¿Por qué quisieron lapidarte? —le pregunté un día que parecía haber recuperado ya las fuerzas.
—¿Fue a causa de los dos hermanos de los que nos hablaste? —preguntó Abisag.
—Fue por mí —respondió—. Pero no habría ocurrido sin la historia de los dos hermanos.
—No comprendo —le dije.
—En aquel tiempo —comenzó a explicar ella— tenía poco más que la edad que tú tienes ahora. Trabajaba en el campo para mi familia, llevaba a pacer el ganado e iba al pozo a sacar agua con mis amigas, igual que vosotras. La vida era siempre la misma, lo único que cambiaba era nuestro trabajo cuando cambiaban las estaciones. Mis padres ya habían elegido un esposo para mí, un primo mío de cabellos estoposos y la cara llena de forúnculos: una manera de mantener unido el modesto patrimonio de nuestro clan. Eso no me inquietaba y mi madre me había explicado ya cómo serían las cosas; una vez casada, quiero decir. Seguiría trabajando en lo mismo; además, mi primo me dejaría embarazada y tendría hijos. Por la manera en que me lo explicaba no parecía tan terrible y era algo que ya muchas mujeres habían hecho: nada de qué preocuparse. Una vez, una de las raras veces en que mi madre estaba de buen humor, me confió también un secreto: había mujeres que sentían placer en hacer eso con los hombres. Era lo que la gente llama amor, que normalmente no se producía con el marido elegido por la familia, sino con otros hombres que les gustaban a ellas.
»No comprendía muy bien qué trataba de decirme, pero mientras hablaba los ojos se le iluminaban y parecía seguir con la mirada imágenes lejanas ya perdidas.
»—¿Te sucedió también a ti, mamá? —le pregunté.
»—No. A mí no —respondió bajando la cabeza—, pero conozco a mujeres a las que les ha pasado y por la manera como lo contaban debe de ser la cosa más bonita del mundo: algo de lo que cualquiera puede gozar. No hay que ser rico, o noble, o instruido, sólo hay que encontrar a un hombre que te guste. Te gusta tanto que no sientes vergüenza de desnudarte delante de él y cuando te toca no sientes ninguna repugnancia; es más, ocurre al contrario. Y también tú deseas lo que él desea y su deseo se une al tuyo liberando una energía poderosísima más embriagadora que el vino y que provoca un éxtasis extremo, algo que dura unos pocos minutos, a veces unos pocos instantes, nos hace semejantes a los Inmortales y vale por años enteros de vida monótona e insulsa.
»Si no había comprendido mal, mi madre trataba de darme a entender que también la vida de una mujer podía en ciertos momentos, aunque fuera por poco, ser como la de una diosa.
»Aquellas palabras me llenaron de una extraña excitación, pero también de una honda tristeza, porque estaba convencida de que el primo de cara granujienta no provocaría en mí esas emociones en toda la vida. Lo soportaría porque así debía ser. Nada más ni nada menos.
»El día en que me iba a unir a él para el resto de mi vida estaba ya a la vuelta de la esquina y cuanto más se acercaba más distraída me volvía, más incapaz de prestar atención a mis tareas cotidianas. Mi mente estaba ausente, era incapaz de dejar de pensar en el hombre que podría hacerme sentir lo que mi madre me había dicho. El hombre al que desearía enseñarle mi cuerpo antes que esconderlo, el que querría que me estrechase entre los brazos, el que querría contemplar al despertar a mi lado sobre la estera, acariciado por la luz del sol naciente.
»A veces lloraba porque por mucho que lo deseara sabía que no lo encontraría nunca. Miraba a mi alrededor pensando que se escondía en alguna parte; que quizá fuera uno de los muchos jóvenes que vivían en nuestras aldeas. Pero ¿estaba segura? ¿Cuántos jóvenes podía haber en las Aldeas del Cinturón? ¿Cincuenta? ¿Cien? Seguro que no más de cien y todos los que yo conocía o a los que me había acercado apestaban a ajo y tenían el pelo lleno de cascabillo. Acabé por convencerme de que se trataba de fantasías de mujeres que deseaban algo distinto a una vida siempre igual, llena de embarazos, partos, fatigas, palos.
»Y en cambio sucedió.
»Un día, en el pozo.
»A primeras horas de la mañana.
»Estaba sola y, tras haber bajado el ánfora con las cuerdas, trataba de subirla apoyándome en el otro extremo del contrapeso. Estaba trajinando con un pedrusco para fijarlo en el suelo cuando noté que, del otro lado, el peso del ánfora había disminuido, y levanté la cabeza para mirar.
»Era así como yo había imaginado siempre a un dios: joven, hermosísimo, con la piel tersa, el cuerpo moldeado y armonioso, las manos fuertes y delicadas al mismo tiempo, y una sonrisa encantadora que deslumbraba como los rayos del sol que empezaba a nacer a sus espaldas.
»Bebió de mi ánfora y el agua le inundó el pecho volviéndolo reluciente como el bronce; luego me miró fija e intensamente a los ojos, y yo sostuve y devolví su mirada con la misma intensidad.
