El ejército continuó marchando a lo largo de la costa; a través de un río y luego de otro cuyo nombre no recuerdo, pero que fueron cuidadosamente anotados por Jeno, hasta que llegó a un lugar llamado Isso: una pequeña ciudad con un puerto natural. Allí llegó la flota de Ciro; Jeno pensó que quizás el lugar acordado en un primer momento debía de ser Tarso y que luego Ciro, al no ver llegar las naves, había seguido adelante para poder ganar tiempo y esperarlas en el puerto siguiente.
La flota, al mando de un almirante egipcio, desembarcó a unos setecientos guerreros que elevaron el número a trece mil trescientos.
Nunca he entendido por qué más tarde, cuando se hicieron famosos, todos los llamaron «los Diez Mil». De hecho, no fueron nunca diez mil, o bien en el momento en que lo fueron nadie le dio probablemente mayor importancia. Acaso porque es un bonito número que impresiona. Da la idea de una masa consistente y compacta, de un grupo fuerte pero no grande, proporcionado, como todas las cosas griegas.
Desde allí el ejército siguió adelante hasta una barrera, entre los montes y el mar, que cerraba el paso, llamada las «Puertas Sirias». Era una fortaleza imponente, una doble muralla que un ejército decidido a resistir habría podido defender indefinidamente. En cambio, cayó sin derramamiento de sangre. El general persa que la defendía prefirió retirarse, por más que contara con un ejército poderoso y temible.
Cuando Jeno me contó esta historia le pregunté por el sentido de semejante actitud: de haberse mantenido la defensa, se habría rechazado al ejército de Ciro; ¿no habría hecho grandes méritos a los ojos de su señor?
Jeno me contestó que quien asume tamaña responsabilidad arriesga su fortuna y su entero destino a una sola jugada. Si es derrotado, no le queda más que quitarse la vida, porque su castigo sería terrible. Uniendo las fuerzas a las del Gran Rey demostraba su fidelidad y el riesgo recaía tan sólo sobre la persona del Soberano. Quizás era esto lo que el general quería hacer: reunirse con su Rey y quitarse de encima una responsabilidad demasiado pesada.
Se llegó así a una bonita ciudad de la costa, la última antes de afrontar el desfiladero del monte Amanos, que separa Cilicia de Siria. Desde aquel momento en adelante los griegos dejarían el mar y nadie podía decir cuánto tiempo pasaría antes de que pudieran volver a verlo.
El mar.
Los egipcios lo llaman «el Gran Verde», una expresión maravillosamente poética. Cuando me encontré con Jeno por primera vez en el pozo de Beth Qada no había estado nunca en el mar y no conocía a nadie de los habitantes de las cinco Aldeas de Parisatis que lo hubiera visto. Sólo a alguien que se lo había oído describir a algún mercader. Jeno me explicó cómo era cuando estuve finalmente en condiciones de entender su lengua: una inmensidad líquida, insomne, de mil voces, de infinitos reflejos, espejo del cielo y de sus nubes galopantes, tumba de muchos audaces navegantes que lo habían desafiado a la ventura en busca de una vida mejor, surcando su superficie engañosa, persiguiendo su horizonte fugitivo. El mar: morada de infinitas criaturas escamosas, de monstruos enormes, capaces de tragarse una nave entera, todos sometidos a una divinidad misteriosa de infinito poder que habitaba los abismos más profundos. Una divinidad también ella líquida, verde, transparente. Poco de fiar.
Me dijo que quien ve el mar siente miedo, pero también una atracción invencible, la ansiedad de conocer lo que esconde su interminable vastedad, qué islas y gentes desconocidas abrazan sus olas, si tiene un comienzo y un final, si es un golfo del gran río Océano que circunda todas las tierras, más allá del cual nadie sabe qué hay.
La noche en que acampamos cerca del puerto, dos oficiales del contingente griego desertaron y huyeron en una nave. Quizá pensaron que pronto superarían el punto sin retorno. Quizá les dominó una angustia insoportable, el único terror capaz de vencer a aquellos soldados indomables: el terror a lo desconocido.
