Entrar en una nube no tiene nada de particularmente extraño. De lejos parece como algo que tiene forma y consistencia; pero a medida que uno se acerca, deja de tener ya ese aspecto, es sólo un aire más denso, una especie de neblina que te rodea por todas partes: los sonidos se atenúan, las voces bajan de volumen, las formas se confunden, volviéndose vagas o incluso indistinguibles. Nuestros hombres parecían sombras surgidas del más allá, y el ondear de sus mantos parecía un fenómeno de la naturaleza, como el susurrar de las hojas o el fluctuar de la hierba en las laderas del monte.
Cuando al fin llegamos a la cima oímos gritos y clangor de armas provenientes de la retaguardia, y fui presa de la angustia. Jeno estaba expuesto delante de todos: ¿cómo saldría del paso en medio de la bruma ante unos enemigos apostados en los bosques o entre los repliegues del terreno? ¿Volvería a verlo o me quedaría sola?
La nube se abría delante de nosotros revelando un terreno aún más impracticable y difícil, una ladera rocosa atravesada por un sendero que subía hacia la cima del monte. Me di cuenta de que en la montaña no es posible tener nunca la certeza de haber llegado a alguna parte; después de una cima puede aparecer otra más alta, lo que parece próximo puede estar muy lejano y lo que parece lejano puede estar en realidad relativamente cerca. El hombre debe adaptar su propio camino a las formas y a los contornos del suelo, que no son nunca los mismos.
Por suerte el temporal se había calmado y caían unas pocas gotas de vez en cuando, o también chaparrones imprevistos de las copas de los árboles remecidas por el viento, que hacían estremecer. Pero de pronto se produjo algo que me espantó: la rapidez de la marcha había aumentado, los hombres apretaban continuamente el paso sin que se comprendiera la razón. Aunque era imposible saber lo que sucedía en la cabeza o en la cola de una columna tan larga, todos sabían que había que adaptarse al comportamiento de todo el ejército, al igual que cada músculo en el cuerpo sinuoso de una serpiente colabora en los movimientos de sus anillos adaptándose a lo que se mueve hacia delante y hacia atrás.
El camino era cada vez más fatigoso y en pendiente, y sin embargo la marcha se hacía cada vez más expedita. Nosotras las mujeres no íbamos a conseguir mantener el paso por mucho más tiempo y yo me afanaba inútilmente incitando a la muchacha a no darse por vencida. Observaba con el rabillo del ojo los movimientos desgarbados de su cuerpo torpe y desmadejado, los esfuerzos para mantenerse en equilibrio, oía los gritos de dolor que se le escapaban de la boca. ¿Era posible que nadie me ayudase? Ni siquiera nos veíamos; sólo los mulos que conducía eran valiosos. Y Jeno estaba demasiado ocupado en sus deberes de comandante, en demostrar su valía y lo infravalorado que había estado hasta que nuestros jefes fueron traicionados y hechos prisioneros. Aquel a quien todos llamaban con sarcasmo «el escritor» caracoleaba ahora a caballo con extraordinaria maestría, golpeaba con precisión, mataba y hería, atacaba y se replegaba, incansable y consciente, a cada movimiento que hacía, a cada oscilar de la cimera sobre el yelmo, del efecto que producía sobre los demás.
Yo y la muchacha que llevaba tras de mí, sucias, empapadas y enfangadas, no teníamos en cambio nada bonito o fascinante, nada que llamase la atención: no teníamos la menor importancia y al ejército le era indiferente que sobreviviéramos o sucumbiéramos. Y esto me generaba tal despecho que, cuando vi a la muchacha empujada y arrojada de malos modos al suelo por uno de los soldados que corría hacia delante, tiré de su manto, apenas lo tuve al alcance de mi mano, y grité:
—Eh, tú, bastardo, ¿por qué no miras dónde pisas? ¿Es que no ves a ésa con el barrigón que has tirado al suelo? Su coño no vale nada ahora, ¿verdad? Menos que nada, maldita sea, y que reviente no le importa un carajo a nadie; pero si una como ella no te hubiera llevado en su vientre durante nueve meses tampoco tú existirías. ¡Corre, maldita sea, corre para que te jodan!
