Mientras nos disponíamos a dormir, nuestro contingente, con el guía, avanzaba a lo largo del sendero para ocupar el desfiladero por el que tendríamos que pasar. Marchaban en silencio tratando de no hacer ruido y de que no se desprendieran las piedras. Llegaron así hacia la cima de la colina, donde los enemigos que la defendían preparaban el campamento para pasar la noche. Fueron cogidos por sorpresa y sus vidas, segadas. Los pocos que se salvaron se dieron a la fuga. Pero la montaña es engañosa: no era aquél el punto que dominaba el desfiladero. Había otra altura en una posición más elevada con otro grupo de carducos de guardia, pero estaba ya demasiado oscuro para intentar un ataque y los nuestros se detuvieron.
Al amanecer se pusieron en marcha, mientras también nosotros nos poníamos en camino, y se dirigieron hacia la segunda altura. Se había levantado una niebla húmeda, semejante a la nube que habíamos atravesado el día antes, pero proveniente de la tierra más que del cielo. Se deslizaba como un fantasma entre los barrancos y los despeñaderos, dejando asomar las asperezas del terreno, las cúspides afiladas, las puntas de los árboles. Era un velo lechoso y fluctuante dentro del cual nuestros guerreros podían moverse sin dejarse ver. Cuando los enemigos se dieron cuenta de su presencia estaban ya demasiado cerca, y fueron barridos.
Quizá lo había mandado así uno de los dioses que protegen a los mantos rojos y que se mueven sin ser vistos en los senos más recónditos del aire.
Inmediatamente después oímos resonar la trompeta que nos llamaba a acercarnos al desfiladero. Yo había dormido mal y me dolía todo, incluso ese sonido estridente, pero lo cierto es que despertaba las fuerzas. El segundo toque de trompeta me pareció casi el canto del gallo que en mi aldea anunciaba la salida del sol.
Lystra, mi muchacha embarazada, se había despertado ya y se había puesto en fila con los mulos. El cielo estaba casi despejado, el aire frío lo hacía temblar aquí y allá con estremecimientos azules.
Jeno ya no estaba y tampoco su caballo. Mejor así; habría podido actuar con mayor libertad.
Cuando nos poníamos en movimiento me di cuenta de lo que estaba sucediendo: la mayoría de los hombres, al mando de Sofo, subía directamente la pendiente hacia la altura ocupada por los nuestros. Veía a otros comandantes, Timas de Dardania, Jantias, el de larga melena, Cleanor, brillante de sudor, buscar otros senderos para atacar la pronunciada pendiente incitando a sus hombres. Se ayudaban para subir, alargándose unos a otros las astas de las lanzas.
Nosotros, en cambio, teníamos que emplear el sendero más ancho, el que permitía el paso de las bestias de carga.
Por fin vi a Jeno. A nuestras espaldas, como un perro pastor con su rebaño, estaba atento a que nadie se quedase atrás, que nadie se perdiese. Estábamos protegidos a derecha e izquierda, y los enemigos llegaron por la izquierda. Grupos aullantes de carducos, con sus arcos desmesurados. También Jeno gritó y llamó a sus hombres, que se colocaron enseguida en columnas paralelas y atacaron la altura en la que estaban diseminados los enemigos. Atrajeron sobre sí los dardos y las piedras para que nosotros pudiéramos seguir subiendo en una larga fila retorcida. Habría podido disponer sus columnas en tenaza pero no lo hizo: era evidente que quería dejarles una escapatoria por si querían emprender la retirada. En cierto sentido, hacía la guerra ofreciendo condiciones de paz, lo que parecía una contradicción. Pero los carducos o no comprendían o, en cualquier caso, no lo aceptaban. Mientras subía sin apartar en ningún momento la vista de la maniobra que Jeno estaba dirigiendo, me vino a la mente lo que había pensado sobre los intérpretes: que alguien había tenido que conseguirlo. ¡Qué tontería! ¿Quién habría podido hacerlo y cómo? Y ¿acaso había habido tiempo para ello? Los persas nos habían acosado en todo momento de cerca y lo mismo habían hecho los carducos, que no nos daban tregua ni siquiera después de haber dejado sus aldeas. De haber sido hombre, uno de esos comandantes de las grandes unidades o uno de los comandantes de batallón, me habría gustado saber más cosas de esos intérpretes, pero mis dudas ya no habían sido tenidas en cuenta al poner en guardia a Jeno sobre lo que podía ocurrir en el encuentro con Tisafernes. Y habíamos perdido a nuestros cinco comandantes…
Antes de nuestra llegada al tercer recodo, Jeno había ocupado la altura y puesto en fuga a los enemigos. El camino hacia el desfiladero estaba libre. Y también el cielo seguía estando despejado. Sólo algún cirro pasaba leve como un copo de lana y desaparecía detrás de las cimas. Jeno se situó en mitad de la cuesta con la infantería ligera delante y la pesada armadura detrás. No se fiaba de volver a la retaguardia.