Ciro hizo saber a todos que, de haber querido, habría podido mandar a sus naves más veloces en su persecución o descubrirlos en el lugar donde sabía que buscarían refugio, o bien aniquilar a sus familias, que mantenía como rehenes en una ciudad de la costa. Que se fueran si querían: no era su deseo retener a nadie contra su voluntad, pero sin duda se acordaría de quienes le fueran fieles. Un gesto hábil: así los soldados sabían que les quedaba de algún modo una salida sin grave riesgo si decidían abandonar una aventura que a cada paso se perfilaba más arriesgada. Su preocupación era la de siempre: no sentir ningún respeto por el contingente de asiáticos que marchaba con ellos y, por consiguiente, sólo confiaban en sí mismos. Al mismo tiempo, la idea de que en realidad marchaban contra el Gran Rey les llevaba infaliblemente a pensar cómo trece mil hombres llegarían a desafiar al más grande Imperio de la Tierra.
Yo, habituada desde mi nacimiento a las pequeñas dimensiones de mi aldea, a los sentimientos modestos y contenidos de sus gentes —las expectativas de la cosecha, los temores a la sequía o unos fríos tardíos, a las epidemias que diezmaban los ganados, a los matrimonios, los nacimientos y las bodas—, cuando finalmente me uní a Jeno y a sus compañeros de viaje me sentí atraída por las sensaciones de aquellos hombres obligados casi a diario a enfrentarse a la muerte. ¿Qué sentían realmente? ¿Cómo soportaban la idea de que no verían el sol del día siguiente o que deberían afrontar una larga agonía?
Después de haber atravesado el monte Amanos y destruido un asentamiento enemigo, el ejército llegó a mis aldeas y fue entonces cuando conocí a Jeno en el pozo.
Desde aquel momento también yo formé parte de ese modo de sentir, también yo fui partícipe de sentimientos extremos, de angustias nocturnas y de repentinos sobresaltos. El mundo de los soldados pasó a ser también el mío.
Cuando Ciro se decidió a poner al descubierto su juego, dado que todos se lo esperaban desde hacía tiempo y se habían hecho a la idea, el impacto de la revelación no tuvo sobre ellos más que un efecto limitado. No resultó difícil para el joven y fascinante príncipe convencerlos definitivamente. Les garantizó el pago inmediato de una compensación equivalente al valor de cinco bueyes, amén de inmensas riquezas si vencían.
Cinco bueyes. Conocía a la perfección aquellos animales de grandes ojos húmedos y de paso pesado. Por aquel precio los hombres de Clearco cedían su derecho a vivir a cambio de su disponibilidad a morir. Ése era su trabajo, su destino, el único valor que podían intercambiar y poner en el platillo de la balanza.
En realidad no temían a la muerte: la habían visto demasiadas veces, se habían acostumbrado. Temían otras cosas: los atroces sufrimientos y las monstruosas torturas que tendrían que soportar si caían vivos en manos del enemigo, o la esclavitud perpetua, o las mutilaciones que desfiguraban o todas estas cosas juntas.
¿Cómo se salvaban de la locura? Me lo he preguntado muchas veces. ¿Cómo podían mirar en sueños a los espectros sanguinarios de sus caídos y de los que habían asesinado en masa, sin perder la cabeza?
Estando juntos. Unos al lado de los otros. En marcha, en formación de combate, al amor del fuego del campamento. Algunas noches los oía cantar. Un canto grave, a ratos similar a un lamento, un sonido sombrío y solemne, coral, que aumentaba de volumen a medida que se añadían otras voces. Luego aquel canto se paraba de golpe para dejar paso al silencio del que saldría una voz solitaria, la voz nítida de uno solo de ellos: el que mejor que nadie, en el timbre y en la potencia, en el color y en la vibración, sabía interpretar su angustia, su coraje cruel y sin esperanza, su melancolía trastornada y doliente.
A veces me pareció que la voz era la de Menón de Tesalia.
Menón, rubio y feroz.
Las Aldeas del Cinturón también llamadas las Aldeas de Parisatis. ¡Qué encuentro aquél! En los días y en los meses siguientes le pregunté en varias ocasiones a Jeno cómo había vivido ese momento, qué le había llamado la atención de mí, qué creía que podíamos hacer juntos, aparte del amor. Y cada vez la historia que me contaba me fascinaba y me perturbaba al mismo tiempo. Tampoco él había pensado, o había reflexionado, o calculado posibles consecuencias. Quizá porque yo era una mujer bárbara y siempre existía la posibilidad de venderme en el primer mercado de esclavos cuando se hubiera cansado de mí, o cederme a un compañero, o en cambio —eso me gustaba pensar—, porque la pasión y el deseo no le habían dejado otra elección. Pero era difícil hacérselo admitir.
Tenía que descifrar su mirada, interpretar sus caricias, dar un significado a sus pequeños regalos.
