Globos de cumpleaños y metralletas. Elegantes tenedores hundiéndose en cremosas golosinas y dedos callosos curvándose alrededor de los guardamontes metálicos. Flotaban risas alegres en el aire mientras se desenvolvían los regalos y, al propio tiempo, sonaba el tableteo amenazador de un helicóptero, que descendía creando un torbellino con sus hélices.
Para el departamento de Defensa, aquellas instalaciones se llamaban oficialmente Centro de Apoyo Naval Thurmont, pero la mayoría de americanos las conocían como Camp David. Bajo uno u otro nombre, no se trataba del típico escenario para la fiesta de cumpleaños de una preadolescente. Antiguo campamento recreativo construido por la WPA durante la Depresión, había sido reconvertido por Frank Delano Roosevelt en un centro de descanso presidencial y rebautizado como el Shangri-La Americano, porque venía a reemplazar al yate presidencial. Su apelativo moderno, mucho menos exótico, lo había adquirido de Dwight Eisenhower, quien le puso el nombre de su nieto.
Era una finca rústica de cincuenta hectáreas provista de muchas instalaciones para las actividades al aire libre, incluyendo pistas de tenis, senderos de excursionismo y un hoyo de prácticas para los presidentes aficionados al golf. La fiesta de cumpleaños se celebraba en la bolera y contaba con la asistencia de una docena de chavales con sus acompañantes pertinentes. Estaban todos muy emocionados, como es natural, por hallarse en un territorio sagrado que habían pisado en su momento gente como los Kennedy y los Reagan.
La acompañante principal de los chavales y organizadora de la fiesta era Jane Cox. Un papel al que ya estaba acostumbrada, porque Jane Cox estaba casada con Dan Cox, también conocido como el Hombre Lobo, lo cual la convertía en la primera dama de Estados Unidos. Y era un papel que interpretaba con encanto, dignidad y un toque imprescindible de humor y astucia. Aunque fuera cierto que el presidente de Estados Unidos era el mayor malabarista de tareas distintas del mundo, tampoco podía negarse que la primera dama, tradicionalmente, no le iba a la zaga en ese aspecto.
Para que conste, sacó noventa y siete puntos en la partida de bolos, jugando sin protectores laterales y luciendo unos zapatos con los patrióticos colores rojo, blanco y azul. Se había recogido en una cola la melena castaña que le llegaba hasta los hombros y ella misma se encargó de sacar el pastel. También dirigió el canto del «Feliz Cumpleaños» para su sobrina, Willa Dutton. Willa era una niña de pelo oscuro, más bien bajita para su edad. Algo tímida, pero extraordinariamente brillante y maravillosamente atractiva cuando uno la llegaba a conocer. Aunque Jane jamás lo habría admitido en público, desde luego, Willa era su sobrina favorita.
La primera dama no comió nada de pastel; estaba vigilando su peso, dado que el resto del país, más aún, el resto del mundo, lo estaba vigilando también. Se había puesto un par de kilos encima desde su entrada en la Casa Blanca. Y otro par de kilos más tarde, en esa pesadilla llamada campaña de reelección en la que se hallaba inmerso actualmente su marido. Aun así, era lo bastante alta —uno setenta, sin tacones— como para que la ropa le cayera bien. Su marido medía casi uno ochenta, así que nunca se ponía tacones muy exagerados para que él no pareciese bajo en comparación. Las percepciones importaban, y a la gente le gustaba que sus líderes fueran más altos y robustos que el resto de la población.
Su cara estaba en condiciones aceptables, pensó, echándose un vistazo furtivo en el espejo. Mostraba las marcas y arrugas de una mujer que había dado a luz varias veces y soportado múltiples campañas políticas. Ningún ser humano podía salir indemne de tales pruebas. Fuera cual fuese la fragilidad que padecieras, tus adversarios la encontrarían y la explotarían a fondo. La prensa aún la describía como una mujer atractiva. Algunos se arriesgaban a afirmar incluso que poseía los encantos de una estrella de cine. Tal vez en otra época, se dijo, pero ya no. Ahora había entrado en la etapa de «actriz secundaria» de su carrera. Con todo, había llegado muy lejos desde aquellos días en los que unos pómulos tersos y un trasero firme figuraban entre sus máximas prioridades.
