XII

¿Cómo es ella? —fue mi primera pregunta.

No podía creer que estuviera a tan poca distancia de una persona que me era tan lejana como las estrellas del firmamento. Tenía delante de mí a alguien que la había visto cara a cara y tal vez la había tocado, peinado…

—¿A quién te refieres? —repuso.

—A la Reina Madre. Cuéntame cómo es.

La muchacha que hablaba mi lengua se llamaba Durgat y había formado parte de la servidumbre de Parisatis hasta pocos días antes, cuando se encontraba en sus residencias de verano en las alturas occidentales de la zona central del Tigris.

—Es una mujer… alta y esbelta. Tiene unos ojos profundos y oscuros que te hacen temblar cuando te mira fijamente. Lleva el cabello muy largo y recogido en un tocado en la nuca. Tiene unos dedos tan largos y finos que hacen pensar en unas garras. Es… aguileña, de rostro afilado… Cuando sonríe da más miedo aún porque todos saben perfectamente lo que le da más placer que nada: el sufrimiento ajeno.

»Y, sin embargo, cuenta con la devoción de todo el personal a su servicio. Es tal el terror que infunde que, cuando dispensa alguna mínima atención o hace un pequeño regalo, quien lo recibe siente, de forma involuntaria, una inmensa gratitud, al pensar en lo grande que es también su posibilidad de hacer el mal.

—¿Por qué se ha trasladado a este territorio?

—No ha venido aquí en busca de distracción, sino para estar cerca del lugar del enfrentamiento, del duelo a muerte entre sus dos hijos.

—¿Y tú qué hacías en esas aldeas?

—El jefe de los eunucos de palacio —respondió— me había enviado junto con otras muchachas y algunos miembros de la guardia a recaudar productos alimenticios para la corte. Fue allí donde los tuyos nos apresaron a todos.

—Ya lo sé, y me temo que hubieras acabado en la tienda de algún soldado de no haber sido por mí, que soy la amiga de un personaje importante. Cuéntame lo que sabes y seguirás disfrutando de nuestra protección.

Asintió tranquilizada. El hecho de que hablase su lengua materna le inspiraba confianza. Me contó lo que había oído en las habitaciones de las damas de compañía de la Reina y las confidencias de los eunucos. Su relato fue extenso y lo retomó también en los días siguientes; sólo lo interrumpía debido a las vicisitudes de nuestra marcha, para volver luego a empezar.

—Ciro pensaba que en realidad tenía derecho al trono y que no era un usurpador. Era más joven que su hermano, pero había nacido cuando su padre era ya rey, mientras que Artajerjes, el mayor, nació cuando su padre no era más que un personaje corriente. Él era un príncipe real, el otro no era nada. Hay una historia que circula por palacio, pero que no conviene contar. Si la Reina Madre se enterase, me haría cortar la lengua.

—¿Tan terrible es?

—Es un motivo de vergüenza para el príncipe Ciro. He aquí por qué. Se dice que, cuando Artajerjes entró en el Santuario del Fuego para la ceremonia de la investidura real, Ciro se había escondido en una capillita para tenderle una emboscada. Pero la guardia imperial estaba al acecho o muy probablemente recibió una información, y llevaron a cabo una inspección.

»Lo descubrieron armado con un puñal en el lugar sagrado y lo llevaron a rastras hasta el centro de la sala de la coronación para darle muerte ipso facto ante los ojos del Gran Rey. La Reina Madre se arrojó, lanzando un grito, sobre él en el momento en que la cimitarra estaba a punto de cortarle la cabeza, lo protegió con su cuerpo y lo cubrió con su manto implorando piedad al hijo mayor. Nadie se atrevió a hacerle ningún daño.

»Los cortesanos creían que Artajerjes se vengaría de todas formas, pero la madre, día tras día, se ganó su confianza con gentilezas y miramientos y, con la excusa de mandar a Ciro a un lugar alejado de la corte, lo convenció de que le confiara el gobierno de la más extrema provincia de occidente: Lidia.

