Salieron de la iglesia. El coche oficial no los esperaba fuera.
—No hemos pagado billete de ida y vuelta, supongo —masculló Michelle.
Habían empezado a cruzar el parque Lafayette cuando Sean le dijo en voz baja:
—Prepárate. Ahí vienen.
Los dos hombres caminaban con aire decidido. Uno era Cara Agria, el agente del FBI. Al otro Sean lo conocía bien, igual que Michelle. Era del servicio secreto, un alto cargo llamado Aaron Betack. Su distinguida carrera en el cuerpo lo había catapultado rápidamente desde las trincheras hasta las alturas del poder, y Sean advirtió que ahora caminaba con un brío especial.
Los dos agentes les cerraron el paso.
Sean fingió sorpresa.
—¿Qué, chicos? ¿También de paseo? Todos los genios pensamos igual.
Cara Agria dijo sin rodeos:
—Sabemos de dónde vienen y con quién acaban de hablar. Y estamos aquí para abortar este disparate ahora mismo. Lo último que necesitamos ahora es un par de vaqueros… —Hizo una pausa y miró a Michelle con expresión lasciva—. Perdón, un vaquero y una vaquera que vengan a joderlo todo.
—Todavía no he oído su nombre —dijo Sean, con tono amable.
—Agente especial del FBI Chuck Waters, de la oficina de Washington.
—Es bueno saberlo —intervino Michelle—. Porque yo lo motejaba hasta ahora como El Gilipollas.
—Maxwell —le soltó Betack—. Un poco de respeto, maldita sea.
—Preséntame a alguien digno de respeto —replicó ella.
Waters se le acercó más y agitó un dedo ante sus narices.
—Quítese de mi camino, pequeña.
Michelle, puesto que le sacaba diez centímetros, respondió:
—Si yo soy pequeña, usted debe de ser un pigmeo.
—Y solo para que lo sepa, Chuck, esta pequeña es capaz de patearnos el culo a todos sin despeinarse, así que será mejor que se aparte —dijo Sean.
Betack, que medía metro noventa como King, y tenía unos hombros todavía más anchos, carraspeó, le dirigió a su colega del FBI una mirada cautelosa y sacudió la cabeza. Waters se puso rojo como la grana, pero dio un paso atrás.
—Sean —dijo Betack—, tú y Maxwell no vais a investigar este caso. Y punto.
—La última vez que miré el cheque de mi salario no decía nada del tío Sam.
—Pero…
—No hay pero que valga. Nos hemos reunido con un posible cliente. Hemos accedido a representar a dicho cliente. Esto es América. Y estas cosas están permitidas aquí. Y ahora, si nos disculpan, tenemos un caso en el que trabajar.
—Se arrepentirá, King —ladró Waters.
—Me he arrepentido de muchas cosas a lo largo de mi vida. Y aquí estoy, de todos modos.
Se abrió paso entre ambos y Michelle lo siguió, asegurándose de darle a Waters un codazo en el hombro.
Cuando volvieron a subir al todoterreno, Michelle dijo:
—Me he sentido orgullosa de ti, ahí en el parque. De veras.
—Pues no deberías. Acabamos de ganarnos la enemistad de dos de las agencias más poderosas del mundo.
—O apuestas fuerte, o te vas a casa.
—Hablo en serio, Michelle.
Ella puso el coche en marcha.
—Lo cual significa que hemos de resolver este caso deprisa.
—¿Te parece que hay siquiera una posibilidad remota?
—Hemos tenido otros casos duros de roer.
—Sí, y ninguno se resolvió deprisa.
—Permíteme que sea pesimista pero sin exagerar. ¿Adónde, primero? ¿Tuck?
—No, los niños.
Mientras seguía conduciendo, ella le preguntó:
—¿Qué te ha parecido la versión de Jane Cox?
—Parecía muy sincera.
—Ah, ¿tú crees?
—¿Tú no?
—No me has contado cómo conociste a esa dama.
—¿Hasta qué punto conoce uno de verdad a otra persona?
—Corta el rollo existencial. Quiero saber cómo la conociste.
—¿Por qué te importa tanto?
