XXVII

Nos pusimos de nuevo en camino al día siguiente y nuestros oficiales encargados de estudiar el nuevo itinerario pensaron en ir hacia septentrión durante una decena de etapas y luego nuevamente hacia occidente. De ése modo, según ellos, llegaríamos no demasiado lejos del mar. Esperaban también utilizar algunos guías que nos ayudaran a dar con el camino, contando con el hecho de que encontraríamos poblaciones que no nos conocían y que tal vez nos acogieran de manera menos hostil.

Reanudamos así la marcha. Los incursores ligeros en cabeza, luego los infantes de pesada armadura y a continuación las acémilas con la carga y las mujeres que habían quedado. Por último la retaguardia a caballo, al mando, como siempre, de Jeno.

Supe por él que Melisa se había salvado y me sentí muy contenta, pero no conseguí dar con ella durante varios días. Me evitaba por miedo a que le guardase rencor y cuando me di cuenta le hice saber por medio de una de las muchachas que la esperaría en la parada del atardecer en el centro del campamento.

La vi llegar cabizbaja y tocada con un velo, los pies fajados en un calzado de piel de oveja asegurado con unas correas de cuero. ¿Qué fin habían tenido sus preciosas y elegantísimas sandalias? ¿Dónde había dejado sus afeites de belleza, la sombra de ojos, el ungüento para las cejas y el bálsamo para los cabellos? Cuando alzó los ojos vi la punta de su nariz y sus mejillas enrojecidas por el frío, sus cabellos alborotados, sus labios agrietados, sus manos hinchadas por el intenso helor. Y pese a ello su belleza conseguía manifestarse igualmente: en la luminosidad de la mirada, en el frunce sensual de la boca, y hasta en el timbre y en la inflexión de la voz.

—No me perdonarás nunca… —comenzó.

—No digas tonterías. No esperaba ningún heroísmo por tu parte. Has hecho lo que has podido. Al final lo que queríamos se ha hecho realidad: volvemos atrás, Melisa, y antes o después llegaremos al mar, veremos de nuevo la primavera, sentiremos en el rostro y en los brazos el viento tibio, el perfume de las flores. Sólo necesitamos tener fuerza y valor. Es mucho lo que hemos hecho hasta ahora, lo peor ha quedado atrás…, al menos eso espero.

Melisa me echó los brazos al cuello y me tuvo abrazada largo rato, mientras lloraba. Luego se secó los ojos y se fue.

No habría sabido decir si mis palabras se revelarían ciertas, si de verdad lo peor había ya pasado, porque las marchas que tuvimos que afrontar a continuación fueron pruebas de extrema dureza, esfuerzos sobrehumanos. Avanzábamos con la nieve hasta la cintura y enseguida nuestros calzados improvisados se empapaban y los pies se mojaban, transmitiendo el frío a todo el cuerpo. De vez en cuando era necesario detenerse, secarse y, cuando era posible, cambiar el calzado por otro más seco.

A menudo las bestias de carga se hundían hasta el punto de no conseguir dar un paso más; se apoyaban en el vientre y ya no se movían. Había que liberarlas de la carga, quitar la nieve de su alrededor, abrir un pasadizo y empujarlas a retomar el camino después de haberlas cargado de nuevo con sus fardos.

A veces el sol se dejaba ver entre los nubarrones, otras esplendía cegador en medio del cielo color de lapislázuli y entonces el resplandor de la blanca e interminable extensión era tal, que teníamos que cubrirnos los ojos con vendas de gasa oscura para no perder la vista. Luego, hacia el atardecer, volvía a neviscar, agujas finas de hielo que perforaban el rostro empujadas por un viento inclemente que no daba tregua durante horas. Muchas de las muchachas se enfermaron con fiebres muy altas y una tos pertinaz hasta morir, y no pocos de los hombres corrieron la misma suerte.

Ningún cuerpo fue abandonado a los animales salvajes. Jeno no lo permitió por su profundo sentimiento religioso y por respeto a sus compañeros. Cada uno recibió sepultura y exequias: un rito sencillo y esencial. Las mujeres recibieron las lágrimas, el llanto y el último beso de sus compañeras, los guerreros, los vítores de los guerreros, con las lanzas levantadas contra los negros nubarrones, su nombre vociferado diez veces, lanzado contra las cimas impasibles e inmaculadas, repercutido por el eco y disperso en la inmensa soledad de aquella tierra hostil y baldía.