La historia me parecía conmovedora: el emperador del mundo, el Rey de Reyes, el hombre más poderoso de la Tierra, no era más que un niño frente a la madre y la obedecía sin discutir su voluntad. Pero ella, me preguntaba, ¿qué tipo de mujer era? «Útero de bronce», llaman en mi tierra a ese tipo de mujeres.

Así que, cuando el ejército de Artajerjes con sus generales se había movilizado para enfrentarse a Ciro, también la Reina se había desplazado, con su séquito, su guardarropa y sus doncellas, para estar cerca del campo de batalla y poder conocer cuanto antes el resultado del enfrentamiento. Cualquier madre se habría sentido abrumada de dolor ante la sola idea de que con toda probabilidad perdería a uno de sus hijos, no importa cuál, pero ella esperaba que venciese Ciro, aunque esto significara que el hermano derrotado muriese.

—Tienes razón —dijo Durgat—. Merecía un castigo y lo recibió. Fue Ciro quien murió y alguien le trajo la noticia sin ahorrarle ninguno de los horribles detalles de la matanza. Nadie podía decir en realidad quién exactamente le había dado muerte; distintos testigos declararon que los dos hermanos se habían enfrentado entre sí infligiéndose profundas heridas, pero de hecho no fue posible establecer con precisión cómo y cuándo había muerto el príncipe: si en las primeras fases de la batalla o más tarde.

»Por otra parte —continuó—, ni siquiera los nuestros se encontraban en el campo de batalla cuando esto sucedía. Estaban ya persiguiendo al ala izquierda de los enemigos que se habían dado a la fuga y se alejaban cada vez más del centro de la refriega.

»Una cosa es cierta —prosiguió Durgat—, el rey Artajerjes había sido herido en el pecho por un punta de lanza que le había perforado la coraza y le había penetrado en la carne más de dos dedos. El médico griego que luego vino a veras para negociar lo cosió y curó, pero antes de hacerlo sondeó con un escalpelo de plata lo profunda que era la herida.

»El anuncio de que Ciro había muerto le fue transmitido al Gran Rey por un soldado de Caria que le enseñó la gualdrapa ensangrentada del príncipe y afirmó que había visto su cadáver. Una vez terminado todo, Artajerjes lo mandó convocar para premiarlo, pero era evidente que él se esperaba más y protestó. Llegó a jactarse de haber dado muerte a Ciro personalmente y sostenía que aquel regalo no era proporcional a su mérito.

»Artajerjes, indignado, ordenó cortarle la cabeza, pero la Reina Madre, que se hallaba presente, lo detuvo: una muerte tan rápida no era el justo castigo para quien se había mostrado tan insolente e ingrato con el Gran Rey. “Déjamelo a mí —dijo—; sabré cómo infligirle la pena adecuada para que nadie se atreva nunca más a faltarte al respeto.”

»Artajerjes consintió. Quizás el deseo de creer que la madre lo quería y deseaba de verdad castigar a quien le había faltado al respeto le indujo a darle la satisfacción que ella en cambio buscaba sólo por ella misma. La de la venganza. Y una venganza digna de la maldad y de la crueldad de su ánimo.

Lo que me contó a continuación Durgat hizo horrorizarme. No hay nada, en efecto, más terrible en el mundo para un ser humano que caer totalmente a merced de otro que le odie, porque el sufrimiento que habrá de soportar no conocerá límites. En aquel momento el placer de vengarse debía de ser en el ánimo de Parisatis mayor que el dolor y la compasión por la pérdida de un hijo al que amaba. Hizo atar al soldado de Caria en el patio de su palacio y llamó a los verdugos. Quiso que vinieran los más expertos, los capaces de infligir todos los tormentos que un cuerpo puede soportar, pero sin morir; los capaces de detenerse un instante antes de que sobrevenga la muerte para acabar para siempre con la angustia.

