Pasaron varios días antes de que Abira se sintiera con ganas de hablar con nosotras. Mientras tanto le habíamos encontrado pequeños trabajos que hacer a escondidas para que pudiera ganarse la vida. A la larga la desaparición de comida de nuestras casas no pasaría inadvertida. En cualquier caso, siempre que nos mandaban fuera con el rebaño procurábamos llevar provisiones en abundancia para la comida de manera que quedase suficiente para ella.
La ayudamos a reparar la cabaña a fin de que pudiera pasar allí el otoño y el invierno, e íbamos a verla siempre que volvíamos de sacar agua del pozo. Así nos enteramos también de muchas cosas. Su enamorado, de nombre muy complicado, le dijo que le llamara simplemente Jeno y la tuvo siempre consigo mientras duró la gran aventura. Fue él quien le contó la historia de los dos hermanos que cambiarían el devenir de nuestro mundo. De otras noticias se enteró por personas que conoció en el curso de aquel interminable viaje.
Por ella tuvimos confirmación de lo que ya habíamos oído contar en parte a nuestros padres en las largas noches de invierno: que uno de aquellos dos hermanos era un príncipe real del Imperio y era él quien mandaba el ejército de paso por nuestras aldeas cuando Abira conoció a su enamorado. Aquella historia que había implicado a tantas vidas y pasado por tantas bocas se había convertido finalmente en patrimonio de aquella mujer frágil y atemorizada que habíamos liberado de un cúmulo de piedras, y que a finales del otoño comenzó a contárnosla a nosotras: a tres muchachas de quince años que no habían visto nunca otra aldea que la suya y no verían ninguna otra durante el resto de su vida. La Reina Madre Parisatis había tenido dos hijos: el mayor se llamaba Artajerjes; el más joven, Ciro, como el fundador de la dinastía. Cuando el Gran Rey murió dejó el trono al primogénito, según la costumbre. Pero la Reina Madre estaba disgustada porque Ciro era su preferido; era más apuesto, más inteligente, más seductor que su hermano y se parecía a ella; tenía la misma gracia flexible que ella cuando era joven, cuando se había convertido en esposa de un hombre al que detestaba. El hijo mayor, Artajerjes, se parecía a aquel hombre. La Reina obtuvo para Ciro el gobierno de una provincia muy rica, Lidia, situada a orillas del mar occidental, pero en su corazón seguía esperando que un día u otro se presentase la ocasión de encumbrarlo a lo más alto.
Las mujeres poderosas son capaces de acciones que una mujer normal no se atrevería a concebir.
De todos modos, sabía disimular sus pensamientos y sus planes; era capaz de utilizar toda su influencia para conseguir los fines que se había propuesto. La intriga era su pasatiempo preferido después del juego de ajedrez, en el que era muy diestra. Los cinturones eran su pasión.
Llevaba uno distinto cada día, tejidos y bordados: de seda, de lino de la India, de plata y de oro, adornados con fábulas de extraordinaria factura, obra de artesanos de Egipto y de Siria, de Anatolia y de Grecia. Se decía que quería la plata de la lejanísima Iberia sólo por su inimitable color lechoso y los lapislázulis de la remota Bactriana sólo por el gran número de piritas de color amarillo de oro que contenían.
Ciro llegó a la provincia de Lidia cuando no tenía más que veintidós años, pero su innata sagacidad y aguda inteligencia le hicieron comprender inmediatamente cómo debía comportarse y moverse en el complicado tablero de ajedrez de aquella región donde las dos ciudades más poderosas de Grecia, Atenas y Esparta, luchaban entre sí desde hacía casi treinta años sin que ninguna pudiera imponerse a la otra.
Decidió ayudar a los espartanos por un solo motivo: eran los más formidables guerreros que había en el mundo conocido y un día los querría en el campo de batalla luchando junto a él. Eran sus guerreros de mantos rojos y de yelmos semejantes a máscaras de bronce de aterrador aspecto. Atenas, por el contrario, era la reina del mar y para derrotarla había que armar flotas poderosas, llenarlas de arqueros y honderos, de tripulaciones expertas al mando de los mejores comandantes. Unidas, aquellas dos ciudades habían derrotado ochenta años antes al Gran Rey Jerjes al mando del mayor ejército de todos los tiempos. Ahora había que instigarlas la una contra la otra, empujarlas a desgastarse en un conflicto extenuante hasta que llegara el momento de hacer inclinar la balanza a favor de Esparta y sumarla a la empresa que le daría lo que más deseaba en el mundo: ¡el trono!