Para gran asombro mío había pronunciado palabras que en condiciones normales me habría sonrojado sólo de pensarlas, pero el hombre se detuvo y se quitó el yelmo descubriendo una doble hilera de dientes blanquísimos.
—Si no corremos, moriremos, muchacha; corremos porque hay que llegar ahí cuanto antes. Una vez que hayamos llegado, y si sigo con vida, intentaré encontraros y echaros una mano. Tratad de aguantar.
No creía lo que veían mis ojos y oían mis oídos: aquel joven era Nicarco de Arcadia, el héroe que había conseguido volver para dar la alarma con las tripas entre las manos. Balbuceé:
—Pero tú…, pero yo…
Era inútil: ya había desaparecido, se había calado el yelmo y convertido de nuevo en una máscara de bronce, como los demás, uno de los Diez Mil.
Era un milagro, pensé: si él lo había conseguido, lo conseguiríamos también nosotras:
—Tenemos que seguir adelante —le grité a la muchacha—. ¡Aprieta los dientes y no aflojes, ya verás como lo conseguimos!
Las nubes se hicieron más ralas y finalmente comprendí lo que estaba sucediendo en la cabeza de la columna. Los carducos habían ocupado el paso y estaban formados en gran número, muy juntos, en una posición elevada. Disponían de unos arcos enormes, tan altos que se veían a distancia, y habían acumulado grandes piedras que nos lanzarían encima.
La columna se detuvo.
Inmediatamente después vi pasar veloz a Jeno a caballo y alcanzar en la cabeza a Sofo. Podía imaginar lo que estaban diciendo:
—Pero ¿os habéis vuelto locos? Nos habíais dejado atrás sin decirnos nada, y estábamos sometidos a un continuo ataque.
—¿Es que no los ves? Echa un vistazo allá arriba: estaba tratando de llegar el primero al desfiladero.
Estábamos cercados y se comprendía que Sofo no tuviera ninguna intención de afrontar un combate en condiciones de inferioridad.
Al menos podíamos recuperar el aliento. La muchacha había abandonado la cola del mulo y se había sentado, jadeando. Até el mulo de cabeza a un arbusto y me reuní con ella: tenía unas ojeras negras y profundas, estaba pálida y flaca y respiraba entrecortadamente. Cerca de ella había un charco de agua de lluvia recogida en una cavidad de la roca.
—Bebe —le dije— y luego lávate las manos que tienes cubiertas de mierda del mulo. Tengo todavía algo de comer.
Le di un pedazo de pan, que mordisqueó con voracidad. No recordaba cuánto tiempo hacía que no comía.
Jeno protestó, de todas formas, porque quería que se le avisase si había algún peligro y estaba fuera de sí por haber perdido a dos de sus mejores hombres. Basias de Arcadia había sido golpeado por una piedra que había rodado desde lo alto y le había aplastado el yelmo y hundido el cráneo. El otro había sido traspasado por una flecha que había perforado el escudo y la coraza y se le había clavado en un costado: una de esas pesadas, mortíferas flechas de los carducos con grandes puntas piramidales.
Pero lo que más lo perturbaba era haber tenido que abandonar insepultos a sus caídos. Jeno era religioso y la idea de que los cuerpos de sus hombres sufrieran vejaciones y mutilaciones, que sus espíritus no pudieran encontrar la paz en el más allá por la falta de exequias, lo atormentaba. Por otra parte, en la batalla de la quebrada les habían infligido mutilaciones horrendas a los cuerpos de los enemigos caídos únicamente para espantar a los persas. Era una religión sólo válida para los griegos.
En medio de la incertidumbre general propuso una solución: en los choques de retaguardia había conseguido capturar a dos prisioneros; había que interrogarlos para saber si existía otro paso por el que pudieran subir también las bestias de carga. Contábamos con un intérprete, mejor dicho, con dos. Uno hablaba persa y carduco, el otro, persa y griego. ¡Quién sabe cómo los habían conseguido! Evidentemente había alguien en el ejército que pensaba en estas cosas y sabía cómo lograrlas. Pero seguramente esto había sucedido después de que los comandantes hubieran sido apresados y después de que hubiéramos decidido marchar hacia septentrión.