Cada día se hacía llevar en palanquín al patio, se sentaba a la sombra de un tamarindo y se quedaba durante horas contemplando los atroces sufrimientos de aquel pobre desgraciado. Como sus lamentos la mantenían despierta durante la noche, le hizo cortar la lengua y coser los labios.

Por espacio de diez días continuó el espectáculo infame de un hombre reducido a un amasijo informe de carne martirizada; luego la Reina se dignó hacerlo morir no por piedad, sino porque ya no se divertía y el pasatiempo se había convertido en aburrimiento.

Le hizo arrancar los ojos y derramar cobre fundido en sus oídos.

Durgat se dio cuenta del efecto devastador que su narración tenía sobre mí. Quizá mi expresión era elocuente; mi mirada aterrada y las lágrimas debían de expresar lo que sentía al oír tan terrible relato, yo que no había conocido más que la paz soñolienta de mi aldea natal. Se interrumpió un momento; pareció, en efecto, mirar a su alrededor, como para retomar contacto con la realidad del presente, luego reanudó su narración para contar el pasado.

—Había otro hombre que se jactó de haber dado muerte a Ciro. Se llamaba Mitrídates. A él el rey Artajerjes le había dado una espléndida recompensa: un traje de seda y una cimitarra de oro macizo, porque, en efecto, había herido al príncipe con un golpe de venablo en la sien, aunque había sido el Rey, se decía, quien, herido en el pecho, le había dado muerte con su propia mano. Otros sostenían que Mitrídates, y no el soldado de Caria, había llevado al Gran Rey la gualdrapa de Ciro ensangrentada, y así se había hecho merecedor de sus presentes.

»Una noche Mitrídates fue invitado a un banquete organizado a escondidas por la Reina en el que participaba un eunuco fiel a ella. El vino corría en abundancia y cuando el comensal pareció claramente borracho el eunuco comenzó a provocarlo, a decir que él también habría sido capaz de llevar una gualdrapa al Rey, aun sin ser un gran guerrero. No hizo falta más.

Mitrídates alzó la mano y gritó: “Puedes decir todo lo que quieras, que fue esta mano la que mató a Ciro”.

»—¿Y el Rey? —preguntó el eunuco.

»—El Rey puede decir lo que quiera. ¡Fui yo quien mató a Ciro!

»El hecho es que con aquello había declarado que el Rey era un mentiroso. Lo proclamó bien alto delante de una veintena de testigos y firmó así su condena a muerte.

»Al ver el rictus de satisfacción del eunuco, los presentes comprendieron lo que le esperaba a Mitrídates. Bajaron la cabeza y el anfitrión dijo: “Dejemos estar estas conversaciones que nos superan y pensemos mejor en comer, beber y disfrutar de la velada. No sabemos qué nos espera mañana”.

»La muerte de Mitrídates fue una vez más una prerrogativa de la Reina Madre, que pidió de nuevo que le fuera concedido vengar el honor ofendido de su hijo el Rey. Los amigos de Mitrídates trataron de disculparlo diciendo que había hablado en estado de embriaguez, pero el eunuco hizo notar que, según el viejo dicho, “En el vino, la verdad” y, por tanto, el acusado no había hecho sino decir lo que pensaba realmente. Ninguno de los presentes en el banquete se atrevió a desmentirle.

»Parisatis escogió para Mitrídates un suplicio más perverso aún: el de las dos artesas.

Ante la sola idea de escuchar más atrocidades le rogué a Durgat que interrumpiera su relato porque no iba a tener valor y fuerzas para soportarlo, pero una voz que me era conocida resonó detrás de mí:

—Yo, en cambio, siento curiosidad por oír, y también sé que hablas suficiente griego para hacerte comprender. Te oí hablar cuando los nuestros te capturaron.

Menón de Tesalia estaba de pie detrás de mí, quizá desde hacía un rato, sin darme yo cuenta.

—Vete —dije—. Jeno está a punto de llegar y no le hará ninguna gracia encontrarte conmigo.

—No hago nada malo —respondió Menón—, y sé además que eres amiga de Melisa, por tanto algo nos une.

