XXIV

Todo el ejército fue presa del espanto: había soportado las pruebas más duras, los padecimientos más inhumanos. Había sufrido la pérdida de muchos compañeros, que se habían arrastrado penosamente a través de territorios cada vez más ásperos y baldíos con la esperanza de que hubiera un camino seguro al término del cual los esperaría el final de todo dolor, la salvación, el abrazo del mar. Y ahora todo se desvanecía en un solo instante, precisamente cuando hubieran tenido que festejar otra victoria.

Neto se acercó con una sonrisa burlona en el rostro:

—Tu río ha desaparecido. ¿Y ahora qué hacemos?

Jeno no respondió y se quedó en silencio mirando la blanca extensión intacta.

—¿Entonces qué? —insistió Neto.

—Entonces nada. El río no ha desaparecido. Este valle está expuesto al viento de septentrión y es muy frío. El río está helado y la nieve lo ha cubierto. Con la luz del día conseguiremos localizarlo.

—¿Ah, sí? ¿Y luego? ¿Esperaremos a que vuelva la primavera y el deshielo? Es una posibilidad, sin duda, pero cuando tu río vuelva a correr nosotros ya no existiremos: no se ve ni una aldea, ni un refugio de ningún tipo, ni un lugar donde aprovisionarnos de comida.

Sofo puso fin a la disputa:

—Acamparemos aquí y mañana, con la luz del día, se tomará una decisión. Los que nos han atacado no han llovido del cielo: sus aldeas estarán en alguna parte de las cercanías. Mientras tanto buscad leña en el bosque y encended fuegos: el cielo está despejado y hará mucho frío esta noche.

Y, así, los guerreros que habían luchado y vencido, cansados y hambrientos, depusieron lanza y escudo, aferraron las segures y comenzaron a recoger leña.

También Jeno, que había combatido durante horas y perdía sangre por un par de heridas superficiales, tras haberme pedido que le vendara las heridas se unió a los otros para talar los árboles del bosque.

Nuestro criado despejó un espacio lo suficientemente grande y plantó la tienda reforzando su base con nieve. Yo extendí las pieles, las mantas y los mantos y encendí la lucerna. Jeno encontraría a su vuelta la ilusión de una casa acogedora y un mínimo de tibieza. A pesar del esfuerzo y del cansancio, el campamento se alzaba, tienda tras tienda, a veces con simples protecciones improvisadas: pieles atadas alrededor de tres lanzas entrecruzadas.

Comenzaron a llegar haces de leña y se encendieron los primeros fuegos, signo de una vida que continuaba ardiendo y no quería rendirse. Recogí en un vaso de barro unas brasas y las llevé al interior de la tienda para calentarla y, mientras buscaba un poco de cebada que tostar y moler en el mortero para la cena, mi mirada cayó sobre la cajita del rollo. Habría dado cualquier cosa por conocer lo que Jeno había escrito en un mes y medio de marcha a lo largo del río… ¡Melisa! Quizás ella comprendía los signos de los griegos y sabía transformarlos en palabras.

Salí y la busqué por el campamento hasta que la vi en el real de los arcadios.

—Te necesito —dije.

—¿Qué quieres?

—Ven conmigo, te lo diré por el camino.

Cuando estuvimos en la entrada de nuestra tienda me detuve.

—¿Tú entiendes los signos escritos?

—¿Quieres saber si sé leer? Sí, por supuesto: una mujer de mi nivel debe saber leer, escribir, cantar y danzar.

—Ven, entra. Lee lo que hay escrito aquí.

Y abrí el rollo de la cajita.

—¿Estás loca? Si llega Jeno, nos partirá la cabeza a las dos.

—No, aún está cortando leña y luego irá a ver a Sofo para discutir lo que hay que hacer mañana. Lo hace casi todas las tardes. Pero no te preocupes: yo estaré en la entrada y escucharé mientras lees en voz alta lo que ves en el rollo. Si le veo llegar, te avisaré y te dará tiempo a guardarlo. Si pregunta por qué estás aquí, diré que te he invitado a calentarte en el brasero.

De mala gana Melisa abrió el rollo y leyó lo que había escrito desde que habíamos llegado a orillas del río maldito.

