Los soldados marcharon en silencio a lo largo de treinta estadios, en la oscuridad, prestando oídos a cualquier ruido sospechoso. Clearco y sus oficiales eran muy conscientes de que al dar el primer paso habían roto la tregua y se encontraban en estado de guerra con el Gran Rey. Al mismo tiempo trataban de comprender dónde estaba éste y qué estaba tramando.
Por mi parte, pensaba que se había ido ya. Había ganado la batalla, había derrotado y dado muerte a su hermano y, por consiguiente, no podía perder más tiempo ocupándose de un pequeño contingente de mercenarios atrapado entre el Tigris y el Éufrates. Su destino estaba marcado.
Sentada en el carro, miraba a mi alrededor, trataba de escrutar en la oscuridad las formas de esos hombres que caminaban bajo el peso de la armadura y de las terribles fatigas afrontadas en los últimos dos días. Estaban agotados por el hambre y si hubieran tenido que soportar un ataque con todas sus fuerzas no habrían podido sostenerse en pie más que por muy poco tiempo. Se lo jugaban todo en el breve espacio que los separaba del campamento de Arieo; por suerte no sucedió absolutamente nada.
También observaba a Jeno, que cabalgaba no lejos de mí y no mostraba ningún signo de preocupación. Él estaba seguro de que la leyenda de los mantos rojos mantenía a distancia a los enemigos. Y tal vez era cierto, pero a continuación me dijo también otra cosa importante: que los persas no atacan nunca de noche y dejan a sus caballos pastando y sin arreos. Tal vez lo había leído en alguna parte y en cualquier caso tuvo confirmación de ello en el curso de la expedición.
Llegamos hacia medianoche e inmediatamente hubo una reunión entre nuestros oficiales y los de los asiáticos. Jeno fue admitido por segunda vez y se encontró cara a cara con Menón de Tesalia, que se había quedado allí. Apenas si se saludaron con una cabezada. Yo me fui a dar una vuelta por el campamento del batallón de Agasias y de Glus, que se habían quedado con los asiáticos durante toda la batalla. Había fuegos aquí y allá que estaban a punto de apagarse, y comenzaba a encenderse alguna lucerna.
Observé en un determinado punto a un grupito de soldados que miraban en dirección a una tienda y, al acercarme, comprendí el porqué: la lucerna encendida en el interior proyectaba en la tela la forma de una bellísima muchacha desnuda que se estaba lavando.
—¡No hay nada que mirar! Fuera de aquí, largaos —exclamé yo decidida y esperando que me tomaran en serio, porque intuía instintivamente lo que estaba a punto de suceder.
Por el momento no pareció que me hicieran caso, es más, algunos de ellos comenzaron a acercarse al pequeño pabellón riéndose en voz baja. Pensé que pronto las cosas tomarían un mal cariz y que quizás hubiera tenido que ponerme a gritar, pero ellos, tras dar unos pocos pasos, se detuvieron hablando entre sí y luego, a la chita callando, se dispersaron.
Acaso pensaron que si me había dirigido a ellos de aquel modo era porque estaba en condiciones de hacerlo. Entonces me acerqué al pabellón y dije:
—Si no apagas esa luz, podrías tener visitas inesperadas y seguramente desagradables.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —respondió alarmada una voz femenina.
Mi acento convertía mi habla en particular: tal vez no conseguía comprender quién podía ser yo, pero se daba cuenta de que era una mujer y esto, al menos en parte, la tranquilizaba.
—Sólo quería avisarte: desde fuera se ve que estás desnuda y los hombres forman grupos para ver el espectáculo. El resto creo que puedes imaginártelo.
—Me visto enseguida —respondió la voz.
—¿Puedo entrar ahora?
—Sí, por supuesto.
Entré y vi a una de las más bellas muchachas que hubiera visto nunca, y quizá la más hermosa que pudiera ver incluso en el futuro. Era rubia, tenía los ojos de color de ámbar y el cuerpo de una diosa, con una piel suave y tersa por los ungüentos más raros y preciados, y digna de aristocráticas caricias.
