XIV

Melisa se secó las lágrimas y trató de contener su llanto.

—¿Estás segura de haberlos visto? —preguntó.

—Estoy segura de que eran ellos, a pesar de la oscuridad. He contado cinco, llevaban nuestras túnicas militares, y también podía reconocer sus andares, su manera de caminar. ¿Quiénes si no podían ser?

—¿Y no has oído nada? ¿Alguna palabra, alguna señal?

—No, estaba a demasiada distancia y no me atrevía a acercarme. He permanecido agazapada en el barro de la orilla para que no me vieran, pero luego, al irse, lo he visto todo, y sé que durante mucho tiempo el horror que me ha herido los ojos será la pesadilla de mis noches.

—¿Has visto signos de tortura?

—Ya te lo he dicho, estaba oscuro, dentro del pabellón no se veía nada.

—Si me lo hubieses dicho, habría ido contigo.

—Mejor que no. Tal vez no lo habrías aguantado y las dos nos habríamos visto en problemas.

—Responde con sinceridad: ¿crees que hay una posibilidad de que alguno se salve?

—Lo que piense yo importa poco; el destino nos ha llevado a enfrentarnos a una serie de acontecimientos que nos superan y nosotros somos como pajuelas a merced de la corriente. Pero si quieres saber mi opinión, te diré que considero que tenemos muy pocas probabilidades de que alguno de ellos sobreviva, pero si alguno fuera a conseguirlo ése sería Menón.

El rostro de Melisa se iluminó y casi me arrepentí de haberle creado ilusiones.

—¿De veras lo crees? —preguntó.

—Sí, pero temo que esto no tiene mucha importancia: su situación es desesperada. Sin embargo, Menón es el más astuto, el más inteligente, y nunca pierde la sangre fría. Sólo sucumbirá si lo matan enseguida y no le dejan tiempo para pensar, o bien cuando haya agotado toda posibilidad de escapar. Pero si hay aunque sólo sea una posibilidad de salvarse la encontrará. Pero mientras tanto no te angusties, y trata también tú de sobrevivir porque de ahora en adelante no será fácil, sobre todo para ti.

Melisa inclinó la cabeza:

—Lo sé. Sin Menón, soy de nuevo una presa. Ya sabes, Abira, cuál ha sido mi vida y cuáles son mis artes, y sin embargo Menón me defendió sin pedirme nada a cambio. Fui yo quien le pedí que hiciera el amor conmigo, que se quedara en mi cama, y pareció aceptar casi de mala gana.

—Quizá porque también él te quería y pensaba en cuántas probabilidades tenía de sucumbir y dejarte sola y desprotegida. Quería que tú fueses libre de manejar sin impedimentos la única arma verdaderamente poderosa que posees: tu belleza.

Me quedé con ella hasta que se adormeció. Mientras volvía a pie por detrás del recinto de los caballos en dirección a mi tienda, vi a Sofo que pasaba entre los cuerpos de guardia y a Neón que se reunía con él y se lo llevaba aparte, cerca de la valla. Yo me detuve, inmóvil, presagiando que algo extraño estaba a punto de ocurrir. Neón le estaba diciendo algo. Sofo escuchaba, parecía alterado, reaccionaba duramente, hacía ademán de irse, Neón lo retenía por un brazo. Le oí gritar: «¡Éstas son las órdenes y no tienes elección!».

Luego se pusieron a discutir de nuevo en un dialecto que no conseguía entender. Neón se fue y Sofo se quedó solo. Apoyó los brazos sobre la empalizada y la cabeza sobre ellos, como agobiado por una preocupación insoportable. Contenía el aliento. Estaba tan cerca que podía oírlo jadear. De repente alzó la cabeza, dio un gran puñetazo sobre el madero, maldiciendo, y se alejó a grandes pasos.

Al día siguiente sufrimos diversos ataques. Los enemigos querían poner a prueba nuestra capacidad de resistencia y también la moral de nuestro ejército, que se había quedado sin jefes. Encontraron la horma de su zapato, pero enseguida fue evidente que éramos vulnerables a los ataques de su caballería. Mientras Arieo había estado a nuestro lado, sus jinetes nos habían cubierto, junto con los de Ciro: la flor de su nobleza, jóvenes fidelísimos a él y de extraordinario valor. Ahora ya no era así, y cada vez que los nuestros replicaban a los persas se alejaban enseguida al galope y en unos instantes estaban fuera del alcance de nuestros lanzamientos.