El primer prisionero no despegaba los labios. Ni las amenazas, ni los golpes en el rostro y en el cuerpo habían sido suficientes para soltarle la lengua. Cleanor lo golpeó con el mango del asta en el estómago doblándolo en dos y luego en la espalda con gran fuerza, haciéndolo desplomarse de rodillas, pero no le sacó ni una palabra. En ese momento Sofo hizo una seña a uno de sus hombres, que desenvainó la espada y lo traspasó de parte a parte. El carduco se aflojó como un saco vacío derramando sobre el terreno un ancho charco de sangre.
Jeno se quedó sorprendido por aquel gesto, pero inmediatamente después comprendió que había sido la opción más adecuada, porque el otro comenzó a hablar diciendo que sí, que había otro paso por el que se podía subir con los mulos y las bestias de carga hacia el desfiladero. Había callado hasta ese momento por temor a lo que pudiera contar su compañero.
—¿Hay algo más que debamos saber? —preguntó Sofo.
Y hablaba tan tranquilo mientras el hombre pasado por las armas se estremecía en el suelo dando las últimas boqueadas de la agonía.
—Sí —respondió el carduco—. Hay una altura que domina el paso y es preciso ocuparla por anticipado, pues si no, caeréis de nuevo en la trampa y nadie podrá ayudaros.
Entretanto el cielo se había despejado y el sol, que comenzaba a declinar, incendiaba las nubes de rojo y de oro y expandía por el valle un aura de paz y de quietud. Se oían los reclamos de los pájaros y el susurrar de grandes árboles que yo no había visto nunca en mi vida. Algunos tenían troncos enormes y copas tan grandes que habrían podido cobijar a más de cien hombres. Otros, más arriba, hacia las cimas, tenían forma puntiaguda y eran de un verde muy oscuro, o bien de un intenso color azul. El agua corría por todas partes.
En el fondo del valle espumaba y retumbaba entre rocas colosales, a lo largo de las laderas de las montañas se precipitaba de peña en peña con saltos abisales, columnas blancas de espuma que expandían cortinas iridiscentes al refractarse de la luz y en las neblinas dejadas por el temporal. En el bosque goteaba de las ramas y se desprendía de las hojas, adornaba los tallos de las flores de perlas resplandecientes y traslúcidas. A mí, que venía de la aridez de la estepa, me parecía una riqueza inconcebible, pero también el signo de una naturaleza tan desmesurada y hostil como para constituir una amenaza para nuestras vidas.
Era necesario organizar una operación muy arriesgada porque los dos pasos, el defendido por los carducos y el que los nuestros querían ocupar, estaban a la vista uno del otro. Los oficiales decidieron que debían lanzar dos operaciones simultáneas: Jeno atacaría frontalmente a los carducos que ocupaban el desfiladero para que pensaran que queríamos forzarlo, desviando así la atención de la acción principal, mientras un contingente de voluntarios seguiría al prisionero al amparo de la noche y ocuparía la altura que dominaba el otro desfiladero. Al amanecer, un toque de trompeta indicaría que el grueso del ejército podía pasar. En aquel momento los enemigos se darían cuenta del engaño y atacarían para bloquear también el segundo desfiladero; nuestro contingente, ya en el lugar, tendría que contraatacar y conservar a toda costa la posición hasta que nuestro ejército hubiera pasado y la retaguardia de Jeno se hubiera asegurado de que protegía su fuga.
Fue Jeno quien me lo explicó todo antes de partir y con tal claridad y eficacia que lo comprendí sin esfuerzo. Debía de ser la costumbre de vivir con los soldados, pero también yo comenzaba a tener algunas nociones de táctica militar y alguna idea sobre cómo actuar en tales situaciones.
—¿Cuándo se pondrá en ejecución este plan? —le pregunté.
—Ahora mismo.
—¿Te has ofrecido tú a dirigir la acción de distracción con el ataque al paso?
—Sí.
—¿Por qué? Hoy ya has luchado, has perdido a dos de tus mejores hombres. Podrían hacerlo otros en tu lugar y nadie te criticaría por ello.
