XXIX

Los arcadios y los aqueos, tras haber negociado con las autoridades de la ciudad, se habían trasladado hasta una aldea a orillas del mar que se llamaba Calpe, a algunas jornadas de navegación hacia occidente.

El comandante Sofo partió por vía terrestre seguido por un par de miles de hombres que se habían negado a dejarle.

Jeno permaneció dubitativo acerca de lo que había que hacer. Su desilusión era tal que en un determinado momento pensó que nos embarcarían solos para volver a Grecia. Pero otros dos mil hombres se reunieron en torno a nuestra tienda y se pusieron bajo sus órdenes. Se quedó profundamente conmovido, tanto más cuanto que con ellos estaba Timas de Dardania, uno de los cinco comandantes de las grandes unidades, que se ofreció enseguida como su ayuda de campo. Lo cual significaba mucho para él: era el reconocimiento de su papel de jefe, y asumió inmediatamente todas sus responsabilidades. Ese mismo día convenció a los vecinos de Heraclea para trasladarlos también a ellos hacia occidente, hasta el confín de su territorio. El ejército que hasta hacía poco tiempo había sido un bloque compacto estaba ahora dividido en tres partes, cada una de las cuales iba a la deriva. Su decisión de partir de inmediato tenía por finalidad unirse al menos al contingente más importante.

Los arcadios y los aqueos, una vez llegaron a destino al caer la tarde, se pusieron inmediatamente en marcha hacia el interior para no ser vistos y cayeron antes del amanecer sobre algunas aldeas, sometiendo a pillaje el ganado, saqueando las casas y capturando a numerosos prisioneros para venderlos como esclavos.

Habían partido con la esperanza de volver con inmensas riquezas y no querían presentarse en casa con las manos vacías. Aquélla era su última oportunidad.

Se habían dividido en secciones y se habían dado cita en una colina que dominaba el territorio para concentrar el botín y luego regresar juntos. Pero la reacción de los indígenas fue durísima. El humo de los incendios y la alarma que había corrido de aldea en aldea por toda la región habían hecho reunirse a un gran número de guerreros a caballo que atacaron una a una a las columnas en marcha, cargadas con el botín, atestadas de ganado y de prisioneros, y les dispararon una lluvia de dardos que lanzaban desde lejos sin cesar, sembrando la confusión y la muerte. Una de las unidades, aplastada contra un barranco, fue aniquilada; otra, cercada en un llano por unas fuerzas muy superiores, fue casi destruida por completo; los otros, tras haber sufrido grandes bajas, consiguieron finalmente agruparse en la colina y pasaron allí la noche sin pegar ojo.

El comandante Sofo, desconocedor de todo ello, avanzaba a lo largo de la costa en dirección a Calpe, dispuesto, si era necesario, a vender cara su piel.

Jeno decidió tomar el camino del interior y de vez en cuando, al encontrarse con algún pastor o campesino preguntaba por medio de los intérpretes si tenían noticia del paso de algún ejército. Al atardecer del segundo día de marcha, dos viejos le informaron de que un ejército extranjero estaba atrincherado en la colina que se veía a una distancia de unos veinte estadios, cercado por todas partes.

—¿Tú los has visto? —preguntó Jeno al más joven de los dos.

—Por supuesto. Pasaron ayer por ese sendero de allí abajo —dijo al tiempo que indicaba una línea clara que cortaba el verde de la llanura—, y no creo que vean ponerse el sol mañana.

Jeno no tuvo ninguna duda cuando vio, al oscurecer, encenderse una gran cantidad de fogatas al pie de la colina, y reunió a todos los oficiales presentes.

—Apenas si somos dos mil —comenzó Jeno—; los nuestros de allí abajo eran cuatro mil y ya veis en qué han quedado. Si atacamos mañana, aunque disponemos de una pequeña unidad de caballería, no creo que tengamos ninguna posibilidad de romper el cerco.

—Me temo que no —confirmó Timas—. ¿Qué propones?

Jeno meditó en silencio durante unos momentos y luego dijo:

—Escuchad, tenemos que dar la impresión de ser diez, veinte veces más. Esos bárbaros deben pensar que los arcadios y los aqueos a los que han rodeado no son más que una vanguardia, que nosotros somos el grueso del ejército. ¡Ah, si estuviera con nosotros el comandante Quirísofo!

—Lamentablemente no está —respondió Timas—, y por tanto debemos apañárnoslas solos. ¿Qué piensas hacer?

