Levántate —le dije—. Te daré una piel de carnero y una manta. La albarda del mulo te servirá de almohada.
Lloró.
—No lo conseguiré. Y perderé al niño entre las piedras de estas montañas.
—No, lo salvarás: es hijo de los Diez Mil. El pequeño bastardo lo conseguirá. Y gracias a él te salvarás tú misma… O gracias a ella. Podría ser una niña.
—Mejor que no. Nacer hembra es un destino amargo.
—Nacer es duro para todos. ¡Cuántos jóvenes, ayer, hoy, han perdido la vida; cuántos la perderán aún! Tú y yo estamos vivas. Dime, ¿has querido alguna vez a alguien?
—¿Querido? No. Pero sé a qué te refieres. Alguna vez he soñado con ello. Soñé con un joven que me miraba de forma encantadora y me hacía sentir hermosa. Yo esperaba que viniera a visitarme apenas cerraba los párpados.
—Y ahora, ¿ya no viene a visitarte en sueños?
—Murió. La muerte es más poderosa que los sueños. ¿Nos enterrarás cuando muramos? Si puedes, cúbrenos con tierra y piedras, no nos abandones a las bestias del bosque.
—Olvídate de ello. Cuando uno está muerto no le importa ya nada.
Cogí la piel de carnero y la manta y la ayudé a tumbarse. Le traje las sobras de la cena que había escondido y un poco de vino para darle fuerzas.
Se acomodó para dormir y esperé a que su joven viniera a visitarla bajo los párpados.
La luna asomó tras las montañas e iluminó el valle; brilló reflejada en mil destellos argentados en el torrente que corría borbotando sobre un lecho de limpia arena.
Sólo quería dormir, abandonarme agotada al lado de Jeno, pero miré a los guerreros que montaban la guardia, cansados como niños que se caen de sueño; velaban encerrados en sus cascos de metal, envueltos en los mantos que se oscurecían con la noche.
Me hubiera gustado saber lo que pensaban.
Los otros dormían ya, con los últimos ecos del combate todavía en los oídos. ¿Cuáles eran sus sueños? El paso de una madre, quizá, que llevara entre las manos la fragancia y la tibieza de un pan dorado.
Había perros vagabundos que seguían desde hacía tiempo al ejército, cada vez más enflaquecidos porque no había restos de comida para ellos. Aullaban tristes a la luna.
El viento sopló desde las frías esquinas del cielo; había emprendido el vuelo como una rapaz nocturna de su nido entre los montes nevados, pero la tienda estaba tibia por el calor de Jeno, su cuerpo era suave bajo la lana del manto y yo me dormí envuelta en su calor soñando con otros paisajes, otros sonidos, otros cielos. La última imagen que vi antes de caer en el sueño fue el apoyo que sostenía sus armas y su manto: en la oscuridad parecía un guerrero feroz que vela pensando en matanzas entre una multitud de seres dormidos. El último sonido que oí fue el ruido de un río más grande, un rebullir de aguas impetuosas entre ásperos pedruscos, entre barrancos rupestres. El viento…
El viento había cambiado.
Me desperté debido a un frío punzante que me helaba los pies; vi que los tenía desnudos por fuera de la manta y me levanté para sentarme a fin de cubrirlos. Jeno ya no estaba, y el apoyo que sostenía su armadura estaba vacío.
Agucé el oído y oí un extraño ruido, un zumbido confuso y, en la lejanía, relinchos y resoplidos de caballos y largos y lastimeros sonidos de cuerno.
Los perros ladraban mientras merodeaban macilentos en torno al campamento.
Me puse en pie de un salto, me vestí y salí de la tienda. Un grupo de oficiales corría al galope adelante y atrás, a lo largo de la baja cima que cerraba nuestro horizonte hacia septentrión. A escasa distancia de mí los comandantes de las grandes unidades: Jantias, Cleanor, Agasias, Timas y Jeno, estaban reunidos en torno a Sofo, armados, las manos apretando la empuñadura de las lanzas, los escudos en el suelo. Celebraban un consejo.
