XXV

Aunque mi indagación daba la impresión de acercarse a su objetivo, el paso siguiente, el que me proporcionaría la prueba definitiva, parecía alejarse cada día más.

Al día siguiente de nuestra llegada al gran valle, el sol que se alzaba en un cielo diáfano había revelado sin lugar a duda, incluso bajo la capa nevada, el trazado del cauce del río que serpenteaba tortuoso de un extremo al otro de una gran llanura circular, una vasta cuenca nevada completamente rodeada por una cresta montañosa. Al fondo, en la parte opuesta a aquella por la que habíamos llegado, se mostraba otra abertura por la que probablemente salía el río para proseguir su curso hacia un mar desconocido.

Sofo había tenido razón una vez más, y Jeno recuperó la confianza en sus hipótesis. El resto del ejército seguía paciente, firme en su convencimiento de que el paso de los guerreros era imparable y que conduciría al ejército a la meta. Conservábamos aún perseverancia, valor, energía, disciplina. Acabaría el invierno, esto era cierto, y pronto la tierra aparecería libre del castigo del hielo.

Pero aquella tierra desconocida parecía no tener nunca fin, pues más allá de la línea curva de aquella especie de cráter en que se encontraba ahora el ejército se veía, a lo lejos, una cadena más alta que delimitaba el horizonte.

Otros compañeros habían caído a lo largo del camino adelgazando más aún nuestras filas; otras muchachas como Lystra, a la que siempre recordaba, habían perdido la vida por el esfuerzo, el frío y las penalidades, y finalmente otra maciza cadena montañosa comenzaba a perfilarse en el horizonte. La vista de esos montes lejanos llenó a Jeno de consternación y me obligó a mí a poner fin a cualquier incertidumbre. Si encontrara algo en la tienda de Sofo, convencería a Jeno, que gozaba ya de una alta consideración entre los soldados, para que convocara una asamblea y decidiera volver atrás. Ni siquiera Sofo podría oponerse a una decisión del ejército en armas.

Aquella tarde me encontré a Melisa sentada aparte en el varal de un carro, con la cabeza entre las manos. Lloraba.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté.

Alzó el rostro y vi también en sus perfectas facciones los signos del cansancio y del insomnio.

—No puedo más: no consigo mantener junto a mí a Cleanor porque no hay nunca un momento en que podamos estar tranquilos juntos. Las continuas tensiones hacen que no pueda soportarme tampoco a mí. Quiere que mantenga en perfecto orden su tienda, que cocine, que lo cuide. La fatiga anula todo lo demás. Quizá dentro de poco no me querrá ya, o me cederá a cambio de un mulo o de un saco de cebada. Y entonces que los dioses me ayuden.

Era el momento adecuado. Los dioses me ayudaban a mí, estaba segura de ello, y ayudándome a mí la salvaría también a ella.

—¿Estás convencida ahora, Melisa, de que moriremos todos y que no habrá escapatoria para nadie si proseguimos hacia oriente? ¿Ves esas montañas en el horizonte? Desde aquí no parecen demasiado altas debido a la distancia. Cuando estemos más cerca desaparecerán en toda su espantosa imponencia. ¿Cómo afrontar pruebas cada vez más duras? ¿Cómo encontrarán los guerreros la fuerza de batirse de nuevo hasta el infinito? Han hecho ya lo imposible, afrontado y superado todo lo que un ser humano puede soportar. Sofo nos está conduciendo a la aniquilación. No tengo ya ninguna duda. También Jeno está convencido de ello, pero no lo deja entrever.

»Ayúdame. Yo trataré de persuadir a Jeno de que se vea con Cleanor y Sofo en una reunión restringida para discutir sobre el itinerario que se hace seguir y sobre la posibilidad de que la cadena montañosa que se perfila en el horizonte sea de tal envergadura que impida completamente el avance en esa dirección. Tú, por tu parte, le dirás a Cleanor que Jeno quiere verle juntamente con el comandante supremo para una reunión muy importante. No será difícil. Mientras tanto actuaremos nosotras. He descubierto que Neón, el ayuda de campo del comandante, es muy sensible a las bellas mujeres, y una de nuestras muchachas puede distraerlo.

