VI

Cayeron sobre Tarso por sorpresa.

Eran poco más de mil, pero parecían cien mil; estaban casi por doquier, ahora aquí e inmediatamente después también en otra parte; golpeaban, incendiaban, masacraban.

Lo más aterrador era el silencio. No gritaban, no imprecaban, no maldecían. Mataban sin parar en ningún momento.

Entraban, salían. Y detrás no quedaba más que muerte.

Parecían todos iguales, con la máscara espectral del yelmo con celada, dentro de las corazas de bronce y con los escudos negros orlados de plata: eran los hombres de Menón de Tesalia que vengaban a sus compañeros caídos y que habían quedado insepultos.

Una vez que hubieron terminado, la ciudad quedó a sus pies, sangrante y desfigurada. El rey había huido a las montañas.

Clearco llegó a la tarde siguiente y entró por las puertas abiertas y custodiadas. Avanzó seguido por sus hombres a lo largo de la calle principal espantado al ver el gran número de cadáveres que yacían aquí y allá delante de las puertas de las casas, o en los umbrales, o dentro. Había pasado la Cer de muerte blandiendo la guadaña que no perdona a nadie.

Se esperaba encontrarla envuelta en su manto negro; encontró a Menón de Tesalia sentado en medio de la plaza desierta, cubierto sólo con su manto blanco.

—Llegas tarde —dijo éste.

Clearco miró a su alrededor, atónito. Parecía que hubiese llegado a una ciudad muerta. Ni una luz, ni una voz. El último resplandor del ocaso lo teñía todo de rojo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—He perdido a setenta de mis hombres —respondió como si hablase de otro.

Clearco extendió los brazos dando una vuelta sobre sí mismo para indicar la devastación que se extendía en torno a ellos.

—¿Y todo esto? ¿Qué significa todo esto?

—Significa que quien mata a los hombres de Menón de Tesalia lo paga muy caro.

—Yo no te ordené tomar la ciudad al asalto.

—Tampoco me ordenaste no hacerlo.

—Debería castigarte por insubordinación. Debes hacer solamente lo que yo te mande y nada más.

—¿Castigarme, dices? No me parece una buena idea.

Y mientras hablaba se puso en pie y clavó sus ojos azules en los de Clearco.

—Saca fuera a tus hombres y que acampen a lo largo del río. Tú quédate allí hasta que yo te diga.

Menón se levantó y cruzó la plaza. En el silencio que gravitaba sobre la ciudad herida se oyó por unos instantes el llanto de un niño, luego no quedó más que el ruido de su paso, dilatado en desmesura por la plaza desierta, como el paso de un gigante.

Por último llegó Ciro al caer la noche y a la vista de la matanza de Tarso montó en cólera, pero tan pronto como le dijeron que aquel desastre había sido cometido exclusivamente por el batallón de Menón cambió de humor: si una sola unidad había sido capaz de tanto, ¿qué no haría el contingente entero cuando llegara el momento de azuzarlo? A continuación recibió un mensaje de la reina invitándolo a un encuentro privado, cosa que contribuyó a mejorar su estado de ánimo. El encuentro se celebró en una casa de campo no lejos del mar a la que Ciro se dirigió acompañado de una numerosa escolta.

No se supo nunca de qué hablaron en aquel encuentro, por más que en el interior Ciro estuviera acompañado de su guardia personal. Lo único que se sabe es que estaba increíblemente hermosa, que vestía un traje ligero y casi transparente a la manera jónica, iba maquillada a la egipcia y llevaba al cuello, entre los pechos, una perla negra de la India y dos colgantes de maravillosa factura comprados a un mercader de la lejana Taranto.

No cabe duda de que Ciro debió de tener a la mañana siguiente una razón más para tratar del mejor modo al rey Siennesis de Cilicia, que había ido a refugiarse como un conejo en sus montañas.

Avisado por un mensajero de que ya no había peligro, bajó al llano e intercambió todo tipo de cortesías con el príncipe del Imperio. El honor era para él evidentemente lo último a salvar.