Y no le faltaba razón: al cabo de un rato se produjo una nueva incursión desde otra altura. Me temí que aquello no fuera a acabarse, que nos atacaran sin descanso, desde cualquier recoveco, apareciendo de cualquier barranco, garganta o despeñadero. Los ataques no terminarían, no tendríamos ya paz mientras quedase vivo uno solo de nosotros.
Un tercer ataque y luego un cuarto. Ya no los contaba. A cada pico, a cada puerto aparecían asomando de la nada y lanzaban dardos, en nubes, en bandadas, que silbaban agudos mientras caían como una granizada letal. Y también piedras, en enormes cantidades.
De vez en cuando miraba a Lystra, que subía cada vez más jadeante. Le gritaba: «¡Agárrate a la cola del mulo!», pero quizá tenía miedo porque los animales estaban inquietos y espantados por todo aquel alboroto, y por aquellos gritos que estallaban de repente, y se arrastraba penosamente con sus solas fuerzas tratando de no perder el contacto. A medida que conquistaba una altura, Jeno dejaba una defensa y avanzaba para ocupar la siguiente. Tenían que reunirse con los otros o sino los arrinconarían y los destrozarían.
Jeno lanzó poco después su tercer ataque contra una altura ocupada por los enemigos y consiguió expulsarlos: el final de nuestro esfuerzo parecía al alcance de la mano, pero en ese momento llegaron a la carrera un par de guerreros gritando para llamar su atención. Jeno se lanzó hacia abajo.
—¿Qué ocurre? —exclamó antes incluso de llegar a encontrarse con ellos.
—Los enemigos han vuelto a tomar la primera colina —respondieron jadeando—, eran miles; no hemos conseguido repelerlos; bastantes de los nuestros han muerto, otros están heridos. Míralos, se encuentran ahí abajo.
Jeno se volvió hacia la segunda colina, desde la que los carducos lanzaban su grito de guerra y de victoria, un grito estridente y sincopado, similar al de un ave rapaz nocturna.
Buscó con la mirada a su ayuda de campo y cuando lo hubo encontrado lo llamó con un silbido:
—Tráeme aquí a un intérprete —dijo apenas aquél se hubo acercado.
El intérprete llegó al cabo de poco.
—Ve allí abajo —le ordenó Jeno—, y diles que pido una tregua para que cada uno pueda recoger a sus muertos.
No renunciaba nunca a sus convicciones: hacía la guerra, hería, mataba como los demás, pero observar estas reglas, cumplir ciertos ritos, le hacía sentirse un ser humano y no una fiera. El rito de la piedad por los caídos era uno de ellos. Abandonar insepulto a un compañero le procuraba un dolor inmenso y a veces se atormentaba durante días.
Mientras se celebraban las negociaciones, los enemigos se reagruparon, cada vez en mayor número, y las dos fracciones de nuestro ejército, la que había ocupado el desfiladero y la que subía fatigosamente por el sendero, trataron de unirse en el paso. Aceptar la negociación había sido evidentemente sólo una estratagema para los carducos. De repente atacaron en masa lanzando gritos salvajes y haciendo rodar enormes pedruscos pendiente abajo. Corrí hacia donde estaba la muchacha y la eché a tierra al borde del sendero.
—¡Agacha la cabeza! —grité—. ¡Mantén agachada la cabeza!
Un pedrusco golpeó de lleno a uno de nuestros mulos y lo derribó con la espina dorsal rota. Yo lo miraba mientras trataba de ponerse penosamente en pie y nunca olvidaré la expresión de pánico en sus ojos desorbitados. Uno de los guerreros, al pasar junto a él, le clavó la jabalina en la base del cráneo con un golpe seco y frío. Puso fin a su angustia y permitió a la columna avanzar.
Apenas cesó la caída de los pedruscos, levanté la cabeza y vi a Jeno en pleno campo mandar a los suyos al contraataque. Iba como un loco hacia la cima de la colina gritando:
«¡Adelante, adelante!». Era extraordinario; no había límite a su coraje y arrancaba el primero de todos, sin preocuparse de la lluvia de dardos que martilleaba el suelo en torno a él.