Melisa se levantó y me abrazó.

—Yo no soy como tú, Abira, tengo miedo, temo delatarme.

—No, estoy segura de que te las arreglarás muy bien, que las cosas irán según lo previsto. Has estado magnífica: has superado pruebas a las que ni siquiera tú hubieras imaginado poder sobrevivir. ¡Hagámoslo, enseguida!

—¿Y si no encontramos nada?

—Entonces convenceré a Jeno de que convoque a la asamblea, pero te necesito. Tú sabes leer, Melisa, y yo no tengo tiempo de aprender.

—Está bien —respondió resignada—. ¿Cuándo?

—Cuanto antes mejor. No queda tiempo.

—Está bien. Te lo haré saber.

Al cabo de dos días Melisa lo había preparado todo para el encuentro y yo le proporcioné carne de caza para que la cena pudiera prolongarse también en nuestra ausencia.

A la primera ocasión que tuve, informé a Jeno de que Cleanor aceptaba mantener la reunión en su tienda con la presencia del comandante Sofo.

Ahora mi loco plan ya estaba en marcha, y la conciencia de ser tan frágil, débil y de estar expuesta a cualquier consecuencia me hacía temblar. La ansiedad me atenazaba la garganta y el pecho, el corazón me latía y por la noche no conseguía dormir. Con el paso de las horas, conforme se aproximaba el momento en que deberíamos actuar, el miedo creció hasta convertirse en pánico, un estremecimiento interior que no conseguía ya dominar, y a menudo me sentía a punto de renunciar, de dejar que los acontecimientos siguieran su curso.

Pasó así la primera jornada y también la segunda.

La noche se acercaba y esperaba el momento en el que Melisa vendría a buscarme para ir juntas a inspeccionar la tienda de Sofo. La cita era a la caída de la noche.

Jeno se puso el manto y, sin nada más, salió diciendo que la cita había sido fijada por Cleanor y que la idea de una reunión restringida era una buena idea. Sólo en un segundo momento, si se tomaban decisiones importantes, se convocaría a todo el consejo.

Las cosas comenzaban con buen pie. Cuando se hubo ido, dejé pasar un rato y salí a mi vez. Nevaba, pero el cielo no estaba del todo cubierto y de vez en cuando se veía la luna entre los grandes claros que se abrían entre las nubes. Me dirigí hacia la tienda de Sofo manteniéndome a cierta distancia, oculta por los mulos que estaban atados a algunos palos hincados en el terreno.

El comandante salió al poco, sin armadura pero con la espada al cinto, y se dirigió a su vez hacia el alojamiento de Cleanor. Se encontró a Jeno antes de llegar a destino, se saludaron y se abrazaron. Bastaba la tenue palidez de la luna para que se distinguieran las figuras.

Me quedé aún haciendo compañía a los mulos hasta que vi asomar por la izquierda a la muchacha que debía distraer a Neón. Era una de las jóvenes prostitutas que acompañaban al ejército, y Melisa debía de haberla instruido bien porque llevaba un traje elegante, ligero pero ceñido, que resaltaba sus formas. Probablemente se estaba muriendo de frío, pero cumplía con gran habilidad su cometido.

Demoró el paso cuando estuvo a escasa distancia de él, pero sin pararse. Neón le dijo algo que no llegué a entender y ella le contestó sin dejar, aunque lentamente, de caminar. Neón fue tras de ella y trató de cogerla de una mano. La muchacha se dejó abrazar, pero se desprendió de inmediato y siguió andando.

Él se detuvo.

¡Sí, mi plan había encontrado dificultades! Neón era demasiado frío, demasiado controlado. Me sentí mal. ¿Qué pasaría ahora?

Neón pareció volver atrás. La muchacha continuó caminando y se volvió hasta que él miró a su alrededor como para cerciorarse de que nadie lo veía y luego la siguió. Inmediatamente después oí sus voces y risitas, que salían de una tienda.

Ahora me tocaba a mí, pero debía esperar a Melisa. ¿Qué podía hacer sola? Y mi joven amiga ¿por cuánto tiempo conseguiría distraer al oficial? Ciertamente no por mucho rato: el justo de satisfacer sus ganas, y luego volvería.