Sofo mantuvo la promesa de no abandonar a nadie, de no dejar detrás a ningún herido, a ningún enfermo. Me preguntaba, sin embargo, si también mantendría la promesa cuando los heridos se contaran por decenas y centenares. Nicarco de Arcadia vino junto a nosotros, acomodado en un carro. Tenía el vientre hinchado como un odre y duro como el cuero, pero el cirujano, a cada parada, le sondaba con una cánula de plata y hacía salir los humores malignos de sus vísceras. Tenía una fiebre altísima y el calor del sol se sumaba al de su cuerpo provocándole delirios. Se quejaba tanto durante la mayor parte de la noche que algunos de sus compañeros deseaban que muriese: así acabaría de sufrir él, y también ellos. En cambio yo pensaba que en alguna parte, lejos, debía de haber una persona que esperaba de todo corazón que volviera, que cada día rezaba a un dios para que lo protegiese de los innumerables peligros de su oficio y lo devolviese sano y salvo. Quizás era una muchacha, como Melisa, quizás era su padre o su madre. Y aquellas esperanzas, aquellas oraciones merecían ser atendidas porque eran como cuando Melisa pensaba en Menón, como cuando yo pensaba en Jeno si estaba lejos y en peligro.

La idea de ir en contra del curso del Hado me infundía una gran satisfacción y, por eso, me desvivía por asistir a Nicarco, por combatir la muerte que, como un chacal, merodeaba durante toda la noche en torno a su carro para llevárselo al reino de las cabezas pálidas.

Atravesamos un río sobre un puente de barcas y proseguimos en dirección a una ciudad abandonada que los indígenas llamaban Al Sarruti.

Las mujeres que seguían la expedición no eran pocas y me di cuenta de ello al ver que me adelantaban en fila cerca de los carros que ahora eran utilizados para los heridos. Eran todas más bien jóvenes, mortalmente asustadas por aquella situación tan desconcertante, algunas estaban también embarazadas y me preguntaba cuánto resistirían las marchas extenuantes, los grandes esfuerzos y las privaciones de todo tipo. Los hombres de los que eran amantes o que las tenían en custodia hubieran querido sin duda encontrarse en otra parte, pero en aquel momento no tenían elección y pasarse al campamento enemigo debía de parecerles harto arriesgado.

Era evidente que ahora comenzaban las grandes dificultades; lo que habían vivido hasta aquel momento no era aún lo peor: antes, al menos, tenían comida y vino y a nuestros comandantes, hombres que sabían infundir confianza y tomar siempre las decisiones adecuadas. Me di cuenta de que el hecho de que yo estuviese tan enamorada de Jeno no quería decir que él estuviese a la altura del cometido que se había propuesto, de que verdaderamente fuera capaz de llevar a sus compañeros hacia la salvación. Quizá lo consiguiera Sofo, que finalmente se había destapado pese a callar lo que no podía decir. Y quizá saldrían otros que hasta ese momento habían permanecido en la sombra.

Una noche, mientras preparaba algo para cenar con las escasas vituallas que habían quedado, le conté a Jeno lo que había hecho la noche de la emboscada a los comandantes, cómo había nadado por el río hasta el pabellón y que los había visto arrastrarse encadenados. Le dije que había descubierto que la emboscada se había producido desde el río, por unos hombres apostados bajo el agua que respiraban por medio de cañas.

Mi relato lo impresionó, es más, lo turbó porque había hecho lo que sólo podría haber hecho un hombre, según su forma de pensar. Pero lo que lo turbó principalmente fue la razón por la que lo hice: traerle a Melisa noticias del hombre que amaba, aunque se tratase de Menón de Tesalia, a quien él despreciaba.

—¿Escribirás sobre el desprecio que sientes por él en tu diario? —le pregunté.

—Por supuesto —respondió—, cada uno debe tener la fama de la que se ha hecho merecedor.

—Pero eres tú en este momento quien decide de qué tipo de fama se ha hecho merecedor, cosa que no me parece justa. ¿Qué sabes tú de su vida? ¿Y has pensado que en tu ciudad alguien a estas horas podría escribir de ti cosas no mucho mejores?

Jeno me miró asombrado, quizá más porque conseguía expresar en griego frases tan elaboradas que por lo que decía en sí.

También le hablé de la escena a la que había asistido, de la trifulca secreta entre Neón y Sofo, pero él pareció no darle mayor importancia: probablemente una diferencia de puntos de vista sobre la conducta que había que seguir, nada de lo que preocuparse. En cambio a mí me parecía inquietante porque no había visto nunca a Sofo tan alterado.