¡Casi nada!

Unas pocas frases, las distancias, las etapas, y ni siquiera todas. No figuraban las marchas extenuantes, los caídos, los heridos, los muchos compañeros perdidos: ¡una larga estela de muertos a lo largo de un sendero que no llevaba a ninguna parte! No había una sola palabra sobre la gran montaña en forma de pirámide y tampoco sobre la decisión de seguir el río. Ni una alusión, ni una frase.

—¿Estás segura, Melisa, de que no hay nada más? —pregunté incrédula.

—No hay nada más, te lo puedo asegurar.

—No me engañes, te lo ruego.

—¿Por qué iba a hacerlo? Te juro que lo que has oído es lo que está escrito aquí.

Guardé el rollo y cerré la cajita.

—Vamos —dije—, te acompañaré de vuelta a tu alojamiento.

La tomé del brazo y volví con ella al real de los arcadios.

—¿Por qué estás tan alterada? —me preguntó.

—¿Que por qué? No dice una sola palabra sobre la decisión de seguir el río y sobre las terribles consecuencias de esta resolución.

—Ha querido anotar sólo lo esencial: en estas condiciones no puede encontrar tiempo para escribir. Lo hará más adelante, cuando hayamos vuelto y tenga tiempo de recordar y reflexionar sobre lo ocurrido.

—¿Quieres decir que para ti esto es normal?

—No veo en ello nada extraño.

—Yo, en cambio, sí. Y puedo decirte que en condiciones no menos difíciles le he visto escribir durante horas hasta entrada la noche. Si no escribe es porque no quiere.

—No entiendo qué quieres decir.

—Escucha, debo pedirte también que me ayudes.

—Pero ¿cómo?, ¿no te basta con lo que hemos hecho esta noche?

—No. Tengo una sospecha terrible y no consigo liberarme de ella. Tengo que entender como sea qué está pasando y sólo hay una manera.

—¿Y cuál es?

—Entrar en la tienda de Sofo cuando él no esté.

—Olvídate de ello. Te quiero, pero me preocupo también de mí y no tengo la menor intención de que me vapuleen como a las putas a disposición de ese viejo rufián baboso que las alquila.

—El riesgo del que hablo es mucho mayor, no sólo para mí y para ti, sino para todos. Un riesgo… mortal.

—Bonita novedad. ¿Qué otra cosa cabe esperar en esta situación?

—Ahora no tengo tiempo de explicártelo, pero lo comprenderás y sabrás llegado el momento. No corres ningún riesgo. Debes convencer a Cleanor para que invite a su tienda a Sofo y a Jeno y tal vez a otro oficial del que se fíe. Dile que sólo él goza de la máxima consideración del comandante supremo y que debe conseguir comprender cuáles son sus verdaderas intenciones y convencerle de que establezca un término después del cual habrá que volver atrás.

»Primero te dirá que no te inmiscuyas, que no es asunto tuyo, que no es cosa de mujeres, pero luego pensará en ello y al final dirá que la idea fue suya y hará lo que le pidas.

—¿Y si lo hiciese?

—Cuando tenga lugar la reunión por fuerza tendrás que salir; entonces dile que estarás conmigo hasta que haya terminado.

—¿Y luego?

—Entraremos en la tienda de Sofo y buscaremos algo que pueda explicar este enigma.

—Lo siento, Abira, pero no me veo con ánimos. Me da demasiado miedo.

—Pero yo no sé leer.

—Lo siento —repitió—. No puedo ayudarte.

—Entonces haz lo que te he dicho. Ya pensaré yo en lo demás. Me las arreglaré sola.

Melisa suspiró:

—Pero ¿no comprendes que es una locura?

—Tú no lo entiendes, créeme. Debemos descubrir como sea qué está sucediendo o moriremos todos. Te lo ruego.

Melisa dudó de nuevo y luego dijo:

—No te prometo nada. Veré qué puedo hacer.

—Gracias —respondí—, sé que eres una muchacha valiente.

La dejé delante de la tienda de Cleanor y regresé; ya era de noche.