Melisa no llegaba. Miraba en dirección a la tienda de Cleanor esperando verla salir de un momento a otro, pero no sucedía nada. Quizá la habían retenido, quizá Cleanor le había pedido que se quedara sirviendo a sus invitados a pesar de lo reservado de la reunión. Decidí hacerlo yo, de todas formas.

Me acerqué a mi objetivo: la entrada del alojamiento del mando del que emanaba la tenue claridad de una lucerna. Miré de nuevo por si aparecía Melisa y al no ver a nadie entré. Extrañamente la agitación que me ahogaba se aplacó; en plena acción me sentí por primera vez tranquila.

No había mucho que revisar. El suelo estaba cubierto por una estera de mimbre, en un lado un apoyo sostenía la armadura del comandante Sofo, en el centro había una pequeña mesa y un par de taburetes, y en el otro lado una caja cerrada con un cerrojo, pero sin candado. Lo descorrí.

La caja contenía una manta, un manto de repuesto, nuevo aún, dos túnicas de lana gris. En el fondo los objetos de mayor valor: una copa y…

—¿Qué haces aquí? Pero ¿qué estás haciendo? —resonó una voz a mis espaldas.

E inmediatamente después otras voces. Sentí que me recorría un estremecimiento doloroso, como si transitara por un sentimiento que no había experimentado nunca en mi vida: la sensación de haber cometido una acción ilícita y tener que pagar sus consecuencias. Me volví pensando qué podía responder, pero en el tumulto de mi mente trastornada no se me ocurrió nada. No había escapatoria: tendría que afrontar inevitablemente mi castigo.

Tenía delante de mí a Neón, al ayuda de campo del comandante, pero podía ver también a Sofo que llegaba de improviso, y después de él a Cleanor y, por último, a Jeno, y detrás también a una figura indistinta que podía ser Melisa: la que sin duda me había traicionado.

No tardaron en llegar dos soldados sujetando por los brazos a la joven que había intentado engatusar a Neón. Había sido golpeada hasta sangrar. Estaba semidesnuda y lívida por el frío. Durante unos instantes pude ver sólo la nieve, infinitos copos blancos que se balanceaban tranquilos en el aire inmóvil; del resto trataba de huir, de enajenarme.

Llegaron otros dos guerreros llevando unas antorchas encendidas; la figura difusa que se movía en el fondo tomó el aspecto de Melisa y el corazón se me paró.

Pero el corazón de una mujer tiene muchos recursos, y en un soplo, antes de abandonarme inerte a mi suerte, vi una imagen y una palabra que había llamado mi atención en el momento en que la voz ruda del ayuda de campo había resonado a mis espaldas: una hoja en el fondo de la caja con un dibujo y una palabra.

El dibujo representaba en la parte superior una serie de triángulos de distinta altura que quizá representaban montañas; en medio había una línea retorcida que quizá indicaba un río con cuatro signos tan nítidos que se me habían grabado en la mente como cortes en una mesa de madera

ΑΡΑΣ

A lo largo de la línea retorcida había otra interrumpida por unos pequeños trazos, cada uno caracterizado por uno o dos signos.

—¿Qué buscabas en mi caja, muchacha? —preguntó el comandante Sofo con voz gélida.

En ese mismo momento Melisa pasó corriendo por entre los hombres antes de que la retuvieran; gritaba:

—¡No quería, no quería, me han obligado!

También ella tenía señales de golpes en su bellísimo rostro. Cayó de rodillas llorando a lágrima viva, y uno de los soldados la arrastró hacia atrás sin que Cleanor hiciera un solo gesto.

—¿Qué buscabas? —repitió con dureza el comandante Sofo. No sabía qué responder y no respondí.

—Tú deberías saber algo de esto —dijo volviéndose hacia Jeno, que me miraba petrificado.

Jeno no respondió, pero se dirigió a mí:

—¿Por qué lo has hecho? ¿Qué querías coger? ¿Por qué no me dijiste nada?

Neón me propinó una bofetada que me hizo sangrar el labio.

—¡Te han hecho una pregunta! —ladró.