De pronto, otra vez aquel fragor espantoso, el retumbo del derrumbe que lo arrolla todo. Los carducos lanzaban nuevos pedruscos y piedras contra nosotros. ¡Y Jeno estaba sin escudo! Al tener que moverse rápido para mandar el ataque, lo había dejado colgado de la silla de su caballo. Vi una piedra enorme golpear contra un escollo rocoso y romperse en cuatro proyectiles mortíferos. Uno de los nuestros fue golpeado en pleno pecho y estampado a veinte pasos de distancia; otro fue golpeado en el muslo izquierdo, que quedó destrozado. El joven se desplomó gritando de dolor e inmediatamente el grito se apagó porque había perdido en pocos momentos toda la sangre de su miembro triturado.
Yo miraba con el corazón en un puño la cimera blanca de Jeno fluctuar temeraria entre la granizada de dardos y piedras, desafiando a los ministros de la Muerte que trataban de herirlo a cada paso, como perros rabiosos.
—Ahora caerá, ahora caerá —me decía para mis adentros y me sentía desfallecer, a cada piedra que le rozaba el yelmo, a cada flecha que se clavaba a un palmo de su pie o volaba entre el cuello y el hombro, pareciendo traspasarle, sin rasguñarle.
Mis ojos vieron centellear, herida por el sol, la punta de un dardo e intuí, perfecta, la trayectoria. Esta vez mi corazón se paró, esta vez mi vida se apagaría con la suya y la de Lystra y la de todos los jóvenes combatientes que lo seguían monte arriba. ¡El dardo buscaba el pecho de Jeno y le hirió con velocidad silbante pero, sin hundirse en la carne y en las vísceras, resonó, finalmente, en el metal! Un escudo se había interpuesto para cubrirle, un joven héroe había presentado su obstáculo de bronce para protegerlo y había desviado el dardo, que se hincó en el suelo. Luego, flanco a flanco, ambos protegidos por el escudo resplandeciente, reanudaron la subida llevando tras de sí a los otros. Y también el contingente que había ocupado de noche el desfiladero se fue volando en su ayuda. Las filas se compactaron, los mantos rojos flameaban a plena luz del día, los escudos relampagueaban deslumbrando a los enemigos.
Ahora los carducos estaban cerca, sus miradas ferinas reflejaban el terror, ya no eran fantasmas oscuros de la noche, fuerzas arcanas y amenazadoras, espíritus de las cumbres que provocaban desprendimientos: eran pastores velludos cubiertos de pieles que huían en desbandada sembrando el terreno de muertos y heridos. Vi a Timas de Dardania mandar a los suyos agitando un pendón rojo con el asta de la lanza, a Cleanor rugir corno un león lanzando en su persecución al batallón de sus arcadios, y las guedejas de Jantias caer sobre sus hombros a cada salto. Y el sonido de las flautas seguía la marcha y marcaba el compás del grito de guerra: «¡Alalalai! ¡Alalalai!».
Había terminado. Junto al desfiladero se abrió el valle, y los hombres se detuvieron, apoyados en las lanzas, para recuperar el aliento y tomar conciencia de que seguían vivos.
Y yo vi la cimera blanca y me olvidé hasta de la muchacha embarazada. Grité con todo el aliento que tenía en el cuerpo: «¡Jeno! ¡Jenoooo!», y me precipité hacia él arrojándole los brazos al cuello. Sabía que le haría avergonzarse, así delante de todos, pero no me importaba nada, sólo quería sentir cómo latía su corazón, ver cómo le brillaban los ojos, cómo chorreaban de sudor sus cabellos bajo la celada del yelmo.
También él me abrazó y me estrechó durante unos instantes, como si estuviéramos solos, delante del pozo de Beth Qada. Luego la mirada de Sofo le buscó y él respondió. Pero apenas dispuso de un poco de tiempo fue al encuentro del muchacho que le había salvado la vida. Se llamaba Euríloco de Lusio y era muy joven: no creo que contase más de dieciocho o diecinueve años y tenía la mirada brillante e inconsciente de los adolescentes, pero los hombros y los brazos del luchador.
—Te debo la vida —le dijo Jeno.
Euríloco sonrió:
—Les hemos dado una buena paliza a esos cabrones y hemos salidos sanos y salvos, al menos por el momento; eso es lo importante.