Cuando encontrábamos aldeas tomábamos comida y forraje para los animales, y nos protegíamos de la intemperie. Recuerdo una vez que llevábamos con nosotros, tendido en unas angarillas, a uno de nuestros jóvenes heridos gravemente por un oso durante una cacería. Tenía el hombro derecho lacerado por las grandes uñas de la fiera; la herida supuraba y la fiebre le hacía delirar. Sin duda habría muerto si no hubiéramos encontrado una yacija en la que acomodarle.

Se llamaba Demetrio, era un muchacho apuesto, rubio, de unos ojos de un azul intenso, con cejas y pestañas oscuras, y la hija del jefe de la aldea se puso a asistirle personalmente, cambiándole las vendas y aplicándole remedios de su arte médica. Creo que se había enamorado de él, y cuando llegó para nosotros el momento de partir pidió que lo dejáramos con ellos. Sofo reunió a los demás comandantes de las grandes unidades para tomar la decisión, porque a muchos les parecía una traición abandonar a un griego entre los bárbaros. Al final llegaron a la conclusión de que la única posibilidad de salvarle la vida era confiárselo a los indígenas de la aldea y partimos sin él.

Me he preguntado con frecuencia qué ha sido de ese muchacho, si sobrevivió y si correspondió al amor de la hija del jefe. Ésta era graciosa, tenía un bonito cuerpo, un pecho lleno y firme, unos profundos ojos negros y la mirada de las mujeres a las que gusta hacer el amor. Confié en que la historia pudiera tener un final feliz, que el joven guerrero se salvase, tomase por esposa a la muchacha que lo cuidaba y que sus hijos creciesen fuertes y valerosos en aquella tierra de hielo y de luz cegadora, pero sabía perfectamente, por haberlo experimentado, que el destino de los hombres pende de un hilo y que en cualquier momento el capricho del hado puede elevarnos a las cimas de la buena fortuna o precipitarnos en la más negra miseria o incluso en la muerte.

A medida que avanzábamos hacia septentrión la cadena montañosa, que se erguía delante de nosotros mientras seguíamos un río que no era el que esperábamos, descendía cada vez más en el horizonte hasta casi desaparecer, mientras más allá aparecía otra, vasta y agreste, hecha de macizos imponentes, de valles profundos y escabrosos, cubierta de negros bosques de árboles también picudos como las cimas de los montes.

Jeno dijo que era una buena señal y que pronto encontraríamos lugares habitados y guías capaces de conducirnos hacia nuestra meta.

No sabía que yo había escuchado y en gran parte entendido lo que él y Sofo se habían dicho la noche en que fui sorprendida en la tienda del comandante y me libré de la muerte de puro milagro. Me dijo simplemente que había conseguido hacer cambiar de idea al comandante con el argumento de que el río que estábamos siguiendo pronto desaparecería bajo el hielo, como de hecho ocurrió, y que era más prudente retomar el camino hacia occidente.

Le pedí que me recordara qué significaban los cuatro signos que había visto en el mapa del fondo de la caja de Sofo.

—Son la transcripción de un nombre indígena cuyo significado ignoramos —dijo, aun a sabiendas de que la respuesta no me satisfaría, pero sí me acallaría.

Al menos por el momento.

Era consciente de que si las cosas seguían como hasta ahora cabía esperar nuevos problemas, nuevas adversidades y quizá también un final amargo.

La verdad era la que yo había intuido desde hacía ya tiempo sin comprender sus causas.

Ahora sabía que lo que quedaba del ejército tendría que batirse aún contra el Imperio del Gran Rey y contra la potencia de Esparta, que los quería muertos o dispersos por todos los confines del mundo, tan lejos que no pudieran volver jamás.

La expectativa era que venciesen o desapareciesen, y en cambio se estaba produciendo una tercera eventualidad: habían vencido y perdido al mismo tiempo y, en contra de todo lo imaginable, estaban volviendo.

