XXIII

Aquella noche, en la tienda, abrazados el uno al otro bajo una piel de carnero, escuchamos el rumor del río que corría raudo hacia su destino. Muchos pensamientos e interrogantes se acumulaban en mi mente.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que el que discurre hacia abajo es el Fasis? ¿Y por qué el Fasis debería llevarnos a la salvación?

Como otras veces, Jeno me estrechó contra sí y me contó una historia maravillosa:

—Sólo el Fasis puede ser tan grande y caudaloso en esta región. He observado las estrellas y no tengo dudas. Además, el nombre con el que lo ha llamado el hombre, Pase, es sin duda el verdadero, del que deriva el nuestro. Aparte, también Quirísofo está seguro de ello y me ha apoyado en el propósito de seguir la corriente.

—Pero el agua va en dirección contraria a la que debería moverse nuestra marcha. Si la seguimos, acabaremos en una tierra más lejana y desconocida aún que la que estamos atravesando.

—El agua discurre hacia abajo y hacia el mar y por tanto, aunque por ahora el río va hacia oriente, mejor dicho, hacia occidente, es sólo por la pendiente del terreno. Pero luego cambiará y bajará hacia el mar y la desembocadura, cerca de la cual se alza una ciudad en un lugar visitado por uno de nuestros héroes hace muchos siglos.

—¿Y quién era ese héroe? ¿Y por qué llegó hasta estas tierras remotas?

—Se llamaba Jasón y era un príncipe. Se lo habían llevado de la residencia real siendo muy pequeño la noche en que su padre Esón fue asesinado por su hermanastro Pelias, que se había hecho con el poder. Fue criado a escondidas por un ser maravilloso, de sabiduría infinita, y cuando llegó a adulto dejó la cueva en los montes donde había crecido y volvió al palacio. Al cruzar un río perdió una sandalia y se presentó así en el palacio real, dando un susto de muerte al tío, al que un oráculo había vaticinado que sería destronado por un hombre con una sola sandalia.

»Entonces Pelias le mandó llevar a cabo una empresa considerada imposible y en la que perdería seguramente la vida: traer a casa el vellocino, todo de oro, de un carnero mágico y gigantesco, que era considerado el más poderoso talismán sobre la faz de la Tierra. Este objeto precioso se encontraba en la Cólquide, la región más oriental del mundo, y permanecía vigilado por un enorme dragón que expulsaba llamas por sus fauces.

»Jasón aceptó el desafío, reunió a los héroes más fuertes de Grecia, construyó la primera nave de la historia del hombre a partir de un solo pino gigantesco del monte Pelión y partió. Llegado a la Cólquide, se presentó ante el rey solicitando ayuda, pero fue la princesa, la bellísima Medea, la que se enamoró de él y le confió los secretos que le permitirían vencer al dragón y volver a casa.

»Jasón llevó a su patria el vellocino de oro, se convirtió en rey de su ciudad y se casó con Medea.

—¿Y cómo terminó la historia?

—Su unión se convirtió en una pesadilla y acabó sangrientamente.

—Quién sabe por qué vuestras historias siempre acaban mal.

—Porque son parecidas a la realidad. En la realidad muy pocas historias acaban bien.

Sus palabras me dejaron helada: ¿nuestra historia acabaría como la de Jasón y Medea? Jeno reanudó su relato:

—Siglos después, sin embargo, otros grupos griegos llegaron a la tierra de Medea y en la desembocadura de este río fundaron una ciudad del mismo nombre: Fasis. Sé exactamente dónde se encuentra, a lo largo de la costa del mar llamado Ponto Euxino, en una tierra rica y fértil. Si seguimos el río, nos llevará hasta allí y nuestros sufrimientos se habrán terminado.

—Y cuando lleguemos a la ciudad de Fasis, ¿qué haremos?

Jeno suspiró:

—No sabemos siquiera si estaremos vivos mañana ¿y tú me preguntas qué haremos entonces? Tratemos de sobrevivir, Abira, en lo demás ya pensaremos llegado el momento.

De repente la visión antes serena de nuestro inmediato futuro se ensombreció como el cielo que teníamos sobre nuestras cabezas. El silencio me oprimía y traté de retomar la conversación:

—¿Qué piensa Sofo de tu idea?

—Está de acuerdo conmigo. Está dispuesto a apoyarme sea como sea.

—¿Y los demás?

—Quieres saber demasiado.

—¿Y los demás? —repetí.

Jeno dudó, luego cedió.