Jeno llegó tarde y agotado de cansancio. En el campamento los fuegos despedían luz y calor y muchos de nuestros soldados se habían dispuesto en torno a las hogueras para calentarse o para coger brasas que llevar a las tiendas.

Sabía que no era el mejor momento para hacerle preguntas, pero me armé de valor y hablé con él mientras le cambiaba las vendas:

—¿Qué sucederá mañana?

—No lo sé.

—Te echarán la culpa a ti de haberlos traído a un territorio completamente desconocido y de encontrarse sin objetivo.

—Ya tengo bastantes preocupaciones para que te metas también tú.

—Lo hago porque te quiero.

—Pues, si me quieres, cállate.

—No. Debes prepararte para lo que pueda suceder mañana.

—No pasará nada. Con la luz del día podremos distinguir el lecho del río y casi sin ninguna duda conseguiremos seguirlo.

—Sabes que puedes fiarte de mí: ¿estás seguro de verdad de que la decisión de seguir el río es la acertada? ¿No tienes ninguna duda? ¿No te sientes mal por todos los muertos que hemos ido sembrando a lo largo de este camino, por los compañeros perdidos en perseguir un sendero que termina en la nada?

Jeno se volvió de golpe hacia mí y el reflejo del brasero iluminó dos ojos velados por las lágrimas.

—Una parte de mí ha muerto con ellos —respondió—, pero si estoy vivo es sólo porque la suerte me ha perdonado la vida. Nunca me he escondido, siempre he afrontado los mismos riesgos, he sufrido las mismas heridas, las fatigas, las vigilias, el frío y el hambre. He compartido con ellos mi comida cuando la tenía. Habría podido morir cien veces en los combates que he afrontado. Si los dioses me han perdonado la vida significa que tengo una tarea que cumplir: llevar a casa a este ejército. O si esto no es posible, encontrarles un nuevo hogar.

—Es decir, fundar una nueva ciudad. Pero entonces es verdad lo que dice Neto.

—Es algo en lo que he pensado varias veces, sí, lo que no significa que esté dispuesto a sacrificar a mis compañeros por mi ambición.

—Pero ¿crees de veras que los dioses se preocupan de nuestro destino? ¿Te lo enseñó tu maestro en Atenas? ¿No te ha entrado nunca la duda de que el destino de este ejército sea vencer o morir? ¿Por qué Sofo ha apoyado siempre tu propuesta con tanta convicción? ¿Él solo entre todos los oficiales? ¿Y por qué no escribes más?

—Estoy cansado.

—No. Tú sabes que este camino no lleva a ninguna parte y no quieres dejar memoria de tu error. Estás equivocado, Jeno, aunque de buena fe, y el apoyo incondicional de Sofo te ha confirmado en el error.

Esta vez Jeno calló, y yo imaginé que le venían a la mente los muchos y extraños acontecimientos que habían jalonado nuestra marcha: la aparición imprevista y misteriosa de Sofo, las tropas, las inexplicables coincidencias, la emboscada a los comandantes y su promoción, inmediatamente después, al mando supremo junto con el inquietante y enigmático Neón, y, por último, la decisión de continuar en una dirección que nos dispersaría en la nada.

Fui una vez más yo quien interrumpió sus pensamientos.

—¿Sabes que los soldados y también los oficiales y los comandantes de las grandes unidades hablan con sus mujeres después de hacer el amor? ¿Y que luego las mujeres se hacen confidencias entre sí? Tú me has contado cómo fuiste enrolado y cómo fueron enrolados tus compañeros por Próxeno de Beocia.

—En secreto.

—Y lo mismo ocurrió con todos los demás. Dime, Jeno, porque aquí está la clave del enigma, ¿por qué fuisteis enrolados a escondidas y en secreto?

—Para coger por sorpresa al enemigo.

—¿Y cómo? Había cien mil asiáticos con Ciro en Sardes que nos siguieron hasta el campo de batalla: ¿cómo arreglárselas para mantener oculto a un ejército semejante? ¿Crees que el Gran Rey no tenía espías en su propio territorio? ¿Y crees que Ciro no lo sabía? El motivo debía de ser otro y tú sin duda lo sabes. ¡Tienes que saberlo! Y es ese motivo el que puede resolver el misterio y hacernos comprender qué suerte nos espera.