Jeno decía que pronto encontraríamos lugares habitados y que según sus cálculos la primavera debía de estar al llegar. No se equivocaba, en efecto, y el primer indicio lo tuve yo misma una mañana gélida y serena cuando me levanté para recoger la nieve y hacerla licuar al fuego para disponer de agua para beber y lavarnos. Me encontré de frente un bosque de árboles con troncos enormes y grandes ramas desnudas y, apenas salió el sol, oí resonar en el aire reclamos desgarradores. Volví hacia el campamento rápidamente, pero pronto comprendí que no había nada que temer. Nadie me perseguía, nadie me amenazaba. No se trataba de voces humanas.

Eran aves.

No las había visto nunca, pero las había oído describir por viajeros que pasaban por nuestras aldeas. Volví atrás paso a paso y las observé atónita: a decenas, en las ramas de los grandes árboles y algunas también en el suelo, inmóviles ante mi llegada, como imágenes pintadas. Los machos tenían el cuello revestido de plumas de un azul imposible, como oro azul, y ese mismo color adornaba sus colas, semejantes a mantos reales, punteadas de grandes ocelos matizados de bronce y oro. Eran admirables criaturas cuya elegancia e increíble belleza contrastaban con su canto, un canto siempre idéntico, falto de gracia y monótono.

Primero pensé que eran nuestros compañeros caídos en la batalla y arrebatados por la tormenta que gritaban su desesperación por una vida truncada tan pronto y querían hacerse oír, rasgando el aire con sus lamentos. Pero luego vi a una de ellas alzar la cola y abrirla en un arco fulgurante de bronce, azul, oro y plata, y casi lloré de la emoción. No, no era aquél un llanto de muerte, sino un reclamo y una danza de amor. ¡Eran sin duda aves sagradas de divinidades de aquella tierra y anunciaban con su gracioso cortejo la proximidad de la primavera!

Me reafirmé en el convencimiento que siempre había tenido: la naturaleza no concede todos sus dones a una sola criatura. A unas les da una cosa, a otras otra. El ruiseñor es pequeño e insignificante, pero su canto emerge en una melodía sobrecogedora, la más armoniosa que haya creado la naturaleza. También pensé que en el paraíso terrenal cada cosa tenía que ser perfecta y que los dioses, al principio, debían de haber dado a las aves que desplegaban delante de mí su deslumbrante belleza un canto semejante al de los ruiseñores para que se manifestase su infinito poder.

Llegamos, al cabo de varios días de marcha, a otro río que corría impetuoso en dirección contraria a la que habíamos tomado antes, y empezamos a seguirlo hacia abajo. Se llamaba, en la lengua local, Harpas, y descendía vertiginoso hacia el valle, adonde también nosotros queríamos dirigirnos. También el tiempo estaba cambiando: ríos y torrentes corrían llenos de aguas cristalinas y, allí donde se abrían en meandros y ensenadas profundas, se veían zigzaguear peces bellísimos que parecían de plata. Y abajo, allí donde se abría una vasta tierra fértil, los campos estaban floridos y los prados eran lucientes extensiones de color esmeralda. A medida que avanzábamos aparecían poblados, y al caer la tarde se podía ver salir el humo de los tejados en lentas volutas y ascender hacia el cielo rosa del ocaso.

Allí abajo era primavera.

Ahora la voz del ejército había vuelto a ser la de otro tiempo, sonora y potente. La había olvidado: hacía mucho que no la oía. Nos habíamos movido durante meses casi en silencio, agobiados por un esfuerzo inmenso que pesaba más aún en el corazón que en los hombros y en las piernas, el esfuerzo de arrastrar una existencia sin esperanzas, de ver caer a los compañeros uno tras otro a causa de un enemigo poderoso, invisible e implacable: el espectro del invierno envuelto en la tormenta y en la neblina, opaco y transparente al mismo tiempo, gélido y cegador. Ninguna voz, porque la suya las dominaba todas y las tragaba en el silencio atónito de las alturas, en las tinieblas de noches sin fin. Luego se había producido la gran batalla en el cráter, la victoria imposible que les había dado a ellos y a sus comandantes la fuerza para emprender el regreso.