Gracias a su apoyo, Esparta ganó la guerra y Atenas tuvo que plegarse a una paz humillante. Miles de hombres, por una y otra parte, se encontraron en una tierra devastada, aturdidos, incapaces de darse cuenta de la realidad y de emprender alguna actividad con la que ganarse el pan.
Así están hechos los hombres: por una razón misteriosa se ven dominados a intervalos regulares por un frenesí sanguinario, una embriaguez violenta a la que son incapaces de resistirse. Se encuentran en vastos campos abiertos formados uno al lado de otro y luego a una señal, a un toque de trompeta, cargan contra las filas enemigas donde se hallan reunidos otros hombres que no les han hecho ningún mal y se lanzan al ataque gritando con toda la fuerza de que son capaces. Gritan para vencer el miedo que los atenaza. Momentos antes del ataque muchos de ellos tiemblan, tienen sudores fríos, otros lloran en silencio o incluso son incapaces de retener la orina que corre tibia por sus piernas hasta mojar el terreno.
En ese momento esperan la muerte, la Cer, envuelta de negro, que pasa invisible entre las filas mirando con sus cuencas vacías a los que van a caer enseguida, luego a los que habrán de morir a continuación y, finalmente, a los que morirán los días después por las heridas sufridas. Sienten su mirada sobre ellos y se estremecen.
Ese momento es tan insoportable que si durara más los mataría. Ningún comandante lo prolonga más del mínimo necesario: en cuanto puede, desencadena la lucha. Recorren el terreno que los separa del adversario corriendo velocísimos y luego se lanzan sobre los enemigos como golpes de mar contra los acantilados. La colisión es espantosa. En los primeros instantes el derramamiento de sangre es tal que el terreno se impregna por completo de ella. El hierro se hunde en la carne, las mazas quiebran los cráneos, las lanzas traspasan escudos y corazas partiendo el corazón, desgarrando el pecho o el vientre. Imposible resistir por mucho tiempo a semejante tempestad de furia.
La horrenda carnicería se prolonga normalmente por espacio de una hora o poco más, tras lo cual una de las dos filas cede y comienza a retroceder. A menudo la retirada se convierte en una desordenada fuga y, entonces, la destrucción deviene matanza. Los fugitivos son asesinados en masa sin piedad mientras a los vencedores les quedan energías. A la puesta de sol los representantes de ambos bandos se encuentran en campo neutral y negocian una tregua; luego cada uno recoge a sus muertos.
Sí, ésta es la locura de los hombres. Episodios como el que he descrito y a los que asistí tantas veces en el curso de mi aventura se habían repetido hasta la saciedad durante los treinta años de la guerra entre atenienses y espartanos, segando la vida de la flor de la juventud.
Durante años y años los jóvenes de las dos potencias contendientes y también los hombres más maduros habían hecho una sola cosa, la única que sabían hacer los supervivientes: combatir. Entre ellos estaba el joven del que me había enamorado mientras sacaba agua del pozo de Beth Qada: Jeno.
Cuando nos encontramos él ya había recorrido junto al ejército de Ciro más de doscientas parasangas, y conocía exactamente adónde se dirigía el ejército y cuál era el objetivo de la expedición. Y, sin embargo, no era un soldado, como había pensado al ver sus armas. No al comienzo, al menos.
La noche que me fugué con él sabía que mi gente me repudiaría y maldeciría. Había traicionado la promesa de matrimonio hecha a mi prometido, roto el pacto entre las dos familias, deshonrado a mi padre y a mi madre, pero era feliz. Mientras corríamos a caballo por la llanura iluminada por la última reverberación del ocaso y por la luna naciente, no pensaba más que en aquel al que estrechaba entre mis brazos, en lo hermosa que sería mi vida al lado del joven que me había querido junto a él. Y, aunque durara poco, no me arrepentiría.