—Porque soy el mejor en este tipo de acciones. Y porque Agasias de Estinfalia estará al cargo de la otra acción: la marcha hacia el segundo desfiladero, junto con el guía indígena. Después de mí, el mejor es él.
—¿Y Sofo?
—Él no tiene comparación.
—Sí, llevas razón, no la tiene. Y quizá por esto siempre aparece en el momento oportuno en el lugar adecuado.
—¿A qué te refieres?
—A nada. Es sólo una sensación. Te echo de menos. Desde que nos adentramos en esta región te veo sólo de lejos, alguna que otra vez. Vivo en el terror de que te ocurra algo. En esta tierra la muerte está al acecho detrás de cada árbol.
Jeno me rozó una mejilla con una áspera caricia:
—Desde el momento en que venimos al mundo pende sobre nuestra cabeza una condena a muerte. Sólo queda por saber el cómo y el cuándo.
—Yo lo veo de modo distinto.
—Lo sé. Tú luchas contra la muerte, crees que se puede cambiar el curso de los acontecimientos. Pequeña bárbara presuntuosa.
—Y también lo consigo. He vuelto a ver a Nicarco de Arcadia.
—También yo he oído decir que ha salido bien parado. Está en la sección de Agasias, con los otros arcadios. Ese muchacho tiene el pellejo duro.
—No te expongas inútilmente. Morir por nada es de estúpidos.
Jeno no reaccionó. Miró a la muchacha embarazada:
—¿Crees que la salvarás también a ella?
—A ella y a su hijo.
El sol se ponía tras los montes. Jeno se caló el yelmo, embrazó el escudo y me dejó en custodia a Halys, su caballo. Era un animal maravilloso, de pelaje claro, con unos ojos grandes y expresivos, jarretes delgados, musculatura poderosa y unas largas crines que Jeno peinaba cada noche, cuando los criados lo almohazaban.
—Mantente siempre a buen recaudo —me recomendó—. Estos hombres disparan a una distancia increíble. Quiero encontrarte cuando vuelva, ¿entendido? Y también quiero encontrarle a él —añadió dando una palmada en el lomo del caballo.
Halys bufó complacido.
Sonreí y asentí con la cabeza mientras se alejaba.
Mientras tanto el otro contingente se había reunido ya bajo el mando de Agasias, que llevaba consigo al guía con las manos atadas a la espalda. Esperaban dentro del bosque a que Jeno partiera al ataque y atrajese sobre sí la reacción furibunda de los carducos.
Gente dura y feroz.
No se contentaban con que abandonáramos sus tierras: todos debíamos dejar allí la vida por haber osado entrar en ellas. Ninguno de nosotros debía sobrevivir. No pocas veces pensaba que semejante actitud encarnizada tenía una razón distinta de la simple defensa del territorio, pero el secreto de los carducos, si existía, debía ser custodiado muy celosamente.
Ordené a la muchacha que se estuviera quieta y a buen recaudo, llevé a Halys detrás de un grupo de árboles seculares y fui a buscar un sitio para situarme a fin de seguir el curso de los acontecimientos.
Jeno estaba subiendo; veía su cimera blanca agitada por ráfagas de viento. El sol se había puesto y el valle se veía iluminado por una luz cárdena, irreal. Los hombres lo seguían dispuestos en abanico, al amparo de los escudos.
El desfiladero estaba ya cubierto de nimbos tempestuosos iluminados de continuo por relámpagos, y enseguida comenzó a llover recio, a ráfagas muy violentas. Jeno gritó para dominar el estruendo de los truenos y mandó a sus hombres al asalto del desfiladero. Pero apenas comenzaron a trepar por la pendiente, un ruido todavía más amenazador que los truenos estalló en lo alto, como si la montaña se disgregase desde dentro.
Vi una avalancha de pedruscos precipitarse hacia abajo con tremendo estruendo. Las piedras se golpeaban unas con otras, rebotaban sobre las rocas, se fragmentaban y salían disparadas hacia todas partes, arrastrando en su caída a otras piedras. Jeno gritó más fuerte aún para dominar el ruido amenazador del desprendimiento, y sus hombres corrieron veloces en busca de un amparo.