Vi que los guerreros señalaban algo y me volví a mi vez: las cimas de los montes a nuestras espaldas estaban atestadas de carducos. Agitaban las picas y se oían sus cuernos de guerra, que hacían llegar hasta nosotros una cólera implacable.
—No se irán nunca —decía uno—, no nos los quitaremos de encima jamás.
—Entonces, esperémosles aquí y enfrentémonos a ellos de una vez por todas —respondió otro.
—No vendrán; se quedarán en las cimas para atacarnos de lejos, hacer rodar pedruscos, tender emboscadas. Han comprendido ya: lanzan el golpe y luego huyen, ya no se dejan atrapar.
—¡Mirad! ¿Qué pasa por ese lado? —gritó un cuarto.
Muchos soldados corrían hacia la cima donde los oficiales a caballo se habían detenido y observaban algo que tenían delante. También yo fui en la misma dirección con un odre en la mano, como si quisiera llenarlo en el torrente. Y lo que vi cuando hube llegado a la cima hizo que se me parara el corazón: teníamos un río delante de nosotros que atravesaba el valle de occidente a oriente y recibía el curso de agua que corría en sentido lateral a nuestro campamento. ¡Del otro lado había formado todo un ejército!
Éstos no eran pastores salvajes, sino guerreros con pesadas armaduras, infantes y jinetes con corazas y grebas de cuero, yelmos cónicos con penachos de crines, negros y ocres.
Se contaban por miles.
Sus macizos corceles piafaban expeliendo nubes de vapor por los ollares.
Estábamos en una trampa, atrapados entre las montañas y el río impetuoso, con una horda de guerreros implacables a nuestras espaldas y al frente un poderoso ejército cerrando filas en la orilla opuesta. Habían llegado justo a tiempo para impedirnos el paso y a nuestras espaldas los carducos, que nos habíamos hecho la ilusión de haber dejado atrás, eran más numerosos y aguerridos que nunca. ¿Cómo era posible? ¿Quién había coordinado a dos ejércitos de dos naciones enemigas entre sí con tanta precisión? Mil pensamientos y sospechas inquietantes acudieron a mi mente en un instante, y al mismo tiempo fui presa de un sentimiento de impotencia aún más angustioso: aunque nuestros comandantes hubieran coincidido en sus ideas no habría servido de nada. Sólo los dioses, si existían y si se preocupaban de nosotros, podían sacarnos del callejón sin salida en el que estábamos.
Dos de los oficiales a caballo, a escasa distancia de mí, de rostro atezado, los mantos agitados por el viento, se recortaban contra un cielo algo oscuro. Sus discursos no parecían distintos de mis pensamientos.
—Esta vez no tenemos escapatoria.
—No digas eso, trae mala suerte. Pero ¿quiénes son ésos? No son persas y tampoco medas o asirios.
—Son armenios.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo ha dicho el comandante de batallón.
—Nosotros disponemos de armas mejores y más pesadas.
—Pero tenemos detrás a los carducos, dispuestos a batirse hasta el último hombre.
—También nosotros.
—Ya. También nosotros lo estamos.
Llegó al galope Timas de Dardania.
—¿Qué hacemos, comandante? —preguntó el primero de los dos oficiales.
—No es tan terrible como parece.
—¿Ah, no?
—No.
—¿Y quién te lo ha dicho?
—El comandante Quirísofo.
—Que tiene mucho sentido del humor, como es sabido…
—Además es un espartano. A ellos les gustan las situaciones desesperadas. Yo veo la situación muy fea —dijo el otro oficial.
—También yo —confirmó el primero.
—Un momento, escuchad —dijo Timas—. Los carducos saben perfectamente que, si bajan de esos montes, los haremos pedazos. Es más, es lo que buscamos: que lo intenten; pondremos fin para siempre a su interminable persecución. Y además aquí el valle es muy ancho y no pueden lanzarnos piedras encima. Por otra parte, tenemos a ésos, que son el verdadero problema.
—¿Y el río? También el río es un problema.