Sostenía en la mano izquierda una copa de vino de palma, una copa de cerámica finísima, como las que utilizan los griegos cuando se encuentran a la mesa o en sus recepciones. Nunca he comprendido cómo su manto podía estar siempre tan blanco y cómo objetos tan finos y delicados podían viajar con él sin quebrarse. La muchacha continuó en griego: una cosa que me sorprendió y que no me esperaba. Debía de ser un preciado don en la casa de la Reina Madre. Yo hice ademán de irme.

—De espíritu demasiado bueno o de estómago demasiado débil —comentó sarcástico Menón—. ¿No quieres oír en qué consiste el suplicio de las dos artesas? Yo te lo contaré. ¿Sabes?, antes de partir me informé acerca de los usos y costumbres de estos países, precisamente para saber cómo comportarme en caso de que fuera hecho prisionero. Así pues, se trata de lo siguiente: te llevan a pleno desierto, a un lugar abrasado por el sol. Te atan de pies y manos y te meten dentro de una especie de artesa, ya sabes, de esas que se utilizan para amasar el pan, lo bastante grande como para que quepas también tú. Luego te ponen otra encima, pero con un agujero en uno de los extremos para que la cabeza quede fuera. Luego te untan la cara con una espesa mezcla de leche y miel que atrae a las moscas, a los tábanos y a las avispas. Éstos llegan de todas partes para darse un festín, gracias al cual en unos pocos momentos tu cara está completamente cubierta de esos asquerosos bichos. Del terreno acuden a echarles una mano las arañas, las escolopendras, los escarabajos. Y hormigas, miles de hormigas hambrientas. No puedes moverte porque estás encerrado en ese ataúd de madera y los bichos, una vez que se termina la miel, no se detienen, continúan con tu cara y en poco tiempo te reducen a una máscara sanguinolenta.

—¡Basta ya! —grité.

—Puedes irte si quieres —respondió Menón—, nadie te retiene.

Pero me quedé; no sé por qué, pero ese horror tenía sobre mí un efecto extraño, como un veneno que te amodorra lentamente y te atormenta al mismo tiempo. Sentía que los seres humanos son también así y que era justo saberlo todo, ser consciente de lo que puede reservarte la vida, que también una existencia siempre tranquila, alegrada por los hijos, por una persona que te quiere y te respeta, por una bonita casa con una parra y un jardín como esa con la que siempre había soñado, puede proporcionarte en pocas horas la modesta felicidad de una vida entera o hacerte arrepentir de haber nacido.

La voz de Menón resonó de nuevo como en una modesta fábula cruel:

—… Y no acaba aquí la cosa. Cada atardecer, cuando la noche y la oscuridad te liberan por breve tiempo de esos huéspedes tan desagradables, llega la hora de la cena. Te dan de comer, sí… ¿no te lo crees? Y también de beber. Y mucho, te lo hacen tragar a la fuerza. Y si no quieres abrir la boca te sacan los ojos con unos punzones, así gritas de dolor y abres la boca, y te meten más comida y hacen que bebas más. Y así, al cabo de dos o tres días, estás sumergido en tus propios excrementos dentro de ese ataúd hirviente. Los gusanos te devoran vivo, poquito a poco. Tú percibes el hedor de tu carne que se muere a cada instante y maldices a tu corazón que sigue latiendo y también a la madre que te dio la vida y a todos los dioses del Cielo que no hicieron que reventaras antes de traerte al mundo.

Yo lloraba al oír el relato de aquellos horrores y pensaba que también ese pobre desgraciado había sido parido un día por una madre que lo había amamantado, cuidado y rodeado de atenciones y de caricias para que al menos tuviera en la infancia toda la felicidad que un hijo puede tener, sin imaginar siquiera que habría hecho mucho mejor ahogándolo en un cubo apenas nacer, antes de que dejara oír su primer vagido.

Mitrídates tardó diecisiete días en morir.