Hubo otro silencio y extrañamente, en la larga pausa en la que cada sonido era tragado por la nieve que había empezado de nuevo a caer, me volvió a la mente el sueño que había tenido, el jinete nebuloso que se me había aparecido al sentir la caricia persuasiva de la muerte. ¿Acaso los dioses querían confiarme también a mí una misión? Por eso uno de ellos se me había aparecido de la nada y me había transportado volando por los aires hasta la linde del campamento donde alguien pudiera encontrarme. A veces, sí, si volvía a pensar en ello, me parecía que el misterioso jinete montaba un caballo alado.

Jeno no me respondió aquella noche. Quizás el cansancio pesaba a tal punto sobre sus párpados como para impedirle pronunciar una sola palabra de más, o quizá no podía aceptar que desde hacía tanto tiempo una muchacha sencilla, una pequeña bárbara de Oriente comprendiese lo que a él se le había escapado o que, más probablemente, él no había querido comprender.

Le dejé dormir, con la leve tibieza del brasero, encima del vellón de carnero que le recordaba antiguas leyendas, pero yo quería añadir la última tesela al cuadro que estaba recomponiendo y tenía necesidad de alguien que pudiera reconstruirlo para mí. No Melisa; no creía que ella tuviera la información que andaba buscando. Necesitaba a uno de los oficiales o de los soldados, alguien que supiera y que no pudiera decirme que no.

¡Nicarco de Arcadia! El hombre al que los persas habían rajado el vientre la noche en que nuestros comandantes habían sido capturados a traición y al que yo había asistido y contribuido a arrebatar a la muerte.

El día después, cuando el cielo se abrió en amplios relumbrones de luz, las orillas del río se tornaron visibles y algunos de los exploradores descubrieron la capa de hielo que lo cubría bajo la nieve. Pese a todo, el momento de pánico había sido grande.

Una vez más prevaleció la intransigencia de Sofo, para mí mucho más sospechosa porque Jeno parecía haber perdido, al menos en parte, su seguridad. No supe de qué habían hablado los altos oficiales en la reunión con el comandante, pero corrieron voces de un encuentro turbulento y tempestuoso que habría concluido al amenazar Sofo con seguir adelante solo con quien quisiera seguirle.

Era evidente que una solución semejante habría sido un desastre y que la parte del ejército abandonada a la deriva habría sido aniquilada; y la otra también, no mucho después. Sofo dijo que se seguiría adelante hasta el punto en que el hielo del río se hubiera disuelto y que luego no habría ningún problema. Con una de sus proverbiales salidas añadió que los dioses ayudan siempre a quien va hacia abajo. Lo peor pronto había pasado. Esto me preocupaba aún más.

Continuamos el curso del río; avanzamos así durante dos etapas y al final del segundo día de marcha atravesamos una garganta muy estrecha entre dos paredes rocosas y acampamos del otro lado cuando oscurecía, en una zona casi llana.

Buscar a un hombre en medio de miles que caminan en columna a una distancia de media parasanga es una empresa poco menos que desesperada, pero sabía dónde y cómo acampaban los arcadios en cada parada, y tras un par de etapas y de algunas inútiles tentativas conseguí encontrarlo.

—¿Cómo anda la tripa? —le pregunté antes incluso de que se diera cuenta de quién era yo.

—¿Eres tú, muchacha? La tripa está bien: algún dolor de vez en cuando, y algún fastidio sobre todo cuando está vacía durante días enteros y no tengo más que nieve para comer, pero, como se dice, hubiera podido ser peor.

—Necesito hablar contigo.

—Esperaba algo más.

—Si Jeno te oye, te abre en canal, pero antes te corta los testículos.

—Soy todo oídos —respondió enseguida con su amplia sonrisa de muchacho demasiado crecido.

—Háblame de la gran guerra.

—¿La gran guerra? ¿Por qué?

—Por nada. Responde y basta.

Nicarco me miró de reojo como para descubrir en mi mirada el motivo de una pregunta tan extraña; luego dijo:

—No tomé parte en ella, era demasiado pequeño. Ya. ¿Cómo no se me había ocurrido?