—Debes de ser la que se escapó desnuda cuando llegaron los persas —dije observándola atentamente.
La muchacha sonrió:
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he oído contar y cuando he visto tu sombra proyectada en la tienda me he acordado de ello.
—¿Y tú quién eres?
—Me llamo Abira. Soy siria.
—Eres esclava.
—No, soy libre y he seguido por propia voluntad a un joven que forma parte de esta expedición.
La muchacha sonrió mirándome por el rabillo del ojo con expresión de curiosidad:
—¿Estás enamorada?
—¿Te parece extraño?
—Estás enamorada —asintió—. Siéntate. Aquí tienes algo de comer. Estarás hambrienta.
Se veía que tenía ganas de compañía, y en particular de compañía femenina. No debía de ser agradable para una muchacha tan bella encontrarse en medio de un campamento de decenas de miles de varones jóvenes y violentos, muchos de los cuales la habían visto totalmente desnuda. Abrió una caja y me ofreció un pedazo de pan y un trozo de queso de cabra.
Le di las gracias:
—Eres tan bella que debes de ser la amiga de alguien muy importante…
La muchacha agachó la cabeza:
—Eres observadora y también perspicaz.
—Quizás incluso del más importante.
La muchacha asintió.
—¿Ciro?
Durante unos instantes los ojos se ofuscaron:
—Qué horror… —dijo con un temblor en la voz.
—¿Eres su mujer?
—Una de las muchas de su harén. Pero me mandaba llamar a menudo para que le hiciera compañía. Me trataba con respeto, con afecto, quizá también con amor. Me hacía muy hermosos regalos, le gustaba escucharme. Quería que le contase fábulas, historias… A veces parecía un niño, otras se volvía de improviso duro e impenetrable como el acero.
—¿Qué te pasó ayer?
—Me encontraba en la tienda del príncipe cuando llegaron los soldados de Artajerjes. Estaban desatados: mataban, quemaban, saqueaban. Un grupo irrumpió en la tienda, se arrojaron encima de otras muchachas, dos de ellos me cogieron a mí por las ropas, pero yo me solté el cinturón y las fíbulas y salí corriendo, desnuda.
—Y llegaste hasta nuestra guarnición.
—Sí, corriendo como nunca había corrido en mi vida. Cuando los nuestros contraatacaron hacia el atardecer y los repelieron, dos de mis compañeras fueron encontradas muertas. Las habían forzado durante horas, hasta causarles la muerte.
No soportaba aquel relato y aquellas imágenes atroces. Me levanté y miré fuera. Parecía todo tranquilo. Ahora estábamos a buen recaudo. Al fondo del campamento se veía una tienda más grande, iluminada, donde se celebraba la reunión del estado mayor. También Jeno estaba allí y me preguntaba por qué Sofo lo había introducido en el consejo de los oficiales de más alta graduación, a él que no era siquiera un soldado. ¿Y por qué había aceptado Jeno? ¿Le había prometido algo? Y en ese caso, ¿qué exactamente? ¿Y a cambio de qué? A mí no me estaba permitido preguntar, pero debía saber de todos modos y recurriría a algún medio para conseguirlo.
Me volví hacia la espléndida concubina del príncipe. La lámpara expandía sobre su piel marfileña un reflejo dorado, los ojos, iluminados lateralmente, reflejaban la luz con una transparencia cristalina que confería a la mirada una intensidad casi insoportable. Le hice otra pregunta que se me ocurrió de forma espontánea:
—Pero también en esta parte del campamento sigues siendo la presa más deseada y no tienes ya un amo. ¿Cómo has podido bañarte desnuda sin esperar una agresión? Los hombres que se habían agrupado fuera hace un momento estaban a punto de…
—¿Y crees que han sido tus palabras las que los han alejado? ¿Y que yo no me habría bañado si no me hubiese sentido segura?
—Entonces, ¿por qué…?
—¿No has observado nada fuera de la tienda?