—Sé que es peligroso, pero tenemos que dividirnos en grupos. Y cada grupo tendrá que incendiar todo lo que encuentre y pueda arder: cabañas, refugios de pastores, heno, balas de paja, caseríos aislados, recintos, pajares, establos: todo. Dejad estar los bosques, los matorrales, los rastrojos; no quiero que piensen en un incendio accidental, sino en una despiadada represalia militar.

—Tienes razón —aprobó Timas—. Hay que hacer que se caguen de miedo. Debe parecer que estamos poniendo a fuego y sangre a todo el país.

—Exactamente. El fuego nos permitirá saber dónde está cada uno de nuestros grupos; tenemos que dejar el incendio inmediatamente detrás de nosotros; y cuidado con quedar atrapados en el fuego, porque el viento puede cambiar de dirección en cualquier momento. Y ahora vamos, pasemos a la acción.

En el acto los hombres se dividieron en escuadras de cincuenta, tomaron el fuego de los braseros que llevábamos con nosotros y, desparramándose por los campos, comenzaron a prender fuego a todo lo que podía arder. En poco rato las llamas se propagaron por todas partes, por territorios cada vez más vastos hasta que toda la campiña, hasta donde alcanzaba la vista, se vio salpicada de incendios. Y los fuegos, siguiendo las instrucciones de Jeno, iban convergiendo en torno a la colina, de suerte que daba la impresión de que un gran ejército llegaba para romper el asedio.

Cuando clareó el día y la colina apareció perfectamente visible no había ya nadie: ni sitiados ni sitiadores. Sólo las cenizas y los tizones de las hogueras y gran cantidad de caídos, de ambos bandos, dispersos a lo largo de la pendiente.

—¿Qué demonios ha ocurrido aquí? —gritaba Timas mientras iba adelante y atrás a caballo—. ¿Dónde están todos?

También Jeno miraba a su alrededor tratando de comprender qué significaba aquel lugar completamente desierto, hasta que llegó uno de los intérpretes diciendo que había hablado con un pastor.

—Ha visto bajar soldados de la colina y alejarse hacia la costa, poco antes del amanecer, apenas se han apagado los fuegos.

—Son ellos —dijo Jeno y, tras llamar a Timas, le ordenó que mandara las unidades de infantería mientras él seguía adelante con la caballería para establecer contacto.

No tardó mucho rato en alcanzar a los arcadios y a los aqueos y todos se abrazaron gritando de alegría, como si salieran de una pesadilla.

—Creo que os habéis dado cuenta de que dividirnos ha sido una ligereza que se ha pagado con la vida de muchos de vuestros compañeros —dijo Jeno—. Espero que al menos quienes tuvieron la idea se hayan dejado la piel.

Jantias de Acaia fue el primero en adelantarse, sucio, trastornado por el cansancio y la tensión:

—Tienes razón, hemos sido unos locos, no comprendo qué nos pasó…

Agasias de Estinfalia corrió a su encuentro y lo abrazó.

—Nos habéis salvado de la aniquilación: no habríamos podido resistir mucho tiempo en esa colina.

—Pero ¿qué ha pasado esta noche?

—Cuando vimos los fuegos comprendimos que erais vosotros y también lo comprendieron los enemigos, que ahuecaron el ala; pero luego al no veros y temiendo que los enemigos retrocedieran nos pusimos en camino y tratamos de alejarnos lo más deprisa posible de ese fuego. Y eso es todo.

—Está bien, pero ahora basta ya. No volvamos a separarnos. Esperemos a Timas de Dardania con la infantería pesada y luego marchemos hasta la costa. No nos molestarán más.

Acampamos en la playa de Calpe, un lugar hermosísimo, una península que se extendía hacia el mar con un magnífico puerto natural, y volví a abrazar a Melisa con inmensa alegría. Estaba aún con Cleanor, cosa que me alegró. Volví a ver a Aristónimo de Metidrio, uno de los guerreros más fuertes de todo el ejército, que me apostrofó apenas me vio: «¿Sabes, muchacha? Esta vez el escritor nos ha salvado verdaderamente el culo. De no ser por él habríamos acabado empalados». A Jeno le hubiera gustado oírlo, pero en ese momento estaba ocupado en explorar el entorno: observaba la tierra de alrededor, grasa y fértil, el manantial rico en agua purísima, el istmo que unía tierra firme con una vasta península casi circular.