—Ya veremos —repuso Timas—. El consejo del estado mayor considera que lo único que hay que hacer es cruzar el vado, atacar y dispersarlos antes de que los carducos se decidan a bajar. Cuando tengamos el río a nuestras espaldas los salvajes no nos molestarán más.
—¿Cuándo?
—Ahora. Comemos y luego atacamos; necesitamos todas nuestras fuerzas.
Timas volvió a caballo y lo espoleó hacia el campamento. La trompeta advirtió de que la comida estaba lista.
—Bien, comemos, pasamos al otro lado, los masacramos y reanudamos el camino. Pero ¡si es muy sencillo! Ya, cuesta poco decirlo. Pero ¿qué profundidad tiene el agua?
—Veamos —respondió el segundo oficial e inmediatamente después desmontó y bajó hacia el río.
El otro lo siguió y, protegiéndose con el escudo, avanzaron hacia el centro de la corriente. Los armenios se mantenían a distancia y no parecían interesados en lo que estaba sucediendo. Tal vez sabían por qué.
Y también yo me lo imaginé enseguida. Grité: «¡Cuidado!», y en ese mismo instante el primero de los dos resbaló y se lo llevó la corriente. El segundo, al intentar cogerlo, resbaló a su vez y lo vi gesticular entre las tumultuosas olas, tratando de agarrarse a cualquier asidero. Los caballos relincharon, piafaron e inmediatamente partieron a la carrera con las bridas entre las patas, siguiendo a sus dueños.
Me puse a gritar:
—¡Socorredlos! ¡Por ahí, por ese lado!
Algunos soldados lo advirtieron y espolearon a sus cabalgaduras a gran velocidad a lo largo de la orilla, pero los vi detenerse al cabo de poco. Se habían rendido a un destino ineluctable.
Sofo lo decía en serio. Apenas hubo tomado una colación, el ejército se dispuso formando una columna con un frente de cincuenta hombres y marchó rápidamente hacia el río. Se quedaron unos pocos protegiendo el campamento y guardando sus espaldas contra los carducos, que continuaban gritando y lanzando prolongadas llamadas con los cuernos. Parecía que cada vez eran más.
Quizás algunos de los hombres lo advirtieron una vez que hubo sucedido ya, pero era evidente que no había alternativa a la acción prevista, y el ejército siguió adelante. La cabeza de la columna entró en el río, pero el fondo estaba cubierto de rocas resbaladizas a causa de las algas y era muy difícil sostenerse en pie. Se dieron la mano unos a otros, pero no habían llegado aún al centro del río cuando el agua les llegaba ya al pecho, y la corriente era tan impetuosa que embestía los escudos y resultaba casi imposible aguantar su fuerza. Alguno intentó alzarlos en alto por encima de la cabeza, pero enseguida los armenios dispararon una salva de dardos y los escudos fueron inmediatamente bajados para proteger pecho y vientre. Delante de mis ojos tenía a un ejército que luchaba contra un río, pero era una lucha desigual, pues la fuerza de los remolinos era insostenible y el agua estaba helada. Poco después, con toques repetidos, la trompeta tocó a retirada y los nuestros se replegaron arrastrando tras de sí a los heridos y llamando con grandes voces a los cirujanos.
Estábamos metidos en una trampa. Los enemigos sólo tenían que esperar. Los carducos comenzaban a bajar, paso a paso. Los armenios permanecían inmóviles.
Sofo envió hacia las montañas a un destacamento de infantería ligera, honderos y arqueros cretenses, para mantener a distancia a los carducos.
No sucedió nada durante todo el día; se respiraba la sensación de impotencia que gravitaba sobre el campamento, si no de desesperación.
Otra vez llegó la noche.
Lystra, por lo menos, podía descansar y recuperar fuerzas. Pero ¿dónde estaba Melisa?