—… Pero nuestro comandante sí, y no para de calentarnos la cabeza con el relato de sus hazañas. Pero muchacha, la gran guerra duró treinta años y nadie en el mundo estaría en condiciones de contarte todo lo que sucedió en ella, aparte, quizá…, sí, pero ¿por qué no te diriges a tu Jeno, al escritor? Él es mucho más instruido que yo.

—Porque tiene cosas más importantes de qué ocuparse y, si le queda un poco de tiempo, escribe.

—Me parece muy bien.

—Tengo suficiente con el último período. ¿Qué pasó antes de que diera comienzo esta aventura?

—Bien, los atenienses perdieron, los espartanos ganaron. —Pero ¿no habían luchado en el mismo bando hace muchos años, en los tiempos de las Puertas Ardientes?

—Eso era agua pasada. En ese momento se disputaban la amistad de los persas. Extraño, ¿no?

—¿Y con quién estaban los persas?

—Con Esparta.

—No me lo puedo creer.

—Pues así es. Los espartanos no habrían vencido en el mar contra Atenas de no haber contado con el dinero de los persas. Y los persas se lo daban porque querían destruir la flota ateniense, que era su pesadilla.

—¿Y quién les daba el dinero?

—El príncipe Ciro. Es cosa más que sabida.

—¿Nuestro príncipe Ciro?

—Él precisamente.

—Comprendo.

—¿Has comprendido? ¿Qué has comprendido?

—Lo que quería saber. No digas a nadie que te he hecho estas preguntas. Por favor.

—Pierde cuidado. En parte porque no es ningún secreto: te he dicho que lo saben todos.

—Todos menos yo. Te doy las gracias, muchacho. Adiós. Y trata de conservar tu pellejo hasta que llegues a casa.

—Lo intentaré —sonrió Nicarco.

Por la manera en que me miró sacudiendo la cabeza se veía que no conseguía comprender la razón de mi visita, pero por su manera de sonreír se deducía que le había dado placer volver a verme.

Tenía un nudo en la garganta de la emoción. Nunca habría podido imaginar a qué acontecimientos iba a asistir al dejar mi aldea, nunca habría creído que sería capaz de resolver enigmas que me superaban, comprender acontecimientos que habían cambiado el destino de naciones enteras. Ahora todo me parecía claro: Ciro quería el trono, y para conseguirlo debía procurarse los mejores soldados del mundo, los mantos rojos, con cuantos pudiera contar, y todos aquellos que habían sido instruidos por ellos en la técnica de combate. Pero los espartanos estaban aliados con su hermano, el gran rey Artajerjes, y, por tanto, se encontraban ante un dilema: si Ciro tenía éxito en su empresa, les debería el trono y las ventajas que obtendrían de ello serían enormes. Si no lo conseguía, tenían que demostrar al Gran Rey que eran ajenos a esta expedición, que Ciro había reclutado a los guerreros por su cuenta y sin consultárselo. ¡He aquí la verdadera razón del secretismo del plan! Querían hacer un doble juego y asegurarse que mantenían sus ventajas, ganara quien ganase.

Pero luego, una vez puesta en marcha la operación, debían de haber tenido sus dudas: ¿y si la situación se les escapaba de las manos? ¿Y si surgían imprevistos? Tenía que haber, en cualquier caso, una manera de remediarlo, pero para hacerlo se necesitaba a alguien que supiera cómo actuar, alguien que obedeciera directamente sus órdenes. He aquí por qué en un determinado momento del viaje, poco antes de que yo conociera a Jeno, había llegado Sofo. He aquí por qué nadie sabía nada de él, y tampoco Neón era sospechoso.

Para los Diez Mil no había alternativas: debían vencer o morir, o mejor aún, desaparecer. Nadie podía estar en condiciones de revelar qué había detrás de aquella extraordinaria, temeraria expedición.

Pero las cosas no habían ido de acuerdo con lo previsto. El ejército había perdido, pero los Diez Mil habían vencido. Habían sobrevivido y eran un peligro porque constituían la prueba de que Esparta había traicionado la alianza con el más poderoso Imperio de la Tierra: había traicionado al Gran Rey y había ayudado a su hermano a matarlo.

