Parecía que el entusiasmo y la alegría no fueran a acabarse nunca. La vista del mar no era sólo el final de una pesadilla, sino también la visión del hogar. Significaba poder moverse por lugares conocidos, llenos de asentamientos, ciudades y aldeas que habían sido fundados por la madre patria en el continente.
De golpe alguien gritó algo que no entendí y enseguida algunos se pusieron a amontonar piedras. A éstos se añadieron otros hasta que todo el ejército y también no pocas muchachas se unieron a los primeros trayendo piedras y guijarros, cada uno según su fuerza y posibilidades. Fueron a recogerlas en una hondonada del terreno a doscientos o trescientos pasos de distancia y levantaron grandes túmulos justo en el punto en que los primeros habían visto el mar. Tenían que convertirse en el recuerdo de su hazaña. Tenían que ser los trofeos que transmitirían durante siglos y quizá milenios la memoria de su victoria sobre los enemigos, sobre el hambre, la sed, el frío, las heridas, las enfermedades y las traiciones. Tenían que celebrar por siempre una hazaña imposible.
Era tal la excitación que los montones de piedras crecían casi a ojos vista y alcanzaron en poco rato unas dimensiones impresionantes. El guía, situado un poco más allá, no dijo nada. Los observaba perplejo, como si no se diera cuenta de lo que estaban haciendo, sin comprender, yo creo, el significado de aquel modo de actuar. No se movió, y miró sin pestañear cómo empresa tan espontánea como imponente tomaba forma y crecía de hora en hora ante sus ojos.
Al oscurecer, se terminó el esfuerzo; los túmulos, de más de veinte pasos de ancho y de unos diez codos de alto, se alzaban precisamente en el borde de la explanada que se asomaba a la escarpada pendiente que descendía hacia el mar. Entretanto las nubes se habían aborregado y la vista de la interminable extensión azul se había oscurecido. Terminada la construcción, los nuestros arrojaron encima las armas arrebatadas a los enemigos y sólo entonces el guía reaccionó, hizo pedazos algunas de ellas y pidió a los nuestros que hicieran otro tanto, tal debía de ser su odio por los que las habían llevado.
Era hora de recompensarlo por habernos guiado hasta aquel lugar. Se tomó un caballo del patrimonio común, un bellísimo traje persa y diez daricos de oro, una suma considerable, signo de una infinita gratitud. Pero al guía le gustaban los anillos y, señalándolos en los dedos de los soldados, los pedía. Muchos se los quitaron y se los regalaron gustosamente. También Melisa: la vi quitarse uno de los suyos del dedo meñique y depositarlo en la mano del guía, que lo metió junto con los otros en la alforja. Luego, sin decir palabra, cogió el caballo de las bridas y desapareció entre las sombras del atardecer.
Entonces descendieron sobre el ejército la calma y el silencio, y también una infinita melancolía. En medio de la euforia, al entusiasmo incontenible y casi loco, a los gritos, a la furia de la salvación finalmente conseguida, al epílogo de una empresa que había costado sacrificios y esfuerzos inhumanos, a una batalla hecha de mil batallas, a una guerra contra todo y contra todos, seguía el momento de la reflexión y de la memoria. Desfilaban ante sus ojos escenas que marcarían su vida e imágenes que retornaban con fuerza poderosa: compañeros caídos en combate, muertos lentamente entre atroces sufrimientos, mutilados, heridos, jóvenes cuyas almas vagarían para siempre en un mundo ciego y oscuro.
Aquellos túmulos estaban dedicados a ellos, a su heroísmo, a su valor y a su coraje. Y eran un monumento único en el mundo, muy distinto a cualquier obra hecha de oro, de bronce y de mármoles preciosos que se le encarga a un gran artista con una magnífica compensación. Se había construido entre todos, cada uno había traído una piedra o dos o cien, sin plano alguno de arquitecto, sin más inspiración que los sentimientos del corazón.
A la puesta del sol vi a uno de aquellos jóvenes llorar apartado mientras otro grupo, al lado del túmulo más grande, entonaba un canto que ascendía, triste y majestuoso, hacia el cielo en el que ya refulgía la primera estrella.
A la mañana siguiente se reanudó la marcha, esta vez en descenso. Los Diez Mil dejaban un mundo de alturas recorrido de un extremo a otro, marcado por cimas solitarias, delimitado por inmensas cadenas montañosas, surcado por ríos tumultuosos, rugientes entre rápidos y cascadas espumeantes, para descender al mar del que habían partido.