Mientras proseguía la fiesta, Jane echaba de vez en cuando una ojeada por la ventana a la patrulla de marines que hacían la ronda, muy serios, con sus armas preparadas. El servicio secreto se había ocupado de trasladarla allí, claro, pero era la Marina la responsable oficial de Camp David. Todos los miembros del personal, por lo tanto, desde los carpinteros hasta los jardineros, eran marineros. Y el grueso de las tareas de seguridad recaía en el destacamento permanente de marines desplegado allí. A decir verdad, Camp David estaba mejor protegido que el 1600 de la avenida Pensilvania, aunque no habrías encontrado a mucha gente dispuesta a reconocerlo en público.
La seguridad no era la mayor preocupación de Jane mientras observaba encantada cómo soplaba Willa las doce velas de su pastel de dos pisos y empezaba a echar una mano para repartir porciones entre los invitados. Después se acercó a la madre de Willa, Pam Dutton, una mujer alta y delgada, de pelo rojizo y ensortijado, y le dio un abrazo.
—Willa parece feliz, ¿no? —le dijo.
—Siempre lo está cuando tiene cerca a su tía Jane —respondió Pam, dándole unas palmaditas afectuosas a su cuñada. Mientras se soltaban, añadió—: No sé cómo darte las gracias por dejarnos celebrar la fiesta aquí. Soy consciente de que no es la norma, sobre todo considerando que Dan, quiero decir, que el presidente ni siquiera está aquí.
Como no eran de la misma sangre, Pam todavía encontraba incómodo llamar a su cuñado por su nombre, mientras que los hermanos del presidente, igual que la propia Jane, solían llamarlo Danny.
Jane sonrió.
—La ley establece la propiedad compartida de todos los terrenos federales entre el presidente y la primera dama. Y para que lo sepas, yo aún me encargo de cuadrar nuestras cuentas personales. A Danny no se le dan muy bien los números.
—Ha sido muy amable de tu parte, aun así —dijo Pam. Y mirando a su hija, añadió—: El año que viene será una adolescente. Mi hija mayor, adolescente. Cuesta creerlo.
Pam tenía tres hijos. Willa, John, de diez, y Colleen, de siete. Jane también tenía tres hijos, pero todos mayores. El menor había cumplido los diecinueve y estaba en la universidad; y su hija era enfermera de un hospital de Atlanta. Entre ambos, había otro chico que todavía estaba tratando de averiguar qué hacer con su vida.
Los Cox habían tenido hijos más temprano. Jane contaba solo cuarenta y ocho años, mientras que su marido acababa de celebrar sus cincuenta.
—Según mi experiencia —dijo Jane—, los chicos te lastimarán el corazón y las chicas te darán quebraderos de cabeza.
—No sé si mi cabeza está preparada para Willa.
—Mantén abiertas las líneas de comunicación. Averigua quiénes son sus amigos. Introdúcete con cautela en todo lo que la rodea, pero escoge cuidadosamente las batallas que vas a librar. A veces ella se cerrará. Es normal, pero en cuanto hayas establecido las reglas básicas, todo irá bien. Es muy inteligente. Aprenderá deprisa. Te agradecerá el interés.
—Parece un buen consejo, Jane. Sé que siempre puedo contar contigo.
—Lamento que Tuck no haya podido venir.
—Se supone que vuelve mañana. Ya conoces a tu hermano.
Jane le lanzó una mirada de inquietud.
—Todo irá bien. Ya lo verás.
—Sí, seguro —dijo Pam en voz baja mirando a su hija, que se movía feliz entre los invitados.