Pero no terminaba aquí la cosa. Durgat contó que aún quedaba un hombre con el que saldar cuentas: el eunuco que se había encargado de decapitar, mutilar y empalar el cuerpo exánime de Ciro. Se llamaba Masabates y era muy astuto. Había visto el final que habían tenido los otros dos y sabía que era una presa codiciada por aquella tigresa. Se guardaba mucho no sólo de cualquier jactancia, sino también de estar presente en situaciones en las que se evocaba la historia de Ciro o de cualquier acontecimiento o personaje relacionado con hombres que lo conocían o lo habían conocido o recordaban haber tenido que ver con él. Apenas comenzaba la conversación, él se iba, aduciendo alguno de sus infinitos compromisos de servidor emasculado y fiel. Parecía imposible cogerlo en la trampa, pero la cazadora de hombres era astuta. Dejó pasar tiempo y empezó a comportarse como si Ciro no hubiera existido nunca. Rodeó a su hijo superviviente de todo tipo de atenciones llegando incluso a prepararle unos dulces con sus propias manos, o al menos así lo hacía creer. Parecía sincera. Se hubiera dicho que era una madre resignada que había tomado conciencia de que todavía tenía un hijo y podía volcar en él sus sentimientos. Pero lo que se ganó sobre todo el corazón del Rey fue la cordialidad y el afecto que la Reina Madre comenzó a demostrar por su nuera, la reina Estatira, queridísima esposa del soberano a la que ella siempre había mirado con aversión. Parisatis incluso volvió a hacer compañía al Rey en su pasatiempo favorito: el juego de dados.

—Nunca se ha oído decir —dijo Durgat— que alguien emplease dados trucados para perder, pero exactamente eso fue lo que hizo la Reina para lograr su propósito: se jugó mil daricos de oro y los perdió. Pagó la enorme suma sin pestañear, pero pidió una revancha, que tuvo lugar al cabo de algunos días, una noche tranquila después de la cena en el jardín del palacio de verano. Una fuentecilla gorgoteaba quedamente y de los setos de jazmín perfumados llegaba el canto del ruiseñor.

»Esta vez le tocaba a Parisatis proponer la apuesta y ésta estableció que debía ser un criado. Un criado propiedad del contrincante, aunque excluyendo cinco nombres que cada uno de los dos elegiría entre sus más fieles y apreciados para no tener que privarse de personas queridas.

»Parisatis los había elegido ya; Masabates no figuraba entre los cinco. Esta vez los dados trucados le sirvieron para ganar, y cuando reclamó a Masabates el Rey comprendió al punto que había condenado a un criado fiel a una muerte atroz; pero la palabra de un rey es una palabra esculpida en bronce y no se borra.

»La Reina Madre lo hizo desollar vivo y ordenó colgar su piel extendida en un cañizo frente a él. Luego lo hizo empalar con tres palos cruzados. Su muerte fue más rápida que la de Mitrídates, pero quizá no menos dolorosa.

Esto había sucedido pocos días antes de que Durgat llegara a las aldeas con los otros criados y la escolta.

Durgat dijo que estaba presente, con un cesto de higos en las manos, cuando el Rey se quejó ante su madre por haber infligido una muerte horrible a un buen criado. La Reina se encogió de hombros: «¡Cuánto duelo por un viejo eunuco sin valor alguno; yo no dije una palabra cuando perdí de una sola vez mil daricos de oro!». Luego cogió un higo del cesto, lo abrió con ostentosa lentitud y le hincó el diente arrugando los labios como una tigresa.

Cuando Durgat estaba terminando su relato apareció Jeno y se encontró cara a cara con Menón de Tesalia:

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó con brusquedad.

—Pasaba —respondió Menón.

—Pasa por otra parte —replicó Jeno poniendo cara de pocos amigos.

Vio la mano de Menón deslizarse hacia la empuñadura de la espada, pero yo lo miré a los ojos para pedirle que no lo hiciera. Él meneó su rubia cabeza y dijo con una sonrisa sarcástica:

—Otra vez será, escritor. Ya habrá ocasión. Mientras tanto, que tu hermosa te cuente estas historias. Las encontrarás interesantes.

