Clearco era de mediana estatura y rondaba los cincuenta años. Tenía el pelo negro entrecano en las sienes y lo llevaba siempre muy cuidado. Cuando no se calaba el yelmo se lo recogía en la nuca con un lazo de cuero. Iba siempre armado; llevaba grebas, coraza y espada desde que se levantaba hasta que se acostaba: parecía que las piezas de bronce se hubieran convertido en parte de su cuerpo. Hablaba lo mínimo indispensable y nunca repetía dos veces una orden. Muy pocos de los hombres a los que había mandado lo conocían de antes.
Apareció de la nada.
Una mañana de comienzos de primavera se presentó a las secciones formadas que se habían concentrado en la ciudad de Sardes, en Lidia, y, tras subirse de un salto sobre un muro de ladrillo, habló así:
—¡Soldados! Estáis aquí porque el príncipe Ciro tiene necesidad de un ejército para combatir contra los bárbaros del interior. Ha querido reunir a los mejores: por eso habéis sido reclutados de todos los países de Grecia. No estamos a las órdenes de nuestra ciudad o de nuestro gobierno, sino de un príncipe extranjero que nos ha enrolado. Combatimos por dinero, no por otra cosa: una excelente razón; es más, os diré que no conozco otra mejor.
»No penséis por ello que podréis hacer lo que os plazca. Quien infrinja una orden o cometa una insubordinación o cobardía será condenado a muerte inmediatamente y yo mismo ejecutaré la sentencia. Os juro que pronto tendréis más miedo de mí que del enemigo. Vuestros comandantes serán considerados los primeros responsables de cualquier error cometido en el cumplimiento de mis órdenes.
»Nadie puede estar a la altura de nuestro valor, resistencia y disciplina. Si vencéis, seréis recompensados con tal generosidad que podréis dejar este oficio y vivir bien durante el resto de vuestra vida. Si sois derrotados, no quedará nada de vosotros. Y, por otra parte, nadie os echará de menos.
Los hombres escuchaban aquellas palabras sin pestañear y cuando hubo terminado de hablar no abandonaron el sitio. Se quedaron inmóviles y en silencio hasta que sus oficiales dieron orden de romper filas.
Clearco no tenía en apariencia ningún título para mandar aquel ejército, pero todos lo obedecían. Su cara chupada, enmarcada por una corta barba oscura, los ojos muy negros y penetrantes, la armadura resplandeciente, el manto negro que cubría sus hombros componían la viva imagen del comandante.
También él era desproporcionado para la empresa: demasiado duro, demasiado autoritario, demasiado sobrecogedor en su aspecto y porte. Era en todo el tipo de hombre idóneo y forjado para llevar a cabo empresas imposibles, pero no para llevar a cabo una intrascendente acción de enfrentamiento con alguna tribu turbulenta del interior.
No se sabía con seguridad si tenía familia o amigos, y no poseía esclavos: sólo dos asistentes le servían la comida, que se tomaba siempre a solas en su tienda. Parecía incapaz de sentimientos o, si los tenía, conseguía disimularlos por completo, con la única excepción de la cólera que a veces lo dominaba.
Clearco era más una máquina que un ser humano, una máquina pensada y construida para matar. Jeno estuvo cerca de él en el curso de esta aventura y lo vio en acciones de combate: golpeaba y abatía a los enemigos con incansable y equilibrada potencia, sin errar, sin dar muestras de cansancio. La vida que quitaba a los demás parecía alimentar la suya. No mostraba placer al matar, sólo la mesurada satisfacción de quien cumple un trabajo con método y precisión. Todo su aspecto infundía pavor, pero en el momento del combate aquel rostro ceñudo, impasible, aquella calma glacial infundían una sensación de tranquilidad y la seguridad de la victoria. Tenía a sus órdenes a todos los guerreros de los mantos rojos, absolutamente los mejores. Nadie podía provocarlos sin pagar las consecuencias. No sé si eran espartanos, pero se parecían a ellos en todo, principalmente en la armadura y en la manera de comportarse. Pero si lo eran, nadie lo supo nunca.