Otros, al no poder llegar a tiempo a un saliente rocoso lo bastante grande, se agacharon contra el suelo y se cubrieron con los escudos.
El temporal aumentó de intensidad y a cada estallido de relámpago, a cada fulgor de rayo, veía las armaduras de los nuestros, lucientes de lluvia, resplandecer cual fuego.
Yo no podía divisarlo, pero debía de haber un obstáculo entre los nuestros y la posición de los carducos, porque Jeno se había detenido y trataba de avanzar, ya por una parte, ya por otra, sin conseguirlo en ningún momento. A cada intento, los enemigos hacían rodar numerosas piedras y los impetuosos derrumbes provocaban el deslizamiento de otras masas de guijarros y de esquirlas de roca arrastradas por los turbulentos riachuelos de agua que vertía la tempestad por las laderas de la montaña. Era un espectáculo terrible que los rayos volvían más espantoso aún. Un rayo hirió de lleno un árbol colosal que se abatió contra el suelo en una inmensa ruina y enseguida se incendió como una antorcha, expandiendo una mancha de luz bermeja sobre todo el valle.
Jeno esperó a que la fuerza del fuego se hubiera aplacado y empezó a lanzar de nuevo asalto tras asalto; mantuvo ocupados a los enemigos hasta la noche, momento en que regresaron al campamento porque ya no se veía nada y los hombres estaban exhaustos. A muchos que no habían podido siquiera comer no les quedaba ya en el cuerpo ni una chispa de energía.
Los vi regresar y se me encogió el corazón. Estaban cubiertos de lodo, no pocos perdían sangre a causa de los golpes recibidos, otros se apoyaban en sus compañeros y se apretaban con la mano las heridas; tenían en los ojos una expresión difícil de describir, pero imposible de olvidar.
El último en llegar fue Jeno, después de que todos los hombres que le habían sido confiados hubieran vuelto, y se presentó ante Sofo para saber qué había sido de los demás.
Agasias y los suyos debían de estar ya en su destino y haber tomado la altura desde la cual podía controlarse el segundo desfiladero. Tal vez al día siguiente consiguieran evitar la trampa de los carducos. Miré a la muchacha embarazada y pensé que aquélla podía ser su última etapa. Tendríamos que marchar igual de rápidas que los hombres, afrontar los mismos riesgos entre avalanchas de piedras y densos lanzamientos de flechas mortíferas. Los nuestros habían traído algunos de aquellos dardos: medían dos brazos de largo y parecían jabalinas; cuando caían desde lo alto tenían una fuerza irresistible.
Sólo existía una solución, pero habría que actuar por sorpresa y quizás incluso hacer uso de la fuerza, aunque la palabra me hacía sonreír sólo de pensar en ella. Jeno salió para tomar parte en una reunión. Entonces me ocupé de la muchacha; le llevé unas mantas y también algo de comer.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, cayendo en la cuenta de que aún no sabía su nombre.
—Lystra.
—¿Qué nombre es ése?
—No lo sé. Mi amo me ha llamado siempre así.
Su griego era peor que el mío, con un acento extraño y bastardeado, mezcla de muchos dialectos y muchas jergas.
—¿Y de dónde eres?
—No lo sé. Era muy pequeña cuando me compró.
—Y por tanto no sabes siquiera cuántos años tienes.
—No.
—¿Y sabes cuánto falta para que nazca tu hijo?
—No. ¿Qué más da?
No podía dejar de darle la razón.
—Presta mucha atención. Come y luego duerme. Trata de descansar lo mejor que puedas. Acomódate debajo de ese saliente de roca para no mojarte si llueve. Ahora ha dejado de hacerlo, pero nunca se sabe en estos parajes.
La muchacha se puso enseguida a comer sin que tuviera que repetírselo.
—Mañana vendrá lo peor. Si conseguimos salir de ésta, quizá podamos pasar un tiempo no digo que tranquilas, pero tampoco con el corazón en un puño a cada instante. Mañana podrá suceder de todo y cada una deberá preocuparse de sí misma; no cabe esperar ayuda de nadie. No sé si será peor o mejor de lo que ha sido hoy, pero tú no sueltes en ningún momento la cola del mulo. Si sucediera, grita, que yo trataré de echarte una mano, pero no puedo asegurarte que esté en condiciones de hacerlo.