Sabía lo que pensaba: era el lugar ideal para fundar una colonia. A medio camino de Heraclea y Bizancio tendría un futuro próspero. Cuando el sol comenzó a declinar organizó un grupo con escolta de caballería e incursores, porque al día siguiente quería volver para dar sepultura a nuestros muertos.

Oí a Timas de Dardania preguntarle:

—¿Dónde está el comandante Quirísofo?

—A estas horas estará ya en Crisópolis —respondió Jeno.

Crisópolis, como iba a poder comprobar a continuación, estaba enfrente de Bizancio, en la margen asiática del estrecho.

—¿En Crisópolis? No creo —rebatió Timas—. Está demasiado lejos.

Se acercó Cleanor:

—He oído decir a uno de nuestros exploradores que está por estos parajes.

—¿Quién? ¿Y dónde? —preguntó Jeno.

—Allí —repuso Cleanor indicando en dirección a occidente—. A unos treinta estadios de distancia.

—¿Y por qué no viene a unirse a nosotros? —preguntó de nuevo Jeno.

—No lo sé —concluyó Cleanor, y se fue.

El argumento no le interesaba, o quizá no quería ocuparse de él.

Jeno se hizo preparar el caballo y partió en la dirección que había indicado Cleanor.

Me quedé sola en medio del campamento durante unos instantes y luego, de repente, me dominó una preocupación tan grande que no pude sustraerme a la necesidad de actuar. Quería saber qué le estaba pasando al comandante Sofo, dónde se encontraba, por qué no nos esperaba en la playa de Cal-pe. Me sentía en cierto sentido demasiado ligada a su destino, a él, que me había salvado la vida, a él, que había tratado de perdernos a todos en la nada y luego nos había llevado a encontrar el mar.

Tras entrar en la tienda, me puse una de las túnicas de Jeno, me envolví con un manto hasta los pies y me cubrí el rostro con un yelmo; luego monté uno de los caballos atados a la empalizada y lo espoleé a paso de andadura por el camino que llevaba a occidente. No sabía cabalgar, pero había observado a Jeno muchas veces, el animal era dócil, y no tardé en llegar al campamento del comandante Sofo. Paré al primer oficial que encontré y le dije:

—Soy ayuda de campo del comandante Jeno. Tengo que hablar con él urgentemente.

—Está en la tienda del comandante Quirísofo —me contestó—. Esa oscura, allí al fondo del campamento. —Lo dijo con una extraña expresión en la mirada, como si oprimieran su ánimo sombríos pensamientos. Luego añadió—: El comandante está muy mal.

Asentí con la cabeza indicando que había comprendido, até el caballo y me dirigí hacia la tienda. Mientras caminaba vi, anclada, una pequeña nave de guerra de veinte remeros, con la proa mirando a la playa y un estandarte rojo en popa con un signo extraño: dos líneas convergentes en la parte superior y divergentes en la inferior. Parecía uno de los signos del alfabeto de los griegos.

Delante de la tienda había un centinela; me acerqué y dije en voz baja:

—Soy el ayuda de campo del comandante Jenofonte. Sé que se encuentra dentro. Lo esperaré aquí; tengo un mensaje para entregarle.

El centinela asintió con la cabeza.

Pude reconocer dos voces que me eran familiares y oírlas claramente, porque estaban alejadas del resto del campamento. La de Jeno dijo:

—Pero ¿cómo es posible?

Mucho más cansina, la de Sofo respondió:

—No lo sé. Desde hace unos días no me encuentro bien y he estado tomando un medicamento. No es la primera vez. Siempre me había hecho bien. Hasta que esta mañana me he sentido mal… Muy mal.

Podía imaginar su rostro empapado de sudor. Los cabellos pegados a la frente, el pecho que se alzaba en un respirar fatigoso.

—¿De quién es la nave anclada?

—De Cleandro. Ha sido él quien la ha enviado: es el oficial espartano que manda la plaza de Bizancio.

—¿Les has encontrado? ¿Qué quieren?

—Sí, me los encontré ayer… Me estaban esperando… Me preguntaron muchas cosas…, sobre la batalla, sobre nuestra larga marcha.

—¿Qué te han preguntado? —insistió Jeno como si aquella respuesta no le bastase.

—Lo sabes perfectamente —respondió la voz más cansina aún de Sofo—. Me preguntaron por qué…, por qué estamos aquí.