—Está oscuro, ¿qué es lo que hubiera tenido que ver?
La muchacha cogió la linterna y se dirigió hacia la salida:
—Ven, mira.
La seguí y ella iluminó un ángulo de la derecha de la entrada. Allí se veían las cabezas de dos hombres hincadas en unos hierros de lanza, y en la boca tenían los testículos. Retrocedí horrorizada.
—Esto es lo que los mantiene alejados —dijo tan tranquila la muchacha.
—¡Por todos los dioses!, cómo has hecho para…
—No creas que fui yo quien decapitó y castró a esos dos energúmenos.
—¿Quién, entonces?
—Acababa de refugiarme en esta parte cuando uno de los nuestros se acercó a mí y me cubrió con su manto. Un grupo de asiáticos de Arieo se adelantó para reclamarme, pero fueron expulsados por los demás. Me trajeron a esta tienda y pude por fin recuperar el aliento, pero por poco rato. Apenas me había acostado cuando dos de esos asiáticos penetraron aquí dentro sin hacer el menor ruido. Hice amago de gritar, pero uno de ellos me tapó la boca con una manaza enorme y peluda como la pata de un oso y me llevaron a la parte trasera. Me sentí perdida y pensaba ya que acabaría en el harén de uno de esos individuos velludos y apestosos, o dada en pasto a la soldadesca, cuando observé a nuestra izquierda, a una distancia de unos veinte pasos, una sombra que se movía en dirección contraria a la nuestra. Tenía que intentar el todo por el todo: clavé los dientes en la mano de mi raptor y al mismo tiempo grité pidiendo ayuda lo más fuerte que pude. La sombra se detuvo y vi claramente en la reverberación del fuego del campamento a un guerrero más hermoso y poderoso que Ares en persona desenvainar la espada y dirigirse hacia nosotros, caminando tan tranquilo como si viniera a conocernos. No podría decir cómo sucedió, pero mis raptores cayeron uno tras otro como muñecos llenos de serrín. Mi salvador se inclinó sobre ellos y los decapitó de dos lanzadas limpias delante de mi tienda. Luego les cortó los testículos y se los metió en la boca. Nadie me ha molestado más.
—Me lo creo —repliqué—. Pero ¿ha dado él nuevas señales de vida?
—No, por desgracia. Se alejó sin decir nada.
—¿Era uno de los nuestros? ¿Puedes describírmelo?
—Tenía el cuerpo más de un atleta que de un guerrero, el pelo de un rubio dorado, liso, que le cubría la parte de la frente, unos ojos azules como el cielo despejado, pero la mirada de hielo.
—Menón de Tesalia.
—¿Cómo has dicho?
—El hombre que te ha salvado la vida es uno de los comandantes de las grandes unidades del ejército griego, un comandante formidable, un exterminador despiadado.
—Pero es hermoso como un dios y me ha salvado. Me gustaría ver si hay otras cosas de su persona que descubrir. A veces una sabia caricia puede hacer surgir en un hombre aspectos desconocidos, insospechados.
—Te comprendo; sientes necesidad de alguien que te proteja y no quieres acabar en manos de un ser desagradable, o repugnante, pero ándate con cuidado con Menón: no es persona que pueda domesticarse. Será como acariciar a un leopardo.
—Me andaré con cuidado.
—Bien. Entonces me voy. ¿Cómo te llamas?
—Melisa. ¿Vendrás de nuevo a verme?
—En cuanto pueda. Mientras tanto tú sé prudente y si sales, cúbrete. Cúbrete bien, aunque haga calor. Es mejor así, créeme.
—Así lo haré, Abira. Espero volver a verte pronto.
—También yo. Que duermas bien.
Volví a mi tienda: Jeno me estaba esperando.