A la noche siguiente, una noche con el cielo cubierto, una nave de guerra sin banderolas ni estandartes se acercó hasta casi encallar en unos bajíos delante de la desembocadura del río Kydnos. La tripulación tendió la pasarela y bajó un hombre sujetando de las bridas a un caballo. Apenas el animal tocó el fondo con las patas, el hombre montó en él de un salto y lo espoleó hacia tierra. A lo lejos se veían los fuegos de un gran campamento y el hombre se dirigió hacia allí al paso, sin hacer el menor ruido.

La nave retiró la pasarela y, silenciosa como había venido, volvió mar adentro para unirse a la escuadra que esperaba anclada con las luces apagadas.

Ciro se entretuvo unos días allí, aplicándose con desvelo a cerrar de algún modo las heridas de la ciudad. Pero ya habían llegado al mar. En aquel momento el problema no eran ya los cilicios o los habitantes de Tarso. El problema eran sus mercenarios «Iauna», como él los llamaba: los griegos. Había guardado el secreto en la medida de lo posible: entre los soldados y entre los oficiales había incluso demasiados que sabían qué significaba haber llegado al mar desde las Puertas Cilicias. Anatolia estaba a sus espaldas y el itinerario seguía hacia el sur, es decir, hacia el corazón del Imperio. Corrieron entre los hombres extrañas habladurías, pero la más extraña de todas fue la propalada personalmente por Jeno tras enfrentarse con Próxeno de Beocia, su amigo Próxeno. No en la intimidad de su tienda, sino al aire libre mientras cenaba sentado en medio de sus hombres.

De repente apareció en el halo de luz difuso del fuego del campamento y preguntó en voz alta y sin siquiera sentarse:

—¿Tienes idea de lo que ocurrirá en los próximos días?

—¿A qué viene esta pregunta? —repuso Próxeno.

—¿Tienes alguna idea? —repitió.

—No creo que la cosa me incumba.

—Pues yo creo, en cambio, que sí. ¡Te incumbe, como os incumbe a todos vosotros, soldados!

—¡Dichosos los ojos que te ven! —exclamó uno de los lugartenientes de Próxeno, un tanagrino llamado Eupito—. ¡El escritor! ¿Cómo es que no estás en tu tienda trabajando con la pluma?

Jeno no le hizo ningún caso y continuó diciendo:

—¡Vamos a arrojarnos en la boca del león!

Muchos dejaron de reír, otros dieron con el codo a quien estaba bromeando, otros pusieron cara más bien seria.

—¡Eh!, pero ¿qué demonios dices? —preguntó Próxeno alterado.

—Lo que digo es la pura verdad y está bien que cada uno de vosotros se dé cuenta de ello: Ciro nos ha mentido y nos ha mentido también el comandante Clearco, que sin duda está al corriente de todo. Pisidia no tiene nada que ver con esta expedición: la dejamos atrás hace tiempo; estamos en el golfo de Cilicia. ¿Sabéis qué hay por esos lugares? —gritó señalando a sus espaldas—. Está Egipto. ¿Y sabéis qué hay más allá de esa cadena montañosa? ¡Siria! Y después de Siria, Babilonia.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó uno de los soldados.

—Lo sé porque lo sé. Y las cosas son como os he dicho. ¡Y nosotros nos dirigimos a esa parte, estoy seguro!

—¿Y quién te ha dicho que vamos a esa parte? —preguntó otro.

—¡El cerebro, idiota!

—¡Mide tus palabras!

—Mídelas tú. ¡Si no sabes lo que dices, mejor estarías callado y escuchando a quien sabe más que tú!

Estaban a punto de llegar a las manos cuando el tanagrino les paró:

—¡Basta ya! Quiero oír lo que tiene que decir el escritor. Habla, pues: soy todo oídos.