Y se alejó con el viento que henchía su absurdo manto blanco. Como la vela de una nave.

Pregunté a Durgat si prefería volver con la Reina o venir con nosotros:

—Si quieres, eres libre, pero debes ser tú quien tome la decisión. Si vienes con nosotros, creo que dentro de unos meses estaremos en la costa. Allí hay ciudades magníficas que se asoman al mar, el clima es bueno y los campos, fértiles. Tal vez puedas encontrar a un buen chico que se case contigo y crear una familia.

Durgat bajó la cabeza por un momento sin decir nada. Era una bella muchacha de cabellos y ojos negrísimos y tez morena. Vestía con cierta elegancia y llevaba también adornos: del cuello le colgaba un pequeño ámbar con un hilo de plata.

—Eres muy buena diciéndome estas cosas, pero donde estoy me siento segura. Basta con no tener ojos ni oídos, no ver ni oír, obedecer siempre incluso cuando no te dicen nada, adelantarme a los pensamientos de mi señora y satisfacer cada uno de sus deseos, y todo va bien…

Me quedé asombrada al oír «todo va bien» de una persona que había visto muy de cerca actos de una inimaginable ferocidad como los que me acababa de contar, una persona al servicio de una fiera humana capaz de una crueldad sin límites y de cambios de humor repentinos y devastadores. Era evidente que una persona carente de libertad y de dignidad puede adaptarse y habituarse a cualquier cosa.

Durgat prosiguió:

—Es evidente que tú lo haces por amor, y te comprendo. Pero esta vida no es para mí, aunque no es ésta la única razón…

Se interrumpió y me miró fijamente a los ojos con una expresión intensa.

Había un mensaje en su mirada, como debía de haberlo en la mía cuando le imploré en silencio a Menón de Tesalia que no desenvainara la espada contra mi Jeno. No diría una palabra más, pues ya me había advertido de que «no tenía ojos ni oídos, ni veía ni oía». Pero ¿el qué? ¿Qué sabía y no estaba en condiciones de decirme? El de Durgat era, todavía, un don que no daba muestras de comprender ni de aprovechar. No le pregunté nada porque su actitud era elocuente: no obtendría ninguna respuesta. Ya me había dicho lo que podía decirme y la sola idea de que alguien la considerara la fuente de una revelación prohibida era más que suficiente para que tuviera la boca cosida. Precisamente porque había decidido ya volver a su jaula.

—Le pediré a Jeno que te deje en esas aldeas. Los tuyos te encontrarán cuando pasen por aquí o bien lo harán los hombres de Tisafernes, que están acampados a una parasanga de distancia hacia oriente.

—Te estoy muy agradecida y, créeme, me habría gustado quedarme contigo, hacerme amiga tuya. Te pareces a mí, ¿sabes? Quizá porque hablamos la misma lengua y venimos de lugares no demasiado alejados. Yo soy de Alepo.

—Tal vez —respondí yo.

Y mi mirada buscó el punto en el que la suya se había detenido en ese momento, en una modesta colina detrás de las aldeas: el manto blanco de Menón.

Jeno me llamó y yo me reuní con él. Me puse a prepararle la cena.

Enseguida se dio cuenta de que estaba abstraída.

—¿En qué piensas? —me preguntó.

—En esa muchacha que hemos conocido —respondí—. Le he prometido que la dejaría libre.

—Por supuesto. Eres demasiado celosa para permitir que otra muchacha atractiva comparta la misma tienda con nosotros. ¿No es así?

—Así es —dije yo con una sonrisa—, lo has adivinado. Entonces, ¿puedo decirle que se vuelva por donde ha venido?

—Puedes decirlo, y esperemos que no le ocurra nada malo.

—Durgat pertenece a la reina madre Parisatis. Le bastará con pronunciar su nombre para abrirse paso incluso en medio de una manada de lobos, créeme.

—Bien, pues.

Pero de vez en cuando me miraba de reojo porque yo no conseguía disimular que mi pensamiento estaba en otra parte.

