Abira terminó su relato una tarde de invierno en la cabaña de la orilla del río. Había dejado la ciudad de la costa en la primavera tardía y había tomado el camino de oriente pagando un pasaje en una caravana de árabes que se dirigían a Jaifa. Tardaron treinta y dos días en llegar y franquear las Puertas Cilicias. Y otros quince en llegar a pie a Beth Qada. No había resultado tampoco muy difícil, porque recordaba bien el itinerario, que había aprendido gracias a Jeno.
Apenas hubo concluido la narración, hubiéramos querido acosarla a preguntas: todo nos despertaba curiosidad; hubiéramos querido saber otras muchas cosas que habían excitado nuestra fantasía y que nos habíamos guardado para nosotras para no interrumpir el relato, que sonaba aún más bello y tremendo en su voz encantadora, que se estremecía y vibraba, y temblaba con las peripecias de los hombres y de la naturaleza. Pero había preguntas que acuciaban demasiado nuestra curiosidad.
—Pero ¿cómo te sentías —le pregunté— después de semejante desventura?
—Pensaba que había vivido, en cualquier caso, una vida que valía por mil. Había atravesado territorios que ninguna de vosotras verá jamás, conocido a hombres y a mujeres extraordinarios. Me había bañado en ríos cuya agua provenía de montañas altas como el cielo, de lugares inalcanzables, y que la llevaban a mares lejanos nunca surcados por una nave y al río Océano que ceñía la Tierra.
»Había experimentado lo que era la canícula sofocante y el frío punzante y visto muchas estrellas en el cielo nocturno como no las veré nunca el resto de mi vida: fortalezas solitarias encaramadas en cimas cubiertas de nieve y hielo, precipicios abisales y playas doradas, promontorios cubiertos de bosques milenarios, pueblos desconocidos de extrañas y fascinantes costumbres. Había visto el mundo con sus maravillas, y a los hombres en su gloria y su miseria. Y había sido amada…
—¿Qué pensabas al volver a la aldea? ¿Y qué creías que ibas a encontrar en ella?
—No lo sé. Pensaba que mi familia me acogería en cualquier caso, que con el tiempo tal vez olvidarían lo que había hecho. Pensaba que pediría perdón a mi prometido y trataría de explicarle el motivo de mi elección irrevocable, pese a saber que no lo comprendería. O tal vez, sin darme cuenta, iba al encuentro de la muerte, al encuentro de quienes me iban a matar.
—No te han matado —dijo mi amiga Abisag.
—Y, sin embargo, sí lo han hecho. Porque es lo que deseaban. La intención es más fuerte aún que la acción. Que yo esté viva es una pura casualidad, una broma del hado y un regalo de vuestro corazón.
—Abira —intervino Mermah—, no nos has dicho qué te hirió tan profundamente cuando Melisa te leyó las páginas escritas por Jeno. ¿Era de veras tan terrible?
Abira nos miró absorta, quizá preguntándose si era lícito revelar lo que no había sido nunca divulgado, pero luego respondió:
—Dos cosas.
Y se quedó en suspenso. ¿Pensaba en Jeno? Sí, claro, porque tenía los ojos relucientes.
El viento, que había empezado a soplar y hacía vibrar los tabiques de cañizo de la cabaña, provocaba estremecimientos de fría inquietud bajo las ropas mientras la tarde extendía sus manos de tiniebla sobre las techumbres de Beth Qada.
—Dos cosas —dijo finalmente—. La primera es cómo había reseñado la muerte del comandante Sofo.
… mientras tanto Quirísofo había muerto por haber tomado una medicina contra la fiebre.
»Esto era todo, nada más. Trece palabras que recuerdo una por una. Trece palabras para el hombre que había llevado a cabo más allá de todo límite humano una misión espantosa: conducir a los Diez Mil hacia la nada, pero permaneciendo siempre a su cabeza, dispuesto a inmolarse el primero, a sufrir cada dolor y cada herida, a padecer el máximo que un corazón humano puede padecer, dispuesto a ser el comandante hasta el final. El hombre que por último se había convencido de que tenía que rebelarse y aceptar el castigo de su desobediencia, pagando con la vida el pasarle el mando precisamente a él, a Jeno, para que llevase al ejército hacia la salvación.
—Pero Jeno cumplió con su deber —dije—. ¿Acaso no salvó al ejército?
—Sí. Pero no llorar a un hombre como Sofo, su mejor amigo, con quien había compartido cada instante de la marcha desesperada, no transmitir un recuerdo equiparable a su gran talla, al alma grande de luz y de tinieblas, es propio de un corazón mezquino. Y no hay dolor más grande que proferir esta sentencia para el hombre que se ama.
No conseguíamos comprender del todo lo que estaba diciendo, porque ella se había acostumbrado a la proximidad de hombres que eran demonios y dioses al mismo tiempo, seres que no podíamos siquiera imaginar y que nunca conoceríamos. Dejamos por eso hablar al viento durante larguísimos, interminables momentos, al viento que gemía trayendo los primeros fríos.
—¿Y la otra? —tuvo finalmente el valor de preguntar Abisag.
—¿La otra? —respondió Abira—. La otra se refiere a mí.
La miramos esperando con el aliento en suspenso la continuación de sus palabras.
De aquí Jenofonte pasó a Tracia llevando consigo sólo a un criado y a su caballo.
—Yo también estaba con él —dijo.
Y rompió a llorar.