Jeno se calmó y comenzó a decir:

—Desde hace un tiempo me he dado cuenta de que el objetivo de esta expedición es otro muy distinto y que Ciro nos mintió. Pero pensaba en una hipótesis plausible: imaginaba que el Gran Rey había pedido su ayuda para una empresa de conquista en Oriente; sin embargo, por lo que sé, no hay buenas relaciones entre los dos y por tanto sería extraño que Artajerjes pidiera precisamente a su hermano que se sumara a una empresa tan difícil y comprometida, de la que por otra parte no sabe nada. En un segundo momento pensé que Ciro quería hacerse con un dominio personal, un reino para él, ¡qué sé yo!, Egipto, por ejemplo: fácil de defender, quizá también fácil de ganárselo si uno acepta sus creencias. Pero luego pensé que el envite debía de ser mucho mayor. Ciro es demasiado ambicioso, inteligente, hábil. Sabe que es mejor que su hermano y nunca podrá soportar el estar sometido a él, vivir a su sombra. Ciro quiere el trono de Persia. ¡Ciro quiere conducirnos contra el Gran Rey!

—¡Tú estás loco! —dijo Próxeno—. Eso no es posible.

—Pues, entonces, dime qué hacemos aquí en Cilicia. Y por qué Ciro mandó dar muerte al gobernador de Tyana y al comandante militar sin sentirse culpable de nada. Lo hizo porque sabía que eran fieles a su hermano. Quizás ellos le pidieron cuentas de lo que estaba ocurriendo, quizá le preguntaron para qué servía un ejército tan grande y adónde se dirigía. Probablemente habrían puesto al corriente al Gran Rey de esta extraña expedición. ¡He aquí por qué murieron!

La discusión había atraído a otros soldados, muchos se abrían paso a codazos para comprender mejor de qué se estaba discutiendo. Otros habían comenzado a gritar «traición»:

—¡Los comandantes deben explicar adónde quieren llevarnos! ¡Es nuestro derecho! ¡Queremos saber qué está pasando! ¡No pueden tenernos a oscuras de todo!

La discusión subía de tono, algunos querían dirigirse a la tienda de Clearco. En aquel momento Jeno reparó en un extraño personaje al que no había visto nunca antes y que pasaba a caballo, al paso, por detrás de aquella reunión de soldados. Iba armado y llevaba el pelo largo, recogido en un moño en la nuca y sujeto con un pasador, a la manera espartana. Se dirigía hacia la tienda de Clearco.

Jeno habló a los hombres que estaban en torno al campamento.

—Dejad en paz a Clearco —dijo—. Tiene visita.

Los hombres lo miraron asombrados y durante un rato reinó cierta calma; luego el rumor de que marchaban contra el Gran Rey, el Señor de los cuatro confines del mundo, se extendió por todas partes y con las habladurías se produjeron turbulencias de todo tipo. Estallaron desórdenes y peleas. Los comandantes se las vieron y desearon para mantener un mínimo de orden, pero los tumultos continuaron durante toda la noche. Al final del segundo día de desórdenes Clearco trató de poner en marcha al ejército como si nada hubiera pasado, pero los hombres le pusieron cara de pocos amigos. Alguno incluso lanzó piedras. Clearco dio orden de que se detuvieran un momento diciendo que convocaría una asamblea; luego se presentó en la tienda de Ciro.

—Príncipe —le dijo—, los hombres quieren saber adónde nos dirigimos: están enfurecidos porque se sienten engañados, muchos quieren volver atrás. Es una situación difícil.

—¿Ésta es la tan cacareada disciplina de tus hombres? Manda que vuelvan a las filas y que se sometan a las órdenes.

—No es posible, príncipe —respondió Clearco—. La disciplina para ellos es mantener el puesto de combate en la batalla y cumplir las órdenes durante la campaña, pero son mercenarios y por tanto todo depende de lo que se estipuló en el momento de su enganche. Fueron enrolados para una expedición a Anatolia, no para…

—¿Para qué…?

—Para un objetivo distinto: saben perfectamente que no están en Anatolia. Y ya corre el rumor de que marchamos contra tu hermano, contra el Gran Rey.

—El rumor es cierto. Marchamos contra mi hermano. No me digas que no lo sabías.

—Esto es secundario: yo estoy dispuesto a seguirte.