Era un espectáculo apasionante, a medida que se descendía hacia el valle y se dejaban las pendientes nevadas para entrar en los pastos verdes y en los campos salpicados de flores, ver a los hombres desembarazarse de las pieles que les daban una apariencia de bestias y volver a adquirir día a día el aspecto de otro tiempo. Volver a ver los brazos y las piernas desnudas y musculosas. Mientras los rostros perdían el híspido semblante de las largas barbas desaliñadas y recuperaban la dignidad que conferían las tijeras y la navaja, instrumentos de una civilización olvidada.

Y las armas, sobre todo las armas, parduscas y oscurecidas por la humedad y la larga incuria, volvían a adquirir el esplendor reluciente del bronce, el centelleo sideral del hierro y de la plata; las cimeras de los yelmos, lavadas en el agua pura de los ríos, oscilaban al viento, rojas, azules, blancas y ocres. Las trompetas, cuando anunciaban el peligro o llamaban a los hombres a las filas, sonaban con nitidez argentina, con voz tajante como una espada.

Llegamos al fondo del valle un atardecer después de la puesta del sol y me volví a mirar por última vez el mundo helado que dejaba a mis espaldas. Durante un instante me pareció ver a un jinete, una forma incierta que se confundía con el reflejo de la nieve en el último resplandor del ocaso: uno de mis muchos recuerdos que se negaba a abandonarme…

Las comunidades diseminadas por el valle eran tranquilas, dedicadas más al comercio que a la guerra, más al intercambio que al enfrentamiento. Algunas de las aldeas comenzaban a adquirir dimensiones de ciudades.

El paso del ejército despertaba más interés que miedo, más curiosidad que hostilidad. Uno de esos centros, en el fondo del valle, era una ciudad propiamente dicha con casas de mampostería o de madera y una plaza de mercado donde se podía comprar de todo: ganado, trigo, cebada, aves de corral y huevos, legumbres y verduras. En aquel lugar me di cuenta de que la caja de Sofo debía de tener un doble fondo, porque le vi gastar cierta cantidad de dáricos de oro, las monedas del Imperio en las que estaba representado Darío el Grande en actitud de disparar una flecha. Y también los comandantes de las grandes unidades tenían dinero persa que gastar. El ejército pudo finalmente abastecerse de lo que necesitaba y la comida fresca mejoró la situación de todo el mundo.

Jeno pasó mucho tiempo en el mercado recabando información en compañía de un intérprete que hablaba persa, y al cabo de unas horas fue invitado a casa del hombre que ejercía el gobierno de la ciudad. Evidentemente las voces corrían y no se perdía de vista a los forasteros. El hombre que había invitado a Jeno hablaba perfectamente persa y el intérprete no tuvo dificultades para hacerse entender.

Los recibió en su morada: una casa espaciosa con un jardín interior con muchos servidores y esclavas vestidas con trajes locales.

—No es muy frecuente ver un ejército como el vuestro en esta ciudad. Por el armamento y el sonido de vuestra lengua diría que sois griegos. ¿Cómo habéis llegado aquí? —preguntó.

—El nuestro es un destacamento al servicio del Gran Rey. Nos perdimos en una tormenta de nieve en la montaña y hemos estado a punto de sucumbir. Ahora debemos encontrar la manera de llegar a nuestras bases en la costa, y espero que puedas ayudarnos.

El noble señor mandó traer carne asada y huevos de paloma hervidos en agua salada para honrar a su invitado y fingió creer la mentira que le había contado sobre la naturaleza de su misión militar.

—Será un placer ayudaros. Antes de que anochezca mandaré a vuestro campamento un guía que os indicará el camino que tenéis que seguir. A cambio os pedirá un pequeño favor.

—Dalo por hecho —respondió Jeno—. ¿De qué se trata?

—Os lo dirá el guía. Prefiero que mis invitados disfruten de mi hospitalidad sin pedir por mi parte una contrapartida.

Jeno tomó nota de los usos locales y tras la comida volvió al campamento a informar. El guía llegó a media tarde. Era un hombre robusto, con cierta dignidad en el porte, vestido y equipado para una marcha por la montaña. Daba por descontado que su petición sería satisfecha. Fue recibido en la tienda que hacía las veces de cuartel general, en presencia de los comandantes de las grandes unidades y de los comandantes de batallón.

—Te estamos agradecidos por proporcionarnos una ayuda tan valiosa —comenzó Sofo—. Ante todo queremos saber a qué distancia estamos del mar.