No conseguía encontrarla en ninguna parte mientras, a la caída de la tarde, se veía a varias de las jóvenes prostitutas seguir aquí y allá a los soldados que las llevaban de la mano al interior de las tiendas. Quizá los guerreros presagiaban el final y querían disfrutar del amor por última vez. Hacia medianoche un grupo de tesalios y de arcadios se reunió en torno al campamento y tras haber cenado se pusieron a cantar.
Eran los hombres de Menón de Tesalia y tenían unas voces poderosas y profundas que evocaban los valles y los montes de su tierra natal. Aunque no comprendía bien las palabras, la armonía era tan intensa y vehemente que los ojos se me inundaron de lágrimas. Y cuando en un determinado momento el canto aumentó de intensidad hasta convertirse en una voz tonante y luego se unió al grito solitario de la trompeta para callar enseguida, el eco repercutió varias veces en las montañas con tanta fuerza que pareció despertarlas de su sueño pétreo. Sólo al pasar junto a la hoguera crepitante, en el torbellino de pavesas que ascendía hacia lo alto, sólo cuando observé los rostros de los soldados iluminados por la luz roja del fuego, comprendí que ese último grito se había alzado con tanta potencia para que lo oyera él, el comandante Menón, en el mundo subterráneo de los muertos.
Yo daba vueltas por el campamento con la cabeza cubierta y escuchaba fragmentos de conversaciones, palabras que se superponían a otras, lamentos a veces, llamadas, toses. La voz del ejército, la que de lejos sonaba unida y discorde, armónica y disonante al mismo tiempo, mostraba y hacía oír los sonidos humanos y bestiales de que estaba hecha. Voces de la memoria, de imprecaciones, de ira sofocada, de miedo, de melancolía. Y cantos de animales y oscuro resoplar de cuerpos ligados en la excitación de un amor que rayaba ya en la muerte.
Tras volver a la tienda, vi que todavía no había nadie: Jeno velaba con los otros jefes buscando una salida ahora que todo parecía obstruido, cuando la larga marcha de hombres indomables parecía haber llegado a su epílogo.
Cuando regresó lo vi sombrío, desmoralizado. Por lo que pude deducir de las pocas palabras que conseguí intercambiar con él, Sofo parecía más preparado para una muerte gloriosa para él y para los suyos que para infundirles la voluntad de vencer.
—Pero debes darles una esperanza de victoria, mejor dicho, ¡la certeza! ¡Tú eres el comandante, por Hércules! —había gritado Jeno.
—Sí, es cierto —respondió Sofo—. Es lo que he hecho.
Ninguno de los comandantes de las grandes unidades había tenido dudas de que se preparaba más para la muerte que para la victoria.
Jeno se acostó en su yacija y permaneció mudo esperando el sueño. Yo me quedé fuera, sentada, pensando.
Entre los troncos del bosque me pareció por un instante ver fluctuar una franja blancuzca, el fantasma de una figura incierta, elusiva; luego nada. Los muertos venían a llevársenos…
Y en cambio, entretanto, ocurría lo impredecible.
Como supe más tarde, los dos oficiales —uno se llamaba Epícrates, el segundo Arcágoras, y estaban entre los primeros que habían ocupado la colina del desfiladero— se habían batido con todas sus fuerzas para no verse arrastrados por los remolinos y por los torbellinos provocados por la corriente y por los pedruscos enormes que, casi a cada meandro, a cada recodo, la obstaculizaban creando formidables turbulencias. Cuantas veces habían tratado de agarrarse el uno al otro para unir sus fuerzas, otras tantas la violencia de la corriente los había separado no sólo en distancia, sino también en profundidad, porque el peso de la armadura se hacía cada vez mayor. Era ya cuestión de momentos, y además la coraza de lino prensado se había empapado completamente y los arrastraría aguas abajo. Zarandeados de continuo de una parte a otra, se estampaban contra las rocas, las piedras, los salientes rocosos, torturados a cada golpe por desgarradoras punzadas. El frío intenso penetraba hasta dentro de los huesos y la respiración se hacía cada vez más corta y fatigosa.