Al contarnos la historia de su viaje y de cómo había vivido era como si Abira hubiera vaciado su espíritu, hubiera disipado y disuelto en el aire su propia energía vital. Le habíamos devuelto la vida con nuestros cuidados, nuestra comida y nuestro afecto, pero ahora Abira no sabía qué hacer con ella. No quería dejar que la viéramos melancólica con nosotras para no mostrar ingratitud, pero a mí me parecía que de verdad había vuelto para morir y que haberla arrancado de la muerte no había hecho más que posponer un destino, ya marcado. Destruido su sueño y la razón de su vida, había querido de todos modos comportarse como los Diez Mil, que, tras partir de un lugar, tras un infinito peregrinar, habían vuelto al mismo lugar. Había querido cerrar el círculo.
Mis amigas y yo siempre hablábamos de ella cuando estábamos fuera, en el prado con los rebaños, y de los personajes cuyas vidas nos había contado. Nos parecía saber todo sobre ellos y que incluso los habríamos reconocido si se nos hubiesen aparecido delante. A veces Abisag, que era la más ingenua de nosotras, imaginaba que Jeno podría volver. Tal vez se hubiera dado cuenta de que no podía vivir sin ella y en ese momento estaba siguiendo los pasos de Abira a lo largo del camino que llevaba a las Puertas Cilicias y a las Aldeas del Cinturón. Le gustaba imaginar que aparecería un atardecer en el pozo, resplandeciente con su armadura, con su caballo piafante, y la esperaría cuando hubiese llegado para sacar agua. Le parecía ver correr a uno a los brazos de la otra para no separarse nunca más.
Abisag…, dulce amiga.
Pasaron así los días y el cielo se fue oscureciendo poco a poco. Los días se hacían más cortos y a veces las tempestades que arreciaban en las cumbres del Tauro llegaban hasta nuestras aldeas bajo la forma de un silbido rabioso.
Luego, una noche en que estábamos acurrucadas bajo las mantas y pensábamos en ella, sola y triste en la cabaña junto al río, oímos el viento que aúlla. El viento que anuncia un hecho extraordinario.
Por la mañana, poco antes del amanecer, oímos a los perros gañir y luego ladrar furiosos. Me levanté y fui de puntillas hasta la ventana. Las hacinadas casas de las demás aldeas se recortaban contra un cielo color perla.
Pero ¿qué estaba pasando? La atmósfera que percibía era la misma de aquella noche en que habíamos arrancado a Abira de la muerte. Sentía una excitación extraña, creciente, cada vez más fuerte, incontenible, mientras los perros seguían ladrando aún a unas presencias invisibles que cruzaban por la estepa.
Salí tal como iba, sólo con la ropa de noche, y fui a despertar a Mermah y a Abisag. Se reunieron conmigo enseguida. Tampoco ellas conseguían dormir.
Dejamos juntas la aldea y fuimos, agarradas una a la otra, hacia el pozo, guiadas tan sólo por una sensación indefinible, ese tipo de premoniciones y de turbaciones que se dice que pueden tener las vírgenes adolescentes cuando descubren por primera vez el misterio de su período lunar.
El viento que ruge calló de pronto cediendo su lugar a un soplo seco y continuo, tenso como la cuerda de un arco, una tempestad de polvo que avanzaba desde la estepa. En breve los contornos de las cosas se difuminaron, cada forma real se convirtió en una sombra en la neblina. Nos cubrimos la cabeza y la boca con el borde del vestido y continuamos avanzando hasta que descubrimos la forma de Abira, inconfundible, erguida en el umbral de su cabaña, las ropas pegadas al magnífico cuerpo por el soplo del desierto. Estaba vuelta de lado, mientras observaba algo… Nos acurrucamos al abrigo de un pequeño palmeral para que no nos viera y miramos en la misma dirección.
—¡Mirad! —dijo Mermah.
—¿Dónde? —preguntó Abisag.
—De ese lado, a nuestra izquierda.
Había una forma difusa que avanzaba hacia nosotras en dirección a la cabaña de Abira, una figura espectral que iba adquiriendo poco a poco contornos más definidos a medida que se acercaba y salía de la neblina. Y poco después oímos el bufar quedo de un caballo y un leve tintineo de armas.
Pasó tan cerca de nosotras que habríamos podido tocarlo: un jinete revestido de una armadura esplendente, cubierto de un manto blanco, montado en un corpulento semental, negro como ala de cuervo. Del otro lado, Abira iba a su encuentro con paso incierto, como si tratara de comprender quién era la aparición que se detenía delante de ella. Luego pudimos ver reflejarse el estupor en sus ojos cuando se detuvo inmóvil para mirarle mientras se apeaba del caballo y se quitaba el yelmo, liberando una melena de cabellos rubios y finos como flecos de seda.
Mermah se movió y rompió inadvertidamente una ramita. El ruido hizo que el guerrero se volviera de golpe hacia donde estábamos nosotras y le vimos el rostro. Bello como un dios, con los ojos gris azulados, de mirada penetrante: ya la espada relampagueaba en su mano.
—¡Es Menón! —dijo quedamente Abisag, la voz llena de admirado asombro—. Es él.
… Él, que la había admirado y quizás amado en secreto sin revelarlo jamás. Él, la divinidad nívea que se le había aparecido al arreciar la tormenta y la había salvado de la muerte blanca; él, la aparición incierta que fluctuaba sobre los montes y entre los bosques, siempre demasiado lejana; él, a quien todos habíamos creído muerto junto con los otros comandantes, el único que podía sobrevivir: Menón, rubio y feroz.
Abira se le acercó y permanecieron largo rato el uno frente a la otra, rodeados ambos por el gran manto blanco agitado por el viento. No oímos ninguna palabra, ni vimos gesto alguno. Únicamente imaginé un profundo, intenso contacto de miradas. Luego el guerrero la ayudó a montar en su semental, subió detrás de ella de un salto y tocó los ijares del caballo con los talones.
Salimos de nuestro escondite y con lágrimas en los ojos los observamos alejarse, desaparecer lentamente en la neblina.