10

Michelle guardó la pistola en la caja fuerte de su todoterreno. No tenía ningunas ganas de pasarse los próximos años en una prisión federal sopesando el error de haber intentado colarse en la Casa Blanca con un arma cargada.

Habían despistado a los periodistas apostados frente a la oficina, aunque el esfuerzo le había supuesto a Michelle un buen desgaste de neumáticos. Un coche de la prensa se había acabado empotrando contra una camioneta aparcada durante la breve persecución. Ella no se había detenido a socorrerlo.

Cruzaron la entrada de visitantes. Creían que los guiarían al interior de la Casa Blanca, pero se llevaron una sorpresa. Tras cachearlos y pasarles el detector, uno de los agentes les indicó que le siguieran y los hizo subir a toda prisa a un coche oficial aparcado en el exterior. El vehículo arrancó de inmediato.

—¿Adónde demonios vamos? —le dijo Sean al conductor.

El hombre no respondió. El tipo que iba a su lado ni siquiera volvió la cabeza.

Michelle cuchicheó:

—Los del servicio secreto no parecen muy contentos.

—Ya han empezado a echarse la culpa unos a otros —susurró Sean—. Quizá saben que la primera dama nos ha llamado. Y no debe de gustarles que haya intrusos metiendo la nariz.

—Pero nosotros fuimos de los suyos en su momento.

Él se encogió de hombros.

—Yo no me fui del mejor modo precisamente. Ni tú tampoco.

—Así que nos odia el FBI y nos odian los nuestros. ¿Sabes?, lo que necesitamos es un sindicato.

—No, lo que necesitamos es saber adónde vamos.

Iba a volver a formular la pregunta cuando el coche redujo la marcha y se detuvo.

—Ahí delante, en la iglesia —dijo el chofer.

—¿Cómo?

—Que mueva el culo y entre ahí. La señora está esperando.

En cuanto se apearon, descubrieron que el trayecto había sido muy corto. Estaban en el extremo opuesto a la Casa Blanca del parque Lafayette. La iglesia era la de St. John. La puerta estaba abierta. Mientras entraban, el coche se alejó.

Ella se encontraba en el banco de la primera fila. Sean y Michelle intuyeron más que vieron la presencia de un dispositivo de seguridad en el templo. Cuando Sean se sentó junto a Jane Cox y la observó, no supo con certeza si había estado llorando o no. Sospechaba que sí, pero también le constaba que no era el tipo de mujer que manifestara fácilmente sus emociones. Tal vez ni siquiera a su marido. Él sí la había visto emocionarse una vez, aunque solo una. Nunca había pensado que volvería a presenciar un episodio parecido.

Bajo el abrigo negro, llevaba un vestido azul hasta la rodilla. Sus zapatos eran discretos y apenas lucía joyas. El pelo, aunque cubierto con un pañuelo, lo tenía como siempre recogido en lo alto, un peinado que muchos habían comparado (la mayoría, favorablemente) con el de Jackie Kennedy. Nunca había sido una mujer ostentosa, Sean lo sabía; solo elegante y con clase. Nunca había pretendido pasar por lo que no era. Bueno, eso no era del todo cierto, pensó. Una primera dama tenía que ser muchas cosas para mucha gente, y resultaba inviable que una única personalidad pudiera complacer tantas exigencias distintas. Un cierto grado de actuación era inevitable.

—Esta es Michelle Maxwell, señora… Jane.

Ella sonrió gentilmente a Michelle y miró a Sean.

—Gracias por acceder a verme tan de improviso.

—Creíamos que íbamos a encontrarnos en la Casa Blanca.

—Yo también, pero luego lo he reconsiderado. La iglesia resulta algo más íntima… Y más tranquila.

Sean se arrellanó en el banco y estudió el altar un momento antes de preguntar:

—¿Qué podemos hacer por ti?

—¿De veras estabas allí cuando ocurrió todo?

—Sí. Le llevaba un regalo a Willa.

Le relató los hechos de la noche anterior, omitiendo los detalles más gráficos.

—Tuck no recuerda gran cosa —dijo ella—. Dicen que se repondrá, que no sufrió ninguna hemorragia interna ni nada, pero su memoria a corto plazo parece afectada.

—Es algo frecuente tras un golpe en la cabeza —comentó Michelle—. Quizá vuelva a recuperarla.

—El servicio secreto va a asumir ahora la protección de la primera familia… ampliada —dijo ella.