Había allí un grupo de aldeas, también desiertas, y los hombres pudieron acomodarse para descansar y permanecer al abrigo de la humedad y del frío de la noche, que se hacía cada vez más penetrante. También había provisiones, tan indispensables para nosotros, e incluso vino. Lo encontró uno de los hombres de Jantias, oculto dentro de cisternas abiertas en la roca y enlucidas en su interior. Había para dar de beber a medio ejército y Sofo dio orden enseguida de ponerlo bajo vigilancia. No cabía excluir que lo hubieran dejado allí expresamente: también el vino, tan fuerte y abundante, podía ser un arma en una situación semejante. La noche en apariencia tranquila no complacía a nadie. Ya se sabía cómo actuaban los carducos.
Mientras los hombres se preparaban para descansar llegó el ayuda de campo de Jeno junto con el intérprete con una noticia que dejó maravillados a todos.
—Han aceptado, comandante —dijo.
—¿El qué? —preguntó Jeno.
—La tregua para recoger a los caídos.
Jeno le miró incrédulo:
—¿En qué condiciones?
—Nosotros recogeremos a nuestros muertos, los carducos recogerán a los suyos.
—¿Nada más?
—También quieren… —paseó la mirada a su alrededor hasta que dio con el guía que había conducido a Agasias y a los suyos al desfiladero— a él.
—¿Al guía? Por mí está bien.
Pero para el otro no lo estaba. Cuando supo que lo entregarían a los suyos el hombre se desesperó, imploró y lloró, se prosternó delante de cada uno de los comandantes que había aprendido a reconocer por los yelmos crestados y por las armaduras ricamente decoradas y trató de agarrarse a sus manos. Rechazado por uno, se hincaba delante de otro, les abrazaba las rodillas, suplicaba con tan acongojante pasión que habría conmovido a un corazón de piedra. Sabían qué atroz castigo le esperaba y mucho más lo sabía él. Al ceder a la violencia había pensado probablemente que lo conservaríamos con nosotros, que nos vendría bien alguien que conociera los lugares y los pasos y que tal vez lo dejaríamos irse en el momento en que no lo necesitásemos. Quizá sabía dónde refugiarse, en casa de unos parientes, de amigos que vivían en alguna aldea perdida donde nunca llegaría a conocerse su forzada traición.
Nunca había imaginado que sería canjeado vivo por unos muertos.
Se lo llevaron y, antes de ser arrastrado a su destino, no sé por qué, se volvió hacia mí, hacia una mujer que no contaba para nada, quizá porque vio compasión en mi rostro. Y yo percibí en sus ojos el mismo pánico que había captado en los de mi mulo cuando, golpeado por un pedrusco, se había dado cuenta en un instante de que la mitad de su cuerpo estaba ya muerta.
Los nuestros subieron por el sendero por el que habían luchado hacía apenas unas pocas horas llevando antorchas encendidas para iluminar el camino, seguidos por los porteadores de parihuelas improvisadas, y volvieron entrada la noche con los cuerpos de nuestros caídos.
Eran unos treinta por lo menos, cuyas vidas se habían visto truncadas en plena juventud; habían sobrevivido a la gran batalla en las puertas de Babilonia para encontrar una muerte, oscura e insignificante, en un país salvaje. Los miré uno por uno y no pude contener el llanto.
El rostro de un joven de veinte años pálido de muerte, con los ojos opacos y abiertos a la nada, encoge el corazón.
Jeno ofició las exequias: formó un batallón del ejército para rendir honores mientras las flautas entonaban una música tensa y aguda como un grito de dolor. Los cuerpos fueron incinerados en tres grandes pilas de leña, las cenizas recogidas en vasijas de barro, dispersadas con vino, los nombres de los caídos vitoreados diez veces con las lanzas apuntadas hacia el cielo y, mientras la reverberación de las llamas teñía de rojo los escudos y las corazas, sus espadas calentadas al rojo en el fuego de la pira fueron dobladas ritualmente para que nunca nadie más pudiera usarlas, y las enterraron junto con las urnas.
Luego se elevó un canto, un himno de sombría melancolía como los que escuchaba en las noches tibias de Siria bajo el cielo estrellado del desierto, y me parecía oír la voz sola y poderosa de Menón de Tesalia destacar entre las de sus compañeros. Tampoco él estaba ya, como los jóvenes quemados en el fuego, los que aquella misma mañana yo había visto subir por las pendientes escarpadas, ayudarse entre sí con las astas de las lanzas, llamarse unos a otros, para darse ánimos, para mantener lejos la muerte que ya les había mirado insistentemente como un lobo rabioso; el canto doliente y poderoso de los amigos los acompañaba en el más allá, en el mundo ciego donde el aire es polvo y el pan, arcilla.