—Están en contra. Ni uno solo de los comandantes de las grandes unidades está convencido de esta opción. Ha habido una fuerte discusión, casi una pelea. Ha aparecido también Glus, al que no veía desde hacía tiempo, y también estaba en contra. Pero yo me he mantenido firme y he contado con el apoyo de Quirísofo. Se irá a donde hemos decidido nosotros. No existe río que no vaya al mar. Y éste va a nuestro mar.

—Que los dioses te oigan —respondí, y no dije nada más.

En mi fuero interno no estaba nada convencida de ello.

A la mañana siguiente nos pusimos en camino, pero no había entusiasmo, ni determinación. Jantias, Timas, Agasias, Cleanor debían de haber hablado con sus oficiales subalternos y éstos debían de haber informado a los soldados. Íbamos hacia oriente y por aquel lado estaba el Imperio persa, nadie lo ignoraba. Aunque quizá no habíamos salido en ningún momento de él, tal vez estábamos aún en el interior del territorio del Gran Rey. Quizá toda la tierra, a excepción de la de los griegos, pertenecía al Gran Rey.

Una tarde llegamos al pie de un desfiladero atestado de guerreros que impedían el paso. Se verificaba lo que habíamos afrontado tantas, tantas veces. En aquella tierra montañosa cada valle era un territorio cerrado, una pequeña patria que defender con uñas y dientes, y para nosotros, que expugnar a toda costa. ¿Cuántos valles había aún entre nosotros y el mar? ¿Cuántos desfiladeros que tomar al asalto? ¿Cuántas aldeas que saquear? Paseaba la mirada a través de la extensión infinita de montes, de picos nevados, de cimas centelleantes, de cascadas y de torrentes tumultuosos, y no conseguía imaginar el final. Tampoco Jeno, tampoco él, que lo sabía todo, podía decir cuántas montañas impracticables, cuántos despeñaderos escarpados tendríamos que escalar antes de ver brillar las aguas del mar. Aquel mar que yo no había visto nunca y, estaba segura, no vería jamás.

El río…; a veces lo teníamos cerca, a veces nos alejábamos de él, pero no lo perdíamos de vista. Era nuestro guía, nuestro sendero líquido y undoso que un día nos conduciría a través de prados floridos, paisajes encantados, acariciados por el viento de primavera. Y Lystra llevaría allí a su niño para que diera los primeros pasos.

Oí un grito, una orden seca y luego el alarido de miles de hombres y el fragor ensordecedor de las armas de los guerreros que se lanzaban al ataque. Los comandantes parecían dirigir un juego, desplazaban secciones de una zona a otra, lanzaban falsos ataques y se retiraban para luego reunir el grueso de las fuerzas en otra parte y asestar el mazazo definitivo. Era una partida de caza de resultado conocido. Veía a Jantias golpear con potencia devastadora, a Timas avanzar corriendo por la pendiente, incitando a sus hombres, a Cleanor cargar con la cabeza baja detrás del escudo y arrollar cada obstáculo, a Jeno pasar al galope con la lanza empuñada y a los demás, los héroes de aquel ejército perdido: Aristónimo de Metidrio, Agasias, Licio de Siracusa, Euríloco, Calímaco… Los reconocía por el timbre de voz, por la manera de gesticular, correr al ataque, llamar a grandes voces a sus compañeros. Eran leones en libertad en medio de una manada: nadie podía resistírseles.

Antes de que cayera la noche los defensores del puerto de montaña yacían dispersos por la pendiente, cada uno donde había sido alcanzado por el golpe fatal. Los nuestros acamparon guardando el paso.

Las mujeres y las bestias de carga llegaron después, cuando sólo el reflejo de la luna sobre la nieve permitía no perder el sendero. Del otro lado del desfiladero, unas manchas oscuras resaltaban en la blancura difusa: aldeas fortificadas resguardadas cada una en un saliente rocoso. Las vituallas tomadas en las aldeas armenias casi se habían terminado: el ejército tenía hambre.

Al día siguiente al amanecer Sofo ordenó distribuir lo que había quedado de comer, luego hizo tocar las trompetas para el ataque.

El ejército rodeaba las aldeas una por una, los incursores ponían a prueba la resistencia con ataques y retiradas obligando a los defensores a lanzar flechas, dardos y piedras, armas primitivas y poco eficaces; luego avanzaba la infantería pesada. Vi a Cleónimo, a Agasias y a Euríloco de Lusio revestidos con sus armaduras correr rampa arriba hacia la entrada, como en una loca competición de atletas que se superaban unos a otros, empujándose con gritos y carcajadas, y echar abajo las puertas de cañizo de un simple empujón de los escudos y arrastrar dentro a sus compañeros, que venían lanzados.