Entre los comandantes de división, Jeno conocía personalmente a Próxeno de Beocia, que era amigo suyo, el que le había propuesto que lo siguiera a Asia. Era un hombre atractivo y ambicioso: soñaba con conquistar grandes riquezas, honores, fama, pero en el curso de la larga marcha que nos aguardaba iba a demostrar que no valía gran cosa como comandante, y la relación de Jeno con él empezó a deteriorarse. Una cosa es encontrarse en la plaza de una ciudad paseando bajo los soportales o tomándose un vaso de vino o intercambiar unas frases ingeniosas y otra, muy distinta, afrontar marchas extenuantes, sufrir hambre y miedo, rivalizar por la supervivencia. Pocas amistades resisten a pruebas tan duras. La suya se debilitó pronto y se transformó en una fastidiosa indiferencia, cuando no en una evidente antipatía.
Jeno conoció también a los otros comandantes de las grandes unidades: uno en particular le fascinó primero y le desagradó profundamente a continuación. Creo que lo odiaba y deseaba su muerte. Llegó a resultarme tan insoportable que le atribuí, creo, culpas que no tenía y bajezas que quizá no cometió nunca.
Este hombre se llamaba Menón de Tesalia.
También yo lo conocí cuando seguí el avance del ejército con Jeno, y me quedé impresionada por él. Era algo mayor, frisaría los treinta años, tenía el cabello rubio y liso que le caía sobre los hombros y a menudo le sombreaba el rostro dejando traslucir únicamente los ojos gris azulados, de mirada casi cortante por su intensidad. Su cuerpo era seco y musculoso, y le gustaba exhibirlo: unos brazos poderosos, unas manos delgadas más de músico que de guerrero. Y sin embargo, cuando aquellas manos apretaban la empuñadura de la espada o la lanza, uno podía comprender toda su terrible potencia.
Era habitual verlo, al atardecer, dando vueltas por el campamento con la lanza en una mano y un vaso de vino en la otra, dejándose admirar tanto por las mujeres como por los hombres. No llevaba nada sobre el cuerpo: se echaba sobre los hombros nada más que un corto manto de tela ligera, abierto por el costado derecho, y a su paso dejaba un olor a perfumes orientales. En cambio, cuando comenzaron los combates se transformó en una especie de fiera sanguinaria. Pero esto sucedió muchos meses después de que el ejército se reuniera en Sardes.
Me he preguntado repetidas veces cuál puede haber sido el motivo del odio de Jeno por Menón: sé con toda seguridad que el joven comandante tesalio no se enfrentó nunca abiertamente con él, no hubo litigios ni riñas. Al final me convencí de haber sido yo, sin quererlo, la causa.
Un atardecer, mientras los soldados plantaban las tiendas para la noche, fui a sacar agua a un riachuelo llevando encima de la cabeza un ánfora, como cuando iba al pozo de Beth Qada. Menón apareció de improviso en la orilla a escasa distancia y, mientras yo sumergía el ánfora en el agua, él se desprendió la fíbula del manto y se quedó desnudo delante de mí durante unos instantes. No sé si se percató de mi presencia porque yo incliné enseguida la cabeza, pero de cierta manera sentí su mirada sobre mí. Apenas hube llenado el ánfora hice ademán de encaminarme hacia el campamento, pero él me llamó.
Oía a mis espaldas el chapaleo del agua mientras Menón se metía en el río y me detuve sin darme la vuelta.
—Desnúdate —dijo—, date un chapuzón conmigo.
Durante unos instantes me dominó la incertidumbre, no porque desease una intimidad de aquel tipo con él, sino sólo porque me intimidaba su rango, su importancia, y quería mostrar al menos que prestaba oídos a lo que decía.
Creo que Jeno presenció aquella escena sin que yo lo advirtiera, en el momento en que estaba parada escuchando las palabras de Menón y no había otras personas con nosotros. Debió de tener alguna sospecha que le inquietaba. Nunca me dijo nada porque era demasiado orgulloso para hacerlo, pero por muchos pequeños detalles noté que había entre nosotros cierta tensión.
No muy lejos, en un campamento aparte, se encontraba el resto de las tropas de Ciro, la mayor parte: varios miles de asiáticos de la costa y del interior, infantes y jinetes, una turba variopinta de gente reunida a toda prisa que hablaba lenguas distintas y obedecía a sus propios jefes tribales. Ciro no les dedicaba la más mínima atención: únicamente se veía con su comandante, un gigante de pelo hirsuto de nombre Arieo que llevaba siempre la misma casaca de cuero y el cabello largo hasta la cintura atado en largas trenzas.
Desprendía un olor penetrante y debía de ser consciente de ello, porque cuando despachaba con Ciro lo hacía siempre desde la oportuna distancia.