Lystra me miró con su expresión de bestia atemorizada.
—No puedo decir que vayamos a morir, pues podemos salvarnos, pero no cuentes con nadie, ni siquiera conmigo, ¿entendido?
—Entendido —respondió la muchacha con la misma expresión aterrada.
Le di otro mendrugo. Era duro y viejo, pero pan al fin y al cabo.
—Éste guárdatelo para mañana, pero no te lo comas hasta que sientas que no puedes dejar de hacerlo. No hay situación tan mala que no pueda empeorar, ¿entendido?
—Entendido.
—Y ahora a dormir.
Me volví para alejarme y casi choco contra la coraza de hierro de un jovenzuelo.
—Por fin os encuentro. Antes no he podido; hemos tenido que repartir muchos golpes. Pero veo que estáis bien y me alegra. No quería tirarte al suelo.
—Nicarco de Arcadia. ¿Quién lo hubiera dicho? ¿Sabes que yo te asistí cuando estabas más allá que acá?
—Tu cara me resulta familiar, en efecto.
—Trata de no dejarte abrir de nuevo la panza; esta vez no será fácil coserte.
Sonrió con su expresión de adolescente ya muy talludito, de héroe inconsciente, y se alejó en busca de su sección.
Hice plantar la tienda y encendí el fuego. No era fácil porque toda la leña disponible estaba húmeda, pero había esclavos en cada sección que debían mantenerlo siempre vivo, día y noche, dentro de una tinaja de la que todo el mundo podía tomarlo. Finalmente conseguí obtener una llama bastante viva y no demasiado humosa y también cocer algo caliente: una sopa de cebada insípida con aceite de oliva. Nos quedaba aún una pequeña reserva que Jeno conservaba como un precioso tesoro y que debía utilizar con la máxima economía. Conseguí llevarle un poco también a Lystra.
Más tarde Jeno volvió de la reunión de los comandantes, donde habían programado casi todos los pasos de cada una de las secciones para el día siguiente.
Estábamos inmersos en una atmósfera extraña, en suspenso. Desde lo alto llegaban hasta nosotros ruidos indescifrables, gritos y llamadas en una lengua que nadie comprendía; de vez en cuando un desmoronarse de guijarros delataba que alguien se movía allí arriba en la oscuridad y nos espiaba.
También nuestros centinelas estaban alerta, se hablaban continuamente y esto transmitía una sensación de inquietud casi palpable. De repente sonó un silbido imprevisto, y un dardo enorme se clavó con un ruido sordo en el tronco de una planta a escasa distancia. Habría podido traspasar a un hombre de parte a parte.
E inmediatamente después: otro silbido, un grito de agonía. Luego la voz de Jantias alta como un grito de águila:
—¡Todos a buen recaudo! ¡A buen recaudo!
Un zumbido estremeció el aire, el sonido de cientos de dardos que asaeteaban la oscuridad. Jeno se puso en pie de un salto y me cubrió con el escudo: una flecha golpeó el borde, otra el umbo y se desvió al suelo. Gritos por doquier, confusión, llamadas.
No pudimos contar los muertos y los heridos hasta el día siguiente, con la luz del sol.
Eran muchos.
Estábamos rodeados por un enemigo invisible que, tras haber sido cogido por sorpresa, se había adaptado a nuestra forma de combatir, a las características de nuestras armas, y reaccionaba con toda la fuerza y el coraje de que era capaz.
Al día siguiente nos esperaba una prueba muy dura; nuestros hombres tendrían que vencer obstáculos casi insuperables, tendrían que batirse con energía y valor sobrehumanos. Todo estaba en juego y si al final de la jornada los nuestros se veían obligados a ceder, los supervivientes no iban a tener otra elección que batirse hasta el último aliento y hasta la última gota de su sangre para no morir como animales en el matadero tras haber sufrido los tormentos más crueles.
Los cirujanos estaban ya manos a la obra para salvar a nuestros heridos.
Jeno, tras despojarse de la armadura y desceñirse la espada del cinto, escribía a la luz de la lucerna.