La intensidad y la potencia de los sentimientos que había provocado en aquellos días valían por años de modorra y de monotonía. No pensaba en las dificultades ni en lo que haría si me dejaba, adónde iría, cómo sobreviviría. Lo único en que pensaba era en el hecho de que en aquel momento estaba con él, y no importaba nada más. Hay quien considera que el amor es una especie de enfermedad que te ataca de repente, tal vez sea cierto, pero después de todo este tiempo y todo lo que he pasado pienso que se trata del sentimiento más elevado y poderoso del que es capaz el ser humano. También pienso que gracias a este sentimiento una persona está en condiciones de superar obstáculos tan difíciles que descorazonarían o asustarían a cualquiera que no sea capaz de sentirlo.
Llegamos a donde estaba acampado el ejército cuando ya había oscurecido; todos habían terminado de comer y se preparaban para la noche. Todo era nuevo para mí, y difícil. Me preguntaba cómo conseguiría mantener atado a mí a un hombre con el que ni siquiera podía hablar, pero pensaba que aprendería su lengua lo más pronto posible, cosería para él y lavaría su ropa, guardaría su tienda y no me quejaría ni por el esfuerzo ni por el hambre o la sed. El hecho de que hubiera sentido la necesidad de aprender aunque sólo fuera un par de frases en mi lengua significaba que yo le importaba y que no quería perderme. Pero también sabía que era hermosa, más hermosa que cualquier mujer que él hubiese conocido con anterioridad. Aunque no fuera cierto, pensarlo me infundía valor y seguridad.
Jeno amaba mucho la belleza. A veces me miraba largamente. Me pedía que adoptara determinadas posturas y me observaba desde distintos ángulos mientras se movía a su vez en torno a mí. Luego me pedía que me colocara de un modo distinto. Tumbarme o sentarme o caminar delante de él o soltarme el pelo. Al comienzo con gestos, luego, conforme aprendía su lengua, también con palabras. Me di cuenta de que las actitudes y las posturas que me indicaba correspondían a obras de arte que él había visto en su ciudad y en su tierra. Estatuas y pinturas, objetos que yo no había visto nunca porque en nuestras aldeas no existían. Pero había observado muchas veces a los niños hacer figuritas de barro y ponerlas a secar al sol. Y también nosotras nos hacíamos muñecas que luego vestíamos con trozos de tela. Las estatuas eran algo parecido, pero mucho más grandes, grandes como una persona de verdad o incluso más, hechas de piedra y de arcilla o de metal, y constituían un ornamento para las ciudades y los santuarios. En una ocasión me dijo que si él hubiera sido un artista, o sea, uno de esos hombres capaces de crear imágenes, le habría gustado plasmarme como a los personajes de las historias antiguas que se contaban en su patria.
No tardé en descubrir que no era la única mujer en seguir al ejército: había otras muchas. Muchas eran jóvenes esclavas, en su mayoría propiedad de mercaderes sirios y anatolios que las alquilaban a los soldados. Algunas eran también muy agraciadas, estaban bien alimentadas, iban bien vestidas y pintadas con afeites para resultar atractivas. Pero su vida no era fácil. No podían negarse nunca a las peticiones de los clientes, ni siquiera cuando estaban enfermas. La única ventaja era que no iban a pie, sino que viajaban en carros cubiertos y no pasaban hambre ni sed. No era poca cosa.
Las había también que se dedicaban al mismo oficio, pero sólo conocían a algunos hombres o bien siempre al mismo: personajes importantes; comandantes de las compañías del mismo ejército, nobles persas, medos, sirios, y también oficiales de los guerreros de los mantos rojos. Ese tipo de hombres no gusta de beber de la taza de la que beben todos.
Los guerreros de los mantos rojos no se mezclaban con los demás. Se expresaban en una lengua distinta, tenían sus costumbres, sus dioses, sus comidas y eran de pocas palabras. En los altos en el camino bruñían los escudos y las armaduras para que estuvieran siempre relucientes y se ejercitaban en el combate. Parecía que no supieran hacer otra cosa.
Jeno no era uno de ellos. Él era natural de Atenas, la ciudad derrotada en la gran guerra de treinta años, y cuando pude conversar en su lengua, me enteré también del motivo por el que seguía a la expedición. Sólo entonces, sólo cuando hablé el griego de Atenas, su historia se convirtió en la mía, el azar y la suerte que me habían arrancado de mi aldea se convirtieron en parte de un destino mucho más grande: el destino de miles de personas y de pueblos enteros. Jeno se convirtió en mi maestro aparte de en mi amante, aquel que me proveía de todo: de comida, de cama, de vestidos; en una palabra, era toda mi vida. Para él yo no era sólo una hembra: era una persona a la que poder enseñar muchas cosas, pero de la que aprender otras muchas.