Al día siguiente reanudamos la marcha y enseguida nos dimos cuenta de que nos habíamos hecho ilusiones. Los enemigos eran aún más agresivos, el camino, cada vez más duro y difícil. Avanzábamos por un territorio todavía más áspero, formado de montañas imponentes, de cordilleras que se sucedían sin interrupción, un territorio en el que no había ya tregua ni posibilidad de negociación. La nación salvaje que nos acosaba exigía muertos, exterminados del primero al último.
Se reinició el enfrentamiento implacable, colina tras colina, altura tras altura. Jeno iba esta vez delante, montado en su corcel, mientras Sofo cerraba en la retaguardia la cola del ejército. Recorrían el cielo unas nubes grises, largas y delgadas como hierros de lanza, que volaban hacia el mediodía en sentido contrario a la dirección de nuestra marcha. Quizá Jeno habría visto en ello un presagio infausto.
Pero entretanto se movía con increíble energía y rapidez: cada vez que veía una altura desde la cual el enemigo podía atacarnos o impedirnos el paso, se lanzaba a ocuparla seguido de los suyos; si la colina estaba ya en manos enemigas, atacaba con entusiasmo incansable. Pero los carducos eran astutos: muchas veces abandonaban la posición antes de que se produjese el choque e iban a esconderse o a ocupar otra. Para ellos era fácil; iban vestidos sólo con pieles y llevaban un arco, mientras que los nuestros estaban recubiertos de hierro y de bronce y embrazaban un escudo enorme, así que cada paso les costaba el doble.
Los carducos querían reventarlos, despojarlos de toda energía y luego, quizá, asestarles el golpe de gracia cuando fueran incapaces de dar siquiera un paso. Pero no conocían a los mantos rojos: vi a Euríloco de Lusio, el muchacho que había salvado a Jeno con su escudo, batirse como una joven fiera; recogía los dardos de los carducos y los disparaba de nuevo contra ellos como si fueran venablos, a menudo dando en el blanco, y vi los brazos oscuros de Agasias de Estinfalia, relucientes de sudor, golpear con incansable ferocidad, segar la vida de hombres como si fueran espigas de trigo, abrirse paso en medio de la sangre y entre los gritos; y a Timas y Cleanor llevar a sus batallones hacia lo alto, alternativamente, de manera que unos recuperasen el aliento mientras los otros se batían. Bajo la protección de su inmenso esfuerzo, al precio de su sangre y de sus heridas, la larga columna con las bestias de carga, los criados y las mujeres avanzaba lentamente, paso a paso, hacia un punto en el que se suponía que nos detendríamos pero que aún no podíamos imaginar.
Luego terminó el esfuerzo, el sol se posó en las copas de los bosques, los últimos gritos se apagaron en estertores de muerte o en un jadear afanoso, un halcón levantó el vuelo hacia el punto más alto del cielo y, de improviso, casi al oscurecer, apareció un valle.
La mirada se demoró en una visión de paz.
La llanura era vasta y apenas ondulada, cerrada sobre el fondo de una leve altura, y estaba recorrida de un lado a otro por un torrente de aguas cristalinas. En el lado septentrional se alzaba un saliente rocoso enrojecido por los rayos del ocaso y coronado por una aldea. Casas de piedra; eran las primeras que veíamos desde hacía tiempo. Cubiertas por techumbres de paja, con ventanucos y pequeñas puertas. Un sendero recortado en la roca descendía hacia el torrente y una muchacha de ropas rojas y verdes, y cabellos negros circundados de cobre fulgente, subía con andares graciosos llevando en la cabeza un rodete y un ánfora. Se hizo tal silencio al verla que me pareció oír el tintinear de las ajorcas que llevaba en los tobillos.
Por fin dormiríamos bajo techo, en una de las muchas casas; algunos trataron de acomodarse en los almacenes de cereal y otros, bajo las techumbres que protegían al ganado.
Sofo dispuso centinelas en torno a la aldea y una segunda línea a los pies de las alturas que rodeaban la explanada.
Todos esperaban que hubiese terminado.
Nadie se lo creía.