Menón de Tesalia lo frecuentaba; se dirigía a veces al campamento de los asiáticos por motivos que desconozco, pero Jeno decía siempre que entre ellos dos había una relación física, que Menón era el amante de Arieo.
—¡Se entiende con un bárbaro! —gritaba—. ¿Qué te parece?
No se escandalizaba ciertamente por el hecho de que pudiera acostarse con un hombre, sino porque el hombre fuese bárbaro.
—También yo lo soy —exclamé—, y, sin embargo, te acuestas conmigo y no parece que te desagrade.
—Es distinto. Tú eres una mujer.
«¡Qué incongruencia!», pensaba yo.
Y no conseguía comprenderlo, pero luego con el tiempo lo entendí. Para Jeno y para aquellos como él era totalmente normal que dos hombres hicieran el amor entre ellos. Pero tenían que ser ambos griegos: hacerlo con un bárbaro era degradante. De esto acusaba a Menón, de acostarse con uno que apestaba, que no se lavaba todos los días, que no usaba la escobilla y la navaja de afeitar. Para él era una cuestión de civilización. Pero creo que con esa insinuación quería hacerme creer que Menón era la hembra de aquel ser velludo que apestaba a macho cabrío. Quería desprestigiar su virilidad a mis ojos porque advertía en él a un rival.
Yo no sentía atracción por Menón —aunque fuese el más apuesto hombre que hubiera visto nunca en mi vida— porque estaba tan locamente enamorada de Jeno que no tenía ojos para nadie más; pero me despertaba la curiosidad, me fascinaba: hubiera querido hablar con él, hacerle, quizás, algunas preguntas. Aquel mundo de hombres preparados y hechos únicamente para matar me producía escalofríos. Desde un cierto punto de vista eran semejantes entre sí, casi idénticos se podría decir. Quizá por eso algunos hacían el amor entre ellos. Pensé que el compartir la profesión del horror, el oficio de infligir la muerte les hacía especiales, tan únicos que no podían tolerar en su cama a alguien que pudiera impedir su trabajo: una mujer, por ejemplo, una mujer capaz de dar vida y no muerte.
Pero quizá fueran sólo fantasías, pensamientos míos. Todo era muy extraño, nuevo y distinto para mí. Y era sólo el comienzo.
Había otros hombres al mando de las grandes secciones de aquel ejército; uno de ellos se llamaba Sócrates de Acaia: tenía unos treinta y cinco años, robusto, moreno de pelo y de barba y con unas cejas pobladas. Lo vi formado cada vez que Clearco pasaba revista a las tropas. Siempre estaba en el lado izquierdo. Alguna vez comió en nuestra tienda y pude captar algunas frases de su conversación con Jeno mientras llevaba las bebidas o retiraba la mesa. Me pareció comprender que tenía una mujer cuyo nombre mencionó e hijos pequeños. Cuando hablaba de su familia su mirada se volvía seria, sus ojos reflejaban melancolía. Así pues, Sócrates tenía sentimientos, afectos. Tal vez se dedicaba a aquel oficio porque no tenía elección o quizá porque había tenido que obedecer a alguien más poderoso que él.
Tenía, asimismo, un amigo, también él comandante de una de las grandes unidades: Agias de Arcadia. Era fácil verlos juntos. Habían combatido en los mismos frentes, en los mismos teatros de la guerra. Agias le había salvado la vida en una ocasión cubriéndolo con su escudo al caer Sócrates con una flecha clavada en el muslo. Luego lo arrastró hasta ponerlo a cubierto bajo una lluvia de dardos. Estaban muy unidos y se les notaba por la manera en que hablaban, bromeaban e intercambiaban sus experiencias. Los dos contaban con terminar bastante pronto, y sin demasiados daños, la misión para la que habían sido enrolados y volver con sus familias. También Agias tenía esposa e hijos: un niño y una niña, de cinco y seis años, y los había confiado a sus padres, que cultivaban la tierra.
Me gustó ver que también los guerreros más implacables eran seres humanos con sentimientos parecidos a los de las personas que había conocido en mi vida. Y enseguida me di cuenta de que había otros muchos. Jóvenes que bajo la coraza y el yelmo disimulaban un corazón y un rostro como todos los muchachos que había conocido en mis aldeas, muchachos que tenían miedo de lo que les esperaba y al mismo tiempo una gran esperanza en cambiar radicalmente sus vidas.