Cuando cayó la noche se levantó un viento impetuoso que hacía chasquear los bordes de la tienda y susurrar a las hojas de las palmeras con tanta fuerza que a duras penas conseguía conciliar el sueño. Seguía pensando en la expresión enigmática, y sin embargo tan elocuente, de Durgat cuando se había interrumpido al hablar…

No quería desvelar algo que sabía, pero que no podía decir. ¿Por qué? Seguramente un peligro, una amenaza que se cernía sobre nosotros y que ella conocía por haberla oído en las habitaciones de la Reina Madre o en el pabellón del Rey. ¿Qué otra cosa podía ser? Pero nosotros corríamos peligro a diario por ataques imprevistos, emboscadas, hambre y sed, pozos envenenados…, muchos peligros entre nosotros y el mar. ¿Qué podía haber más grave que cuanto ya habíamos experimentado y conocido?

Trataba de seguir la ilación de sus razonamientos y de sus emociones para encontrar una respuesta. Ella había oído una conversación relativa a nosotros, que tenía que ver con nuestro ejército en marcha, pero quizá no la había comprendido del todo. Luego había venido a las aldeas con un encargo y había sido capturada. Jeno y yo la habíamos puesto al abrigo de las ofensas que podía sufrir y ella se sentía agradecida. Lo que había visto en el campamento le había traído a la mente lo oído en los aposentos reales y había tratado de dármelo a entender: «Hay algo que os afecta; yo lo sé, pero no puedo decirlo porque volveré con la Reina y si sus maquinaciones se malogran será fácil remontarse hasta quién las ha revelado, y no habrá límite para el dolor que querrán infligirme. Eres tú quien debe tratar de comprender».

Sí, eso debía de ser, y si no comprendía ahora, seguramente lo haría pronto, prestando atención, manteniendo los ojos abiertos, tratando de captar el más pequeño indicio de toda señal. Jeno me atrajo hacia sí. Tampoco él dormía por el ruido del viento.

—¿Sabes?, en mi aldea el viento hace un extraño ruido en determinadas estaciones o en determinados momentos, como un rugido —le susurré al oído—. Los viejos del lugar dicen que cuando el viento ruge así algo extraordinario está a punto de suceder. El viento hizo oír su voz tres días antes de que vuestro ejército pasase por Beth Qada.

—¿Crees que también ahora quiere decirte algo?

—Quizá. Pero aquí estamos demasiado lejos para que yo pueda comprender.

El viento amainó antes del amanecer y conseguí descansar un poco. Aquella noche Melisa durmió sola porque Menón había salido de patrulla con sus tesalios y vuelto cuando el sol estaba ya alto, tras haber perdido a tres de sus hombres y dado muerte a una decena de hombres de Tisafernes. La situación se volvía preocupante; casi todos los días había escaramuzas con los persas y hasta con los asiáticos de Arieo, que estaba ya claramente del lado de Tisafernes con desprecio de todos los juramentos y las promesas hechas.

A partir de aquel momento ese tipo de enfrentamientos se intensificó sin un motivo aparente, y por lo que me decía Jeno parecía que tampoco Clearco y los otros comandantes se daban cuenta.

—Os están provocando —dije—. Quieren induciros a hacer algo. Tal vez a atacar y caer en una trampa.

—Clearco no es de la misma opinión —repuso—. Está convencido de que se trata de hechos casuales. Los terrenos fértiles se reducen en extensión a medida que nos acercamos a las montañas, lo que obliga a menudo a encontrarnos con ellos a distancias demasiado cortas y a competir por los aprovisionamientos. Y, además, ellos no nos gustan a nosotros, ni nosotros a ellos. Eso es todo. Pero tendremos que hacer el camino juntos todavía durante tres meses y todo esto tendrá que acabar de un modo u otro.

Reanudamos nuestra marcha hacia septentrión tres días después. Antes de partir me despedí de Durgat. Ella me abrazó y me miró por un momento con esa misma expresión, como si quisiera decirme «mantente en guardia». Luego me dijo:

—Buena suerte.