Atravesamos un bosque de arbustos algo más altos que un hombre, llenos, hasta donde alcanzaba la vista, de flores purpúreas, sobre prados verdísimos llenos de otras flores maravillosas que no había visto nunca.
Aquí y allá corrían decenas de pequeños torrentes que llevaban las aguas de los ventisqueros y de las nieves que se derretían más arriba por los primeros calores de la primavera. Saltaban de una roca a otra expandiendo una niebla iluminada con los colores del arco iris atravesado por los rayos del sol. Y el sonido de cada salto, de cada cascadita, el gorgoteo del agua que cambiaba de tono y de intensidad en cada una de las piedras sobre las que corría, se convertía en una voz única, indefinible y mágica, con la que se mezclaban el canto de los pájaros y el susurro de las hojas en el viento.
Así pensaba yo que era el paraíso terrenal de la edad de oro: reflejos dorados del sol que se filtraban entre las ramas. El centellear de las gotas de rocío, los aromas traídos por el viento tibio que subía del mar impregnado de otros olores…
Ciertamente, los sufrimientos parecían quedar atrás, las fatigas y el hambre eran nada más que un recuerdo, pero muy pronto íbamos a darnos cuenta de que no todo iba a resultar fácil. Una tribu del lugar nos impidió el paso en un río y sólo después de que uno de los nuestros hubo parlamentado con ellos nos dejaron pasar sin causarnos daño alguno.
Cuando Jeno quiso saber cómo era que hablaba la lengua de un pueblo tan lejano y desconocido, el joven asaltante respondió:
—No lo sé… De repente me he dado cuenta de que les entendía cuando hablaban.
Fue una especie de prodigio difícil de explicar. El joven contó que de pequeño había sido vendido como esclavo en Atenas y, por tanto, era posible que fuera hijo de aquella gente. Su lengua materna había quedado enterrada por el olvido en el fondo de su mente durante años y años hasta que su memoria se había despertado al contactar de nuevo con los olvidados orígenes.
Más adelante fue necesario conquistar también una cresta montañosa en la que permanecían alineados unos soldados: los colcos, ¡el pueblo del velo de oro!
Estaba explorando un universo maravilloso en el que se fundían y mezclaban continuamente la verdad y el mito, en el que las visiones reales se transfiguraban en paisajes fantásticos.
Fue Jeno quien ordenó el ataque y azuzó a los guerreros para conquistar el último desfiladero: fue adelante y atrás a caballo, de columna a columna, incitando, escarneciendo, vociferando imprecaciones de su jerga militar hasta que lo oí gritar:
—¡Ahora adelante, tenemos que comérnoslos vivos!
Los hombres respondieron con un estruendo y se lanzaron al ataque cuesta arriba, con un ardor y una potencia arrolladores. Los colcos fueron borrados del mapa al primer asalto, y el ejército acampó en algunas aldeas que aparecieron a la vista antes del atardecer. Entonces sucedió un hecho muy extraño. Cientos de hombres mostraron síntomas de envenenamiento: vómito, fiebre, náusea, un estado de postración mortal. Se dijo que habían tomado una miel que los habría intoxicado, pero yo no había oído nunca decir que las abejas puedan producir miel venenosa. ¿Cómo podrían ellas mismas sobrevivir al veneno? Me vinieron a la mente otras ideas, y también a Jeno, creo yo, porque el ejército tenía siempre sus enemigos y no faltaban motivos por los que debía ser aniquilado.
Por fortuna, quien había caído enfermo consiguió recuperarse al poco tiempo, lo cual atenuó en parte también mis sospechas.
Reanudamos la marcha y finalmente apareció ante nosotros un amplio trecho de costa y, luego, al segundo día, la ciudad de Trapezunte. Una ciudad griega.
Había pasado más de un año desde que los nuestros hablaran por última vez su lengua con una comunidad capaz de entenderlos, y la alegría fue inmensa. Acampamos fuera de la ciudad y mientras los comandantes establecían contacto con las autoridades y trataban de obtener las ayudas necesarias para continuar el viaje, algunos organizaron juegos y competiciones para dar gracias a los dioses.