—Pues entonces convence a tus hombres.

—Es difícil. No puedo garantizar nada.

—Inténtalo. Llegados a este punto, no hay vuelta atrás.

—Escucha, príncipe: éstas son cosas que no puedo imponer de un momento a otro. He de convocar una asamblea.

—¿Una asamblea… en un ejército? Pero ¿qué sentido tiene?

—Entre nosotros se acostumbra a hacerlo así. Es la única manera que tengo de convencerlos, suponiendo que lo consiga. Tú espera a que yo haya comenzado a hablar y luego mándame a uno de tus hombres. Tendrá que interrumpirme y decir que quieres verme inmediatamente. Debe hablar en voz alta para que lo oigan los que estén más cerca. Yo le diré cómo está la situación y lo que debe hacer.

Clearco salió con cara sombría y se fue a su alojamiento. Apenas hubo entrado, llamó a su ayuda de campo:

—Dentro de poco convocaré al ejército en asamblea. Ahora tú te reunirás con algunos de mis hombres. Cuando dé libertad de intervenir deberán hablar, exactamente como ahora te explicaré. Presta mucha atención porque todo depende de cómo vayan las cosas en las próximas horas.

—Te escucho, comandante —respondió el ayuda de campo.

Poco después salió de la tienda y se adentró en el campamento en busca de los hombres a los que debía dar instrucciones sobre cómo intervenir en la asamblea. Clearco esperó andando de un lado a otro, repitiendo en voz baja lo que debía decir. Apenas el ayuda de campo hubo vuelto, hizo tocar a reunión.

No sería una asamblea fácil. Los rostros de los hombres estaban ceñudos, aquí y allá había focos de discusión y trifulcas. Muchos, a su paso, gritaban:

—¡Nos has engañado! ¡Queremos volver atrás! ¡No nos hemos alistado para esto!

Pero cuando Clearco subió a la pequeña tribuna preparada para la alocución a las tropas se hizo el silencio. El comandante supremo se presentó con la cabeza baja, sombrío. Sentía sobre sí las miradas de todos. También la de Jeno, que debía de estar en algún lado, apartado, pero ¿qué tenía él que perder? Y seguramente lo observaba para luego escribir acerca de ello.

—¡Soldados! —comenzó—. Esta mañana, cuando he dado la orden de marchar os habéis negado, habéis desobedecido, me habéis incluso lanzado piedras…

Un gruñido recorrió las filas de los guerreros.

—Así pues, no queréis continuar. Ello significa que yo no podré mantener la palabra que le di al príncipe Ciro, es decir, que seguiríamos en esta expedición.

—¡Nadie nos dijo que tendríamos que seguirle hasta el infierno! —gritó uno.

—Yo soy el comandante, pero también un mercenario —prosiguió Clearco—, como vosotros, y por tanto no puedo existir sin vosotros. Allí donde estéis vosotros tendré que estar también yo. Y, además, soy griego. Y es evidente que si he de elegir entre estar con los griegos o con los bárbaros no tengo la menor duda de que estaré con los griegos. ¿Queréis iros? ¿Ya no queréis seguirme? Está bien, estoy con vosotros. ¡Sois mis hombres, por Zeus! Muchos de vosotros luchasteis ya conmigo en Tracia. A varios os salvé el pellejo, ¿no? Y al menos un par de vosotros habéis salvado el mío. ¡No os abandonaré jamás! ¿Me habéis entendido bien? ¡Jamás!

Estalló un ruidoso aplauso. Los hombres estaban fuera de sí de la alegría. Finalmente volvían a casa. Los aplausos no se habían apagado aún cuando llegó un enviado de parte de Ciro:

—El príncipe quiere verte inmediatamente.

—Dile que no puedo —respondió Clearco en voz baja—, que no se preocupe, resolveré la situación, pero dile que siga mandándome mensajeros aunque yo me niegue a ir.

El hombre lo miró sin entender, pero asintió y se alejó rápido.

—¡Ese hombre era un enviado de Ciro, pero le he hecho darse la vuelta!