Para mí eran muestras de amor, pero la manera de razonar de los griegos en esta materia era compleja y difícil de comprender. En su país se casaban con una mujer y normalmente frecuentaban su lecho hasta que daba a luz un hijo varón, luego ya no. Por eso el hecho de que hiciéramos el amor tan a menudo me parecía un signo inequívoco de su apego a mí. Y lo hacía de modo que no naciesen hijos, y también esto era acertado. Lo que teníamos que afrontar era una prueba tremenda, capaz de quebrantar a hombres de un recio temple. También esto, en mi opinión, Jeno lo hacía por amor.
Me sucedía a menudo que pensaba en mi aldea, en mis amigas del pozo, en mi madre, en sus manos encallecidas por el trabajo incesante. El corazón me decía que no las volvería a ver más, pero pensaba, quizá para hacerme ilusiones, que a veces el corazón puede equivocarse.
A partir de las Aldeas de Parisatis comenzaba Siria, mi país, y durante todo el tiempo en que lo atravesamos los colores de la tierra soleada, el sabor del pan, el perfume de las flores silvestres y de las hierbas aromáticas me hicieron sentirme en casa. Luego, con el paso del tiempo y el cambio del paisaje, comprendí que entrábamos en un mundo distinto. Empezábamos a ver animales salvajes: gacelas y avestruces que nos miraban llenos de curiosidad. Los machos de los avestruces tenían plumas negras hermosísimas y vigilaban atentamente al grupo de hembras que pacía alrededor. Los griegos llaman a los avestruces con una palabra que significa «pájaro-camello». No deja de tener su sentido: el dorso curvado de esas aves hace pensar en la joroba de un camello. Los soldados no las habían visto nunca antes, aparte de unos pocos que habían estado en Egipto, y marchaban señalándoselas unos a otros o deteniéndose a mirarlas.
No sabía que Jeno fuese cazador, sin embargo ésa era su gran pasión. Apenas vio a los avestruces saltó sobre su caballo con arco y flechas y trató de tener a tiro a un grueso macho. Pero éste se lanzó a una carrera tan veloz que el caballo de Jeno no sólo no consiguió ganar terreno, sino que incluso, al cabo de poco, comenzó a demorar el paso hasta perder contacto con la presa. Los guías asiáticos dijeron que aquel animal aparentemente medroso e inocuo podía ser sumamente peligroso y que un golpe dado con sus grandes uñas podía hundir con facilidad el tórax de un hombre.
Jeno no volvió de su cabalgada con las manos vacías: trajo un huevo de esas aves, grande como diez huevos de gallina por lo menos. En cierta ocasión un mercader de la costa había llegado a nuestro pueblo con unas pocas telas y unos sencillos objetos de adorno y había expuesto en el suelo todas sus maravillas para atraer la atención de los habitantes. Había colocado también un huevo de avestruz, pintado con unos hermosísimos colores, pero nadie tenía nada lo suficientemente valioso como para intercambiarlo con ese objeto inútil y, sin embargo, tan atractivo.
El huevo traído por Jeno había sido puesto hacía poco y nos lo comimos hecho al fuego. Era bueno, y con un poco de sal y hierbas aromáticas, acompañado de un pan que había cocido sobre las piedras, constituyó una cena apetitosa. Jeno le mandó una porción a Ciro y recibió su gentil agradecimiento.
Al día siguiente encontramos un grupito de onagros, asnos salvajes, y Jeno trató de darles caza también a ellos, pero de nuevo sin éxito. Su magnífico corcel, al que llamaba Halys, se vio humillado en la carrera por unos animales carentes de gracia y de hirsuta pelambre.
A los compañeros que lo provocaban por su fracaso les respondió que había pensado ya en la manera de capturar a uno y que al día siguiente llevaría a cabo su empresa. Sólo necesitaba dos o tres voluntarios a caballo. Se adelantaron tres, dos acadios y un arcadio, y Jeno se puso a instruirlos. Trazaba signos en el polvo y colocaba pequeñas piedras a cierta distancia una de otra.
Al día siguiente comprendí qué significaban aquellos guijarros: eran los puntos sucesivos en los que apostar a los tres jinetes; uno comenzaba la persecución, luego, cuando el caballo había agotado sus energías, lo sustituía el segundo y, finalmente, el tercero, que empujaba al animal ya cansado hacia el lugar donde Jeno esperaba al abrigo de un sotillo de sicómoros. Cuando el onagro llegó, Jeno espoleó a su corcel a todo galope hasta que lo tuvo a tiro. El primer disparo falló, porque el asno hizo de improviso un extraño giro, cambió de repente de dirección en su carrera y volvió atrás hacia donde estábamos nosotros. El segundo dio en el blanco, pero sin abatirlo. Pero era sólo cuestión de tiempo.