Me hablaba raramente de su ciudad, aunque era evidente la curiosidad que yo sentía por ella. Y cuando insistí para que me explicase el motivo salió a relucir una verdad inesperada.
Después de que Atenas cayera en manos del enemigo, había tenido que aceptar en la ciudadela a una guarnición de los vencedores espartanos: ¡los guerreros de los mantos rojos!
—Si derrotaron a tu ciudad, ¿por qué no estás con ellos? —le pregunté.
—Cuando un pueblo es derrotado —comenzó diciendo—, la gente se divide: los unos acusan a los otros de haber sido la causa del desastre, porque la victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana. Esta división puede volverse tan aguda y profunda que las dos facciones llegan a enfrentarse empuñando las armas. Así sucedió en Atenas. Yo me alineé con el bando de los vencidos, el bando de quienes llevaban las de perder, y, como otros, tuve que emprender el camino del destierro.
Jeno había, pues, huido de su ciudad, de Atenas, como yo había huido de Beth Qada.
Había vagado largo tiempo de un lugar a otro sin tener el valor de dejar Grecia. Un día recibió una misiva de un amigo que le decía que se reuniera con él en una localidad a orillas del mar porque tenía que hablarle de una cosa importante: una gran oportunidad de alcanzar gloria y riquezas y de vivir una aventura maravillosa. El encuentro se produjo una noche a finales de invierno en un pequeño puerto de pescadores, periférico y no muy frecuentado. El amigo, de nombre Próxeno, lo esperaba en una casita sola y aislada sobre un promontorio.
Jeno llegó poco antes de medianoche, a pie, sujetando su caballo por las riendas, y llamó a la puerta. No obtuvo respuesta. Entonces ató el animal, echó mano a la espada y entró. No había más que una lucerna sobre una mesa y dos sillas. Próxeno estaba sentado enfrente de él fuera del halo de luz y se dio a conocer sólo por la voz.
—Has entrado sin haber recibido una respuesta. Es muy arriesgado.
—Me has convocado en este lugar —repuso Jeno—, por lo que he pensado que no había peligro.
—Pues has hecho mal. El peligro está en todas partes en estos tiempos y tú eres un fugitivo; tal vez te estén buscando. Habría podido ser una trampa.
—En efecto, tengo una espada en la mano —respondió Jeno.
—Toma asiento. Aunque no tengo nada que ofrecerte.
—No importa. Dime de qué se trata.
—Ante todo sabes que lo que me dispongo a decirte debe quedar entre tú y yo.
—Puedes tener la plena seguridad de ello.
—Bien. En este momento cinco comandantes en varias regiones de este país están enrolando a gente dispuesta a pelear.
—No me parece una novedad.
—Y en cambio lo es. La razón oficial es que hay que reunir un cuerpo expedicionario que vaya a Anatolia a aplacar a ciertos bárbaros que están haciendo incursiones y saqueos en Capadocia.
—¿Es la verdadera razón?
—Tengo la impresión de que no, pero no se sabe nada más.
—¿Por qué debería haber otra razón?
—Porque la consigna es alistar de diez a quince mil hombres, todos del Peloponeso, a ser posible de Laconia; lo mejor de lo mejor que hay en la plaza. ¿No te parece demasiado para repartir unos cuantos palos a unos montañeses robagallinas?
—Es extraño, en efecto. ¿Algo más?
—El enganche es generoso y ¿sabes quién paga?
—No tengo ni idea.
—Ciro de Persia. El hermano del emperador Artajerjes. Nos espera en Sardes, en Lidia. Y corre la voz de que también él está enrolando tropas: cincuenta o, según dicen, cien mil hombres.
—Son muchos.
—Demasiados para una misión de este tipo.
—Es lo que yo pienso. ¿Tú qué crees?
—Creo que tiene la mira puesta en un objetivo más ambicioso. Un ejército de este tipo sólo puede obedecer a una razón y tener una finalidad: conquistar un trono.
Jeno guardó silencio tras aquellas palabras, temiendo por su parte aventurar hipótesis demasiado audaces y demasiado inquietantes. Al final dijo:
—¿Y qué tengo yo que ver en todo esto?