Mientras Pam se alejaba, Jane observó a Willa. Había en ella una curiosa madurez combinada con abundantes destellos de la preadolescente que todavía era. Escribía mejor que algunos adultos y era capaz de explayarse sobre temas que habrían dejado perplejos a muchos chicos con bastantes más años. Y poseía, además, una curiosidad que no se limitaba a las cuestiones usuales entre su grupo de edad. Observándola con atención, sin embargo, uno veía también que se reía tontamente y sin motivo, que decía «o sea» y «uau» a cada momento y que estaba empezando a descubrir a los chicos con esa mezcla de desagrado y atracción típica de una preadolescente. Esa reacción frente al sexo opuesto no cambiaría demasiado cuando Willa llegara a ser adulta, Jane lo sabía muy bien. Solo que las apuestas serían entonces mucho más altas.
La fiesta concluyó y todos se despidieron. Jane Cox subió al helicóptero. No se designaba como Marine One porque no iba a bordo el presidente. Hoy la transportaba el equipo B, Jane lo sabía muy bien. Y no le importaba en lo más mínimo. En privado, ella y su marido eran iguales. En público, ella se mantenía dos pasos por detrás, como exigía el protocolo.
Se puso el cinturón y un marine uniformado cerró y aseguró la puerta. La acompañaban cuatro agentes de aire estoico del servicio secreto. Despegaron y, momentos más tarde, Jane contempló a sus pies la extensión de Camp David (o la «Jaula del Pájaro», según el nombre cifrado del servicio secreto), que se hallaba enclavada en el parque de la montaña Catoctin. El helicóptero viró hacia el sur. En treinta minutos, aterrizaría sin novedad en el prado de la Casa Blanca.
Tenía en la mano una nota que Willa le había entregado al despedirse. Era una carta de agradecimiento. Sonrió. No era insólito en ella que ya la tuviese preparada. Estaba escrita con un tono maduro y decía todas las cosas apropiadas. A decir verdad, algunos miembros del equipo de Jane podrían haber aprendido de su sobrina una lección de modales.
Jane dobló la carta y se la guardó. El resto del día y de la velada no sería ni la mitad de agradable. La esperaban sus obligaciones oficiales. La vida de una primera dama, eso lo había aprendido enseguida, era una máquina frenética en perpetuo movimiento, amortiguada tan solo por rachas de tedio.
Los patines del helicóptero tocaron el césped. Puesto que el presidente no iba a bordo, no encontró ningún gran despliegue aguardando mientras bajaba y se dirigía a la Casa Blanca. Su marido estaba en la oficina de trabajo situada junto al Despacho Oval, que cumplía funciones más bien ceremoniales. Ella solo le había pedido dos o tres cosas cuando accedió a apoyarle en su carrera para alcanzar el puesto más elevado de la nación. Una de ellas, poder entrar en su sanctasanctórum sin anunciarse ni anotarse en el libro oficial de visitas.
—Yo no soy una visita —le había dicho—. Soy tu esposa.
Se acercó al «auxiliar personal» del presidente, oficialmente conocido como Asistente Especial del Presidente, que en ese momento estaba atisbando por la mirilla del Despacho Oval, antes de entrar e interrumpir una reunión que se alargaba demasiado. Él era el encargado de que su marido se atuviera a los horarios previstos, funcionando con la máxima eficiencia. Lo conseguía levantándose antes del alba y dedicando cada minuto de su vigilia a atender todas las necesidades del presidente, a menudo previéndolas antes que el propio interesado. En cualquier otro lugar que no fuera la Casa Blanca, pensaba Jane, el «auxiliar» se habría llamado sencillamente «esposa».
—Sácalos ya, Jay, porque voy a entrar —le dijo. Él se movió con presteza para complacerla. Ni una sola vez le había rechistado. Y no lo haría si quería conservar su puesto.
Jane pasó unos minutos con el presidente, explicándole cómo había ido el cumpleaños, antes de subir a sus habitaciones privadas a refrescarse y cambiarse para la recepción que iba a ofrecer. Unas horas después, al oscurecer, regresó a su hogar «oficial», se quitó los zapatos y se bebió una taza de té caliente que necesitaba con desesperación.
A solo treinta kilómetros, Willa Dutton, la niña que acababa de cumplir doce años, estaba gritando.