Siguió un largo silencio. Pero podía oír el silbido quedo de la respiración de Sofo.

De nuevo su voz dijo:

—Ya te lo dije. No volveré a ver Esparta. Nunca más…

—Has vencido en muchas batallas…, vencerás también en ésta. El ejército te necesita.

—Serás tú quien lo mande… Quieren aniquilarlo…, pero tú, tú llévalo a casa, Jenofonte…, llévalo a casa.

Luego, el silencio de la muerte.

Me alejé mientras el centinela decía:

—Eh, pero no tenías que…

—Vuelvo enseguida —respondí, y me fui adonde tenía mi caballo.

Monté y lo espoleé por el sendero en dirección a la vegetación que recubría el borde de la playa.

No volví a ver a Jeno hasta una hora después, cuando el sol se había puesto ya.

Yo estaba preparando la cena delante de la tienda con las brasas de la madera de pino que había recogido en el bosque. Él se acercó y se sentó al amor del fuego, como si tuviese frío.

—El comandante Quirísofo ha muerto —manifestó con voz apagada.

—¿Sofo… ha muerto? ¿Ha sido en una batalla?

—No. Le han envenenado.

No pregunté nada más. Sabíamos demasiado bien que no había necesidad de explicaciones entre nosotros.

Jeno comenzó a comer en silencio, pero al cabo de dos o tres bocados dejó el plato. De pronto, desde occidente, el viento del atardecer trajo hasta nosotros el sonido de las flautas, las mismas que habían marcado el ritmo de la larga marcha, a través de desiertos y montañas durante meses y meses. Pero esta vez aquel sonido era lento, tenso y desesperado. Jeno aguzó el oído y escuchó absorto. Al sonido de las flautas se unió un coro de voces.

En nuestro campamento, el vocerío del atardecer se fue atenuando hasta apagarse. Los soldados, uno tras otro, volvieron la cabeza en dirección al sonido y se fueron poniendo en pie. Jeno me miró, luego se dirigió hacia los soldados y gritó con fuerza:

—¡El comandante Quirísofo ha muerto!

Acto seguido aferró la lanza y corrió hacia su caballo.

—¡Espera! —grité—. Quiero ir contigo.

Jeno estaba ya montado en la silla, me dio la mano y me alzó sobre la grupa del caballo, detrás de él, y lo espoleó hacia occidente.

A medida que nos acercábamos al sonido de las flautas, éste se oía cada vez más nítido y no tardamos en ver a un grupo de guerreros llevar un féretro a hombros con el cuerpo de su comandante, completamente revestido de la armadura, y al lado, el yelmo rematado por la gran cimera crestada, símbolo de su rango. En la linde del campamento, hacia oriente, se alzaba una pira de troncos y ramas de pino; cuatro guerreros sostenían cuatro antorchas. Pero justo cuando un oficial se acercó para ordenarles que prendieran fuego se oyó otro sonido de flautas y ruido en lontananza: un tambor que marcaba el ritmo de un poderoso paso de marcha.

Jeno se dio la vuelta en la dirección a donde provenía el sonido y vio un largo desfile de guerreros que empuñaban antorchas encendidas y avanzaban siguiendo la costa hacia nosotros. Las llamas se reflejaban en el agua tranquila del golfo expandiendo un resplandor rojizo hasta la quilla de la nave de guerra atracada en la playa. El último reflejo del ocaso se apagó en el mar. Jeno se dio la vuelta:

—Son los nuestros —dijo, y tenía los ojos empañados de lágrimas.

Los guerreros continuaban llegando: arcadios, aqueos, tesalios, mesenios, lacones revestidos de sus armaduras, con las lanzas empuñadas; se colocaban silenciosos en las filas, llenándolas una tras otra detrás de los compañeros ya formados en torno al féretro.

Se hallaba presente todo el ejército, todos los supervivientes de la larga marcha, y una vez que el cuerpo de Quirísofo fue depositado sobre la pira y los cuatro guerreros le prendieron fuego y las llamas alimentadas por el viento del mar se propagaron iluminando la explanada, Agasias de Estinfalia gritó:

—¡Alalalai!

Luego desenvainó la espada y comenzó a golpearla contra el escudo. El mismo grito se alzó de miles de bocas, miles de espadas desenvainadas brillaron con la luz bermeja de la hoguera y luego se abatieron con fragor contra los escudos de bronce, con inagotable energía, hasta que el incendio comenzó a languidecer.

