nosotros morirá en vano».