Le pregunté qué había sucedido en la reunión con los jefes asiáticos. Me respondió que habían jurado prestarse mutua ayuda para defenderse. Arieo estaba herido, pero no de gravedad; y parecía tener intención de mandar los dos ejércitos salvo en los peligros más inmediatos. Volver por donde habíamos venido era algo que había que descartar. La ida había sido durísima incluso con las vituallas con que contaba el ejército. La vuelta, faltos de todo como estábamos, sería imposible. Mejor un camino más largo, pero por lugares en los que era posible encontrar medios de subsistencia. El plan era moverse con la máxima rapidez y obligar al Gran Rey, en cualquier caso, a elecciones difíciles o peligrosas. Para mantener el paso habría que proceder con un contingente reducido, lo que sería muy arriesgado; si ordenaba perseguirlo, el mismo ejército que había arrollado a Ciro se distanciaría cada día más.
—Me parece un plan excelente —dije.
Y le hice sonreír.
El hecho de que una mujer aprobara la decisión del máximo acuerdo del ejército era algo que carecía totalmente de importancia, pero yo no pensaba en ello y expresaba siempre mi punto de vista. Antes de acostarme, cogí la lucerna y coloqué nuestras cosas en el carro para no perder tiempo en el momento de la partida. Dentro de la tienda teníamos lo necesario para el aseo personal. Una jarra, que mantenía siempre llena, permitía lavarnos el mínimo indispensable. Empleaba una esponja apenas humedecida cuando había escasez de agua y con ella conseguíamos asearnos los dos. Primero yo lo lavaba a él, luego a mí misma, y parecía que se descansaba mejor después de habernos liberado del polvo de la jornada: de algún modo se olvidaba uno del hambre que se hacía cada vez más difícil de soportar con el paso de las horas y de los días. También nosotros que teníamos víveres tratábamos de ahorrar lo más posible, porque nadie sabía cuándo podríamos abastecernos de comida y porque tratábamos de compartir lo poco que teníamos con quien no tenía nada.
Le conté a Jeno que había conocido a Melisa, la muchacha que había corrido desnuda de la tienda de Ciro al campamento de nuestras tropas, y de los medios de disuasión que Menón de Tesalia había empleado delante de su tienda.
Jeno no dijo nada. No habría sido capaz.
He llegado a pensar que su gran maestro le había transmitido un sentido ético tan profundo que un ser completamente inmoral como Menón le infundía más miedo incluso que repugnancia.
La salida del sol y los centinelas del último turno nos despertaron, y poco después estábamos ya en marcha. El paisaje era muy distinto. El terreno verdeaba, y por todas partes había canales que irrigaban los campos. Grandes palmerales indicaban, también de lejos, la ubicación de los centros habitados.
Avanzamos durante el día alejándonos cada vez más del campo de batalla y por la noche acampamos en las inmediaciones de un grupo de aldeas. No eran muy distintas de nuestras Aldeas del Cinturón: modestas construcciones de adobe, techumbres de hojas de palmera, cercados con asnos, ovejas y cabras, algún camello u ocas y gallinas por doquier.
Hacia el atardecer un grupo de soldados de reconocimiento vio una gran manada de caballos pastando, lo cual no podía significar más que una cosa: el ejército del Gran Rey se hallaba muy cerca. Clearco no quiso retirarse para no mostrar miedo al enemigo.
La noche se vio agitada por un alboroto incesante; llamadas, falsas alarmas. Al menor ruido, el resoplido de un caballo o el ladrar de un perro, todos se levantaban, se armaban, corrían para aquí y para allá, y cuanto más se agitaban, más crecían la tensión y el peligro: aquellos hombres, atormentados por el hambre, debilitados por los muchos esfuerzos, tensos hasta el espasmo ante la expectativa de un ataque inminente, reaccionaban de modo excesivo y desproporcionado a riesgo de que un ataque de verdad encontrara solamente a una multitud desunida o confusa, incapaz de reaccionar.
Jeno estaba más preocupado aún por el hecho de que, aparte del hambre, los hombres tuvieran que soportar también las consecuencias del insomnio y de la falta de descanso. Me di cuenta de que en aquel momento nuestra única protección era la leyenda de los hombres de los mantos rojos. La realidad era que nuestros temibles guerreros le temían a la oscuridad. Era una noche sin luna, no había leña para los fuegos, ni aceite para las lámparas. Aquellos jóvenes temían a lo desconocido.