Estalló otro aplauso.

—Pero ahora tenemos que pensar en cómo volver a casa. Por desgracia las cosas no son tan simples y sobre todo no dependen únicamente de nosotros. Ciro tiene un ejército de asiáticos diez veces más numeroso que el nuestro…

—¡No nos dan miedo! —gritó otro.

—Lo sé, pero pueden hacernos mucho daño. Aunque venciésemos, muchos de nosotros moriríamos.

Uno de los hombres de Clearco, que estaban mezclados en medio de la asamblea, tomó entonces la palabra:

—Podríamos pedirle que nos entregara la flota para volver.

—Podríamos —respondió Clearco—, pero yo no lo haría.

—¿Por qué?

—En primer lugar, la flota no ha llegado aún y no es seguro que vaya a llegar enseguida. En segundo lugar, es evidente que a partir de este momento Ciro no nos dará nada de dinero. ¿Con qué pagaremos el pasaje? Imaginemos que la flota, una vez descargados los víveres y el apresto, regresa vacía y por consiguiente pudiera llevarnos, pero olvidaos de que lo haga de balde. ¿Cómo creéis que se siente Ciro con respecto a nosotros después de haber echado por tierra sus planes? Yo lo conozco bien. Es una persona que si quiere, si has hecho méritos, puede ser generoso, pero que si le haces un despecho te destroza. No hay que olvidar que cuenta con soldados, medios, naves de guerra. Y nosotros estamos solos.

Un murmullo de desconcierto recorrió las filas.

—Y aunque aceptase, ¿quién me asegura que al final no nos abandonarían en el mar o nos hundirían para no dejar rastro de esta expedición?

Se adelantó otro.

—Pues entonces pidámosle un guía que nos lleve hacia atrás por vía terrestre. Mientras tanto podemos mandar vanguardias a ocupar los pasos de montaña para no quedarnos atrapados en el camino de vuelta.

—¿Tú te fiarías? ¡Yo no! —exclamó Clearco—. Un guía podría llevarnos a una emboscada o a una falsa pista y luego desaparecer. ¿Dónde acabaríamos? ¿Cómo encontraríamos el camino a casa en medio de una gente que no nos entiende? En cuanto a lo demás, ni siquiera pienso en ello. ¿Queréis embarcaros en una aventura de este tipo? Muy bien. Pero no me pidáis a mí que yo os mande, que mande a mis hombres al encuentro de una muerte segura.

»Lo que puedo garantizaros es que estoy dispuesto a morir con vosotros, a compartir vuestra misma suerte. Si queréis, elegid a otro comandante y yo lo obedeceré.

No era un gran alivio. Había movido su ficha: ahora les tocaba a ellos declarar lo que habían pensado para salir del atolladero. Formidables en la batalla, resistentes a cualquier dificultad y privación, eran presa fácil del desaliento cuando comprendían que no tenían perspectiva alguna.

El murmullo se convirtió de nuevo en silencio. Los hombres se daban cuenta de que no tenían elección, que en aquellas condiciones estaban expuestos a cualquier rufianería. Clearco había cargado las tintas al pintar el cuadro de la situación con un recurso oratorio, y sin dejarlo traslucir paseaba la mirada por la asamblea para apreciar el efecto que sus palabras habían producido. Y mientras volvía la mirada alrededor observó en el fondo a aquel personaje con el que había conversado; pasaba lentamente a caballo, en apariencia desinteresado por lo que estaba ocurriendo. Ahora llevaba un yelmo con celada que le cubría el rostro, manto rojo sobre los hombros y un gran escudo colgado de los arreos del caballo. Tenía todas las características de un hombre de rango.

En el momento oportuno llegó el mensajero de Ciro, que musitó algo al oído de Clearco y desapareció.

—Ciro desea saber qué queremos hacer. Ya no tenemos tiempo. ¿Qué debo responder?