Al final de los festejos llegó el momento de las decisiones. La asamblea del ejército, convocada en rangos completos, no dejó mucha elección a los oficiales: nadie quería seguir ya la marcha, afrontar otros combates, sufrir nuevas bajas. Consideraban concluida su empresa y querían embarcarse para volver a casa. Uno de los soldados pronunció incluso un discurso que parecía inspirado en los monólogos de los actores cómicos de los teatros: la parodia del soldado-héroe. Como queriendo decir: ¡ya tenemos bastante!
Sofo trató de conseguir naves de guerra y de transporte de las autoridades de la ciudad, pero el resultado defraudó las expectativas: sólo nos ofrecieron un par de naves y una decena de embarcaciones menores. Por si fuera poco, uno de los nuestros, al que habían sido confiadas las dos naves porque tenía alguna experiencia en navegación, levó anclas durante la noche y zarpó con uno de los dos navíos. Se llamaba Deuxippo y a partir de aquel día sería recordado como un traidor.
Las embarcaciones que habían quedado no iban a ser suficientes para transportar al ejército, que se vio, por tanto, obligado a reanudar las incursiones en el interior para hacer correrías y saquear las aldeas de las poblaciones indígenas, que se defendían con uñas y dientes. Yo no asistí a estos ataques, porque me quedaba en el campamento de la costa con el resto de mujeres, con los heridos y los convalecientes, pero me enteré de lo suficiente por lo que se oía contar: imágenes crueles de estragos e incendios, mujeres y niños que se arrojaban de sus casas en llamas y se despanzurraban contra el suelo, combatientes de ambos bandos transformados en antorchas humanas, feroces cuerpos a cuerpo, matanzas.
Pero ¿acaso tenían otra elección? De haber podido, habrían preferido comprar en los mercados lo que necesitaban, pero no tenían dinero suficiente, ni cosas de valor que ofrecer a cambio. También yo, desde hacía tiempo, estaba acostumbrada a pensar como ellos, a considerar que la de la supervivencia es una ley a la que uno no puede sustraerse. Los horrores de la guerra eran una triste consecuencia de aquella ley. Una vez en la batalla, el dolor, la sangre, el desgarro de los cuerpos y de las mentes hacían el resto, aboliendo todo límite fijado por la civilización, prescindiendo de todo freno. Fui afortunada de no verlo.
Al cabo de más de un mes de permanecer en el mismo lugar el ejército había acabado con todo: no había ya posibilidades de saqueo en un radio de una o dos jornadas de camino. Y había que moverse también porque los habitantes de Trapezunte no podían más y habrían hecho cualquier cosa con tal de vernos partir. Se decidió en aquel momento que los no combatientes subieran a bordo de las naves y las embarcaciones disponibles: de ese modo también disminuiría notablemente la necesidad de comida. Se confió el mando de la flotilla a Neto, el oficial que más veces había tenido roces con Jeno. Parece que también él estaba escribiendo una historia de la expedición; me hubiera gustado saber qué contaba.
Los heridos y los enfermos, los menos jóvenes y todas las mujeres partieron por mar. Sí, se iban las muchachas, las muchachas que habían incitado a los guerreros en el vado del río turbulento, como campeones en el estadio, para que llegaran antes que los armenios, las muchachas que les habían tenido entre sus brazos a su vuelta de las batallas, que habían curado sus heridas, que los habían consolado del esfuerzo de vivir, de combatir, de afrontar la muerte cada día y cada noche, las muchachas que los habían besado y amado sabiendo que el día siguiente podía ser el último, las muchachas que los habían acompañado hasta el umbral de la nada, que los habían llorado en la pira fúnebre, como si fueran sus esposas, hermanas, madres.
Partían.
Me quedé con Jeno. Y Melisa se quedó con Cleanor y así también otras veinte o treinta que eran ya las compañeras estables de algunos de los oficiales. Y la marcha se reanudó a lo largo de la costa sin perder nunca de vista el mar. Durante un tiempo vimos las naves y las barcas que navegaban juntas, y en algún momento me pareció descubrir a nuestras compañeras que nos saludaban agitando paños colorados y pañuelos. Tenía un nudo en la garganta y no conseguía contener las lágrimas. Pensaba en Lystra, en el frío intenso en el que había tratado de parir a un hijo, en la desesperación y en la soledad en la que me había encontrado con ella. En la muerte que había exigido su tributo: una pobre esclava y un niño que nunca nacería. Y, bajo el sol que me cegaba desde el mar con mil destellos, volví a pensar en la misteriosa divinidad de la tormenta que me había levantado y llevado volando por los aires hasta la linde del campamento para que me encontrasen. Acaso su apariencia era de nieve y se había disuelto con la vuelta de la primavera, quizá su alma brillaba ahora en los infinitos reflejos de los torrentes que descendían, cantarinos, curso abajo para ir a verter sus aguas al mar.