Me quedé despierta largo rato, incluso después de que él se hubiera acostado, y mientras miraba hacia occidente, hacia los lugares de los que había venido, casi instintivamente veía pasar extrañas formas en la oscuridad, sombras que se deslizaban raudas, y me parecía también oír voces amortiguadas, llamadas atenuadas por la distancia.

Barcas en el Tigris.

También veía el carro de Melisa cubierto por una capota y me preguntaba qué sería de ella. Oía el zollipo de las aves nocturnas y pensé que eran los gritos de nuestros comandantes torturados y muertos, espectros relucientes que recorrían la noche.

Luego nada.

Me desveló un ruido extraño que no habría sabido decir qué era y desperté a Jeno.

—¿Qué es eso?

—No lo sé. El viento puede traer sonidos de muy lejos.

El viento…, cada vez que lo oía soplar pensaba si no sería el mismo que levantaba el polvo de Beth Qada, o si era, en cambio, el que ruge y hace presagiar acontecimientos extraordinarios.

—Es el ruido de un ejército que se acerca —dijo Jeno aguzando el oído—. No te muevas de aquí.

Se revistió con la armadura y fue a buscar a Sofo y a los demás.

Los oficiales difundieron la alarma en silencio y poco después vi a los hombres despertar uno por uno a los compañeros aún dormidos, y en poco tiempo el ejército se puso en marcha mientras un pequeño grupo a caballo mandado por Jeno partía a paso de andadura en dirección al ruido, que se volvía cada vez más nítido. Una claridad apenas visible esclarecía el horizonte hacia oriente, detrás de una línea de áridas colinas.

Mientras tanto nosotros nos habíamos puesto en camino y yo había enganchado los mulos y hecho cargar la tienda en el carro. El criado se había habituado a obedecerme en ausencia de Jeno. Junto a mí había una muchacha montada en otro carro, embarazada.

—¿Sabes quién es el padre de tu hijo? —le pregunté.

La muchacha señaló la larga columna de guerreros que serpenteaba en la oscuridad:

—Uno cualquiera de ellos —fue su respuesta, y dio una voz a los mulos.

Llegamos al cabo de poco al borde de una quebrada que atravesaba nuestro camino. Era una profunda fractura del terreno, una hendidura de la roca arenosa que se extendía a lo largo de un trecho de occidente a oriente. Las paredes eran pronunciadas y al fondo había muchos pedruscos esparcidos aquí y allá, como diseminados por una fuerza inmensa.

Era completamente árida, pero durante el invierno debía de llenarse de agua cenagosa descargada por los temporales en las montañas, crecidas imprevistas que había visto muchas veces también en mi tierra. Eran las crecidas furiosas que hacían rodar las piedras en el fondo.

El descenso sólo era posible en dos o tres puntos donde los rebaños de cabras y de ovejas habían abierto en la pared unos senderos que llegaban al fondo y de nuevo subían por la orilla opuesta. Únicamente uno de los tres pasos permitía la bajada de los carros, no sin peligro debido a la semioscuridad de la hora que precede al amanecer. Dos volcaron y tuvieron que ser devueltos al sendero mediante los palos de la tienda, y luego apuntalados desde abajo con las astas de las lanzas durante un trecho. Los infantes y los jinetes cruzaron aprovechando los otros dos senderos.

Jeno, Sofo, Agasias de Estinfalia, Timas de Dardania, Jantias de Acaia y Cleanor de Arcadia avanzaban a caballo y se volvían a menudo hacia atrás. Estaban a unos veinte o treinta pasos uno del otro y se lanzaban continuamente llamadas, pero sin levantar demasiado la voz. Eran todos jóvenes, entre los veinte y los treinta años, de formidable complexión física, y se habían tomado muy en serio su encargo. También yo, que en el fondo era ajena a aquella expedición, seguía pensando en los que habíamos perdido.

