XXVI

Nevó toda la noche; las antorchas se apagaron en lo alto y los fuegos abajo, en el fondo del valle. El mundo fue tragado por la oscuridad y por el silencio. Al amanecer, los jefes del ejército reunidos al borde del gran cráter hicieron sonar los cuernos y comenzaron a descender hacia el valle, pero muy pronto el que los mandaba a todos ellos, un gigante de cabellos rubios, los detuvo para esperar que la luz se volviera más intensa: no le cabía en la cabeza lo que tenía ante los ojos.

La gran cuenca estaba vacía, el ejército de los invasores había desaparecido. Solamente se veía un grupo de carros cubiertos con las lonas de las tiendas, reunidos en círculo uno al lado de otro.

¿Acaso habían desaparecido? ¿Qué magia era aquélla? La entrada y la salida del cráter estaban firmemente custodiadas por los suyos. No podían desaparecer.

Presa de un supersticioso terror, el jefe decidió que no descendería con todo el ejército, sino que mandaría de avanzadilla una columna de sus mejores combatientes. Más de cinco mil hombres armados hasta los dientes con yelmos cónicos y grandes escudos de piel de buey, dispuestos en columna con un frente de un centenar de hombres.

Avanzaron lentamente empuñando las largas espadas de doble filo. Ya habían descendido la pendiente y se adentraban en la zona casi llana. Estaban a una distancia de los carros de poco menos de doscientos pasos. Todo el valle se hallaba sumido en el más absoluto silencio; ni siquiera sus movimientos, amortiguados por la nieve, producían el más mínimo ruido. Pero cuando estuvieron exactamente en el centro del valle, de los carros se alzó un sonido de trompeta y como por ensalmo surgió de la nieve, sacudiéndose de encima el manto blanco, a derecha e izquierda de la columna, un ejército de fantasmas. Se arrimaron unos a otros, formaron las líneas, embrazaron los escudos que les habían cubierto durante la noche y empuñaron las lanzas. En unos pocos momentos dos filas, una a la derecha y otra a la izquierda de la columna que había bajado de los montes, se encontraban en perfecto orden de batalla, y al segundo toque de trompeta cargaron con las lanzas bajadas. Atrapados en medio, los indígenas ni siquiera pudieron hacer un amago de defensa y acabaron destrozados entre dos selvas de puntas de acero, aplastados entre los dos muros de escudos que se apretaban uno hacia el otro con fuerza insostenible.

Los otros, desde lo alto de la cresta montañosa, asombrados y espantados al ver aquello, ni siquiera reaccionaron y permanecieron mudos observando la actuación de aquellos seres sobrehumanos salidos de las entrañas de la Tierra. No daban crédito a lo que había sucedido aquella noche.

Jeno se acordó de cómo en las aldeas de las fogatas los jóvenes que habían sido condenados a pasar la noche a la intemperie, fuera del círculo de los centinelas, habían conseguido sobrevivir durmiendo debajo de los escudos cubiertos por los mantos y por la nieve caída del cielo.

Estalló un grito de entusiasmo en el fondo del cráter; los Diez Mil lanzaban el grito de victoria con tanta fuerza que resonó en todo el gran valle. Y ante aquel grito hasta las muchachas que seguían escondidas en los carros, y yo misma, respondimos con gritos entusiastas de incitación.

Jeno acudió presuroso ante el comandante Sofo:

—¿Has visto? Podemos conseguirlo. Los hemos destrozado. Podemos romper el cerco e irnos. Han sufrido ya un duro golpe.

En medio de todo aquel entusiasmo, Sofo permanecía impenetrable. Observaba la cresta del cráter.

—Mira —respondió—, están llegando más, el vacío ha sido ya llenado. Nos atacan. Aunque se quedasen allí inmóviles, nos harían caer por hambre y por frío.

—Pero no es posible —exclamó Jeno—. ¿Cómo puedes abandonar a estos hombres que lo han dado todo sin una esperanza? Únicamente te piden una razón para batirse hasta el último aliento. ¡Sin esperanza no se puede vivir, pero tampoco se puede morir!

—Yo estaré con ellos —respondió Sofo—; yo descenderé primero al Hades.

Jeno paseó su mirada alrededor y vio a los otros comandantes de las grandes unidades: Timas, Cleanor, Jantias, Agasias, y de nuevo Neón, Licio de Siracusa, Aristea, Nicarco de Arcadia, Euríloco de Lusio, cubiertos de sangre y de hielo, que miraban consternados a su comandante, incapaz de decirles una palabra.

Los sacó de su entumecido silencio la voz de Aristónimo, uno de los guerreros más fuertes y temerarios:

—Es inútil discutir —dijo—, vienen hacia nosotros.