Se adelantó el último de los hombres al que Clearco había instruido para manipular la asamblea:

—Oídme —dijo—, me parece evidente que solos no tenemos ninguna posibilidad de salir de ésta, y desafiar a Ciro es lo último que hay que tomar en consideración. Yo diría que habría que mandarle un mensajero con una petición clara: si cree que puede convencernos, que lo manifieste y valoraremos su propuesta. En cambio, si no nos ponemos de acuerdo, le pediremos llegar a alguna tregua para que cada uno pueda irse por su lado sin peligro ni problema alguno, sin tener que guardarnos las espaldas. ¿Qué os parece?

—¡Está bien! ¡Hagámoslo así! —respondieron todos.

—Muy bien —prosiguió aquél—. Que el comandante Clearco vaya a ver a Ciro a fin de negociar y oigamos lo que nos propone.

Encargado de una misión oficial por uno de los hombres que había instruido él mismo, Clearco se presentó ante Ciro.

—¿Qué se puede hacer? —preguntó el príncipe cuando lo hubo escuchado.

—En mi opinión, si les revelas el objetivo de la expedición no te seguirán. Recuerda que para un griego alejarse tanto del mar es algo inconcebible. Lo domina una sensación de vértigo, siente que le falta el aliento. Un griego lleva en las venas sangre mezclada con agua de mar, créeme. Ahora el mar lo tenemos delante. Saben que de un modo u otro podrían volver a casa, pero adentrarse tantos miles de estadios en el interior de un enorme imperio los amedrenta. Alinea delante de ellos a un enemigo diez veces más numeroso y no pestañearán; ponlos delante de una extensión ilimitada sin ciudades ni caminos y serán presa del pánico como niños en la oscuridad.

Ciro no dijo nada y durante un rato estuvo midiendo, andando adelante y atrás, el espacio de su tienda, mientras Clearco permanecía inmóvil con la mirada fija delante de él. Al final Ciro se detuvo y dijo:

—Creo tener la solución adecuada: les dirás que hay un hombre que me ha traicionado, el gobernador Abrócomas, acampado en el Éufrates, a doce etapas de aquí. Diles que ése es el objetivo de la expedición, que aumento su paga en una mitad exacta de lo que reciben y que tendrán una recompensa si conseguimos derrotar a Abrócomas. Luego podrán irse adonde les plazca.

—Esto puedo hacerlo —repuso Clearco—, pero ¿y luego?

—Luego no tendrán elección. Tendrán que seguirme a la fuerza hasta el cumplimiento de la misión. Los reuniré, les hablaré, los convenceré, estoy seguro.

—Es posible —respondió Clearco—, pero antes de ir permíteme recordarte una cosa importante. Mis hombres son unos soldados extraordinarios, los mejores sin duda que podías enrolar, pero recuerda: son mercenarios. Luchan por dinero.

—Lo sé —respondió Ciro.

Y Clearco se encaminó hacia la salida.

—Espera —dijo Ciro—. Sé que el último contingente acaba de desembarcar a escasa distancia de aquí. ¿Crees que también ellos nos seguirán?

—Ayer vino uno a saludarme y me pareció haberlo visto pasar a caballo en torno al campamento hace un rato. Si es quien pienso, creo que tendremos problemas.

Ciro hizo un gesto con la cabeza y Clearco volvió para dirigirse a la asamblea.

Los soldados se dejaron convencer porque no tenían en realidad otra elección, sin embargo muchos de ellos siguieron pensando que marchaban contra el Gran Rey y rezongaban en voz baja.

Algunos habían notado que el desconocido aparecido a caballo en el campamento se había situado en una posición desde la cual podía dominar toda la escena y desde la que podía contar uno por uno a los que eventualmente se apartaran. No fue necesario: ninguno se apartó de la masa de los guerreros que estaban ahora dispuestos a marchar durante doce etapas hasta las orillas del Éufrates. Ninguno había visto nunca aquel río que se decía era no menos importante que el Nilo. Otros observaron que el personaje se había acercado a Clearco y le había susurrado alguna cosa. Palabras a las que el comandante había respondido con un gesto afirmativo de la cabeza.