La muchacha que había visto bajar al río no volvió. Y todavía pienso en su figura agraciada y soberbia y me pregunto si no era una visión, una divinidad de los montes o del río que abandonaba su lugar baldío y desértico para desaparecer en el bosque o en las aguas cristalinas que corrían entre las rocas y la arena.
Los soldados encendieron los fuegos pese a saber que nos observaban, cosa que les daba igual con tal de poder tomar por fin una comida caliente. Jeno invitó a su mesa a Euríloco de Lusio y a Nicarco de Arcadia junto con Sofo y Cleanor. Yo no comprendía si era o no una cena de despedida y una cita con el más allá, como había hecho ochenta años antes un rey de los mantos rojos que se había batido contra el más grande ejército persa de todos los tiempos. Era Jeno quien me había contado la historia de aquel rey que había dado origen a una leyenda, un rey que no llevaba corona, ni mitra ni ropajes recamados, sólo una túnica de burda lana y el manto rojo, como sus trescientos jóvenes que morían para no rendirse y renunciar a la libertad en un lugar llamado las Puertas Ardientes. Una historia emocionante.
Me vinieron a la mente las palabras de Sofo: «Comamos y bebamos, que mañana…»; el viento, que sopló de improviso, se llevó las últimas palabras.
Cuando todos hubieron vuelto a sus alojamientos me acerqué a Jeno con un cuenco de vino caliente.
—¿Qué pasará mañana? —le pregunté.
—No lo sé.
—¿Seguirán atacando?
—Mientras quede uno solo de ellos y tenga aliento.
—Pero ¿por qué, por qué no nos dejan irnos? ¿Es que no comprenden lo que más les conviene?
—¿Te refieres a que dejarnos pasar les supondría un coste infinitamente menor, más conveniente para ellos?
—Exacto. Han perdido a muchos hombres, han quedado más aún heridos y perderán muchos más. ¿Qué sentido tiene? Vale la pena combatir si se quiere rechazar a un enemigo, pero nosotros estamos ya aquí y no queremos sino salir por el otro lado. Y también saben perfectamente que el arma que queda en tu cuerpo te mata, mientras que la que te traspasa de parte a parte sin dañar órganos vitales te perdona la vida. Nadie quiere morir sin un motivo. ¿Cómo te lo explicas?
Jeno tomó un sorbo de su vino y respondió:
—Ya sabes lo que nos dijo el intérprete: un ejército del Gran Rey invadió este país y desapareció en la nada. Lo hicieron ya una vez y volverán a hacerlo de nuevo con nosotros. Simplemente quieren que se sepa que cualquier ejército que entre en su territorio será aniquilado. Así no habrá más ejércitos que invadan su país.
—¿Y Tisafernes? También él quería aniquilarnos. ¿Siempre por el mismo motivo?
Jeno asintió.
—Por el mismo: quien entra no vuelve a salir.
—Pero ¿por qué no lo hicieron cuando estábamos rodeados, sin comida y sin agua? ¿Por qué quisieron matar a nuestros comandantes?
Jeno meneó la cabeza.
—¿Y los intérpretes de dónde han salido? ¿Quién nos los ha enviado?
—No lo sé.
Había puesto de manifiesto mis dudas, las mismas que tenía cuando nuestros comandantes fueron al encuentro de los persas.
—Cuidado, Jeno, la virtud no puede nada contra el engaño.
—Lo sé, pero aquí todos se baten con el mismo valor, todos arriesgan por igual su vida. Cada uno de mis compañeros, desde el comandante en jefe hasta el último soldado, cuenta con mi plena confianza. Y otra cosa más: nadie tiene interés en traicionar. La única manera en que cada uno de nosotros puede esperar salvarse es cumplir con su deber, ser un cuerpo único con el resto del ejército.
—Eso es cierto —respondí—, pero dime una cosa: ¿hay alguien interesado en que este ejército desaparezca en la nada? ¿Hay alguien que sufriría un grave daño si regresara el ejército?
Jeno me miró fijamente durante un instante con una expresión indescifrable. Era como si quisiera comunicarme un pensamiento indecible, justo como la criada de la Reina Madre. No insistí, no dije nada más. Ya era mucho que me escuchase. Lo ayudé a quitarse la armadura y fui a buscar agua para él al torrente a fin de que pudiera lavarse y relajarse durmiendo. Sólo después fui a ver a la muchacha embarazada. Estaba extenuada y se había abandonado sobre la tierra desnuda.
El viento arreció y arrastró por el cielo débiles formas blancuzcas, una horda de espectros temblones, almas perdidas de quien no estaba ya.