Sofo mantenía de continuo los ojos fijos en oriente, en el punto por el que se esperaba que asomase el sol. De repente el astro solar apuntó por las colinas, y Sofo volvió hacia mediodía. Sus ojos buscaban algo y también yo miré hacia el mismo punto. Un relámpago fulguró repetidamente por la llanura y Sofo exclamó: «¡La señal; llegan! Haced lo que hemos decidido». A aquella orden los oficiales a caballo descendieron rápidamente hacia el fondo de la quebrada y cada uno se puso al mando de su sección. De inmediato los hombres rompieron filas y se lanzaron hacia la orilla opuesta en orden disperso, cada uno buscando la salida más rápida. Nuestra caravana con los carros, las acémilas, las mujeres y los no combatientes había alcanzado el fondo de la quebrada y arrancaba fatigosamente hacia la otra margen. Comenzaba a pensar que no se iban a ocupar ya de nosotros y nos dejaban atrás. Vi a dos oficiales que desde la orilla opuesta de la quebrada hacían grandes gestos para exhortarnos a reunirnos con ellos lo antes posible, pero yo no quería separarme de los demás.

Cuando comenzamos a subir la pendiente que teníamos delante oí el ruido de un galope a mis espaldas y me sentí perdida. Eran en cambio los nuestros a caballo, los exploradores mandados por Jeno que habían dado la señal y bajaban por el sendero a toda velocidad.

Jeno gritó:

—¡Abandonad los carros, subid, enseguida! ¡Abandonad los carros!

Los exploradores repitieron lo mismo:

—¡Vamos, corred lo más deprisa posible, abandonad los carros, nos están pisando los talones!

Desmontamos todos y subimos lo más deprisa posible hacia el borde superior de la quebrada. Vi que Melisa tropezaba y gritaba de dolor a cada paso y corrí a prestarle ayuda. Las sandalias que calzaba no eran adecuadas para el terreno y sus pies no habían pisado nunca piedras puntiagudas y esquirlas de negro sílex: se lastimaba sin cesar, a cada paso. La sostuve casi a la fuerza y comencé a arrastrarla hacia la meta, pero no lo conseguía. Jadeante y desesperada, aullé a voz en grito: «¡Jenooooo! », y enseguida me lo encontré a mi lado sonriendo tras la máscara de su yelmo. Se nos había acercado antes de que yo lo llamase.

En pocos instantes nos llevó a la cima y otros hombres hicieron lo propio con el resto de mis compañeros de desventura.

—¡Todos detrás de la roca! —gritó Sofo, y nosotros obedecimos porque teníamos ya el ruido del galope persa a nuestras espaldas.

Apenas a buen recaudo, miré jadeando hacia donde habían ido Sofo y Jeno y… ¡no vi nada!

—Pero ¿dónde se han metido? —exclamé.

—Nos han dejado solos —lloriqueó Melisa—. Se han ido y nos han abandonado.

—No digas tonterías. Van a pie como nosotros, no pueden haber desaparecido.

Le pedí que guardara silencio porque los persas estaban asomando con sus caballos por detrás de las rocas que bordeaban la orilla. También ellos se detuvieron desconcertados e inspeccionaron con la mirada la vacía extensión yerma cubierta de hierba seca. En el silencio sepulcral del lugar se dejaba sentir solamente el soplo del viento que doblegaba las hierbas y hacía volar las umbelas blanquecinas del diente de león. Pero por poco tiempo.

Resonó un grito agudo y cadencioso, al que siguió enseguida un clangor metálico. Los nuestros eran invisibles porque estaban agazapados en la hierba, y se pusieron en pie todos a la vez ya formados.

Diez mil escudos se apretaron como una muralla de bronce, diez mil lanzas avanzaron amenazadoras, miles de mantos rojos se desplegaron al viento como estandartes. Y los yelmos que cubrían los rostros… no los había visto nunca así, nunca me habían parecido tan impresionantes. Cascos de bronce que dejaban al descubierto sólo los ojos y la boca y transformaban a cada hombre en un ser quimérico. Desaparecía la expresión del rostro, los ojos eran relámpagos en la oscuridad, cada movimiento de la cabeza se convertía en una amenaza. El adversario que se oponía a cara descubierta podía imaginar detrás de la máscara metálica que tenía delante cualquier potencia feroz. Cuando el rostro es impenetrable todo el resto se olvida.

Los jinetes trataron de reaccionar al espanto y cargaron a una orden de su comandante, pero los nuestros estaban demasiado cerca y ya avanzando. Los caballos no consiguieron tomar impulso y se encontraron con las lanzas encima en pocos instantes. La falange avanzaba como una máquina y nadie podía resistirse. Los jinetes trataban de pasar en vano. A cada intento, las líneas se apretaban y las filas se espesaban, quien estaba detrás empujaba con el escudo a quien tenía delante, las lanzas se clavaban en los cuerpos de los adversarios y pronto el enfrentamiento se transformó en una carnicería. Miraba horrorizada a hombres y caballos precipitarse dentro de la quebrada, unos arrollando a otros, sembrando trozos de carne y chorros de sangre sobre las piedras aguzadas, sobre los salientes rocosos, sobre las hojas cortantes de los sílex negros.