De pronto, cuando estaba ya extenuado y a punto de abandonarse al abrazo mortal del río, Arcágoras vio a escasa distancia delante de sí un tronco caído de la orilla dentro del agua. Era un roble muy grande que aún permanecía arraigado en la margen gracias a una gruesa raíz, pero el agua estaba a punto de desenterrarla, para arrastrar al coloso abatido. Arcágoras se dirigió hacia él con sus últimas fuerzas, se agarró e inmediatamente sintió que lo cogían de un pie: era Epícrates, su compañero, que también había entrevisto la salvación y no quería sin duda dejarla escapar.
Arcágoras fue casi arrastrado pero, tras darse cuenta de lo que ocurría, se mantuvo cogido más tenazmente aún, y permitió a su compañero aferrarse a su cintura, a sus hombros y finalmente alzarse sobre el tronco. Una vez allí fue él quien lo ayudó a subir encima y a ponerse a salvo.
Saltaron a tierra en el mismo instante en que el roble, con un seco crujido, se desarraigaba definitivamente y era arrastrado en medio de un rebullir de espuma. Luego, tras haberse recuperado, se pusieron en camino a lo largo de la orilla escarpada remontando la corriente para alcanzar el campamento antes de que el ejército partiera dándolos por extraviados y perdidos.
Una vez más, extenuados y solos en un territorio desconocido, debían combatir en una lucha contra el tiempo. Marcharon apretando los dientes, venciendo el dolor que les producía el menor movimiento por las contusiones y heridas sufridas al golpearse contra las rocas en su impetuoso descenso por los rápidos del río. Marcharon venciendo los espasmos del hambre y del frío, con el viento que les helaba encima las ropas mojadas, deteniéndose tan sólo cuando las contracturas de los músculos paralizaban sus miembros y obedeciendo nada más que a su denodada voluntad de seguir adelante y reunirse con sus compañeros.
El gris amanecer iluminó finalmente la extensión de montañas y de bosques y el río dejó oír su voz desde el fondo de la garganta rupestre en la que se precipitaba furioso. Arcágoras y Epícrates se asomaron para mirar abajo y vieron que la angostura producía un reflujo que ensanchaba el lecho del río más arriba en un remanso más bien amplio y tranquilo, recorrido sólo en el centro por una corriente más rápida. El reflujo había acumulado un depósito de arena y de guijarros que demoraba el fluir del agua en el punto más ancho entre las dos orillas.
Mientras descansaban vieron en la otra orilla a un viejo, a una mujer y a dos niños que entraban en una cueva que se abría bajo un saliente rocoso y escondían unos hatillos que tal vez contenían sus pobres pertenencias.
—Si han pasado ellos, también podemos pasar nosotros —dijo Arcágoras.
—Comprobémoslo enseguida —aprobó Epícrates.
Bajaron hacia la orilla y, una vez llegados a un punto llano, se despojaron de la armadura, el cinturón y la espada, y se adentraron en la corriente armados sólo con puñal. El fondo era de arena y de guijarros muy finos y, cuando estuvieron en el centro de la corriente, ésta no llegaba siquiera a la ingle.
—¿Sabes qué significa esto? —dijo Arcágoras.
—Pues que hemos descubierto el vado; el ejército puede pasar por aquí y atacar a los armenios por la espalda.
—Bien. Apresurémonos a avisarlos antes de que hagan ninguna locura.
Volvieron atrás y después de haberse revestido con las armaduras se encaminaron de nuevo hacia una colina que se alzaba a escasa distancia, cubierta de un bosque de encinas. Había un sendero que subía, creado por el paso de pastores y ganados, y los dos oficiales lo recorrieron hasta la cima, donde finalmente se les ofreció la vista del campamento y del valle atravesado por el torrente. Pero al mismo tiempo descubrieron al ejército, formado en columna y en orden de batalla, que marchaba por segunda vez para atravesar y atacar a los armenios, mientras los carducos bajaban corriendo monte abajo para sorprenderlos por la espalda. Arcágoras comenzó a gritar: «¡Deteneos! ¡Deteneos!».