Exhausto, herido, el animal demoró su carrera hasta detenerse: tenía la boca abierta para respirar, la cabeza pendulona. Las patas cedieron cada vez más hasta doblarse totalmente. Ahora el animal estaba de rodillas esperando el golpe de gracia. Jeno cogió un venablo, lo lanzó con fuerza entre las costillas y le traspasó el corazón. El onagro se desplomó sobre un costado soltando unas coces con las patas traseras durante un instante, luego le entró la rigidez de la muerte. Era un macho.
A cierta distancia, el grupo de las hembras observaba con un despego no en consonancia ciertamente con la desgracia que se acababa de consumar y, mientras Jeno, con su puñal aferrado, comenzaba a despellejar al animal, las hembras se pusieron de nuevo a pacer, mordisqueando aquí y allá los rastrojos de trigo silvestre.
Me produjo tristeza presenciar aquella escena y la victoria del hombre, por astucia, sobre aquel animal generoso que corría como el viento azotando el aire con su cola híspida. Me pareció una acción brutal a la que habría preferido no asistir.
Aquel día Jeno se hizo de improviso popular entre los soldados al haber impartido una lección de táctica elemental de la caballería y haber dado muestra de ser simplemente un hombre de acción. Cuando luego, esa misma noche, preparó la carne del asno bien asada a un nutrido corro de invitados, entre los que estaban el mismísimo Clearco, Sócrates de Acaia y Agias de Arcadia con sus ayudas de campo y sus oficiales subalternos, su popularidad aumentó. Menón, que no había sido invitado, no se dejó ver siquiera en las inmediaciones, mientras que, entrada la noche, Sofo apareció para echar un vistazo a los restos del banquete ya terminado.
—¿A qué sabe? —preguntó.
Y sin esperar la respuesta se alejó desapareciendo en la oscuridad.
Jeno se dijo: «Yo creo que sabe a ciervo». Era una manera de decir que sabía a salvaje, pero de un macho como era el animal abatido no cabía esperar otra cosa.
Sofo seguía mostrándose bastante esquivo y Jeno trató en vano de comprometerlo en varias conversaciones. No lo perdía de vista, sobre todo cuando lo veía acercarse a Clearco, y a veces trataba de pasar por allí como por casualidad, evidentemente para captar algún fragmento de conversación, pero en ese sentido no consiguió nunca salirse con la suya.
Durante la noche oímos varias veces los aullidos de los chacales que se disputaban el esqueleto. Al alba reanudamos el camino y, por primera vez, se me acercaron otras mujeres que quizá querían hacer amistad o conocerme. Pero yo no comprendía lo que decían. Todavía no.
Las colinas de septentrión se alejaban cada vez más y comenzaba a distinguirse el verde de las plantas que bordeaban el Éufrates.
El Gran Río.
Acampamos en modestas alturas que daban a sus orillas y aquella noche me quedé despierta largo rato, sentada en un tronco de palmera contemplando las aguas que relumbraban abajo a la luz de la luna. Si veía una rama o un tronco traído por la corriente, trataba de imaginar de dónde venía, qué distancia había recorrido antes de pasar por delante de mis ojos. En mi aldea eran pocos los que habían visto el Éufrates —el que nosotros llamamos en nuestra lengua Purattu— y exageraban sus dimensiones hasta describirlo tan ancho que a duras penas podía verse la otra orilla.
Al día siguiente, con la luz del sol apareció también la ciudad que se encontraba junto al vado. Era el único punto por el que podía cruzarse el río a aquella altura y todas las caravanas se hacinaban para pasar de una orilla a la otra. También había transbordadores, pero quien tenía grandes animales —caballos, mulos, asnos, camellos— pasaba el vado. La confusión era increíble: los trajes, las lenguas, los colores, los gritos y las llamadas, incluso las riñas y las discusiones creaban un ruido difuso y disonante. Eran hombres que habían recorrido montañas y desiertos para llevar mercancías de todo género por los países del Asia interior hacia el mar y las ciudades portuarias donde serían embarcadas para otros destinos. El nombre de aquella ciudad significaba precisamente «vado», y estaba habitada predominantemente por fenicios que habían establecido en ella su avanzadilla hacia el interior.