Entonces descubrí hasta qué punto podían llegar el amor por la libertad, el apego a la propia tierra, el terror a un enemigo desconocido.

Vi a las mujeres de la aldea arrojar a sus pequeños desde lo alto del recinto amurallado contra las rocas de abajo, y luego hacerlo ellas y despanzurrarse contra las aguzadas piedras. Y también vi a los hombres, después de haberse batido hasta el extremo, agotadas todas sus fuerzas, despuntadas y rotas las armas, correr la misma suerte que sus hijos y esposas.

Cargado con el botín y las vituallas, el ejército prosiguió su camino, siguiendo siempre el río, cada vez más hacia oriente.

Avanzamos durante días sin detenernos nunca, pasando cerca de la montaña que había visto mucho tiempo antes, al amanecer, resplandecer en el horizonte como una piedra preciosa. Era inmensa, perforaba las nubes con su cima, y las laderas, recorridas por negros plegamientos, se alzaban majestuosas en la vasta meseta atravesada por el río.

Luego comenzó a nevar, con grandes copos, sobre los campos interminables y silenciosos, durante un día y una noche sin interrupción. O tal vez durante dos o tres: esos días terribles se confundían y se superponían en mi memoria. Sólo recuerdo que perdimos a uno de nuestros criados, extraviado en la tormenta.

A la mañana siguiente le sobrevinieron a Lystra los dolores del parto. Esperé a que todo hubiera terminado mientras los soldados saciaban su hambre, desmontaban el campamento y se disponían a ponerse en camino. Había hecho que nuestro otro criado preparase una tablazón con dos varas para atar a uno de los mulos: una especie de arrastre sobre el que acomodar a la muchacha y al niño cuando naciera, pero las cosas no fueron como me esperaba. Los dolores del parto se prolongaron con fuertes contracciones y gritos de espasmo, pero el niño no venía al mundo. Jeno llegó ya armado y llevando de las bridas a su caballo.

—¿Qué quieres hacer? Tenemos que movernos, el ejército no puede esperar.

—No pienso abandonarla en estas condiciones, sería descuartizada por los lobos. Está a punto de parir, ¿es que no lo entiendes?

—La haré cargar sobre el arrastre y andando.

—No, el niño está a punto de nacer, debe permanecer quieta y tumbada. Ya falta poco. Tú vete, déjame a mí con el criado y el mulo con el arrastre; os alcanzaremos. No será difícil sin duda seguir las huellas de vuestro paso.

Jeno, aunque a regañadientes, consintió: sabía lo fuerte que yo era y la experiencia que había adquirido en condiciones de extrema incomodidad: «¡No cometas ninguna imprudencia, ten cuidado!», dijo mientras se despedía de mí con un gesto de la mano. Espoleó al caballo a lo largo de la columna en marcha para ponerse a la cabeza de sus exploradores.

Seguía nevando, y los ruidos del ejército en marcha se fueron amortiguando. El criado estaba turbado e inquieto.

—Vamos —decía a cada momento—. No podemos esperar más. Si perdemos el contacto estamos muertos.

—Un poco más, un poco más y nacerá —respondía con cada vez menos convencimiento.

Cansada y extenuada, Lystra no conseguía empujar.

Yo trataba de ayudarla, hacía presión sobre su vientre y le gritaba:

—¡Empuja! ¡Trae al mundo a este hijo, pequeña mujerzuela, trae al mundo a este hijo de mil padres!

Y a cada instante que pasaba me sentía impotente y presa de la angustia. La idea de no vencer la lucha contra el tiempo me producía una sensación de ahogo.

Gritaba, imploraba llorando y sollozando:

—Empuja fuerte, expulsa al bastardo, vamos, ¡ea!, empuja. —Y también me ponía a gritar—: ¡Jeno, Jenoooo! —como si pudiera oírme o ayudarme.

Lystra estaba pálida, helada y cubierta de sudor; tenía unas ojeras oscuras y profundas. Su respiración era un silbido doloroso.

Me miró fijamente con una expresión llena de melancolía y de espanto.

—No lo consigo —dijo con un hilo de voz—, perdóname, pero no lo consigo.