Jeno le cogió la muñeca antes de que me golpease de nuevo y la apretó con fuerza, luego comenzó a retorcerla. Una mirada de Sofo ordenó a su ayuda de campo hacerse a un lado.

Me cubrí la cabeza con el mantón porque no quería ver ni oír nada y rompí a llorar.

Pero Jeno me hizo levantar, me descubrió el rostro y repitió con voz firme:

—Dime qué buscabas. No hay elección.

Lo miré fijamente con unos ojos inundados de lágrimas y luego miré a mi alrededor: Sofo, Neón con su máscara pétrea, la pequeña prostituta lívida y a punto de desvanecerse, Melisa más atrás sollozando, los dos guerreros armados y con las antorchas en la mano; parecía la armadura de Sofo, enrojecida por las llamas de las antorchas, ensangrentada. Y la nieve que todo lo amalgamaba. Saqué fuerzas de flaqueza.

—Buscaba una respuesta.

—¿Una respuesta? —preguntó Sofo, y leí una imprevista inquietud en sus ojos.

—Sí, pero no soy más que una pobre muchacha y no puedo soportar la fuerza de tu persona y de tu mirada. Hablaré con Jeno y, si él quiere, que hable contigo.

Sofo permaneció en silencio, desconcertado.

—Deja irse a Melisa y a la pobre muchacha. Ellas no saben nada. Les pedí que me ayudaran y lo han hecho. Lo sabrás todo por Jeno, después de que yo haya hablado con él.

—Puedo mandarte torturar —dijo Sofo, gélido.

—No lo dudo, pero no podría decirte nada que tú no sepas.

Lo miré fijamente a los ojos mientras pronunciaba esas palabras y de algún modo conseguí transmitirle lo que quería que comprendiese.

Jeno estaba trastornado, pero comenzaba a darse cuenta. Palabras que le había dicho, sospechas que le había insinuado volvieron a aflorar en su conciencia.

Neón había perdido su impasibilidad y mostraba una expresión taciturna. A Melisa se la veía insegura y trastornada. Cleanor, más atrás, no parecía tener más reacción que la curiosidad con la que seguía cuanto estaba sucediendo.

Sofo le dirigió la palabra:

—Llévate a estas mujeres, y vosotros dos —dijo a los guerreros—, podéis retiraros. No os necesito ya.

Cleanor se llevó a Melisa.

Sofo se dirigió a Jeno:

—¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido violar mi tienda? Y ni siquiera has tenido el valor de actuar personalmente. Has mandado a la muchacha, y ella se ha hecho ayudar por las otras… —Añadió sarcástico—: ¿Cuándo un secreto entre tres mujeres ha permanecido como tal más de una hora?

—Yo no tengo nada que ver con esto, y si te digo que no tengo nada que ver es que es cierto. Sabes perfectamente que no miento jamás y que soy un hombre de honor. Mírame a los ojos, ¿acaso ves vergüenza o miedo en ellos? ¿Quién de nosotros dos está más afectado en este momento? ¿Quién tiene el ánimo más agitado?

Algo se había resquebrajado, algo había hecho mella en el ánimo de Sofo. Dejó escapar un largo resoplo y su mirada pareció perderse en el torbellino de copos de nieve que caían del cielo.

Nos alejábamos y no podía creer que Sofo no nos detuviese.

—¿Quieres saber qué buscaba? ¿Quieres saberlo? —pregunté a Jeno apenas hubimos llegado a su tienda.

No quería darle tiempo a que la emprendiera conmigo, a que desencadenara su ira contra mí.

Y antes de que pudiera decir una palabra o hacer un gesto me arrodillé, cogí un tallo de la estera de mimbre y con él tracé en el suelo la secuencia de formas triangulares, la línea retorcida, la segunda serie interrumpida por unos pequeños trazos verticales, luego, en la línea sinuosa dibujé los cuatro signos del alfabeto de los griegos, ΑΡΑΣ, de modo tan nítido que, reconocí el asombro en el rostro de Jeno.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Unos signos que he visto en una piel en la caja de Sofo. En mi opinión, representan el lugar en que nos encontramos: éstas son las montañas, ésta la línea de nuestra marcha, estos signos son las etapas. Y esto es el río. Por consiguiente, Sofo sabe exactamente adónde estamos yendo.