Formados en campo abierto, a la luz del sol, delante de un enemigo aunque fuese superior, habrían afrontado el peligro recurriendo a cada recurso de su corazón y de su brazo. Solos, en la oscuridad, en el corazón de un país enemigo, sin saber de dónde llegaría la muerte, estaban indefensos y espantados.
Clearco debió de darse cuenta de este estado de ánimo: a eso de medianoche envió a un heraldo a decir a voces que un asno se había escapado y había sembrado la confusión en el campamento y que no había nada que temer, añadiendo que los centinelas estaban vigilando en doble fila alrededor del campamento y que, por tanto, tratasen todos de descansar.
La voz del heraldo era la voz del comandante, del hombre que velaba mientras los demás dormían, ayunaba como ellos, pasaba hambre y penalidades, pero siempre tenía un plan de salvación, una vía de escape abierta, una solución de reserva capaz de disminuir el pánico y aplacar la confusión.
Al poco rato reinó la calma en el campamento. Se encendió hasta algún fuego y muchos consiguieron descansar.
Pensé en Melisa. ¿Dónde estaba en aquellos momentos? ¿Se le había acercado de nuevo su defensor? ¿Se había llevado con ella en una cesta las cabezas cortadas de los que habían tratado de molestarla y las había puesto de nuevo en su tienda? Sin duda no. Las cabezas se habían quedado solas, hincadas en los hierros de lanza en el campamento abandonado. Ningún deseo había sobrevivido en la mirada fija y vidriosa, y su aspecto humano se acababa allí donde lo había establecido la hoja de Menón de Tesalia.
¿Y dónde estaba ahora Menón? También su cuerpo impecable debía de estar sucio y desaliñado. Y Melisa no tendría a su leopardo para acariciarlo.
Oí agitarse a Jeno en sueños. También él pensaba en el mañana, quizá se preguntaba cuánto tiempo le quedaba y para qué tipo de muerte debía prepararse.
En cambio yo me acosté a su lado y dormí envuelta en su calor, como siempre. La muerte me traía sin cuidado y en cuanto a él, estaba segura de que mi amor le quitaría de la cabeza cualquier amenaza.
Quizá no era más que un augurio, quizá mis deseos se verían tragados de inmediato por la noche sin luna y por la atmósfera estancada de la tierra húmeda, y, sin embargo, a la salida del sol, ocurrió un milagro. Jeno me despertó, ya armado y, con una expresión incrédula en los ojos, me anunció:
—¡El Rey pide una tregua!
Parecía imposible, y sin embargo, había ocurrido.
—Ha ocurrido poco después de la salida del sol: Sofo y yo estábamos ya en pie delante del comandante para saber si había algo que pudiéramos hacer. Estábamos hablando aún cuando ha llegado uno de los nuestros para anunciar unas visitas.
»—¿Visitas? —ha repetido Clearco.
»—Sí, comandante —ha replicado el soldado—. Embajadores de parte del Gran Rey piden ser recibidos.
»Nosotros estábamos a punto casi de decirles “hazlos venir”, de tanto como ello nos había asombrado, y en cambio Clearco ha respondido: “Diles que estoy ocupado”.
»—Pero no estás ocupado, comandante —le ha dicho Sofo.
»—Sí que lo estoy —ha rebatido Clearco—. Estoy pensando en cómo recibirlos. Un poco de antesala no les sentará mal. No debemos mostrarnos demasiado ansiosos de negociar o pensarán que estamos en una posición de debilidad. Pero sobre todo existe otra razón. Quiero a mis soldados en perfecto estado, peinados, las armaduras bruñidas; los escudos deberán reflejar los destellos del sol. Debe parecer que la disciplina no ha decaído ni un ápice, que la moral está intacta; más que de mis palabras o de mis peticiones a los embajadores, deberán informar al Rey del espectáculo de mi falange formada. Todo esto requiere tiempo. Les recibiré cuando sea el momento.