—Buena suerte también para ti —respondí yo, y monté en el carro.

Avanzamos así, siempre con el sol naciente a nuestra derecha; el ejército marchó durante unos veinte días con continuas escaramuzas y enfrentamientos con pequeños destacamentos de caballería persa, hasta que llegamos a las cercanías de otro río que vertía sus aguas desde oriente en el Tigris y lo atravesamos por un puente de barcas.

Llegados al otro lado, Clearco convocó a todos los comandantes de las grandes unidades y preguntó si habían dado órdenes a sus hombres de tomar iniciativas contra los persas, pero ellos respondieron que la consigna era no reaccionar a las provocaciones, salvo en caso de ataque directo. Dijo que quería poner fin a este problema de una vez por todas.

—¿Y cómo? —preguntó Sofo, que estaba presente junto con Neón, que se había convertido ya en su sombra.

—Quiero pedir un encuentro con Tisafernes, una cumbre entre nuestro alto mando y el suyo.

—¿Y esperas resolver algo con ello? —preguntó Sofo.

—Yo creo que sí. Esta situación no nos beneficia a nosotros y tampoco a ellos, y Tisafernes sabe perfectamente que, si se llegase a un enfrentamiento directo, en el mejor de los casos sufriría grandes bajas que no puede permitirse. Nuestros hombres están en la plenitud de sus fuerzas y bien aclimatados, no temen siquiera un ataque en masa. Yo digo que aceptarán.

—¿Y cómo piensas organizarlo, si él acepta? —preguntó Sócrates de Acaia.

—En campo neutral, a medio camino entre los dos campamentos. Escolta limitada: no más de cincuenta hombres por cada bando; quiero gente despierta y diestra.

—Ya me encargo yo de ello —dijo Menón.

—Muy bien. Manda hoy mismo a un grupo a parlamentar. Tendrán que fijar el día y la hora. De lo demás me ocuparé yo personalmente.

Esa noche Sócrates de Acaia cenó con nosotros delante de la tienda y nos lo contó todo. Estaba más bien alegre y convencido de que las cosas se solucionarían. Yo en cambio no estaba nada segura. Sólo cuando Sócrates se fue lo entendí todo de improviso, o al menos eso me pareció, y le pedí a Jeno que me escuchara, aunque no fuese más que una mujer.

—Lo que Durgat quería hacerme comprender es lo siguiente: nos amenaza un peligro mortal, que puede aniquilarnos. Ella sabía, pero no podía hablar. ¿Te has preguntado por qué los ataques, las peleas, las provocaciones se han multiplicado de un tiempo a esta parte sin una razón concreta? Este encuentro es una trampa, estoy segura. Debes detenerlos.

Jeno meneó la cabeza, perplejo:

—No es más que una impresión tuya. Esa muchacha no ha dicho nada porque no tenía nada que decir.

—Te equivocas. Me habló con el lenguaje de las mujeres, el lenguaje de la intuición, del instinto que nos hace presagiar los peligros, convencida de que comprendería. Fue su manera de darme las gracias sin poner en riesgo su vida. Debes convencerlos de que no vayan.

Jeno pareció turbado. Yo tenía lágrimas en los ojos y temblaba. Trató de calmarme.

—No hay motivo para que te agites tanto. Lo que prepara Clearco es sólo un contacto preliminar. No sabemos siquiera si Tisafernes aceptará el encuentro y si estará dispuesto a negociar. Apenas tengamos la respuesta se valorará.

—Habla con él ahora: ve a ver a Clearco o convence a Sócrates de que hable con él.

—¿Y qué le digo, que una muchacha te ha mirado de un modo extraño? Trata de no pensar en ello. Durmamos, y mañana, cuando vuelvan nuestros enviados, sabremos si el encuentro se celebrará o no.

Me lo esperaba. ¿Quién habría creído en los desvaríos de una mujer?

No pegué ojo en toda la noche.