—Importa porque si tienes el juicio enturbiado…
—¿Quién demonios dice que mi juicio esté enturbiado?
—Vamos, Sean. He visto cómo ponía la mano sobre la tuya. ¿Tuvisteis una aventura o algo parecido?
—¿Crees que me he tirado a la esposa del presidente de Estados Unidos? Venga ya, no me jodas.
—Tal vez no era la primera dama cuando la conociste —dijo Michelle con calma—. Pero no puedo saberlo porque te niegas a decirme, a mí, tu compañera, ni una sola palabra al respecto. Para que luego digas que no cuento nada. Yo te he mostrado mis entrañas y espero un poco de reciprocidad a cambio.
—Vale, de acuerdo. —Se quedó callado y miró por la ventanilla.
—De acuerdo… ¿qué?
—No tuve una aventura con Jane Cox.
—¿Lo deseabas?
Él le echó una mirada.
—¿A ti qué te importa?
Michelle, que hasta ahora le sonreía con aire burlón, pareció ponerse nerviosa.
—Me… me tiene sin cuidado a quién desees. Es asunto tuyo.
—Me alegra saberlo, porque soy un gran partidario de la privacidad en ese terreno.
Se hizo un silencio incómodo mientras seguían circulando.
Michelle se devanó los sesos para buscar otra aproximación. Se lanzó con entusiasmo nada más encontrarla.
—Pero tú ya habías dejado el servicio secreto mucho antes de que su marido se presentara como candidato a la presidencia.
—Era senador antes de presentarse.
—Pero ¿cuál es la conexión con el servicio secreto? ¿O no tenía nada que ver?
—Tenía y no tenía que ver.
—Fenomenal. Gracias por aclararlo.
Él permaneció en silencio.
—¡Vamos, Sean! —Dio una palmada en el volante, exasperada.
—Esto no puede salir de aquí, Michelle.
—Como si yo fuese una bocazas.
—Nunca se lo he contado a nadie. A nadie.
Ella le echó un vistazo y percibió su expresión sombría.
—De acuerdo.
Él se arrellanó en el asiento.
—Hace años, estando de servicio en Georgia en un equipo de seguridad presidencial preparatoria, salí con otro agente a comer algo a última hora. Él regresó después a hacer su turno, pero yo tenía la noche libre. Me di una vuelta y examiné la zona con intención de practicar un reconocimiento del terreno y detectar puntos delicados en la ruta que debía seguir la comitiva del presidente. Llevaba caminando una hora más o menos. Serían las once y media. Y entonces lo vi.
—¿A quién?
—A Dan Cox.
—¿Al presidente?
—No era presidente en aquel entonces. Acababan de elegirlo para el Senado. Por si no lo recuerdas, estuvo allí una legislatura completa y dos años de la siguiente, antes de presentarse a la presidencia.
—Vale, lo viste. ¿Y qué?
—Estaba en un coche aparcado en un callejón. Borracho perdido. Con una chica haciéndole una mamada.
—Me tomas el pelo.
—¿Crees que me inventaría algo así?
—Bueno, ¿y qué pasó?
—Lo reconocí en el acto. Él había asistido a una reunión que habíamos celebrado con los funcionarios locales para preparar la visita del presidente a la ciudad.
—¿Y qué hacía en un callejón recibiendo un «servicio especial» de una mujer que no era su esposa?
—Bueno, entonces yo no sabía que no se trataba de su esposa, pero era un asunto delicado igualmente. Él pertenecía al mismo partido que el presidente y yo no quería que aquello levantara polvareda antes de la visita oficial. Así que llamé con los nudillos a la ventanilla y mostré mi placa. La chica se apartó de él con un sobresalto tan brutal que pensé que iba a atravesar el techo del coche. Cox estaba tan borracho que no entendía qué pasaba.
—¿Y qué hiciste?
—Le dije a la dama que se bajara.
—¿Era una puta?
—No creo. Era joven, pero no iba vestida como se supone que va una puta. Recuerdo que casi se cayó al suelo mientras trataba de ponerse las bragas. Le pedí una identificación.
—¿Por qué?