»Y se ha puesto a charlar con nosotros y nos ha contado la historia del asno que había hecho difundir por el heraldo y todos nos hemos echado a reír por más que teníamos el estómago vacío. Ha pasado casi una hora desde que le transmitieron el anuncio, y ahora parece que va a recibirlos.
No había terminado Jeno de hablar cuando sonaron las trompetas llamando a reunión y los soldados acudieron al centro del campamento.
Apareció Clearco.
Se había peinado recogiéndose el pelo en la nuca, llevaba la armadura resplandeciente, sostenía la lanza con la izquierda y el bastón de mando con la derecha.
—¡Soldados! —comenzó—. Una embajada del Gran Rey pide ser recibida. Os quiero formados en una línea perfecta, en cuatro filas; deben ver a un ejército, no a un rebaño de cabras. ¿Entendido? ¡Y ahora, la guardia personal!
Se puso a caminar adelante y atrás, y si veía a un hombre adelantado o retrasado le daba un bastonazo para que se pusiera perfectamente en línea. Luego eligió a ocho hombres, los más altos de estatura, los más macizos por su musculatura, que debían hacer las veces de guardia personal.
Otro toque de trompeta fue la señal para embrazar los escudos y apretar las filas. Y mientras los soldados cumplían la orden con un clangor metálico, mandó a decir a los embajadores que estaba dispuesto a recibirlos.
Los tres notables se adelantaron y enseguida fue evidente su asombro al contemplar el orden de nuestra formación, el impecable rigor de las filas, el relucir amenazador de las armaduras. Aquellos muchachos estaban atenazados por el hambre y sin embargo erguidos, y sacaban pecho delante de los extranjeros para demostrar que no estaban domados, que no tenían miedo, es más, que infundían pavor. Vi a Sócrates de Acaia destacado en el centro de su sección con las miradas de sus hombres a sus espaldas, a Agias de Arcadia apoyado en la lanza como la estatua de Ares, vi a Menón de Tesalia refulgir como la estrella de Orión que trae mala suerte, con un manto increíblemente blanco sobre los hombros. ¿Cómo lo había conseguido? Y a Agasias de Estinfalia, a Licio de Siracusa y a Glus.
Estaban delante de la primera fila, separados unos diez pasos, a una distancia perfecta uno de otro, como peones en un tablero de ajedrez. Faltaba Sofo. Él desaparecía siempre en estas situaciones. Se disolvía en el aire como un espejismo.
Los embajadores informaron de que el Rey estaba dispuesto a establecer una tregua, pero quería un compromiso por parte de Clearco de que no se producirían saqueos o acciones agresivas. Clearco respondió que, antes de cualquier promesa, quería alimentar a sus hombres, y esto debía suceder de inmediato o atacaría con toda la fuerza de que era capaz.
Y mientras decía estas palabras volvió la mirada hacia el ejército como para demostrar que no bromeaba y que no hacía falta nada para lanzar como una furia a los mantos rojos.
Debía de haber habido un acuerdo entre él y sus oficiales porque éstos se volvieron hacia atrás durante un instante e inmediatamente sucedió una especie de prodigio. Del primero al último, mil guerreros inclinaron los escudos uno tras otro para recoger los rayos del sol y reflejarlos hacia delante. Y el movimiento fue tan rápido que pareció que un fulgor incendiase la falange formada.
Los persas se quedaron desconcertados. De inmediato saltaron a caballo y desaparecieron en pocos instantes.
No pasó mucho antes de que estuvieran de vuelta, lo que les hizo comprender que el Gran Rey debía de estar muy cerca. Si no él, alguien que tenía facultades para negociar en su lugar.
Informaron de que la petición había sido aceptada. Que siguiésemos a los guías y antes de la noche llegaríamos a un grupo de aldeas bien provistas de comida y de bebida.
Estábamos salvados.