Llegamos a la primera ciudad importante después de algunos días de marcha y aquí, no sé por qué motivo, llegó el momento amargo y largamente pospuesto de contar los sobrevivientes. Oficialmente, para saber a cuántas bocas había que alimentar. Se formó al ejército en perfecto orden y los oficiales comandantes de cada unidad iban diciendo los nombres en voz alta. A cada nombre pronunciado, el que había sobrevivido gritaba: «¡Presente!», pero la respuesta era a menudo un prolongado silencio. El oficial, pese a saber que llamaba a un muerto, repetía el nombre porque así lo exigía la tradición militar, y sólo después de otro prolongado silencio se pasaba a un nuevo nombre. A medida que avanzaban las menciones, la expresión de los presentes se ensombrecía cada vez más: cada silencio era un compañero, un amigo, un hermano que había perdido la vida, imágenes de sangre y de angustia.
En ese momento recordé que aquellos a los que había llamado siempre los Diez Mil habían sido en realidad más, cerca de trece mil. Pero solamente ocho mil seiscientos respondieron a la mención de su nombre. Más de cuatro mil habían muerto a causa del frío, el hambre o las heridas.
También se procedió al reparto del botín que había sido saqueado en todos los asaltos llevados a cabo durante la expedición. Salvo la décima parte que había que ofrecer a los dioses, el resto se dividió, de acuerdo con el rango, entre los comandantes de las grandes unidades, los comandantes de batallón y la tropa.
Una cosa me impresionó: Sofo rehusó lo que le correspondía y lo dejó a su ayuda de campo, Neón, de la ciudad de Asine. Observé la expresión de Jeno cuando el comandante supremo renunció a su parte: una expresión primero de asombro, luego de consciente tristeza. Le había dicho que no regresaría nunca a Esparta y se comportaba en consecuencia.
Tras dejar la ciudad, llegamos a los confines del territorio de un país salvaje, dividido en dos facciones. Nos aliamos con la que estaba de acuerdo en dejarnos pasar y atacamos a la contraria. Se definían en su lengua como «habitantes de las torres», porque sus jefes vivían en torres de madera que dominaban los centros habitados.
Fue otra batalla sangrienta que costó no pocas bajas, pero los nuestros vencieron también esta vez. Cuando formaban obedientes a sus comandantes, cuando creaban una muralla con los escudos y gritaban todos juntos su temible grito de guerra, nadie podía resistírseles, nadie resistía a la visión de sus filas avanzando compactas al sonido de las flautas y de los tambores. Tras la victoria, nuestros aliados nos mostraron las aldeas y las casas, y los jefes, a sus hijos, criaturas impresionantes, debo decir. Los engordaban con unas nueces que crecían en su territorio, incomibles crudas, pero exquisitas asadas o hervidas, revestidas de una cáscara de color cuero.
Por eso estos muchachos eran más anchos que altos; revestidos de una espesa capa de grasa, su piel era blanquísima y estaba completamente cubierta de tatuajes de vivos colores. Pensé que era algo semejante a las ofrendas a los dioses, talismanes para propiciar las fuerzas de la naturaleza. No habrían servido para nada más, dada su condición. Los hombres en cambio eran muy activos y en cierto sentido entrometidos. Trataron varias veces, como animales, de montar delante de todos a las muchachas que se habían quedado con nosotros. Melisa era una de las más codiciadas y habría estallado una reyerta sangrienta si los intérpretes y los guías locales no hubieran hecho uso de sus buenos oficios y dado a unos y otros las oportunas explicaciones.
Jeno observó que aquéllos eran los bárbaros más bárbaros con los que se había encontrado nunca: en efecto, hacían en público lo que los griegos hacen en privado, como ayuntarse con una mujer o hacer sus necesidades corporales, y en privado lo que los griegos hacen en público, como hablar o bailar.
Yo misma vi a más de uno bailar o hablar solo, lo que me dejó fascinada. Era un pueblo de algún modo en estado salvaje. Luego pensé que la ferocidad era connatural al ser humano, en particular a los varones, aunque tampoco las mujeres eran ciertamente inmunes a ella. Lo que me había contado Menón de Tesalia de las torturas infligidas por la Reina Madre a quienes se jactaron de haber dado muerte a su hijo me había llenado de horror.