—Nada. A menos que tengas ganas de luchar. Pero en un viaje de este tipo hay muchas oportunidades para alguien como tú. Sé que tienes problemas, que tus conciudadanos te andan buscando para procesarte. Ven con nosotros y estarás en el restringido círculo de quienes pueden hablar con Ciro. Es joven, ambicioso, inteligente, precisamente como nosotros; sabe reconocer a quien posee cualidades y determinación y también sabe darle el valor que merece.
—Pero si no me alisto en una unidad de combate tendré que tener alguna función, una razón para encontrarme allí.
—Serás mi consejero personal y el hombre que lleve la relación de cuanto acontezca, un diario de viaje, en suma. Piensa: ¡Oriente! Lugares fantásticos, ciudades de ensueño, hermosas mujeres, vino, perfumes…
Jeno volvió a guardar en su funda la espada que había dejado sobre la mesa y se puso en pie dándole la espalda:
—¿Y qué me dices de los espartanos? ¿Qué papel tienen en este asunto?
—No sé nada de eso. El gobierno no lo sabe o más probablemente no quiere saber nada. Lo que no hace sino confirmarme en mis sospechas. De todas formas, no hay un solo oficial regular espartano en toda la expedición. Es evidente que no quieren que se sospeche de ellos. Ni de lejos. Se habla de grandes proyectos; de lo contrario toda esta prudencia no tendría sentido.
—Es posible. Me parece absurdo que esto se produzca sin que ellos puedan controlarlo de algún modo.
—Algún sistema habrán encontrado, seguro. Entonces, ¿qué decides?
—Está bien —respondió Jeno—. Iré.
—Excelente decisión —comentó Próxeno—. Te espero dentro de tres días en el muelle. Después de medianoche. Tráete contigo todo lo que vayas a necesitar.
Jeno no fue invitado a quedarse por la noche, lo que significaba que tampoco Próxeno quería que lo vieran con un desterrado, un fugitivo buscado. Este detalle reafirmó posteriormente a Jeno en su decisión de partir. Una decisión amarga, en cualquier caso.
Para los griegos parece no haber vida fuera de su ciudad, el único lugar en el que vale la pena vivir. Sólo los espartanos tienen un rey, mejor dicho, dos, que reinan al mismo tiempo. Todos los demás griegos no lo tienen. Al pueblo lo representan personas de toda condición: puede ser un gran señor, un rico propietario, pero también alguien no especialmente relevante, alguien que desempeña un oficio para ganarse la vida: un médico, un armador, un mercader, o también un carpintero o un zapatero. Jeno contó que uno de los más grandes caudillos, el que había derrotado en el mar a la flota del Gran Rey Jerjes, era hijo de un tendero que vendía legumbres.
Actuando así se sienten más libres. Cada uno puede decir lo que le plazca e incluso hablar mal u ofender a quienes gobiernan la ciudad. Estos últimos, además, si no han actuado bien, pueden ser apartados de su cargo en cualquier momento o incluso ser condenados a pagar daños y perjuicios si los ciudadanos sufren pérdidas por causa de su ineptitud. Todos creen que su ciudad es la mejor, la más hermosa, la más deseable, la más antigua e ilustre, y piensan por tanto que tiene derecho a los mejores terrenos y a las costas más bellas y soleadas, a ensanchar su territorio al otro lado de los montes y también allende el mar. El resultado es que se hacen la guerra continuamente reagrupándose unos contra otros: y una vez que una coalición ha vencido se deshace y los que eran aliados pasan a ser adversarios, aliándose a su vez con quienes habían derrotado.
Al principio me resultaba difícil comprender qué era lo que hacía a estas ciudades más deseables que nuestras aldeas de Naim o de Beth Qada, pero Jeno me habló de unos lugares llamados «teatros» en los que la gente permanece sentada durante horas o días enteros mirando a otros hombres que actúan como si fuesen personajes desaparecidos hace siglos, representando de modo ficticio sus aventuras y vicisitudes con tal realismo que uno parece estar viéndolos. Y la gente se emociona increíblemente; lloran y ríen, se indignan y gritan de ira y de entusiasmo. En resumen, es como si vivieran otras vidas que de lo contrario no habrían tenido nunca ocasión de experimentar. Pueden vivir una distinta cada día o incluso más. Y esto es algo verdaderamente maravilloso. ¿Cuándo un hombre nacido en una de las Aldeas del Cinturón tiene ocasión de enfrentarse a monstruos, luchar contra engaños y sortilegios, enamorarse de mujeres tan bellas que le hagan perder la cabeza, tomar comidas y bebidas de aromas desconocidos y de efectos impensables? Aquí todos llevan la misma vida, siempre con la misma gente, los mismos olores y la misma comida. Siempre.