—¿Ves esa agua? —preguntó Jeno acercándose a mí—. ¿Ves lo rápida que corre? Pues dentro de dos días como mucho pasará por debajo de los puentes de Babilonia. Nosotros en cambio emplearemos todavía un mes. El agua es insomne, viaja también de noche, no teme obstáculos, nada puede detenerla hasta que alcanza el mar, que es su último destino.
Ya, el mar.
—¿Por qué todos los ríos van al mar? —pregunté.
—Es simple —me respondió—, porque los ríos nacen arriba, en las montañas, y el mar está abajo, en las cavidades de la Tierra, que así se llenan.
—¿Por tanto basta con seguir un curso de agua, cualquiera que sea, para estar seguros de llegar al mar?
—Así es. Imposible equivocarse.
Aquellas palabras de Jeno me quedaron profundamente grabadas, no sé por qué. Quizá ciertas frases que nosotros pronunciamos son involuntariamente proféticas, de un modo o de otro o justo de la manera contraria, como parece que son los oráculos.
—¿Puedo hacerte otra pregunta? —le pregunté.
—Sí, si es la última. Tenemos que prepararnos para pasar el vado.
—¿Y el mar? ¿Es uno solo, o son muchos en comunicación entre sí, o son como unas cuencas cerradas?
—Están en comunicación con el río Océano, que circunda la Tierra.
—¿Todos?
—Habías dicho una sola pregunta. Sí, así es.
Me hubiera gustado preguntarle cómo sabía que todos se comunicaban con el Océano, pero había hecho ya una pregunta de más.
Desde lo alto de la colina podíamos asistir al paso del vado: el caudal del río era particularmente bajo por más que estuviéramos a finales de primavera y el ejército lo cruzó sin ninguna dificultad. Primero un grupo de exploradores a caballo y luego todos los demás. Tampoco aquí hubo ninguna resistencia del otro lado y a mí la cosa me pareció extraña, pero no dije nada.
—¿No te parece curioso? —resonó en aquel momento una voz a nuestras espaldas, como si mis pensamientos se hubieran visto amplificados—. Tampoco aquí ninguna resistencia. El general Abrócomas no combate y se escabulle.
Jeno se dio la vuelta y se encontró de frente a Sofo, el hombre que había aparecido de improviso en el campamento junto a Tarso.
—No me parece tan extraño después de todo. Simplemente, Abrócomas no se siente capaz de enfrentarse a Ciro. Eso es todo.
—Sabes que no es cierto —respondió Sofo.
Luego espoleó su caballo, y se lanzó pendiente abajo hacia el vado.
Proseguimos el viaje del otro lado del río tomando hacia mediodía. El paisaje era llano y uniforme pero, cuando el sol se ponía en el horizonte volviéndose una enorme esfera roja, aquel territorio desértico, árido y abandonado se transformaba. La estepa, que de día, con el sol cayendo a plomo, parecía un páramo calcinado y cegador, se transfiguraba. Las más pequeñas piedras o los cristales de sal se convertían en superficies de reflejos preciosos y cambiantes. Muchas hierbas invisibles de día adquirían forma, los tallos, movidos por el viento del atardecer, vibraban como cuerdas de cítara, y sus sombras se alargaban desmesuradamente a medida que el sol descendía hasta desaparecer en un instante cuando se ponía en el horizonte.
Cuanto más nos alejábamos de mis aldeas, más me sentía yo presa de un extraño vértigo, de temor al vacío. En aquellos momentos buscaba a Jeno, la única persona que conocía entre los miles y miles que pasaban por delante de mí, que desfilaban ante mi mirada, pero también él era como la estepa: de día árido y seco, no distinto de todos los demás. No podía ser de otro modo: ningún hombre en el ejército de los griegos habría mostrado nunca interés por una mujer a la luz del día para no convertirse en el hazmerreír de sus compañeros.
Pero después de que el sol se hubiera puesto, cuando descendía la oscuridad y la interminable extensión de la estepa se animaba de sombras fugitivas, de susurros de alas invisibles, cuando en el campamento parecía reinar una extraña calma y por todas partes, en los campamentos, los hombres conversaban en decenas de dialectos distintos, entonces también él cambiaba. Me estrechaba la mano en la oscuridad y me rozaba los cabellos con una caricia o los labios con un ligero beso.
En esos momentos sentía que no tenía que arrepentirme de haber abandonado a mi familia y a mis amigas, la quietud de las noches de verano, la atmósfera suspendida y sin tiempo en torno al pozo de Beth Qada.