Ahora teníamos víveres y un nuevo botín y bestias de carga. La situación del ejército había cambiado mucho. Me di cuenta de que Sofo, el comandante Quirísofo, así lo llamaba Jeno, parecía haberse esfumado. Había elegido encargos marginales, como buscar embarcaciones. Ya no aparecía en las reuniones públicas, no se dejaba ver a la cabeza de las tropas. Parecía que quisiera ocultarse, como si no tuviese ya un papel que desempeñar. Quién sabe, quizá quería irse de improviso tal como había aparecido, y quizás una mañana no lo veríamos más.
Yo hubiera querido preguntarle a Jeno qué pensaba de ello o qué sabía, pero desde que había sido sorprendida hurgando entre sus cosas todo lo referente a Sofo se había convertido en un tema vedado. Cosa paradójica, desde cierto punto de vista, teniendo en cuenta que mi gesto había hecho precipitar la situación e inducido a Sofo a tomar unas decisiones de las que estaba ya convencido interiormente. Pero podía entenderlo. Había interferido en una situación tan delicada, secreta y peligrosa —de lo cual era muy consciente—, que mi acción debía permanecer desconocida a todos. Cualquier palabra que hubiera proferido sobre el asunto habría constituido un grave riesgo.
Llegamos así a otra ciudad a orillas del mar, habitada por griegos. Se llamaba Cotiora, si no recuerdo mal, y como las demás visitadas hasta ese momento estaba sometida a otra ciudad que se encontraba más a occidente, llamada Sínope, que a su vez debía de haber sido fundada también por otra, quizás una de las que surgieron en Grecia.
Aquí Jeno no consiguió ya mantener más tiempo en secreto la intención que venía rumiando desde hacía ya tiempo de convertirse en el fundador de una colonia. Por lo que yo sabía, no regresaría a su ciudad porque había luchado en el bando perdedor y, aunque se le readmitiese y se le garantizase la incolumidad, no desempeñaría ninguna función de gobierno ni de mando en el ejército, ni se le tendría ninguna consideración y respeto. Conociéndolo bien, sé que habría preferido la muerte a una eventualidad semejante. Fundar una colonia significaba convertirse en el padre de una nueva patria, entrar en la leyenda para sus descendientes, ser recordado con estatuas e inscripciones en las plazas no sólo en la nueva ciudad, sino quizá también en su tierra natal. Sería una redención absoluta. Por lo que se me alcanzaba, la patria estaba dispuesta a olvidar los aspectos desagradables de uno de sus hijos si éste, estableciéndose lejos, en ultramar, no representaba ya un problema, es más, creaba una nueva comunidad que mantuviese con la ciudad madre unas relaciones especiales y conservara vivo y honrado su recuerdo.
También para los soldados un plan semejante sería ventajoso. Muchos de ellos eran hombres sin raíces que iban a la ventura vendiendo su espada al mejor postor. Quien tenía familia podía traérsela, quien no la tenía, crear una casándose con una muchacha nativa. Gozarían de privilegios, serían los fundadores de las familias más eminentes, de una nueva aristocracia, y se les recordaría en las canciones populares y en la historia de la nueva ciudad.
Aquel proyecto, lo admito, me fascinaba también a mí, aunque no me atreviera a confesármelo ni siquiera a mí misma.
Si Jeno se convertía en el héroe de una nueva patria, yo podría convertirme en su esposa. Yo, la pequeña bárbara de un pueblo olvidado y sin historia, me convertiría en la madre de sus descendientes, y también mi nombre sería recordado junto con el suyo. Tras mi larga peripecia vital llena de aventuras aquello constituiría un colofón maravilloso, como en las historias que contaban los viejos de Beth Qada, como en el sueño que había acariciado la primera vez que me lo había encontrado en el pozo.
¿Acaso no era por eso por lo que el comandante Sofo se había alejado? No era un hombre como los demás. Acaso quería que su amigo lo recordase para siempre como el que le había abierto el camino para un destino de gloria y luego había regresado a la sombra para dejarle como único protagonista. Sí, no encontraba otras explicaciones, o no quería.