Por lo demás, Sócrates y Agias eran personas sencillas y bastante reservadas. Tuvieron buenas relaciones con Jeno, pero no de amistad personal, en parte porque él no estaba encuadrado en las filas, no dependía de nadie y no tenía ni responsabilidades de mando ni el deber de obedecer. Estaba allí porque no podía estar en otra parte, porque su ciudad no lo quería.
—¿La echas de menos? —le pregunté en cierta ocasión—. ¿Echas de menos a tu ciudad?
—No —me respondió.
Pero sus ojos decían lo contrario.
Jeno cumplía con su cometido escrupulosamente: cada atardecer, cuando se plantaba el campamento, encendía la lucerna bajo la tienda y se ponía a escribir, no mucho, a decir verdad, sólo el tiempo que me llevaba a mí preparar la cena. Una vez que le pedí que me leyera lo que había escrito, me quedé desilusionada. Eran anotaciones escuetas y someras: la distancia recorrida, el punto de partida, el punto de llegada, la presencia de agua, la posibilidad de abastecerse de comida, las ciudades y poco más.
—Pero hemos visto cosas hermosísimas —le dije, y recordaba los riachuelos, los colores de las montañas y de los prados, las nubes incendiadas de las puestas de sol, los monumentos de antiguas civilizaciones erosionados por el tiempo, por no hablar de lo que debía de haber visto antes de conocerme cuando atravesaba la interminable Anatolia de la que había oído hablar a gente de mi aldea que había estado allí.
—Ésas son para mi memoria. Lo que escribo es para que lo recuerden los tiempos.
—¿Y qué diferencia hay?
—Es simple. La belleza de un paisaje, de un monumento, son puntos de vista de cada uno de nosotros. Lo que para mí es hermoso a algún otro puede serle indiferente. Sin embargo, la distancia entre una ciudad y otra es un dato valioso e indiscutible para todos.
Era muy cierto, pero a mí me parecía triste. No entendía que la finalidad de su tarea de escribir fuese objetiva y no diera cabida a las emociones. Aquel diario que él llevaba podría ser utilizado en el futuro por alguien que quisiera recorrer el mismo camino. Lo sorprendente para mí era, en cualquier caso, el hecho de escribir. En mi tierra nadie sabía escribir. Las historias se transmitían de viva voz y cada uno las contaba a su manera: estaba segura de que el paso del ejército de Ciro y mi fuga de Beth Qada debían de ser ya materia narrativa y que los viejos del lugar, especialmente algunos de ellos muy versados en este arte, debían de contarla de muchas maneras distintas. Un hecho habitual en comunidades tan pequeñas donde nunca pasa nada y donde la natural curiosidad de la gente raramente tiene con qué satisfacerse.
Lo observaba a hurtadillas: cómo mojaba la pluma en el Carrito de la tinta, cómo la hacía correr rápidamente por la hoja blanca de papiro. Aquellas hojas eran algo preciado, más caras que la comida y el vino, más caras que el hierro y el bronce; por tal motivo Jeno escribía normalmente en una tablilla de piedra blanca con un carboncillo y sólo cuando estaba realmente seguro de lo que quería fijar en el papiro tomaba la pluma y volvía a copiarlo. Escribía con letra apretada y diminuta para ocupar menos espacio y trazaba aquellos signos con extraordinaria precisión, aunque las secuencias que formaba eran de una rectitud perfecta y alineada. Una vez fijados los signos en la hoja, podían transformarse en palabras en cualquier momento en que él posase la mirada sobre ellos. Era maravilloso y él se había percatado de mi interés y de la fascinación que la escritura ejercía sobre mí. Yo sabía que en los templos de los dioses y en los palacios de los reyes había escribas, pero nunca había visto a nadie ejercer esta actividad. Muchos de aquellos guerreros, por no decir la mayoría, sabían escribir y muchas veces los vi trazar esos signos, incluso en la arena, o en la corteza de los árboles. Su escritura era simple como el alfabeto de los fenicios de la costa: por eso era fácil aprenderlo y por eso un día me armé de valor y le pregunté a Jeno si me lo podía enseñar.
Él sonrió:
—¿Para qué quieres aprender a escribir? ¿De qué va a servirte?
—No lo sé, pero me gusta pensar que mis palabras permanecerán vivas una vez que mi voz se haya apagado.
—Es una buena razón, pero no creo que sea una buena idea.
Y la cosa concluyó así.
Pero el arte de Jeno ejercía sobre mí tal fascinación que me puse, de todas formas, a trazar signos en la arena, en la madera, en las rocas, y era consciente de que algunos serían borrados por el viento, otros, por el agua, otros, en cambio, durarían años, quizá siglos.