Pero ¿quién era aquel recién llegado? Aquel día y aquella noche no pocos lo observaron y no pocos se hicieron la misma pregunta. Jeno fue el primero en acercarse a él, que apartado había encendido un fuego y asaba un pan en la punta del puñal. Se había quitado el yelmo y mostraba una cabellera negra y unos ojos claros.

—¿Quién eres? —le preguntó.

El otro respondió diciendo su nombre. Un nombre para mí impronunciable de tan complicado como era; por comodidad, le he llamado y le seguiré llamando para el resto de mi narración, Sofo.

—Una buena hoja —añadió sin inmutarse demasiado—. Y, si no he entendido mal las palabras de vuestro comandante, he llegado en el momento oportuno.

—¿Cómo es que conoces a Clearco?

—Eres un buen observador —respondió Sofo—. Sabes perfectamente que quien ha tenido en su mano una espada en los últimos diez años la ha palmado o, si sigue con vida, ha conocido a casi todos los demás dedicados al oficio del mismo bando o en campamentos enemigos. Por lo que respecta a mí, luché con Clearco en Tracia durante unos meses. ¿Y tú?

—Yo luché en el bando perdedor cuando los desterrados demócratas volvieron a tomar el control del gobierno de Atenas. Me llamo Jenofonte.

—¿De qué unidad formas parte?

—De ninguna. Estoy con el comandante Próxeno de Beocia. Llevo el diario de esta expedición.

—¿Hombre de pluma u hombre de espada?

—De pluma, por el momento. Las cosas no me han ido muy bien con la espada. Pero si fuera preciso, tengo conmigo lo necesario.

—Me asombraría si no fuera así. ¿Y también escribirás acerca de mí?

—¿Debería?

—Depende. Si crees que soy lo bastante importante. Entonces, ¿adónde vamos?

—Al sur. Hacia Siria, pero luego, a mi parecer, hacia Mesopotamia. Ciro marcha en realidad contra su hermano, nadie me podrá convencer de lo contrario. Por consiguiente, se dirigirá hacia Babilonia y de ahí hacia Susa.

El extranjero frunció el ceño.

—¿Cómo sabes tú todas estas cosas?

—No las sé. Las supongo. Por otra parte, el Éufrates es el único camino que lleva a Babilonia.

Sofo le ofreció un pedazo de su pan tostado.

—¡Por Zeus! ¡Así que marchamos contra el Gran Rey de los persas! ¡Nada menos! Ah, bonita aventura, no cabe duda… A propósito, ¿conoces la historia de ese que fue capturado por los persas y acabó con un palo en el culo?

—No, no la conozco.

—Mejor para ti —respondió Sofo—, es una de esas historias que no hacen reír.

Luego se levantó, extendió su manta debajo de un árbol y se tumbó para dormir. Jeno volvió a su tienda.

Al día siguiente el ejército reanudó su marcha. Todo parecía tranquilo. Muchas secciones habían cargado las armas en los carros y caminaban expeditas sin ningún peso encima. Había un grupo de exploradores por delante, tres o cuatro a lo largo de los flancos y uno por detrás. Durante varias horas se avanzó por la orilla del mar, un mar de un azul intenso que rompía contra los cantos rodados de la playa con amplias cenefas de blanca espuma, con un chapaleo sonoro y continuo que hacía compañía. Los soldados caminaban por dentro del agua: alguno, con la lanza, consiguió incluso ensartar algún pez, tan lleno estaba el mar de ellos. Parecía un paseo más que una expedición militar. Había quien alborotaba, otros reían.

Ciro no decía nada, parecía satisfecho de lo que veía.

Jeno notó que Sofo, el guerrero surgido de la nada, cabalgaba solo a la cola de la columna. A veces desmontaba del caballo y caminaba largo rato a pie por la orilla del mar llevando a su animal de la brida. Una situación que parecía irreal. Aunque hubiese llegado con el nuevo contingente, no se había agregado a ninguna unidad, no se había presentado a ninguno de los comandantes de las grandes unidades. Parecía que conociera solamente a Clearco.