En nuestra tienda se multiplicaban las reuniones de oficiales para sopesar distintas posibilidades. Se contaban los hombres que podrían seguirlos y luego la eventual consistencia de la nueva fundación. Se volvía a hablar del Fasis y del Cólquide, donde reinaba un descendiente del rey que había tenido en su poder el velo de oro, una tierra mágica y riquísima donde la ciudad podría volverse próspera por el tráfico y el comercio y desde donde podían establecerse relaciones, alianzas y tratados con otras ciudades y estados.
Soñaban.
Pero quizás esta vez los sueños podían hacerse realidad. Y Jeno continuaba ofreciendo sacrificios a los dioses con la ayuda de un adivino que nos había seguido, junto a otros, durante toda la expedición. Quería saber si debía ponerlo en conocimiento del ejército o guardárselo por el momento para sí. Corría el rumor de que muchos eran favorables a la fundación de una colonia, pero había quien quería quedarse donde estábamos; otros también seguían las propuestas de Timas de Dardania, que quería llevárselos para que se asentaran en su tierra o en las vecinas.
Cuando finalmente Jeno dio el paso era ya demasiado tarde y el plan, del todo comprometido. Nadie quería volver al Cólquide y, en cualquier caso, los pareceres en aquel momento eran tan discordes que ninguno de los diferentes proyectos habría encontrado el suficiente consenso. Lo único en lo que estaban de acuerdo era en aceptar la propuesta del gobierno de Sínope de trasladarnos por vía marítima hasta el límite de su zona de influencia. Lo cual nos evitaría una larguísima marcha a través del territorio de otra población aguerrida y peligrosa. Jeno respondió que le parecía bien, pero que sólo aceptaría si todo el ejército era transportado junto de una sola vez. Ni hablar de dividirnos.
Jeno se había ganado ya prestigio y gran estima entre los soldados, los cuales, en un determinado momento, reunidos en asamblea, decidieron ofrecerle el mando supremo.
Jeno lo rehusó: se daba cuenta de que la elección del ejército se debía a un humor pasajero. Antes o después surgirían los viejos rencores, secuelas de la gran guerra y él, ateniense como era, no podría mantener por mucho tiempo el mando de un ejército casi por entero proveniente de los territorios y de las ciudades de la coalición enemiga y vencedora. Dijo que el único digno de desempeñar esa responsabilidad era Sofo.
Sofo se había ido eclipsando paulatinamente, quizá para dejar sobresalir a Jeno, pero luego, a raíz del rechazo de este último, había tenido que aceptar una investidura oficial que lo devolvía, mediante un acto formal de la asamblea, al puesto que había ocupado con anterioridad.
Me preguntaba si habían hablado, si se habían puesto de acuerdo entre ellos, pero Jeno no me dijo nunca nada. Fue Sofo quien manejó las cosas de acuerdo con un plan preciso que, sin embargo, no se llevó a cabo. A la luz de lo sucedido podría decir que su plan consistía en garantizar la supervivencia del ejército dejándole el mando a Jeno. No porque no hubieran oficiales valerosos y de fuerte personalidad capaces de mantener unido al ejército, sino porque Jeno era el único que conocía la gravedad del peligro que amenazaba al ejército y el único en condiciones de establecer medidas adecuadas para hacerle frente.
El viaje, pues, prosiguió por mar hacia occidente, hasta otra ciudad de griegos dedicada a su más grande héroe, Heracles. La ciudad se llamaba, en efecto, Heraclea, y las autoridades nos acogieron amistosamente. Nos proporcionaron harina, vino, ganado, que sin embargo no serían suficientes a largo plazo: hacía falta algo más. Alguien propuso pedir una cantidad ingente de dinero, convencido de que las autoridades no se atreverían a negárnoslo en vista de la potencia del ejército, pero Sofo se opuso rotundamente. «No podemos extorsionar a una ciudad de griegos que ya nos han ofrecido espontáneamente lo que podían. Tenemos que encontrar otra solución.» Pero no fue escuchado. Un grupo de oficiales, entre los que se encontraba Agasias, uno de los héroes del ejército que se había distinguido en tantas acciones temerarias, fue igualmente a la ciudad a presentar la injusta y mezquina petición de una suma enorme de oro. Por toda respuesta los vecinos guardaron todas las cosechas, atrancaron las puertas y pusieron centinelas armados en todo el recinto amurallado.