—Déjalo estar, no pueden oírte. Tratemos de alcanzarles, corramos, ¡rápido! —replicó Epícrates y se lanzó a la carrera pero, apenas se hubo movido, un oso enorme salido del bosque se detuvo delante de él.
—¡Vete, maldita sea! —gritó tratando de apartarlo con un palo, pero el oso se ponía cada vez más agresivo y tuvo que coger la espada en un intento por mantenerlo a distancia.
El animal gruñía amenazador, abría la boca de par en par, mostraba unos colmillos enormes y alzaba las patas delanteras enseñando sus enormes uñas. Epícrates trató de esquivarlo pasando por su lado, pero la bestia se le adelantó con movimientos muy rápidos y se acercó amenazadora. Arcágoras gritó:
—¡Ven corriendo aquí, donde estoy yo, rápido, atrás, atrás!
Pero Epícrates veía a sus compañeros abajo en la llanura afrontar un duelo a muerte con el río y con los enemigos y quería alcanzarlos a toda costa. Un instante antes de que el oso lo embistiese con su enorme mole, las manos de Arcágoras lo arrastraron y lo estamparon contra el suelo.
—Pero ¡qué haces! —gritó mientras de un salto se ponía de nuevo en pie, pero enseguida se dio cuenta.
El oso se había calmado y estaba atravesando el sendero en dirección al río.
Era una osa y sus cachorros retozaban en el borde del precipicio. La madre los recogió y se los llevó tranquila al bosque. Epícrates recuperó el aliento:
—¿Cómo has hecho para…?
—He visto a las crías y he comprendido —respondió Arcágoras—. Soy arcadio y estoy acostumbrado a los osos desde niño. La primera regla dice que si te entrometes entre los cachorros y la madre, eres hombre muerto. Por suerte, los he visto y he comprendido. Y ahora, corramos.
Se precipitaron pendiente abajo hasta quedarse sin aliento.
Dos centinelas que montaban guardia a lo largo del río vieron un par de figuras acercarse a la carrera.
—¡Alto ahí! —gritaron—. O sois hombres muertos. Y mientras uno se acercaba, el otro blandía la lanza dispuesto a lanzarla.
—¿Es que no me reconoces, estúpido? —fue la respuesta.
—Comandante Arcágoras… Comandante Epícrates…
—Corred enseguida adonde está Sofo y decidle que hemos encontrado el vado. Rápido, nosotros estamos extenuados.
Los dos jóvenes corrieron rápidos como atletas adelantándose el uno al otro. Arcágoras y Epícrates se dejaron caer en el suelo, completamente exhaustos.
La columna se detuvo un momento antes de meterse en el río.
Arcágoras y Epícrates fueron conducidos a presencia de Sofo. El consejo, que se había disuelto apenas unas horas antes, fue convocado inmediatamente de nuevo para escuchar lo que los dos tenían que referir. Se encontraba presente también el nuevo amigo de Jeno, Licio de Siracusa, que estaba al mando del pequeño grupo de caballería constituido después del abandono de los carros.
Un destacamento de dos mil hombres fue enviado a enfrentarse con los carducos, que, sorprendidos, se detuvieron; el resto se quedó formado en línea a lo largo del río.
—Un tronco de árbol desarraigado por alguna tempestad se extendía hacia el centro del río —comenzó Arcágoras— y conseguí aferrarme a una de las ramas. Epícrates, a quien ves aquí a mi lado, consiguió agarrarse a mi pierna derecha y los dos nos levantamos finalmente sobre el tronco. Fue un milagro: estábamos congelados y a punto de desistir.
—Conseguimos saltar a la orilla —continuó el otro— y nos pusimos enseguida en camino. La corriente era muy rápida y nos había arrastrado río abajo varios estadios. No queríamos que nos dejaseis atrás…
—… o perdernos la fiesta si habíais decidido atacar —apostilló el otro.