La espada del comandante, calentada al rojo vivo en el fuego, fue doblada ritualmente, las cenizas y los huesos recogidos en una urna, luego su nombre gritado diez veces para que permaneciera el eco para siempre.

El ejército comenzó a desfilar, hombre tras hombre; cada uno volvió a su propia tienda.

La oscuridad descendió sobre el campamento y las llamas de la hoguera se apagaron lentamente. También nosotros volvimos, al paso, a caballo por la playa desierta.

—¿Y ahora qué haremos? —pregunté para romper un silencio insoportable.

—No lo sé —respondió Jeno.

Y no dijo nada más.

Jeno no olvidó a los compañeros que yacían insepultos en el territorio donde se había librado la batalla en la que arcadios y aqueos habían corrido el riesgo de ser aniquilados. No podía soportar dejarlos a la intemperie, a merced de las bestias salvajes. Partió a la mañana siguiente con un nutrido contingente para proceder a sus exequias y se acercó a la colina pasando por la parte de las aldeas.

La empresa fue angustiante: los cuerpos estaban abandonados desde hacía más de cinco días y se encontraban ya en estado de descomposición; los perros y los animales salvajes habían dado buena cuenta de aquellos pobres restos. Muchos no resultaban reconocibles. Jeno se había llevado consigo a los veteranos, más aptos para soportar la visión de semejante calamidad. A cada uno de los caídos se le dio sepultura con un breve y sencillo rito, el que permitía la situación, pero no sin lágrimas. Ver reducidos a aquel estado a unos compañeros con los que habían vivido aventuras de toda suerte, habían compartido todos los peligros, protegiendo unos las espaldas y las vidas de los otros, amigos cuyas voces resonaban vivas aún en los oídos, las bromas, los cantos, era un tormento insoportable.

En las proximidades de la colina la matanza era aún mayor. Allí los guerreros caídos permanecían todavía abrazados en el espasmo del último cuerpo a cuerpo, uno sobre otro, las armas clavadas en el pecho, en el cuello, en el vientre. Extrañamente, tampoco los indígenas habían vuelto a recuperar a sus muertos: quizá temieran aún la presencia de un ejército muy superior a lo que en verdad era.

La sepultura de los nuestros llevó toda la jornada; al final quedaron muchos dispersos. Les fue levantado un túmulo de piedras amontonadas como símbolo, y sobre él fueron depositadas las coronas entrelazadas con ramas de encina y de pino. A continuación cada uno de los compañeros se despidió de ellos, como les sugerían los sentimientos: una frase, un buen deseo, un recuerdo, con la esperanza de que les llegase a ellos en las oscuras moradas del Hades. Luego regresaron al campamento en silencio, con el corazón encogido.

En los días siguientes la situación del ejército se volvió casi insostenible y en ciertos aspectos grotesca. Con el paso del tiempo los sentimientos religiosos de Jeno se habían hecho cada vez más fuertes y dominantes en su ánimo. El ejército pedía trasladar el campamento y marchar, pero Jeno ofrecía a diario un sacrificio a los dioses por medio de un sacerdote que examinaba las vísceras para extraer un auspicio que era siempre negativo. Y así pasaban los días sin que se llegara a nada. Alguien insinuó que el adivino era demasiado complaciente respecto a la idea de fundar allí una colonia y trataba de mantener en su lugar al ejército para que el proyecto pudiera cuajar. Jeno se indignó y pidió a los soldados que eligieran un augur de su confianza que asistiera al examen de las vísceras. El resultado siguió siendo negativo. Y los víveres comenzaron a escasear.

Al final el lugarteniente de Sofo, Neón, acaso para demostrar que no valía menos que su comandante desaparecido, mandó a su sección a una correría por el interior sin consultar a los demás.

Fue un desastre. Neón fue atacado por las tropas del gobernador persa de la región mientras los suyos estaban ocupados en el saqueo de algunos pueblos y sufrió grandes bajas. Algunos desbandados volvieron al campamento principal a referir la noticia de la derrota y Jeno se fue volando en ayuda de los sobrevivientes de la malaventurada expedición. Regresaron todos juntos cuando ya oscurecía, descorazonados y abatidos. Parecía que su destino estuviera marcado: continuarían perdiendo hombres hasta su aniquilación.

No habían preparado aún la cena cuando las tropas enemigas nos atacaron de nuevo, obligando a los nuestros a un contraataque inmediato, que les reportó nuevas bajas, Los comandantes de las grandes unidades dispusieron una doble fila de centinelas para que vigilaran durante toda la noche.