Extraje mi conclusión definitiva, aquella en la que ni yo siquiera quería creer. Me senté en una piedra para que me dieran los rayos del sol, con los ojos cerrados, y empecé a elaborar el último pensamiento: Sofo servía para esto; debía llevar a los sobrevivientes a un lugar del que no podrían ya volver, y la idea de Jeno había llegado muy oportunamente. No había tenido que hacer nada más que secundarla. Esto significaba, obviamente, también otra cosa: que Jeno se estaba equivocando, que se encaminaban hacia el fin, hacia una meta de la que no habría ya vuelta atrás.

Pero tenía que demostrarlo: cada vez que yo había tratado de insinuarle una sospecha, Jeno se había negado a aceptar siquiera la hipótesis; ahora, delante de semejante barbaridad podía reaccionar de forma imprevisible. Para sus adentros seguía creyendo que el mayor peligro provenía del Gran Rey. Yo necesitaba una prueba para demostrarle que el peligro aún mayor estaba oculto, y el único lugar en el que podía encontrarla era en la tienda de Sofo.

Durante toda la noche rumié mis pensamientos esperando que Jeno y algunos de sus compañeros volvieran de una partida de caza, actividad en la que como siempre él destacaba. Y, en efecto, las piezas cobradas fueron muy abundantes: ocho ciervos, cuatro puercoespines, dos jabalíes, media docena de liebres cogidas con lazo y algunas aves de ojos maravillosos. El macho tenía una cola larga y puntiaguda hecha de plumas de color bronce y un plumaje de increíble esplendor en el cuello y en las alas. Más modesto era el plumaje de las hembras, pero no menos exquisita la carne. En honor al río que estábamos siguiendo y que creíamos que era el Fasis, Jeno y los suyos llamaron a aquellas aves «faisanes», y me regaló sus plumas para que me hiciera unos adornos con ellas.

La abundancia de comida puso a muchos de buen humor y disipó el grave clima de desaliento y de sospecha que reinaba en el campamento. Que el comandante en jefe estuviera tan seguro de lo que hacía era visto como un buen augurio.

También me planteaba un interrogante: ¿qué ocurriría si no encontraba nada y, aún peor, si fuera sorprendida hurgando en el bagaje del comandante supremo? ¿Me defendería Jeno o me abandonaría a mi suerte? Y Melisa ¿me ayudaría?

Imploré mentalmente a Lystra y a su pequeño nonato esperando que me oyesen y me prestasen ayuda. Imaginaba al niño con su piel arrugada de viejo prematuro sentado en la infinita pradera del más allá mientras jugaba con las flores estériles del asfódelo. Me había acostumbrado al más allá de los griegos, más melancólico aún que el nuestro.

Quería ahuyentar de mí la imagen angustiosa que asaltaba mi mente para que no me atormentase en sueños, así que empecé a caminar por las lindes del campamento ciñéndome el mantón para protegerme del aire punzante de la noche, cuando una visión inquietante me detuvo.

Al reverberar de los fuegos, al final de un recorrido de huellas negras y profundas, un hombre cubierto con una capa gris me daba la espalda con la cabeza hundida entre los hombros, de modo que casi no se veía.

Me acerqué hasta que estuve a pocos pasos de él y pregunté con un coraje que me sorprendió a mí misma:

—¿Quién eres?

El hombre se volvió y casi se me paró el corazón: con una mano sostenía un animal destazado, tal vez una liebre o un conejo, y con la otra devoraba el hígado crudo ensuciándose la cara de sangre.

A duras penas reconocí en él a uno de los augures que había visto otras veces celebrar ritos propiciatorios en los momentos más duros.

—¿Qué estás haciendo? —balbuceé.

El hombre respondió con un oscuro gorgoteo de la voz:

—He sacrificado este animal a las divinidades de la noche… Y he observado su hígado para conocer el vaticinio…

—¿Y bien?

—Debo devorarlo para conocer la verdad hasta el fondo.

—¿Qué verdad?

El rostro del adivino se contrajo en una mueca:

—La muerte…, qué muerte nos está reservada.