—Sí —prosiguió diciendo Arcágoras—, y ha sido a la salida del sol cuando nos hemos dado cuenta de dónde nos encontrábamos: a menos de una hora de marcha del campamento. Estábamos todavía mirando a nuestro alrededor cuando hemos oído voces y nos hemos escondido. Eran una pareja de ancianos y dos niños que cruzaban el río hacia la otra orilla.
—Justo en aquel lugar había un saliente rocoso que caía a pico sobre el agua y en la base de la roca, una pequeña cueva donde el hombre y la mujer estaban escondiendo unos hatillos. En resumen, si dos viejecitos y dos niños han conseguido cruzar sin problemas, me parece a mí que podemos pasar también nosotros.
Epícrates contó también el episodio de la osa y a todos les pareció un prodigio de los dioses aquella aventura que había indicado al ejército la vía de salida.
Se preparó inmediatamente un plan: una parte del ejército simularía un nuevo intento de atravesar el río, mientras que el resto pasaría por el vado de más abajo y atacaría a los armenios por la espalda. Un batallón mantendría a raya a los carducos.
Jeno me pidió que trajera vino, el poco que nos quedaba, para ofrecerlo a los dos amigos que habían descubierto el vado.
—Bebed, os lo habéis ganado.
Los dos bebieron a grandes tragos y dijeron que en aquel momento estaban dispuestos a todo…
—Y ahora movámonos —ordenó Sofo.
El ejército se puso en marcha a lo largo de la orilla del río detrás de los oficiales que habían descubierto el vado. Jeno mandaba como de costumbre la retaguardia. En el centro estaban las acémilas con los bagajes y las muchachas que seguían al ejército. Las habían reagrupado a todas, y eran muchas.
El batallón que se había quedado detrás buscó respaldo en el río por una parte e hizo frente a los carducos por otra. Pero cuando los armenios vieron que los nuestros bajaban por la orilla del río en el sentido de la corriente destacaron a dos escuadrones a caballo y los enviaron en la misma dirección. Yo estaba con las muchachas, al lado de Lystra, porque aquél me parecía el lugar adecuado en una tesitura semejante, y busqué largo rato con la mirada a Melisa sin conseguir encontrarla. ¿Dónde había ido a parar?
Llegados al vado, los nuestros comenzaron a avanzar hacia la otra orilla, donde habían llegado ya los jinetes, y apenas hubieron pasado el punto más profundo se echaron hacia delante gritando: «¡Alalalai!».
Eran de nuevo ellos: los mantos rojos, irresistibles, temerarios, arrolladores, y las muchachas de la orilla, como enloquecidas, los incitaban gritando con todas sus fuerzas:
—¡Ánimo! ¡Adelante, adelante! ¡Más rápido!
—¡Demostradles a esos quiénes tienen cojones!
Y otras obscenidades aún más impúdicas que hasta yo misma me puse a gritar y que no me atrevo a repetir, pero los nuestros se sintieron apoyados por aquellas incitaciones y empujados a que se viera de qué eran capaces. Al mismo tiempo Jeno y Licio de Siracusa se lanzaron dentro del agua; la caballería levantaba una nube de salpicaduras y acometió enseguida por el flanco al escuadrón enemigo.
Las muchachas estaban tan seguras de sus hombres que ya habían comenzado a pasar el vado. Muchas, para no mojarse los vestidos, se lo arremangaban hasta la ingle, enseñaban así el premio que los guerreros tendrían si vencían. Pero en aquel momento los guerreros debían mirar delante de sí, y no perder de vista a los enemigos ni por un momento.
En lo alto de una colina vi a dos jinetes armenios, quizá dos comandantes, volver grupas y correr a gran velocidad hacia septentrión. Ya sabían cómo acabaría. Poco después la caballería armenia se replegó ante el impacto insostenible de los nuestros. El hecho de haber encontrado una vía de salida tan inesperada y en circunstancias casi milagrosas había multiplicado desmesuradamente sus fuerzas. Habían vuelto a ser la avalancha de bronce que había arrollado todo obstáculo desde las Puertas Cilicias hasta el Tigris y los montes de Armenia.