Tras partir de Sardes, el ejército había remontado el río Meandro, había llegado a la meseta y había hecho una parada en un hermosísimo lugar donde estaba uno de los palacios de verano de Ciro. Había allí una fuente en el interior de una gruta de cuyo techo pendía una piel, la piel desollada de una criatura salvaje. Jeno me contó una historia que no había oído nunca antes.
En aquella cueva vivía un sátiro, un ser mitad hombre y mitad macho cabrío, llamado Marsias. Era una criatura de los bosques que protegía a los pastores y a sus rebaños y en los cálidos mediodías estivales se sentaba junto al riachuelo para tocar la flauta, un sencillo instrumento de caña. La melodía que surgía era sublime, más suave y profunda que el canto del ruiseñor. Un canto que sabía a sombra y a musgo, sonidos que recordaban el borbollar de los manantiales de montaña, una armonía que se confundía con el susurro del viento entre las hojas de los álamos. A tal punto se había enamorado de su música que consideraba que nadie podía igualarle, ni siquiera Apolo, que para los griegos es el dios de la música. Apolo le oyó y se le apareció de improviso, una tarde de finales de primavera, resplandeciente como la luz del sol.
—¿Me has desafiado? —preguntó airado.
El sátiro no se echó atrás.
—No era ésta mi intención, pero estoy orgulloso de mi música y no temo medirme con nadie. Ni siquiera contigo, ¡oh Esplendente!
—Desafiar a un dios no es algo que pueda hacerse sin correr un gran riesgo, porque si tú vencieras tu gloria se volvería desmesurada. La pena, en caso de derrota, debería ser proporcional.
—¿Y cuál sería? —preguntó el sátiro.
—Serías desollado vivo. Y sería yo personalmente quien lo hiciera.
Y tras decir esto, mostró un puñal afiladísimo hecho de un metal maravilloso, deslumbrante.
—Disculpa, ¡oh Esplendente! —dijo entonces el sátiro—. ¿Cómo puedo estar seguro de la imparcialidad del juicio? Tú no arriesgas nada. Yo arriesgo la vida y un final atroz.
—Quienes se encargarán de juzgar serán las nueve musas, las divinidades supremas de la armonía, de la música, de la danza, de la poesía, de todas las manifestaciones más altas de los hombres y de los dioses: las únicas que pueden unir el mundo de los mortales con el de los inmortales. Son un número impar, de modo que el fallo no podrá ser empate.
Marsias estaba tan fascinado por la idea de competir con un dios que no pensó en nada más y aceptó los términos del desafío. O quizás el dios, celoso de su arte, le hizo perder el seso.
La competición tuvo lugar al día siguiente al caer la tarde, en la cima del monte Argeo, blanca aún de nieve.
El primero en tocar fue Marsias. Acercó los labios a su flauta de caña y tocó la más dulce e intensa de las melodías. El gorjeo de los pájaros se detuvo, hasta el viento amainó y una profunda calma se adueñó de los bosques y los prados. Las criaturas del bosque escuchaban embelesadas el canto del sátiro, la música encantadora que interpretaba todas sus voces, todos los sonidos y susurros de la selva, el sonido argentino de las cascadas y el goteo de las cuevas, los trinos de las alondras y el lamento del búho, la sinfonía de la lluvia de abril sobre hojas y ramas. El eco hacía reverberar aquel sonido, lo remodulaba y multiplicaba en las terrazas y en las barrancas de la gran montaña solitaria, y la madre Tierra vibraba con él hasta las más recónditas profundidades.
La flauta de Marsias emitió un último sonoro agudo que se atenuó en una nota más honda y oscura, luego, en un trémolo que se fue apagando en un atónito silencio.
A continuación llegó el turno de Apolo. Su imagen apenas si podía distinguirse en medio del llameante fulgor del aura que lo envolvía, pero de repente apareció la cítara en su mano, los dedos se posaron sobre las cuerdas, arrancó el sonido.
Marsias conocía el sonido de la cítara y sabía que con su flauta era capaz de obtener más colorido y de más tonos, más punteados y más profundidad, pero el instrumento del dios reunía todo ello y mucho más en una sola cuerda. Oyó desprenderse de sus dedos el fragor del mar o el estruendo de los truenos con una potencia que hizo temblar el Argeo hasta su base, hizo alzarse del ramaje de los árboles bandadas de pájaros en un denso batir de alas. Y enseguida, al apagarse aquel retumbo, vibró otra cuerda y luego otra y otra más y sus vibraciones se mezclaron y se acumularon en un impulso anhelante, se unieron en un coro de admirable nitidez, de majestuosa potencia. Los sones se sucedían y se fusionaban a una velocidad cada vez más apremiante, con salpicaduras iridiscentes de plata percutida, con oscuros ecos de cuernos, con luminosos arranques de agudos que se amplificaban en solemnes vastedades sonoras.