Entonces estalló el descontento entre los nuestros. Ahora que los peligros afrontados habían quedado atrás crecían las rivalidades, los celos, las fuerzas negativas y disgregadoras. Nadie se daba cuenta de que la amenaza más terrible estaba viva. Achacada la culpa de las dificultades a la incapacidad de los comandantes, los grupos étnicos más numerosos, los arcadios y los aqueos, que contaban con más de cuatro mil hombres, decidieron ir por su cuenta. También Cleanor era arcadio y se fue, llevándose consigo a Melisa. Nos abrazamos llorando porque pensábamos que no nos veríamos más.
El ejército estaba dividido en dos.
Tanto Jeno como Sofo se quedaron consternados. La unidad del ejército había sido hasta aquel momento el valor supremo que debía ser conservado a toda costa.
Jeno pensó en sumarse, con los hombres que le seguían siendo fieles, al contingente más numeroso para impedir la dispersión del ejército, y se esperaba que Sofo hiciera otro tanto, pero no fue así.
Se enteró, no sé cómo, de que a su ayuda de campo, ese Neón al que había dejado su parte del botín, le habían hecho una propuesta. Se sabía que el comandante espartano de la ciudad griega más importante de Oriente, Bizancio, responsable de las relaciones con el Imperio del Gran Rey, estaba ya al corriente de nuestra presencia y les había abierto una perspectiva: si Sofo, junto con sus hombres, alcanzaba el puerto siguiente enviaría naves para recogerlos.
Sofo cayó en el más profundo abatimiento, no tanto por la certeza de no tener ya escapatoria, sino por el hombre mismo que le hacía aquella propuesta: su ayuda de campo, en el que había depositado siempre su total confianza, el hombre al que había dejado en herencia todos sus haberes, era el que lo empujaba a ponerse en unas manos que lo esperaban para eliminarlo.
Sí, querían quitarse de en medio al comandante Sofo, el único oficial regular espartano, el héroe que había mandado el ejército a través de mil peligros, el único que conocía todos los secretos de la implicación de su patria en el intento de destronar y asesinar al Gran Rey, su más poderoso aliado, el hombre que hubiera tenido que morir o desaparecer con el ejército y que, en cambio, había decidido desobedecer a la vista del desesperado coraje de sus hombres y los había ayudado a regresar aun a sabiendas de que al hacerlo firmaba su condena de muerte.
Quizá pensó que ya todo era inútil, que aquel Deuxippo huido de Trapezunte con una de las naves no lo había hecho por casualidad, sino para ir a informar a los espartanos de que el ejército condenado a desaparecer estaba en cambio volviendo, que ya no había para él otra elección que ir al encuentro del destino, y consintió.
Nadie asistió al coloquio de Neón con Sofo. Sólo me lo imaginé, imaginé la expresión de su mirada cuando Neón le pedía partir, imaginé que ni siquiera entonces debió de renunciar a una de sus ocurrencias, amarga y burlona, y lloré. No había olvidado nunca que él había estado conmigo cuando Menón me salvó la vida el día en que Ciro se había enfrentado con el ejército del Gran Rey en las puertas de Babilonia, en las orillas del Éufrates.
Jeno se lo encontró al atardecer antes de que partiese, en una taberna del puerto.
—Así que te vas.
—Eso parece.
—¿Por qué? Juntos tú y yo podríamos hacer aún grandes cosas.
Sofo rió sarcástico.
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Uno de tus adivinos? ¿Es el oráculo de las entrañas de alguna oveja?
—No, comandante, yo estoy convencido de que si lo quisiéramos podríamos…
—¿… fundar una colonia? Tu sueño se resiste a morir, ¿verdad, escritor? Pero ¿crees en serio que los sueños se hacen realidad? ¿De veras estás convencido de que en un mundo dividido solamente entre dos potencias dominantes es posible fundar una ciudad independiente, quizás en un lugar importante, estratégico, donde podría volverse grande y próspera? Me temo que te haces ilusiones. El tiempo en que un puñado de hombres guiados por el vaticinio de un dios leva anclas en busca de una nueva patria en lugares salvajes y remotos donde crecer libres y prósperos no es más que un recuerdo. El tiempo de los héroes se ha acabado para siempre.
Jeno se quedó en silencio con el corazón oprimido. Sofo se ciñó la espada que había dejado sobre la mesa y se echó el manto sobre un hombro.
—Adiós, escritor.
—Adiós, comandante —respondió Jeno, y se quedó escuchando el ruido de su calzado claveteado, que se perdía en la noche.