Luego la falange se abrió y dejó avanzar a los arqueros, honderos y lanzadores de jabalina, que cubrieron a los supervivientes con una lluvia de dardos letales. Cuando finalmente pudimos asomarnos también nosotros al borde del despeñadero, el sol brillaba triunfal en un cielo purísimo, pero la tierra…, la tierra no era más que desolación y carnicería. El escuadrón de caballería persa aparecía reducido a una confusa, atroz fosa común, y los lamentos desgarradores de los moribundos encogían el corazón.

Pero no se había acabado.

Cleanor de Arcadia consideró que aquella vista no era lo bastante aterradora, quiso que los soldados de Tisafernes, una vez llegaran, se encontrasen ante un horror sin límites. Tenían que comprender que se castigaba su traición, su emboscada, sentir con toda la fuerza la furia de los mantos rojos privados mediante el engaño de sus comandantes.

Había un grupo de incursores tracios con el ejército, montañeses feroces y primitivos a las órdenes de Timas de Dardania. Se les dijo que se ensañaran con los cadáveres de todos los modos posibles utilizando las segures, las mazas y los cuchillos. Me volví del otro lado y huí a acurrucarme detrás de una roca, y me quedé allí hasta que oí a Jeno que me llamaba porque era hora de reanudar la marcha.

Los carros fueron arrastrados hasta la cima y el ejército reanudó la marcha bajo el sol, ya alto en el cielo. De vez en cuando volvía la mirada atrás y veía buitres cada vez más numerosos revolotear sobre la quebrada.

¿Cómo hacían para sentir el olor de la muerte tan pronto y desde tan lejos? Pero me daba cuenta de que también yo lo sentía. Lo llevaba encima Jeno, que cabalgaba a poca distancia, y lo llevaban encima todos. Los tracios parecían unos carniceros, estaban cubiertos de suciedad de pies a cabeza.

Avanzamos durante todo el día sin que sucediera nada más y hacia el atardecer llegamos a la ciudad abandonada. Estaba rodeada de una muralla de adobe y en el centro había una torre piramidal que llamaban por aquellos lugares zigurat, parcialmente en ruinas también. El basamento estaba aún revestido de lápidas de piedra gris con imágenes de guerreros de pobladas barbas rizadas y de cabellos recogidos en trenzas. Las figuras estaban pintadas con fuertes colores e impresionaban mucho por lo imponentes. Todo el lugar, sin embargo, aparecía demolido, y algunas de las losas de la base estaban hundidas, las figuras yacían en el suelo con la cara en el polvo.

«Así es como termina el orgullo humano», pensé.

Jeno entró para mirar lo que había en el interior y yo lo seguí. A medida que nos adentrábamos la luz se hacía cada vez más débil hasta verse reducida a una especie de claridad en la que flotaba un polvillo centelleante. En un momento dado me pareció haber pisado algo vivo que opuso resistencia a mi pie y lancé un grito. Mi grito y mi movimiento, tan bruscos, despertaron a miles de murciélagos que dormían en el interior y la atmósfera se llenó de ellos. Aquellos bichejos asquerosos me golpeaban y rozaban por todas partes, y perdí el control. Gritaba cada vez más fuerte hasta que Jeno me dio un fuerte bofetón y me llevó afuera lo más deprisa posible. Había comprendido que corríamos peligro de muerte. El intenso batir de alas de los murciélagos había levantado una polvareda tan densa que nos habríamos asfixiado.

Jeno consiguió ponerme a salvo tapándome la boca y la nariz con el manto y conteniendo también él la respiración. Apenas llegamos afuera, me desplomé sobre el suelo y respiré ávidamente el aire fresco del atardecer.

—¿Has visto qué fácil es morir? —dijo Jeno entre jadeos—. Incluso sin hacer la guerra.

—Tienes razón —respondí—. Si no me hubieses dado la bofetada, habría perdido completamente el control de mí misma y habría muerto asfixiada.