—Sí que lo consigues, ¡maldición! Mira, ya veo los cabellos; ayúdale a nacer, ya falta poco, vamos, ¡ayúdale, ayúdale!

Lystra me miró de nuevo durante un instante con lágrimas que surcaban sus chupadas mejillas; luego echó la cabeza hacia atrás y permaneció inmóvil con los ojos abiertos mirando fijamente la nieve que caía del cielo blanco e impasible.

La aferré por los hombros y empecé a sacudirla.

—¡No te mueras, no te mueras, despierta, ten ánimo, ahora nos vamos, yo te llevo, yo te llevo!

No sabía lo que me decía; profería palabras sin sentido mientras sacudía aquel cuerpo inerte que dejaba colgar los brazos como una muñeca desarticulada. Me dejé caer sobre ella para transmitirle un poco de mi calor y permanecí inmóvil llorando, no sé por cuánto tiempo.

Cuando me recuperé, miré a mi alrededor para pedir ayuda y me di cuenta con terror de que estaba sola. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dónde estaba el criado? ¿En qué dirección se había ido el ejército? La nieve caía densa y copiosa, el silencio que me rodeaba ahogaba todo ruido, incluso el de mi respiración, de la que sólo veía las nubecillas de vapor.

Traté de ponerme en pie, pero no lo conseguía; la nieve lo cubría todo con un revoloteo confuso, con una niebla densa y casi impenetrable. En un determinado momento me pareció descubrir sombras oscuras que venían hacia mí.

Me puse a gritar con todas mis fuerzas, hasta que los gritos se me murieron en la garganta. Traté de moverme, de encontrar las huellas del paso del ejército, pero todo era igual en cualquier dirección; estaba sola al lado de un cadáver rígido y ya recubierto completamente por la nieve.

Moriría también yo.

Dentro de poco.

Seguiría a Lystra y a su hijo.

No vería más a Jeno.

Ni la aldea polvorienta de Beth Qada. El pozo…, las amigas…, mi madre. Nada…

Me entró una somnolencia pesada, amodorrante… y dulce. Y recuerdo que tuve un sueño. Mientras me sumía en el olvido soñé que veía una forma incierta que avanzaba hacia mí. La forma tomó los contornos de una figura fantástica. Un jinete blanco sobre un caballo blanco, el rostro embozado con un borde del manto que le caía sobre los hombros.

Lo vi saltar a tierra, también él ligero como un copo de nieve, y avanzar hacia mí.

—¿Quién eres? —pregunté mientras lo veía inclinarse para levantarme del suelo.

Luego la imagen se disolvió también en el torbellino de nieve, y yo me desvanecí en el amodorramiento del que ni siquiera los sueños ni las visiones consiguen escapar.

Pensé: la muerte.

Jeno.

El rostro que se me aparecía en la débil luz del atardecer era el suyo.

—¿Dónde estamos? —conseguí murmurar.

—En el campamento. Estás en lugar seguro.

Enseguida me vino a la mente la imagen de Lystra y me brotaron las lágrimas de los ojos.

—Lystra está muerta.

—Me lo imaginé. Lo siento.

—¿Cómo has hecho para encontrarme?

—Te han encontrado los centinelas aquí fuera, debajo de un abeto, casi aterida.

—No es posible.

—Tampoco yo consigo explicármelo.

—Creo haber visto…

—¿El qué?

—A un hombre cubierto de nieve, todo blanco.

—Quizás era mi criado. No ha regresado aún. Tal vez haya sido él quien te ha encontrado y te ha traído.

—¿Y dónde está ahora?

—Puede ser que ande por ahí. Pero es inútil buscarle ahora. Dentro de poco estará completamente oscuro. Es demasiado peligroso.

Dormí toda la noche. A la mañana siguiente un grupo de exploradores encontró los restos del mulo y de nuestro criado. Los lobos habían dejado sólo los huesos. Jeno compró otro criado a los mercaderes que aún nos seguían y proseguimos el camino.

Continuamos avanzando hacia oriente durante muchos días, siempre siguiendo el río, y todas las tardes, en las reuniones del estado mayor, los comandantes de las grandes unidades y de los batallones insistían en que seguir en aquella dirección era una locura, que ya habíamos recorrido una gran distancia y nada hacía pensar que el río nos llevaría al mar. Sólo uno de ellos de nombre interminable, y al que yo llamaré Neto, aventuró una hipótesis inquietante:

—Existe la posibilidad de que este río desemboque en el río Océano, que circunda la Tierra, y no en el Ponto Euxino, como vosotros esperáis.