El propio Marsias se quedó hechizado, sus ojos se llenaron de lágrimas, su mirada, de encantada maravilla. Y ésta fue su perdición. Nada, de su música, se había traslucido en la mirada impasible del dios, todo en cambio afluía de los ojos oscuros del sátiro. Las musas no dudaron en dar la victoria a Apolo. Todas, excepto una, la bella Tersícore, señora de la danza. Conmovida por la suerte de la criatura de los bosques, no se sumó al voto de sus compañeras desafiando la ira del dios de luz. Pero no por ello su gesto evitó el castigo cruel de quien se había atrevido a un desafío sacrílego.
Dos genios alados aparecieron de pronto junto al dios y apresaron a Marsias atándolo a la rama de un gran árbol, luego le inmovilizaron los pies para que no huyese. Él imploró piedad en vano. El dios lo desolló vivo y aullante, con sereno desapego; le arrancó la piel humana y bestial de los miembros y lo dejó desfigurado y sangrante a las fieras del bosque.
No se sabe cómo su piel acabó colgada, seca, en la cueva que había sobre las fuentes del arroyuelo que toma su nombre, o quizás aquélla era más bien una falsa reliquia hábilmente creada mediante la piel de un hombre y la piel de un macho cabrío. Pero en cualquier caso, la historia es terrible, desgarradora, y no tiene más que un significado posible: los dioses son celosos de su perfección, de su belleza y de su infinito poder. La sola idea de que cualquier otro ser pueda simplemente acercarse a ellos les ensombrece y les empuja a espantosas venganzas para que las distancias sigan siendo, en todo y para siempre, insuperables. Pero si las cosas pudiesen ser realmente así, querría decir que nos temerían, porque la chispa de la inteligencia nacida de nuestra materia efímera y perecedera los asusta, los induce a pensar que un día, quizá muy lejano, podremos ser como ellos.
En la meseta las historias florecían no menos pujantes que las amapolas que salpicaban de rojo los prados y las laderas de las colinas, y muchas de ellas hacían referencia al rey Midas, el rey de los frigios que había pedido al dios Dioniso que convirtiera en oro todo lo que tocara y se expuso así a morir de hambre. El dios le arrebató aquel don funesto, pero le hizo crecer dos orejas de asno para recordarle su necedad, una deformidad que el rey disimulaba bajo un amplio gorro y que sólo su barbero conocía, pero no podía contar a nadie, so pena de muerte. El secreto era tan grande e insoportable que el pobre hombre tenía que contarlo como fuese y, al no poder decírselo a nadie, pues sabía que de boca a boca no tardaría en llegar a los oídos asnales del rey, se lo confió a la Tierra. Hizo un hoyo a orillas del río y murmuró en su interior: «Midas tiene orejas de asno», y volvió a taparlo y se alejó cauteloso. Pero en aquel agujero crecieron unas cañas que cada vez que soplaba el viento murmuraban esa frase hasta el infinito: «Midas tiene orejas de asno…».
Más adelante, en las puertas de Capadocia, el ejército se detuvo en las inmediaciones de una fuente para aprovisionarse de agua y también allí contaban una historia sobre el rey Midas. Había un sileno que seguía a Dioniso y era de una extraordinaria prudencia, pero resultaba casi imposible obligarle a enseñar sus secretos si no era atrayéndolo con vino, del que era un bebedor insaciable. Entonces Midas mezcló vino con agua de la fuente, el sileno tomó tanto que se embriagó y Midas consiguió atarlo y tenerlo consigo el tiempo suficiente para hacerle revelar sus secretos.
Evidentemente el ejército en este período estaba muy tranquilo. Nadie se preocupaba, los enemigos no se veían, la paga se recibía con regularidad. Había, pues, tiempo de ocuparse de fábulas. Pero más de cien mil hombres no se movían sin que se notara. Muy pronto se manifestarían acontecimientos preocupantes, señales de que el avance del ejército había despertado a una potencia tremenda y enojada. El Gran Rey, en Susa, seguramente lo sabía.