—Para localizarla si la cosa se volvía más adelante contra mí.
—¿Y ella te enseñó su permiso de conducir?
—No quería hacerlo, obviamente, pero le dije que no tenía otro remedio. Me marqué un farol y le advertí que, si se negaba, me vería obligado a avisar a la policía. Ella me mostró su permiso y yo anoté el nombre y la dirección. Vivía en la ciudad.
—¿Qué pasó después?
—Pensaba pedirle un taxi, pero ella se largó sin más. Me puse a perseguirla, pero entonces Cox empezó a armar alboroto. Volví corriendo al coche, le subí la cremallera, lo empujé al asiento del copiloto, le saqué del bolsillo el permiso de conducir para averiguar su dirección y lo llevé a casa.
—¿Y allí fue donde conociste a Jane Cox?
—Exacto.
—Chico, vaya presentación. ¿Se lo contaste todo?
Sean iba a responder, pero se detuvo.
—¿La prudencia es la madre de la ciencia?
—Algo así —dijo él—. Me limité a decirle que me lo había encontrado «indispuesto» en el coche. Aunque apestaba a perfume y tenía manchas de carmín en la camisa. Lo metí en la casa y lo subí al dormitorio. La situación era bastante incómoda en conjunto. Por suerte, sus hijos ya estaban dormidos. Yo le había mostrado mi placa al llegar. Jane estaba increíblemente agradecida. Dijo que nunca olvidaría lo que había hecho por ella. Y por él. Y entonces… bueno, se vino abajo y rompió a llorar. Supongo que no era la primera vez que ocurría algo semejante. Y yo… bueno, la abracé más o menos y traté de calmarla.
—¿La abrazaste… más o menos?
—Vale, la rodeé con mis brazos. ¿Qué demonios iba a hacer? Estaba tratando de consolar a esa mujer.
—¿Fue entonces cuando la deseaste?
—¡Michelle! —exclamó Sean con aspereza.
—Perdona. Vale, la estabas abrazando más o menos. ¿Y luego, qué?
—Cuando paró de llorar y se recompuso, volvió a darme las gracias. Se ofreció a llevarme de vuelta a la ciudad, pero a mí no me pareció buena idea. Así que caminé un rato y después encontré un taxi.
—¿Y ahí acabó la cosa?
—No, no acabó ahí. Ella me llamó. No sé exactamente cómo formularlo. Empezamos a vernos, nos hicimos amigos. Yo creo que ella estaba realmente agradecida por lo que había hecho. Si cualquier otro lo hubiese encontrado en aquel estado, seguramente ahora no sería presidente.
—No estés tan seguro. Los políticos nunca se han destacado precisamente por su moralidad.
—En todo caso, yo conocía bien los entresijos de la ciudad y ella decidió exprimirme al respecto. Creo que llegó a conocer las interioridades del D. C. mejor que su marido.
—¿Así fue como llegaste a conocer a Tuck y su familia?
—Jane me invitó a varias fiestas. No creo que Dan Cox me recordase. O que recordara siquiera aquella noche. No sé cómo le explicaría ella mi presencia, pero él nunca la cuestionó. Después de que lo eligieran presidente, ya no los vi mucho, por razones obvias. Los tipos como yo no se mueven en esos círculos. Y además, ya había salido del servicio secreto y abandonado el D. C. para entonces. Pero ella siempre me mandaba una felicitación navideña. Y yo mantuve el contacto con Tuck y su familia. Cuando nos trasladamos aquí, ellos fueron de los primeros en darme la bienvenida.
Michelle parecía sorprendida.
—¿Y cómo es que nunca me los habías presentado?
Una sonrisa burlona se extendió por el rostro de Sean.
—No quería asustarlos.
—Ya. Así que has salido en socorro de la dama otra vez.
—Tal como dicen, un déjà vu en toda regla.
—¿Sí? Pues ojalá salgamos vivos de esta. Casi acaban conmigo anoche. Y estoy usando mis nueve vidas a un ritmo alarmante desde que trabajo contigo.
—Ya. Pero nunca resulta aburrido.
—Cierto. Nunca resulta aburrido.