Vi aumentar el estupor y la incredulidad en el rostro de Jeno mientras observaba mi dibujo.

—¿Estás segura de que era exactamente como lo has dibujado?

—Idéntico. —Sabía que tendría que mostrárselo y me lo había grabado en la mente en sus mínimos detalles—. Sólo hay una cosa que no comprendo: qué significa esto.

E indiqué los cuatro signos de la lengua de los griegos. Jeno inclinó la cabeza, abatido:

—Significa que tenías razón y que Sofo nos está engañando y quizá peor, mucho peor…

—¿Por qué?

—Porque estos signos indican que él sabe perfectamente que el río no es el Fasis, como yo pensaba, sino el Araxes.

—¿Y qué diferencia hay?

—El Fasis lleva al Ponto Euxino, que es un mar constelado de ciudades griegas; el Araxes nadie sabe adónde va, pero probablemente al Caspio, un mar desconocido, un lugar en los confines del mundo.

—¿Y ahora qué harás?

—Lo abordaré.

—¿Cuándo?

—Ahora.

—No lo hagas, te lo ruego. Espera a mañana. Tómate tiempo para reflexionar.

Fue inútil. Jeno volvía ya hacia la tienda apartada de Sofo.

Esperé un rato aguzando el oído con el corazón en un puño. No conseguía estarme quieta y esperar a que Jeno volviese; estaba demasiado angustiada, demasiado ansiosa por su suerte. No había estado tan preocupada cuando le había visto combatir cuerpo a cuerpo con guerreros feroces, afrontar la refriega en el campo de batalla. Finalmente decidí seguir los pasos de Jeno; llegué a mi vez a la tienda y me escondí debajo del vientre de los mulos atados detrás, a un arbusto. Oí hablar primero a Sofo.

—Cualquier otro que me hubiera dicho semejante infamia no habría tenido tiempo de arrepentirse de ello, pero tú eres un amigo, has arriesgado la vida muchas veces por el ejército pese a no formar parte de él y debo tenerlo en cuenta, pero no me provoques de nuevo o…

—¿O qué? ¿Acaso quieres decirme que tienes algo que esconder? Escúchame bien: Abira, la muchacha a la que has sorprendido aquí, lo ha hecho todo por iniciativa propia. Y aunque pueda parecerte imposible, no me sorprende. Desde hace mucho tiempo me habla de cosas extrañas a las que no he querido dar crédito. Cosas para las que es evidente, buscaba una confirmación precisamente aquí. Y si es cierto lo que ha trazado en el suelo, debo admitir que tenía razón.

—Pero ¿qué dices? ¿Qué me estás contando?

Jeno repitió cuanto yo le había dicho: las cosas extrañas, las excesivas coincidencias, y esto, pese a la extrema desventura en que me encontraba, me llenaba de orgullo. Luego añadió:

—Pero lo que más me sorprende es ese signo en el suelo que representa claramente un río cuyo nombre Abira ha conseguido trazar. Es la prueba que buscaba: tú sabías perfectamente que el que estamos siguiendo no es el Fasis, como yo creía, sino otro río, diría, por las letras que ella ha trazado, que el Araxes, que no desemboca en el Ponto Euxino, sino en otra parte. Dónde exactamente, nadie lo sabe, pero ciertamente no en el Ponto Euxino.

—Estás loco —le interrumpió Sofo—. Desvarías.

—¿De veras? Pues, entonces, ¿por qué no nos dejas ver el mapa del que Abira ha sacado este dibujo, tan exacto porque acababa de ver el modelo? Este dibujo prueba que tú, aun a sabiendas de que el río que estamos siguiendo no es el Fasis, has apoyado mi convicción con toda tu autoridad. ¿Sabes por qué, comandante? ¡Porque este ejército debe desaparecer, disolverse en la nada sin dejar rastro, he aquí por qué! No debías siquiera exponerte personalmente, bastaba con endosarme a mí la responsabilidad: «¡Tiene razón Jenofonte, él ha comprendido, bastará con seguir este río y llegaremos al mar!». ¿No era esto lo que decías?