Jeno estaba roto.

—Es el final, ¿no es cierto? —le pregunté.

No respondió.

—¿Quiénes eran los que nos han atacado?

—Tropas del gobierno persa.

—Por tanto no tenemos escapatoria. No necesitas explicarme nada: he comprendido. Cuanto más nos acercamos a tu tierra, más se estrecha la tenaza. Persas y espartanos quieren por motivos distintos lo mismo: aniquilaros.

Jeno no trató siquiera de negarlo.

—Por eso quería mantenerlos alejados. Si fundara una colonia los salvaría. Pero los hombres quieren volver a casa.

—Y al actuar así van a caer en la trampa.

—No ha sido dicha aún la última palabra.

—¿Hay acaso una vía de escape?

—Confío en los dioses y en las lanzas de mis hombres.

—¿Los dioses? Te han mantenido clavado en este lugar con sus vaticinios hasta que nos hemos visto reducidos al hambre, y el resultado es este desastre. ¿Cuántos hombres ha perdido Neón?

—Si nos hubiéramos movido, a pesar de los vaticinios, el daño habría sido peor. Hasta ahora los dioses nos han protegido. Nadie habría apostado un dracma a que llegaríamos aquí. A un paso de casa.

—Pero tú no quieres ir a casa. Tú quieres quedarte aquí a fundar tu colonia.

—No es cierto. Y, en cualquier caso, no tienes derecho a inmiscuirte en mis planes.

—Está bien, pues. Espero que tus dioses te ayuden.

Lo dije con un tono de total desconfianza y enseguida me arrepentí: ¿acaso no me habían salvado los dioses a mí al encontrarme completamente sola y perdida en la tormenta de nieve? Por primera vez debía creer en ellos. Pero el continuo goteo de muertos y heridos me angustiaba. Temía que fueran a meterse en un callejón sin salida. El ejército estaba debilitado por las bajas casi diarias y llegaría desmoralizado y exhausto a la prueba más difícil: la de vencer o morir.

Y sin embargo Jeno continuaba preocupándose de sus hombres: no sólo de los vivos, sino también de los muertos. Al día siguiente salió en otra misión para dar sepultura a los cuerpos de los caídos.

Esta vez se llevó consigo a los jóvenes guerreros para que en caso de ataque la respuesta fuera lo más contundente posible, pero para ellos fue una tarea amarga. El sendero que recorrían estaba sembrado de cadáveres, aunque sólo cuando llegaron a las proximidades de las aldeas del interior se dieron cuenta de la dimensión de la carnicería: los caídos se contaban por centenares, hasta el punto de que hubo que abrir una fosa común.

Y todavía no había llegado lo peor. Las tropas del gobernador persa, que les habían tenido bajo control en todo momento, aparecieron de pronto en formación de guerra en una cima escarpada, bloqueando el camino de vuelta. Fue necesario hacerles frente, en una posición desventajosa y en inferioridad numérica. Timas de Dardania iba a la cabeza de los jinetes, mientras que Jeno tomó el mando de toda la fuerza disponible.

Yo no estaba presente y lo que sé llegó a mi conocimiento por los relatos de los soldados y del propio Jeno, y quizá también de mi imaginación, pero cuanto ocurrió tuvo algo de milagroso. Quizá fue la vista de los compañeros despedazados y abandonados a los perros y la conciencia de estar en una situación desesperada, de no tener nada que perder. Quizás el plan de batalla de Jeno tuvo éxito y los dioses decidieron recompensarlo por los muchos animales inmolados en su honor, pero lo cierto es que el ejército pareció invadido de una fuerza sobrehumana cuando Jeno gritó:

—¡Han sido ellos! Los que han masacrado a vuestros compañeros y ahora quieren haceros pedazos también a vosotros. ¡Demostradles de qué sois capaces; son todos vuestros, adelante, muchachos!

Los jóvenes guerreros subieron la pendiente a la carrera, protegidos por los escudos, lanzaron el grito de guerra que había desbaratado el ala izquierda del ejército imperial en las puertas de Babilonia, arrollaron todo obstáculo y toda resistencia, penetraron en las filas enemigas como una espada en la carne viva y cargaron como toros furiosos masacrando a quienes oponían resistencia, hombro con hombro, escudo contra escudo.