—En cinco días de marcha estoy en condiciones de llevaros a un lugar desde donde se puede ver el mar. ¿No es esto lo que queréis?

Ni Sofo ni los demás comandantes y tampoco Jeno consiguieron disimular la enorme emoción que aquellas palabras provocaban en ellos. Sofo respondió:

—Sin duda. ¿Y cómo podemos recompensarte?

—Después del segundo día de marcha entraremos en el territorio de una tribu enemiga. Llevan a cabo continuas incursiones en nuestro territorio, saquean y destruyen. Son montañeses salvajes y feroces. Debéis devastar su territorio, quemar sus poblados, tomar todo lo que queráis, incluso a las mujeres.

Sofo paseó la mirada por los rostros de sus comandantes, encontró en ellos la misma determinación, así que se limitó a responder:

—Se puede hacer.

—Entonces partamos —dijo el guía—, el tiempo ahorrado es tiempo ganado.

Partimos, aunque fuese ya pasado mediodía, y nos dirigimos hacia el lado septentrional del valle, donde la pista que habíamos recorrido para acercarnos a la ciudad se desviaba hacia las montañas; nos introdujimos por una garganta larga y angosta, recorrida por un torrente, y la remontamos en columna. Como siempre, los incursores delante con el guía, y detrás la retaguardia de Jeno a caballo.

Las jornadas se habían hecho más largas y nos dimos cuenta de ello al subir la pendiente de la montaña, porque el sol continuó acompañándonos por el flanco derecho del valle hasta el ocaso. Nos paramos en un claro del bosque, una especie de terraza herbosa lo bastante vasta para albergar el campamento.

Jeno y los otros se dirigieron hacia la cima que nos dominaba y en otra terraza aparecieron los poblados. Al oscurecer se veían algunas luces de fuegos de hogares y de lámparas nocturnas.

—¿Por qué no atacamos ahora? —preguntó Agasias—. Así nos olvidamos del tema y luego cenamos tranquilos.

—No —respondió Sofo—. No es propio atacar a oscuras y en la montaña. Mañana por la mañana desayunaremos antes de que salga el sol y luego atacaremos.

El guía se adelantó.

—También los niños y las mujeres —dijo—, menos con las que queráis para vosotros.

—No —replicó Sofo—, esto no es lo pactado. Quitaremos de en medio a todos los que opongan resistencia armada y prenderemos fuego a los poblados. No pidas más.

Aquella noche las estrellas llenaron el cielo a millones; el blanco velo que atravesaba el firmamento de un extremo al otro pareció ondear como si un viento misterioso lo hiciera fluctuar y el aire estuviera lleno del perfume de flores desconocidas.

Después de la cena, Sofo se acercó a la cima vestido sólo con el manto y con la lanza empuñada. Jeno se le acercó.

—No puedo creerlo: cuatro días más y tendremos el mar al alcance de la vista —dijo.

—No te lo creas. Hasta que lo hayamos visto.

—Ya. No han faltado obstáculos.

Se quedaron en silencio, uno cerca del otro, luego Jeno habló de nuevo:

—¿Qué harás cuando hayamos vuelto?

—Nada…, yo no llegaré nunca a Esparta.

Jeno no añadió nada más, porque no cabían comentarios a la sentencia que el comandante Sofo había pronunciado sobre sí mismo. Permanecieron allí sentados en la cima contemplando las aldeas a las que prenderían fuego al día siguiente.

Mientras los hombres plantaban el campamento, yo había descubierto un manantial de agua cristalina bajo una gran roca verde de musgo, y cuando la oscuridad fue completa me acerqué a él, me quité las ropas y me sumergí lentamente en el agua helada. Casi no conseguía recuperar el aliento por el punzante frío, pero finalmente pude lavarme, purificar mi cuerpo y mis cabellos en el agua no contaminada. Fue como renacer a una nueva vida y cuando me acosté me quedé dormida como un tronco.

Me despertó un coro de aullidos, de gritos de terror, por el crepitar siniestro del fuego. Corrí afuera y vi que el campamento estaba vacío, defendido tan sólo por una pequeña unidad. Alcancé la cima y observé a nuestros soldados pagar el precio pedido por poder ver el mar: la matanza en masa.