»Esa pobre muchacha a la que has sorprendido hurgando entre tus cosas lo comprendió perfectamente, porque no es uno de nosotros, no es un soldado acostumbrado ante todo a obedecer, a no preguntarse el motivo de una orden.

»Este ejército debía vencer o ser aniquilado, porque su sola supervivencia era la prueba de una traición, la prueba de que Esparta ha sido cómplice del intento de asesinato de su más importante aliado, el que le permitió ganar la guerra contra Atenas: ¡el Gran Rey!

Habría dado cualquier cosa por poder ver la expresión de Sofo y habría abrazado a Jeno con entusiasmo por lo que estaba haciendo. Temblaba de frío pese a estar envuelta en mi mantón, pero por nada del mundo me habría ido de allí.

De nuevo oí su voz.

—He aquí por qué el enrolamiento se produjo en secreto en lugares a trasmano y en pequeños grupos: no para mantener oculta la expedición al Gran Rey, cosa que no habría sido posible para un ejército de ciento diez mil hombres, sino para mantener oculta la implicación del gobierno espartano en una empresa cuyo objetivo era derrotarlo y asesinarlo. ¿Qué os había prometido Ciro? ¿Y qué os había prometido la Reina Madre?

De nuevo silencio. Un silencio más elocuente que mil palabras. Luego la voz de Sofo, más fría que el viento que en ese momento me cortaba la cara y penetraba en mi corazón.

—Me pones en una situación muy difícil, Jenofonte, e imagino que eres consciente de ello. Admitamos por un momento que tienes razón, ¿qué esperas que haga yo llegado a este punto?

Jeno habló con voz calma, como si lo que estaba diciendo no fuera con él:

—Imagino que debes matarme y que debes matar también a la muchacha… Delito inútil el segundo: ¿quién le haría caso y por qué debería exponerse a terribles castigos y a la muerte? Está ya bastante aterrada: no es un peligro para ti.

—Te equivocas. Lo es, así como también Melisa, a la que se ha confiado, y no puedo excluir que lo sea también Cleanor, que depende de Melisa para una parte importante de su equilibrio físico y de su salud mental…

Podía imaginar su expresión burlona. Sofo no renunciaba nunca a una ocurrencia incluso en las situaciones más dramáticas.

Siguió otro largo silencio. Por lo que trascendía de la tienda intuía que Sofo se había sentado y había hecho sentar también a Jeno. Quizá tenía necesidad de una posición más cómoda para lo que estaba diciendo, pero fue Jeno el primero en hablar:

—Estoy desarmado, puedes hacerlo también ahora: no opondré resistencia… —me sentí traspasar por unas espadas de hielo—, pero perdona la vida a la muchacha. Déjala en la primera aldea que encuentres. No dará nunca con el camino de vuelta y aunque diera con él terminaría en su aldea polvorienta sepultada en el olvido. Te lo ruego, comandante, en nombre de nuestra amistad, de todo lo que hemos padecido y pasado juntos. Se lo pediré yo y ella obedecerá. Le ordenaré que no hable nunca más con nadie.

Jeno me amaba. Y esto me bastaba para afrontar cualquier destino sin lamentarlo.

Vi a la sombra de Sofo inclinar la cabeza y me pareció oír un suspiro, antes de sus palabras:

—¿Te has preguntado qué destino tengo reservado para mí en el caso de que deba llevar a cabo la tarea que me atribuyes?

—Morir con ellos —respondió Jeno—, sobre esto no tengo ninguna duda. No he creído nunca que pudieras sobrevivir a tus soldados.

—Esto me conforta, en cierto sentido.

Ahora la voz de Jeno tembló de desdén, de emoción, se hizo doliente:

—Pero esto no te salva del deshonor: ¿cómo puedes conducirlos a la muerte? ¿Cómo puedes soportarlo?

—Un soldado sabe que la muerte forma parte del tipo de vida que ha elegido.

—Pero no ésta, comandante, no esta muerte, no el ser conducidos como ovejas a un precipicio. Un soldado tiene derecho a una muerte en el campo de batalla y tú, que eres espartano, lo sabes mejor que nadie.