Mirando cómo se desarrollan esas historias ante sus propios ojos, el que asiste a la representación inevitablemente toma parte a favor de los buenos y en contra de los malos, a favor de los oprimidos y en contra de los opresores, a favor de quienes han sufrido una injusticia y en contra de quienes la han infligido, y así se vuelven mejores de lo que son y se avergüenzan de cometer las acciones malvadas que han visto en el lugar que llaman «teatro».
Y no sólo eso. En esas ciudades viven unos sabios que van por caminos y plazas enseñando lo que han estudiado o investigado: el sentido de la vida y de la muerte, de lo justo y de lo injusto, lo que es bello y lo que es feo, si los dioses existen y dónde se encuentran, si es posible una existencia sin dioses, si los muertos son propiamente muertos o si viven en alguna otra parte donde nosotros no los vemos.
Luego hay otros a los que llaman «artistas», que pintan en las paredes o en tablas de madera escenas maravillosas con espléndidos colores y construyen otras imágenes que tienen exactamente la forma y el aspecto de dioses y de seres humanos, o de animales: leones, caballos, perros, elefantes. Estas imágenes se ponen en las plazas, en los templos y también en las casas de los ciudadanos particulares para embellecerlas y hacerlas más agradables.
Y luego están los templos: las moradas de los dioses. Son construcciones grandiosas, hechas de columnas de mármol pintadas, doradas, resplandecientes, que sostienen vigas talladas con escenas de sus mitos y de su historia. Y, también en las fachadas, unas imágenes maravillosas narran el nacimiento de sus ciudades u otros acontecimientos extraordinarios. En el interior del templo está la efigie de la divinidad protectora de la ciudad: diez veces más grande que la estatura de un ser humano, es de marfil o de oro y brilla en la semioscuridad herida por el rayo de sol que desciende de lo alto.
Al pensar en todo esto puede comprenderse perfectamente lo duro y triste que es para un hombre abandonar un lugar semejante y a la gente que vive en él, que habla tu lengua, que cree en los mismos dioses y ama las mismas cosas que tú amas.
Jeno partió al tercer día del muelle del pequeño pueblo de mar. Y junto con él otros quinientos hombres, guerreros armados hasta los dientes, llegados poco a poco al puerto en grupos de cincuenta o de cien desde lugares diversos. Había una pequeña flota de embarcaciones esperándolos, con apariencia de barcas de pescadores.
Zarparon de noche sin esperar al amanecer, que les sorprendió cuando estaban ya en alta mar y cuando el contorno de su tierra había desaparecido en el horizonte.
Nadie sabía aún quién les comandaría, quién los llevaría a vivir y a afrontar la mayor aventura de su vida. Una aventura que les haría conocer lugares, ciudades y pueblos cuya existencia ni siquiera imaginaban.
Otros grupos de guerreros se habían encontrado en localidades secretas, a escondidas, para luego concentrarse en el mismo punto allende el mar donde les esperaba un joven príncipe poseído por la ambición más grande que pueda sentirse: ser el hombre más poderoso de toda la Tierra.
Entretanto, en Esparta, se había preparado, adiestrado e instruido aquel que había de mandar todo el cuerpo expedicionario, aquel que estaría bajo las órdenes del príncipe y haría realidad sus ambiciones. Pero lo cierto es que obedecería las órdenes de su ciudad, la ciudad de los guerreros de los mantos rojos, pero nadie, por ninguna razón, debía saberlo. Para el común de los mortales era uno de los muchos desterrados, desmovilizados y sin morada fija, oficialmente buscado por homicidio con una condena a muerte y una recompensa que pendía sobre su cabeza. Era un hombre duro y tajante como el hierro que colgaba de su cinto incluso cuando dormía. Le llamaban Clearco, pero es posible que también el nombre fuera falso, como todo lo demás que se decía de aquellos guerreros que habían vendido su espada y su vida por un sueño.