Los hombres del poblado se batían con todas sus fuerzas, pero habían quedado pocos porque el asalto se había producido por sorpresa, antes de la salida del sol. Muchos yacían traspasados en el suelo, las mujeres corrían con los niños en brazos buscando refugio en los bosques, otras sollozaban sobre los cuerpos de los maridos muertos. Los muchachos trataban de recoger las armas de sus padres caídos para batirse con los enemigos implacables que habían surgido de la nada para caer sobre su poblado sumido en el sueño. Las cabañas con techumbres de madera y de paja ardían como antorchas, elevando al cielo torbellinos de denso humo y de pavesas. En poco rato el crepitar de las hogueras fue el único ruido que pudo oírse. El ejército se volvió a poner en marcha, conducido por el guía, y destruyó uno por uno todos los poblados de la montaña, dejando tras de sí una estela de ruinas ennegrecidas por el humo. La devastación duró tres días consecutivos y sólo cuando nuestro guía se declaró satisfecho reanudamos el camino hacia la cima de la cadena montañosa que estábamos atravesando.

A medida que subíamos volvía a aparecer la nieve, pero sólo a trozos, aquí y allá, y en los pasos se abrían flores blancas y carnosas, muy bellas; luego, más arriba, extensiones de flores purpúreas con pétalos finos y alargados, dispuestos en forma de estrella, tan espesos y pujantes que formaban una alfombra de intenso esplendor. Vi que las muchachas las cogían para ponérselas en el pelo y también yo cogí una. Me disgustaba verlas pisoteadas por el paso pesado de los guerreros.

La cabeza de la columna llegó a la cima mientras nosotros, con las bestias de carga, estábamos aún detrás y Jeno subía a pie con los suyos llevando a los caballos de las bridas. Finalmente también nosotros llegamos a una especie de planicie, lo bastante ancha como para permitir el paso de dos batallones juntos, que subía hacia occidente en una pendiente no muy pronunciada.

De pronto, de la cabeza de la columna llegaron unos gritos confusos y cada vez más fuertes. Jeno, que iba un poco detrás de mí con Licio de Siracusa y los demás miembros de su escuadrón, gritó:

—¡A caballo, a caballo! ¡Están atacando a la vanguardia, vamos, vamos!

Fue cuestión de instantes: montaron y espolearon a toda velocidad pasando por el flanco de la columna, que entretanto se había detenido. Los oficiales desplegaron las unidades para conducirlas adelante en línea de combate a fin de prestarles ayuda, con más razón cuanto que los gritos se hacían cada vez más fuertes.

Pero en aquellos gritos había algo extraño que creí comprender, así que eché a correr como una loca hacia la cabeza de la columna.

Era un grito prolongado y potente como el fragor de un trueno, y cuanto más me acercaba más aumentaba el grito hasta el punto de hacer temblar el corazón.

Era una palabra, una sola; la que había oído muchas veces pronunciar como esperanza e invocación en las noches de frío y de desesperación, en las interminables marchas. Y la había oído en los cantos melancólicos que subían del campamento cuando el sol moría entre los grises nubarrones invernales.

El mar.

Sí, gritaban:

—¡El mar! ¡El mar! ¡El mar! ¡El mar!

Me estallaba el corazón cuando llegué a la cima jadeante y chorreante de sudor. Jeno me vio y gritó:

—¡Mira, es el mar!

En torno a mí cundía el delirio, los guerreros parecían enloquecidos, no dejaban en ningún momento de repetir ese grito, se abrazaban unos a otros, abrazaban a sus oficiales como para darles las gracias por no haber perdido nunca la esperanza, luego, blandidas las espadas, comenzaron a golpearlas contra los escudos sin interrumpir el grito haciendo retemblar el aire con el fragor ensordecedor del bronce.

Yo permanecía inmóvil y atónita, mirándolo. La espesa capa de nubes que cubría el pie de la grandiosa cadena montañosa se estaba abriendo y a cada instante, casi a cada grito de los guerreros, el claro se ensanchaba cada vez más revelando una extensión de un azul intenso y esplendoroso, un azul resplandeciente y traslúcido, escamoso de mil ondas relucientes, orladas de blanca espuma. No lo había visto nunca.

El mar.