Todos levantaron la mirada hacia lo alto del cráter, desde donde los guerreros de muchas tribus y naciones, quizás aquellos que habíamos derrotado, quizás aquellos que el Gran Rey había mandado detrás de nosotros, aquellos cuyas aldeas habíamos saqueado, o aquellos que no habíamos encontrado nunca antes y que no querían dejarnos entrar en su tierra, o quizás aquellos que el comandante Sofo había llamado de un modo u otro, desde todas partes, para que nos aniquilasen y ahora, apretados unos contra otros en un círculo de hierro, se estrechaban, a cada paso más, en torno a nosotros.

Sin esperar nada más, Cleanor y Timas gritaron:

—¡Hombres, en círculo! ¡Formación cerrada, todos en línea!

Y fueron a reunirse con sus secciones. Otro tanto hicieron Agasias y Jantias, así como Sofo, cada uno delante de su propio batallón; quedaron colocados en círculo delante de la línea curva del ejército cerrado en sí mismo por el último combate.

Sofo miró aquella apretada formación, los escudos alzados y superpuestos, las lanzas que asomaban por todas partes y una extraña expresión contrajo sus facciones. Parecía que su mirada penetrase en otra realidad y en otro tiempo.

—¡Atentos! —gritó Cleanor—, ¡arqueros!

—¡Rápido —urgió Sofo—, escudos en alto, retroceded detrás de los carros!

Los soldados mantuvieron en alto los escudos mientras nubes de flechas eran disparadas hacia ellos sin tregua. Muchos cayeron heridos porque las flechas llovían por doquier y con toda inclinación. Otros retrocedieron hacia el círculo de los carros, los volcaron y opusieron las cajas a la lluvia letal de dardos. Quien no encontraba amparo detrás de los carros se protegía con el escudo. Los lanzamientos cesaron cuando se agotaron las flechas. Siguieron momentos de tensión espasmódica. En el silencio que se había hecho en el campo de batalla los gritos de los caídos y de los heridos resonaban aún más desgarradores. Pasó todavía un rato sin que sucediera nada, luego, de repente, Agasias dijo:

—¡Mirad!

Un grupo de guerreros, quizás una decena, todos a caballo, se habían separado del resto del ejército y se acercaban lentamente escoltando a su jefe supremo, el gigante rubio, mientras que el resto del inmenso ejército se detenía a unos cien pasos de nuestras filas. Acaso querían ver cuántos habían sobrevivido al lanzamiento de sus flechas, ¿o quizá querían parlamentar?

Sus cabalgaduras se hundían en la nieve hasta los corvejones y el viento helado, que ahora soplaba silbando desde septentrión, agitaba sus crines. Se detuvieron al alcance de la voz.

El gigante rubio lanzó su lanza hacia el suelo y la clavó en el hielo gritando unas pocas palabras duras y cortantes.

—¿Qué quiere? —preguntó Cleanor.

—¿Qué ha dicho? —repitió Agasias.

Me adelanté en medio del asombro de todos.

—Yo entiendo su lengua.

—¿Y bien? —preguntó Jeno.

—¡Ha dicho que entreguéis las armas!

—¡Entregar las armas! —repitió a voz en grito para que todos pudieran comprender.

Y ocurrió lo impensable. Sofo se sacudió como herido por un rayo, imágenes lejanas cruzaron por su mirada extraviada de loco. Se volvió hacia atrás para mirar a sus hombres atrincherados detrás de los carros con las lanzas apuntadas hacia el frente, luego de nuevo hacia delante para mirar a los ojos al gigantesco adversario. Alzó la lanza y el escudo y gritó con voz tonante en su áspero dialecto lacónico:

Molón labé! ¡Ven tú a cogerlas!

Sus palabras se propagaron como fuego. Los cinco comandantes salieron con sus batallones del círculo de los carros y repitieron:

Molón labé!

—Molón labé!

—Molón labé!

Y comenzaron a golpear las espadas contra los escudos.

Y también los guerreros se irguieron derechos cual hierros de lanza y comenzaron a golpear las espadas contra los escudos al tiempo que gritaban aquella frase, cargándose a cada golpe, a cada grito, de furia y de delirio.

El gigante rubio y su guardia fueron embestidos por aquel aullido de bronce como por un viento tempestuoso. Sofo gritó:

—Formación en cuño, disponed los batallones en estrella y luego cada uno que avance hacia delante: atravesemos el frente enemigo en cinco puntos y avancemos hacia la cresta lo más deprisa posible. Nos reuniremos allá arriba. ¡Listos para la acción! ¡Jeno, tú conmigo! Cleanor, Timas, Jantias, Agasias, preparados para poneros en marcha. ¡Flautas, trompetas, adelante!