—Una decisión inteligente —comentó Sean.

—El talón de Aquiles al fin al descubierto —observó Jane en voz baja.

Sean dijo tras una pausa:

—El FBI está investigando. No estoy seguro de que nosotros podamos aportar algo que ellos no puedan hacer por su parte.

—Yo organicé la fiesta de cumpleaños de Willa en Camp David. Pam estaba allí, y los amigos de Willa, y su hermano y su hermana. Fue un día muy especial para una niña muy especial.

—Es especial, sin duda —asintió Sean.

—Y pensar que el mismo día de esa maravillosa celebración iba a ocurrir algo… tan horroroso. —Lo miró bruscamente—. Quiero que encuentres a Willa. Y al culpable de todo.

Él tragó saliva nerviosamente.

—Se trata de una investigación federal. No podemos entrometernos. Nos devorarán vivos.

—Tú me ayudaste una vez, Sean, y yo nunca lo he olvidado. Sé que no tengo derecho a pedírtelo, pero necesito desesperadamente tu ayuda otra vez.

—¿Y el FBI?

Ella hizo un ademán desdeñoso.

—Estoy segura de que son muy buenos. Pero dado el parentesco de Willa conmigo, es evidente que este asunto se convertirá rápidamente en objeto de debate político.

—¿Cómo iba a atreverse nadie a usar políticamente el asesinato de una mujer y el secuestro de su hija? —dijo Michelle.

Jane le dirigió una sonrisa que, si no era condescendiente, lo parecía en grado sumo.

—Estamos en mitad de una campaña de reelección. Esta ciudad se especializa en convertir lo apolítico en político, Michelle. Y la gente es capaz de caer muy bajo.

—¿Y crees que eso podría influir en la investigación del FBI? —preguntó Sean.

—Prefiero no arriesgarme a que la respuesta sea afirmativa. Quiero gente con un solo objetivo. Averiguar la verdad. Sin segundas intenciones. Sin prejuicios. Es decir, te quiero a ti.

—¿Se le ocurre por qué alguien podría haber hecho algo así, señora Cox? —preguntó Michelle.

—No se me ocurre nadie.

—¿Qué hay de los sospechosos habituales? —apuntó Sean—. ¿Algún grupo terrorista? La primera familia está tan bien protegida que podrían haber elegido un objetivo más frágil.

—En ese caso saldría alguien atribuyéndose la acción o planteando alguna exigencia —observó Michelle.

—Quizá tengamos pronto noticias. ¿Qué opina el presidente? —preguntó Sean.

—Está tan preocupado y afectado como yo.

—Quiero decir si tiene alguna idea de quién podría haber sido.

—No lo creo. No.

Sean añadió con delicadeza:

—¿Él sabe que ibas a verte con nosotros?

—No veo por qué debería saberlo. Al menos por ahora.

—Con el debido respeto, señora —observó Michelle—. Sus agentes del servicio secreto sí lo saben.

—Creo que puedo confiar en su discreción.

Michelle y Sean intercambiaron una mirada nerviosa. Ni un solo agente del servicio secreto le ocultaría algo al presidente deliberadamente. Sería un suicidio profesional, por mucha discreción que implicara.

—De acuerdo —dijo Sean—. Pero si nosotros vamos a investigar, nuestra relación acabará saliendo a la luz.

Michelle lo interrumpió.

—En ese caso, siempre podemos alegar que estamos investigando porque Sean es amigo de la familia y se encontraba allí cuando sucedió todo. De hecho, a mí intentaron matarme. Tal vez podamos justificarnos de este modo.

Sean asintió y miró a Jane.

—Podemos presentarlo así, sin duda.

—Muy bien.

—Tendremos que hablar con Tuck, John y Colleen.

—Eso lo puedo arreglar. Tuck sigue aún en el hospital. Los niños están en casa de la hermana de Pam, en Bethesda.

—Y necesitaremos tener acceso al lugar del crimen.

Michelle añadió:

—El FBI tendrá todas las pruebas forenses. Deberíamos examinarlas también si queremos llegar a alguna parte.

—Veré qué puedo hacer. Se trata de mi familia, al fin y al cabo.

—De acuerdo —dijo Sean lentamente, estudiándola.

—Entonces, ¿lo harás? —Jane puso una mano sobre la suya.

Él se volvió hacia Michelle, que asintió rápidamente.

—Lo haremos.