—Y yo que soy espartano sé que hay que obedecer las órdenes de la ciudad, al precio que sea. Sé que nuestras vidas pueden ser sacrificadas para que la nación sobreviva y prospere. ¿Qué crees que hizo Leónidas en las Puertas Ardientes? ¡Obedeció!

—Pero estos soldados no son espartanos, al menos por lo que yo sé, o quizá sólo en una mínima parte. No puedes decidir por ellos. Les corresponde a ellos decidir su propio destino.

—Ah…, la democracia…

—Pero ¿no les ves? ¡Ven, sal de esta guarida, comandante, míralos!

Jeno había salido, oía su voz perfectamente clara. Y también Sofo salió. Delante de él las hogueras del campamento constelaban el manto blanquísimo de manchas rojas.

—Míralos, siempre te han obedecido, se han batido como leones en cien batallas, han perdido a muchos de sus compañeros, los han visto hundirse en la nieve, caer en los barrancos despanzurrándose contra las rocas, adormecerse en una muerte fría durante los turnos de guardia, velando mientras los otros duermen. Han sido heridos, mutilados, pero no se han detenido jamás, no han perdido nunca el ánimo. Como mulos, han escalado las montañas llevando el peso de las armas, del escudo, de sus bagajes, de los compañeros heridos o enfermos, sin protestar, sin quejarse jamás. Cuando ha sido posible y necesario les han dado sepultura sin derramar una lágrima, vitoreando su nombre, elevándolo en la punta de sus lanzas. ¿Y sabes por qué? ¡Porque tenían confianza en ti, porque estaban seguros de que los llevarías a la salvación! ¡Sabían, y lo creen aún, que al final de esta marcha interminable encontrarían la salvación!

»Haz de mí lo que quieras, cúlpame de todo, en el fondo es cierto, deja que yo afronte el destino y el castigo que ello comporta, pero llévalos atrás, comandante, llévalos a casa.

Siguió un largo, interminable silencio. Y en aquella quietud suspendida, abisal, oí distante, quién sabe cuánto, el rugir del trueno, vi el fulgurar imprevisto de los relámpagos en el horizonte. ¡Dioses del Cielo! En alguna parte, quién sabe dónde, llovía, y la potencia de los relámpagos llegaba a mi mirada penetrando la muda danza de los copos de nieve. ¡Quién sabe dónde, la primavera estaba llegando!

Lloraba, acurrucada sobre mí misma, debajo del vientre de los mulos, lloraba con una emoción intensa y angustiosa, superada por emociones tan violentas que no conseguía de ningún modo recuperar el control de mí misma, cuando, de pronto, oí unos gritos. «¡Mirad! ¡Mirad! ¡Allí!»

De nuevo otros gritos:

—Pero ¿qué pasa?

Luego la voz desesperada de Jeno:

—¡Oh dioses, dioses del Cielo! Pero ¿qué está pasando? ¿Has sido tú? Responde por todos los demonios del Averno, ¿has sido tú?

En el campamento los gritos habían cesado dando paso a un difuso y oscuro murmullo, y luego a un silencio abisal. Salí al aire libre y lo que vi me dejó sin habla y sin aliento. En la cresta de los montes que rodeaban completamente nuestro valle se adensaba una multitud, y cada uno de aquellos hombres llevaba una antorcha encendida. Una inmensa serpiente de fuego se pintaba en el borde del inmenso cráter haciendo reverberar sobre las pendientes un halo sangriento.

¡Guerreros!

Decenas, quizá centenares de guerreros. También había otros que, como una cascada de fuego, descendían para bloquear la entrada y la salida de la garganta.

Esta vez había terminado de verdad. Esta vez no teníamos escapatoria.

Jeno aferró a Sofo por el hombro y gritó de nuevo:

—¿Has sido tú?

—No —respondió Sofo—. Pero es como si lo hubiese sido.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Jeno mientras acudían en tumulto todos los demás oficiales: Cleanor, Timas, Agasias, Neón.

—Moriremos —respondió sombrío el comandante Sofo— como unos guerreros.

—¿Morir? —respondió Jeno con una extraña expresión en los ojos—. Yo tengo otra idea.