—Pero ¿qué dices? —rebatió Jeno.

—Demuéstrame por qué no puede ser —replicó Neto.

—Estamos sufriendo las bajas más serias desde que partimos —dijo Jantias—, hemos perdido más hombres por el frío y la nieve que en la gran batalla contra el Gran Rey.

—¡Y la responsabilidad es tuya, Jenofonte! —exclamó Neto.

—No —le interrumpió Sofo—, la responsabilidad es mía. Yo tengo el mando supremo. Y estoy convencido de que Jenofonte tiene razón. Tenemos que seguir el río, y pronto nos conducirá al mar. Hemos hecho enormes esfuerzos por llegar hasta aquí, no podemos echarlos a perder volviendo atrás.

Jeno intervino:

—Nadie que yo conozca ha llegado nunca hasta el río Océano, a no ser uno de los almirantes del Gran Rey, un griego de Carianda, y por lo que sé está muy lejos, a miles de estadios de distancia. ¿Recordáis lo que decía Ciro? «El Imperio de mi padre es tan grande que se extiende a septentrión hasta donde los hombres no pueden vivir por el frío y al mediodía hasta donde no pueden vivir por el calor.»

—Pero ¡no dijo nada de oriente! —insistió Neto.

—No por ello cambian las cosas: el extremo occidente y el extremo oriente están a la misma distancia del santuario de Delfos, y no es posible que este río desemboque en el Océano, pues sería más largo que el Nilo.

—Yo sé por qué quieres seguir este río —dijo Neto—. ¡Crees que es el Fasis y quieres fundar una colonia en su desembocadura!

Muchos de los presentes se volvieron hacia Jeno gritando e imprecando. Jeno desenvainó la espada y se lanzó contra Neto. Lo habría matado si uno de los presentes no le hubiera parado los pies.

—Eso es una infamia —gritó—. Una falsedad propalada para desacreditarme. Es fruto de la envidia por lo que he hecho hasta ahora por el ejército.

—Es un rumor que corre por el campamento, admítelo —respondió Neto tras instaurarse de nuevo la calma—. Eres un hombre sin tierra y sin patria. Si volvieras a Atenas, te despellejarían porque combatiste contra los demócratas en los tiempos de la batalla del Pireo.

Neto estaba al corriente de todo o, al menos, conocía el pasado de Jeno y su condición de desterrado.

—Si consiguieras fundar una colonia con estos hombres, adquirirías gloria eterna, te erigirían una estatua en la plaza de la nueva ciudad con una inscripción dedicada al fundador. Es esto lo que sueñas, ¿no? Tanto más cuanto que estos hombres no saben adónde ir. ¿Acaso no sería una buena solución?

Volvió a estallar una furibunda discusión. Jeno consiguió retomar la palabra.

—Pongamos que tienes razón: ¿y entonces qué? Aunque ésa fuera mi intención, ¿qué habría de malo en ello? En cualquier caso, decidiría la asamblea del ejército. Yo no tengo poder alguno para tomar una resolución tan importante. Ni siquiera el comandante Quirísofo podría imponer una cosa semejante. Pero si crees que estoy tan cegado por la ambición como para poner en peligro la vida de mis compañeros, a los que estimo y por los que siento apego; como para arriesgarme a mandarlos a todos a la muerte perdiéndolos en un páramo helado sin fin, entonces eres un perro bastardo, un bellaco que se esconde tras las calumnias. Yo estoy tratando de ponerlos a salvo por el camino más seguro, no de hacer que mueran de privaciones uno tras otro.

—Si te pones así… —gritó Neto echando mano a la espada.

—¡Basta ya! —exclamó Sofo—. Seguiremos adelante; Jeno tiene razón: el río no puede ser otro que el Fasis y por tanto será sólo cuestión de días; luego comenzará a descender hacia el mar. Lo seguiremos y estaremos salvados. Mantened la moral de vuestros hombres, dadles ejemplo. Hemos superado mil obstáculos y superaremos también éste.

La reunión se disolvió entre refunfuños y recriminaciones, pero la marcha se reanudó y seguimos de nuevo adelante, durante días y días. La resistencia de nuestros guerreros era increíble; aparte del frío y las tormentas, tuvieron que enfrentarse varias veces con tribus indígenas aguerridas que tendían emboscadas, atacaban de noche, se escondían en la nieve alta y aparecían de repente con gritos que helaban la sangre.