Sofo desalojó a los infantes del promontorio rocoso que dominaba la cueva y continuó avanzando, pero la caballería se había retirado sólo la distancia suficiente para tomar impulso y cargar. Esta vez iban en serio. Sofo comprendió y formó a sus hombres para resistir la embestida. Gritó:
—¡Primera fila: de rodillas! ¡Segunda fila: protegeos! ¡Tercera fila: de pie! ¡Lanzas… en ristre!
Yo estaba tan cerca que podía oír sus órdenes y ver a la caballería armenia atacar con sus macizos corceles. Tomaron velocidad, lanzaron una, dos salvas de venablos y, al final, fueron a estamparse contra un muro de bronce. Los nuestros no cedieron ni un palmo; la cuarta, quinta y sexta línea apoyaron a sus compañeros con los hombros y los escudos. Los caballos y los jinetes armenios se ensartaron en las puntas de las lanzas, muchos se desplomaron al suelo provocando otras caídas. Una vez más se desencadenó la sangrienta orgía cruel de los machos: ¡la batalla!
El choque se transformó en una reyerta rabiosa, en una carnicería, en un magma de estrépitos y de relinchos, de gritos y de órdenes aulladas, de clangores de acero.
Luego el fragor calló casi de improviso y oímos el canto de victoria que los griegos llamaban «Paian».
La batalla había terminado.
Los mantos rojos habían vencido.
Jeno cargó furiosamente con sus jinetes para atacar a los armenios que aún custodiaban el campamento que se encontraba a cierta distancia de nuestras tropas formadas junto al río. Pero los armenios habían observado cómo se había desarrollado la batalla y podían ver a la infantería de Sofo que avanzaba victoriosa. En el temor de que los griegos les cortasen la retirada, abandonaron su posición y huyeron por el camino que conducía hacia las montañas.
En aquel momento Jeno, dándose cuenta de que su presencia ya no era necesaria, volvió sobre sus pasos para echar una mano a sus compañeros atrapados entre dos ejércitos enemigos en el primer vado.
Al llegar vio que una parte del batallón estaba tratando de cruzar por un punto algo menos difícil para ir a establecer una cabeza de puente en la otra orilla. Del lado opuesto, hacia mediodía, los carducos habían descendido río abajo y se habían alineado para atacar frontalmente.
Creían que tenían ventaja, porque el batallón que había quedado aislado parecía un grupo pequeño, una presa fácil. El sonido del cuerno dio la señal de ataque y se pusieron en marcha entonando un canto nunca antes oído.
Desde la parte septentrional del río Sofo atacó a la infantería armenia y la puso en fuga; luego formó a los suyos para proteger el vado. En el silencio que se había hecho en el río oíamos también nosotros el canto de los carducos.
No había en aquellas voces entusiasmo ni excitación, no había cantos de guerra que hacen olvidar a los hombres la muerte: era un canto lúgubre compuesto de dos tonos ya asonantes y armónicos teñidos de melancolía, ya disonantes y casi estridentes como llantos de plañideras, acompañados del sonido aún más oscuro del tambor. Ignoraban que se dirigían a su aniquilación.
Asistimos en silencio a la matanza. Los nuestros se desplegaron en cuño, enristraron las lanzas y atacaron a la carrera gritando obsesivamente «¡Alalalai!». Se hundieron en la masa de los enemigos como un cuchillo en el pan y no pararon hasta que no los hubieron aniquilado. Durante días y días habían visto a sus compañeros destrozados por los pedruscos que habían rodado desde lo alto, heridos por los dardos que llovían del cielo, traspasados de noche por cuchillos que asaeteaban la oscuridad. Ahora saldaban cuentas de acuerdo con las leyes de la guerra.
Cuando hubieron terminado volvieron hacia el río. Lavaron las armas en la corriente y se unieron al canto de sus compañeros que gritaban: «¡Io Paian!». Me pregunté si alguno había comprendido que a los Diez Mil no se los podía detener, que ni los hombres ni el río lo habían conseguido.
Jeno me vio y acicateó al caballo en medio de la corriente para venir a donde yo estaba.