Alcé los ojos y vi que en lo alto de la pirámide había una gran cantidad de personas de todas las edades. Eran los habitantes de la región que se habían refugiado allí arriba esperando quizá quedar al abrigo de los ejércitos que transitaban la zona. También algunos de los nuestros treparon hasta la cima para observar los movimientos de Tisafernes, pero no vieron a nadie. Acampamos entre las ruinas y durante gran parte de la noche oí llorar a los niños que estaban con sus madres en lo alto de la torre. Las mujeres no se atrevían a bajar y a mezclarse con nosotros, y no tenían nada consigo con qué alimentar a sus hijos. Me consolaba pensando que dentro de poco los ejércitos se alejarían y la gente podría volver a sus hogares y a su trabajo.

Viajamos todo el día siguiente hasta otra muralla en ruinas que debía de haber circundado una ciudad otrora poderosa. Ya no se veía a los enemigos; ¿acaso los estragos de la quebrada los habían detenido? Eso esperábamos, pero era difícil de creer. Seguramente estaban en alguna parte de la llanura esperando el momento oportuno para tomar la iniciativa.

Vimos el Tigris. Una maravilla. Discurría rápido y de vez en cuando transportaba por la corriente barcas de formas extrañas, redondas como canastos, que daban vueltas sobre sí mismas a cada recodo o a cada remolino del río, pero sin chocar nunca. Comenzamos a confiar en que nuestros perseguidores se hubieran distanciado lo suficiente y por la noche fui a ver a Melisa para curarle los pies malheridos ungiéndoselos y masajeándolos. Me equivocaba: a la séptima noche reaparecieron. Eran muchos, demasiados, siempre de una superioridad aplastante.

Avanzaban con escuadrones de caballería, pero se mantenían a cierta distancia. Habían comprendido cuál era nuestro punto flaco. Sabían que no teníamos caballería y estaban seguros de que Arieo no nos iba a socorrer: ¿por qué había de hacerlo? Estaba sorprendida de mí misma: también yo comenzaba a pensar y a razonar como un soldado.

A una señal de los vigías, se dio rápidamente la alarma y los soldados se dispusieron en línea de marcha con una retaguardia en formación de combate. A cada ataque de los jinetes enemigos los nuestros reaccionaban, pero los atacantes enseguida se retiraban y los lanzamientos de venablos no tenían efecto alguno. Los suyos, en cambio, eran mortíferos; también cuando huían conseguían herir asaeteando por detrás con extrema precisión, con los arcos de doble curvatura de los jinetes de la estepa. Los nuestros, que no se lo esperaban, fueron heridos en gran número y tuvieron que ser socorridos por los compañeros y colocados en los carros. Esa misma noche se preparó una gran tienda y ocho cirujanos se pusieron manos a la obra. Nunca había visto nada semejante, ni trabajar a tantos hombres a la vez. Todos tenían instrumentos afiladísimos, agujas, pinzas, tijeras y otros instrumentos que ignoraba aún para qué servían. A la luz de las lámparas de aceite sajaban y cosían, y allí donde las heridas tenían los labios abiertos, volvían a unir la piel desgarrada con las tijeras como si fueran pedazos de tela.

Lo que me impresionaba era la capacidad de los heridos para soportar el dolor. Cuando uno veía que los otros no se quejaban, no lloraban, no gritaban, se veía obligado de algún modo a hacer lo mismo. Mordían su pedazo de cuero frunciendo los labios y enseñando los dientes como perros, mugían pero no dejaban salir su voz. Jadeaban con los dientes apretados. Así, todo el dolor se concentraba en los ojos, tan intensamente dolientes que nunca podría olvidar aquellas miradas de angustia y de agonía.

Algunos murieron porque los médicos no consiguieron cortar las hemorragias. Me quedé al lado de uno de ellos hasta que expiró. Estaba desnudo en medio del charco de su propia sangre. Su yacija estaba empapada de ella y una mancha se extendía también sobre el terreno. Le sostuve la mano para acompañarle en el tránsito definitivo, para que no afrontase, solo, la oscuridad de la muerte. Ni la sangre ni la suciedad empañaban del todo su belleza, y me parecía imposible que un cuerpo tan perfecto y vigoroso fuera a ser de aquí a poco carne inerte y fría. Lo que recuerdo de él es la mirada febril y, luego, la palidez que se extendió rápidamente por su rostro y por sus miembros. Antes de exhalar el último suspiro tuvo un momento de lucidez y me miró con intensidad:

—¿Quién eres? —murmuró.

—Soy quien tú quieras, muchacho: soy tu madre, tu hermana, tu prometida…

—Pues entonces —respondió—, dame de beber.

Y se quedó mirando fijamente el cielo con los ojos desorbitados e inmóviles.