Sofo adoptó una buena táctica para obtener lo que quería: evitar convocar al estado mayor. Dar sólo órdenes. La cosa funcionó durante bastante tiempo, luego el descontento comenzó a crecer de nuevo.

Jeno no escribía más que brevísimas anotaciones. Varias veces lo vi de noche dentro de la tienda abrir la cajita con el rollo blanco, mojar la pluma en la tinta, pergeñar algunas palabras y luego interrumpirse. No me atreví a preguntarle la razón: me imaginaba la causa. Habría tenido que justificar ante sí mismo una elección que estaba causando cuantiosas bajas y todo tipo de incomodidades, pero lo que más me asombraba era el apoyo incondicional de Sofo. No se podía tratar simplemente de un acuerdo sobre la elección de lo que había que hacer; en determinados momentos ésta era tan manifiestamente errónea que habría tenido que despertar al menos una duda. Y yo tenía dudas, siempre angustiosas.

¡Cómo me hubiera gustado saber leer los signos que Jeno había trazado en el rollo las pocas veces que lo hacía, comprender qué confiaba a la memoria y qué condenaba al olvido! Estaba preocupado, con semblante sombrío, taciturno. Cada día era más difícil hablar con él.

Una tarde afrontamos de nuevo una situación muy dura: el desfiladero que teníamos delante de nosotros estaba cerrado por densas filas de guerreros, cubiertos de pieles y con grandes arcos similares a los de los carducos, que nos acribillaban con lanzamientos continuos que la infantería pesada conseguía bloquear disponiéndose en orden cerrado con los escudos superpuestos unos a otros. A nuestras espaldas se desencadenó un nuevo ataque y Jeno mandó dar la vuelta al frente de sus hombres para repeler los ataques provenientes de aquel lado. Una vez más estábamos rodeados. Vi a los comandantes de las grandes unidades reunirse con los guerreros más fuertes del ejército: Euríloco de Lusio, Aristónimo, el de las largas piernas esbeltas, Aristea, el de los cabellos rojos color de fuego, y poco después convocar a los trompeteros y a los flautistas. Esto sólo podía significar una cosa: atacar con la cabeza baja y no detenerse hasta que el frente enemigo se hubiera roto.

El grupo elegido se dispuso en el centro de un cuño de infantería pesada y cuando los flautistas comenzaron a tocar al unísono el ritmo de marcha, cuando los tambores redoblaron haciendo temblar el corazón de todos, el cuño se puso en marcha; de los escudos apretados en forma de teja plana asomaban únicamente las macizas lanzas de fresno; los estropeados mantos rojos destacaban de modo exagerado en la extensión nevada. Las flechas se clavaban en los grandes escudos volviéndolos más pesados, pero el avance proseguía inexorable, remontando la pendiente. Cuando ya faltaba poco para el contacto entre las dos formaciones estalló el clangor de las trompetas, tan fuerte como nunca lo había oído antes: dominó a las flautas y a los tambores, inflamó todo el valle. En aquel momento el cuño se abrió y otro batallón de refuerzo hasta aquel momento parado se lanzó por el pasadizo, al mando de cinco comandantes y de los diez guerreros más valerosos del ejército. La columna así formada llegó ante el enemigo con tal violencia que arrolló una tras otra las filas de los combatientes rompiendo la formación, luego se dividió en dos replegando a sus espaldas los fragmentos que habían quedado separados, seguida a muy poca distancia por el resto del ejército. En menos de una hora no quedaba vivo ninguno de los indígenas, pero cada uno de ellos se había batido con tan salvaje encarnizamiento que muchos de los nuestros habían sido heridos o mutilados, y no pocos muertos.

Terminada la carnicería, todo el ejército se volvió atrás y se reunió con la retaguardia de Jeno, que estaba ya a punto de replegarse, y reavivó el ardor del combate. El grito de guerra resonaba continuo, a oleadas de cientos, miles de voces, y cuando finalmente los gritos, los chillidos y el penetrante sonido de las flautas se apagaron, los exploradores a caballo subieron a la cima ya despejada para pasear la mirada por la extensión de tierra que se ofrecía inerme delante de ellos.

No se oyeron gritos de exultación como todos se esperaban. Debía de haber algo del otro lado tan terrible que apagaba el entusiasmo. Jeno acicateó a Halys pendiente arriba y cuando llegó a la cima desmontó y miró espantado delante de sí: ¡el río que nos había servido de guía hasta aquel punto había desaparecido!