Cuando Timas lanzó a sus jinetes no había ya órdenes ni filas entre los enemigos; cada uno trataba de escapar como mejor podía y centenares de vidas fueron segadas.

Los vi regresar, cubiertos de sudor, de polvo y de sangre, marchando a paso cadencioso, al sonido de las flautas, con los ojos llameantes aún de estragos detrás de la celada del yelmo.

Cantaban. Y su canto vibraba y tronaba en el bronce que los revestía.

El peligro de que se produjesen nuevos ataques en el campamento había inducido a los comandantes a atrincherarse en la península y a cerrar el istmo con un foso y una empalizada. Se decía que el gobernador espartano de Bizancio no tardaría en llegar en persona para eliminar el obstáculo; se pensó, por tanto, que por el momento seguirían en Calpe a esperar.

Las cosas sin embargo fueron para largo, y el viejo sueño de Jeno cobró fuerza. Él era ya el hombre al que los otros comandantes hacían referencia, el que siempre tenía consejos acertados, soluciones para los problemas, prudencia y coraje al mismo tiempo. El lugar era perfecto: la península que se extendía mar adentro podía albergar una ciudad de fácil defensa en caso de ataque, el puerto estaba bien protegido y al socaire de los vientos más peligrosos, una fuente justo en la base del istmo garantizaba el aprovisionamiento de agua y en torno había una región vasta y fértil, de tierra roja y fina.

Corrió el rumor de que en aquel lugar se iba a fundar una colonia y, aunque Jeno lo había negado siempre, se pensó que él en persona o alguien próximo a él lo había difundido. Los jefes indígenas comenzaron a llegar para enterarse de noticias, para establecer contactos y, eventualmente, negociaciones. Este hecho irritó a los soldados que ya estaban suspicaces y temían que los embaucaran y obligaran a establecerse allí en contra de su voluntad.

La llegada de Cleandro con sólo dos naves de guerra supuso una desilusión. Ciertamente no era aquélla la flota que podría transportarlos a casa. Y la situación empeoró cuando estalló una disputa entre uno de los hombres de Cleandro y uno de nuestros soldados, que fue arrastrado y llevado hacia el campamento naval del comandante espartano. El soldado era uno de los hombres de Agasias; éste lo reconoció y reconoció también a aquel que se lo estaba llevando. Se puso furioso como un toro:

—¿Tú, maldito bastardo traidor? ¿De dónde sales, hijo de perra? ¿Cómo te atreves a dejarte ver por aquí? ¡Quita inmediatamente las manos de encima a ese muchacho!

Agasias había reconocido a Deuxippo, el hombre que había huido con una de las dos naves que los habitantes de Trapezunte nos habían prestado. En un abrir y cerrar de ojos, Agasias se le echó encima y poco faltó para que lo traspasase de parte a parte con la espada. Deuxippo evitó el enfrentamiento y echó a correr hacia las naves, pero Agasias consiguió bloquearle saltándole encima y aplastándolo contra el suelo; luego lo molió a puñetazos y patadas. Lo habría hecho papilla de no haber bajado de las naves los espartanos con su comandante, que lo detuvo:

—¡Basta ya! —gritó—. ¡Deja a este hombre!

Para entonces los hombres de Agasias se habían adelantado con las espadas desenvainadas para echarle una mano a su comandante; los espartanos habían sacado las suyas y durante unos instantes la tensión cortó el aire: podía pasar cualquier cosa.

Jeno estaba cerca de mí en aquel momento y lo miré a los ojos sin decir una palabra, pero su expresión reflejaba que lo había comprendido todo; cambiaban las tornas: los espartanos en Bizancio habían sido avisados de nuestra presencia por el tal Deuxippo, ladrón y traidor, quizá desde siempre un espía, y estaban ya en el lugar cuando el comandante Sofo llegó con sus hombres; poco después Sofo, que había afrontado pruebas insoportables para cualquier común mortal, él, el único de todo el ejército que conocía los más mínimos detalles de la enorme intriga en la que todo un ejército debía vencer o desaparecer de la faz de la Tierra, estaba muerto.

Intervinieron otros oficiales y el mismo Jeno. Se solucionó la disputa. Se comenzó a negociar con los espartanos a partir del día siguiente. Al final se decidió que el ejército reemprendería su camino en dirección a los estrechos.

Aquella noche lloré. El sueño de Jeno había terminado para siempre y el ejército partía para su última marcha. Hacia el fin.