En aquel momento tuve la seguridad de que para nosotras las mujeres la cosa se había acabado, que nos dejarían abandonadas en aquel lugar, pero en cambio resonó la voz de Jeno no menos fuerte:

—Las mujeres dentro de los cuños. ¡No os perdáis, quien se quede atrás morirá!

Sonaron las trompetas. Los cinco batallones se lanzaron al ataque, cada uno en su propio sector divergiendo como los rayos de una rueda de su cubo. Vi a los comandantes de las grandes unidades reunirse con los guerreros más imponentes del ejército: Euríloco de Lusio, Aristónimo, el de largas piernas esbeltas, Aristea, de cabellos rojo fuego, Licio de Siracusa, Nicarco de Arcadia, y llamar a continuación a trompeteros y flautistas. Esto sólo podía significar una cosa: atacar con la cabeza gacha y no detenerse hasta que el frente enemigo estuviera desquiciado y hecho pedazos. Las flautas comenzaron a sonar al unísono al ritmo de la marcha, los tambores redoblaron haciendo temblar los corazones, los cinco cuños como radios de una estrella comenzaron a avanzar, y de los escudos apretados en forma de teja asomaban sólo las macizas lanzas de fresno; los estropeados mantos rojos destacaban aún exageradamente en la extensión nevada. Los enemigos empezaron de nuevo a disparar dardos que se clavaban en los escudos haciéndolos más pesados, pero el avance proseguía inexorable. Cuando ya faltaba poco para entrar en contacto con los enemigos estalló el clangor de las trompetas, tan fuerte como no lo había oído nunca antes: se superpuso a las flautas y a los tambores, encendió el valle entero. En aquel momento los cinco batallones al mando de sus comandantes golpearon al enemigo con tal violencia que arrollaron una tras otra las líneas de los combatientes, rompiendo la formación.

Los enemigos reaccionaron con rabioso encarnizamiento, pero su frente, pese a ser de un grosor de cientos de hombres, quedó abierto en cinco puntos: fueron arrollados y empujados hacia un lado. Pese a haber cedido inicialmente, cada uno de ellos se batió con tan salvaje furor que no pocos de los nuestros cayeron malheridos o muertos. El grito de guerra resonaba de continuo a oleadas de cientos, de miles de voces, y en aquel grito vibraba una energía prodigiosa que nadie creía ya tener. Al cabo de un durísimo choque los enemigos, apiñados a causa del pánico y del desorden, comenzaron a ceder, a golpearse unos contra otros perdiendo cohesión y valor.

Cuando finalmente los gritos, los toques de trompeta y el penetrante sonido de las flautas se apagaron, el círculo de los enemigos estaba roto en cinco fragmentos, y los batallones de Sofo y de los otros comandantes subían a posiciones dominantes avanzando hacia el borde del cráter. Los incursores tracios y tribales de retaguardia lanzaron hacia abajo dardos de todo tipo, pero retrocedían siguiendo de espaldas el avance de ellos hacia la cima de la cresta.

Se llevó a término la increíble hazaña. Desde el borde del cráter, los Diez Mil lanzaron un grito de victoria. Después de semejante gesta nadie se atrevería a atacarlos.

Jeno, exhausto y jadeante, se acercó a Sofo:

—¿Has visto a tus hombres? ¿Los has visto? ¿Acaso no merecían salvarse, suponga ello lo que suponga?

Sofo permaneció mudo durante un rato, mirando alrededor, atónito y perdido, sin caberle en la cabeza lo que había ocurrido, como si se despertara de un sueño. Luego su voz perforó el silencio:

—Tienes razón, escritor; suceda lo que suceda, volveremos atrás, los llevaremos a casa.

Nadie se volvió, porque no habría soportado ver a los compañeros que se habían quedado al fondo del cráter o a lo largo de sus pendientes, heridos o moribundos, ni a las muchachas tragadas por el caos de sangre, de hierro y de hielo, tendidas en la nieve manchada de rojo.

Cuando los últimos gritos se hubieron apagado reanudamos el camino arrastrándonos a duras penas hasta un grupo de aldeas abandonadas por sus habitantes en las que fue posible pararse y reposar.

Al caer la noche, Jeno se me acercó y me abrazó estrechamente, luego se separó y me miró a los ojos:

—Dime la verdad: ¿de veras conocías la lengua de ese bárbaro?

—No. Pero comprendía que sólo esa frase haría estallar el coraje de Sofo y de todos los demás. Fuiste tú quien me contó la historia del rey Leónidas en las Puertas Ardientes, ¿recuerdas?

Jeno me miró fijamente un largo rato, incrédulo.