»Posteriormente tuve ocasión de aprender que es la vida la que puede hacernos semejantes a las bestias o a los dioses, o el lugar donde el destino nos ha hecho nacer y donde nos hará morir humillando nuestros sueños y desilusionando nuestras esperanzas. Es la vida la que puede volver terso el cuerpo con las competiciones atléticas o con la danza e iluminar nuestra mirada con el ardor de los sueños y de la aventura. Era aquella luz la que veía en los ojos del joven que tenía enfrente con el ánfora en la mano, en el pozo de Beth Qada, una mañana de finales del verano de mis dieciséis años, pero en aquel momento pensé que la energía que veía brillar en su mirada y la belleza que resplandecía en su persona eran aspectos de una naturaleza distinta y superior.
»Era él el hombre que mi madre había pintado con sus palabras, el único al que podía desear y por el que quería ser deseada. En un instante, mientras me levantaba dejando el contrapeso, sentí que mi vida estaba cambiando y que ya no volvería a ser la misma. Sentí una alegría inmensa y un gran miedo al tiempo, una sensación de vértigo que me dejaba sin respiración.
»Se acercó y conseguí pronunciar con mucho esfuerzo unas pocas palabras en mi lengua mientras señalaba al caballo que tenía a sus espaldas, del que pendían las armas. Era un guerrero y precedía a un gran ejército que avanzaba detrás de él a pocas horas de distancia.
»Nos hablamos solamente con miradas y gestos, pero ambos comprendimos lo esencial. Me acarició la mejilla con la mano, se demoró un poco en mis cabellos y yo no me moví. La proximidad me transmitía sus emociones, notaba sus vibraciones y su intensidad en aquella hora tan tranquila y silenciosa de la mañana. Le di a entender que tenía que irme y pienso que por la expresión de mi rostro podía darse cuenta de cuánto me disgustaba hacerlo. Entonces él indicó un pequeño palmeral cercano al río y trazó unos signos en la arena que representaban su respuesta: me esperaría allí a medianoche, y yo sabía ya que iría a la cita al precio que fuese, pasara lo que pasase. Antes de aceptar en mi más celosa intimidad a mi primo y el olor a ajo que despedía, quería saber qué significaba de verdad el amor y, aunque fuese sólo por unos pocos instantes, saber qué se sentía al ser semejante a un Inmortal, entre los brazos de un joven dios.
»El ejército llegó a la caída de la tarde y el espectáculo dejó a todos en el más atónito estupor: viejos y jóvenes, mujeres y niños. Podría decir que la población de las cinco Aldeas del Cinturón al completo había corrido a ver lo que ocurría. Nadie había visto jamás un espectáculo similar. Miles de guerreros a caballo y a pie vestidos con túnicas y bombachos, con espadas, lanzas y arcos, avanzaban desde septentrión hacia el mediodía. A la cabeza de cada sección había oficiales ataviados con los más fastuosos trajes, con armas que centelleaban al sol, y delante de todos, rodeado de su guardia pretoriana, un joven de figura esbelta y erguida, de tez aceitunada y de barba muy negra y bien cuidada. Después supe quién era, y no olvidaría ya nunca a uno de los dos hermanos a los que me he referido. Hermanos enemigos. Su lucha sangrienta trastornaría el destino de innumerables seres humanos, como paja ante el ímpetu del oleaje.
»Pero lo que más me impresionó fue una sección de aquel ejército: hombres vestidos con túnicas cortas, cubiertos de bronce en el pecho. Embrazaban enormes escudos del mismo metal y llevaban sobre los hombros unos mantos rojos. Posteriormente me enteré de que eran los guerreros más fuertes del mundo: nadie podía enfrentarse a ellos en la batalla, nadie podía siquiera esperar derrotarlos. Eran infatigables, capaces de resistir al hambre y a la sed, al calor y al hielo. Avanzaban a pie a paso cadencioso, cantando una nenia al ritmo del son de las flautas. También sus comandantes marchaban junto a ellos y no se distinguían de los demás más que por el hecho de que caminaban fuera de las filas. Durante horas continuaron llegando los destacamentos y, cuando los primeros habían ya plantado las tiendas y comido, los últimos estaban aún de marcha hacia el lugar de parada: nuestras tranquilas aldeas.
»También esto propició mi locura: era tal la curiosidad de los hombres que no quisieron volver siquiera a sus casas para cenar, sino que se hicieron traer por sus mujeres algo de comer para no perderse nada de lo que acontecía. Nadie notó que me alejaba, o quizá lo notó mi madre y no dijo nada.
»Aquella noche era una noche de luna, y el coro de los grillos se dejaba oír cada vez más fuerte a medida que me alejaba de la aldea y del interminable campamento que no cesaba de crecer y se extendía por toda la superficie despejada y abierta. Tuve que mantenerme a distancia del pozo porque se había formado una interminable cola de hombres, asnos y camellos cargados de ánforas y de odres para abastecer de agua al inmenso ejército. Veía en la lejanía el palmeral junto al río que oscilaba con la brisa nocturna y veía brillar bajo la luna el agua que corría a unirse con el gran Éufrates lejano, en oriente.
»Cada paso que me acercaba a la cita me hacía temblar de la emoción y del miedo. Sentía algo que no había sentido en mi vida: una aprensión que me cortaba la respiración y una excitación misteriosa que me hacía sentir ligera como si pudiese echar a volar a cada paso. Recorrí a la carrera el último tramo que me separaba del palmeral y miré a mi alrededor.
»El lugar estaba desierto.
»Quizá me lo había imaginado todo, o tal vez no había interpretado correctamente lo que aquel joven había querido decirme con sus gestos, sus signos, sus palabras forzadas en una lengua para él extranjera. Quizá quería gastarme una broma y se escondía detrás del tronco de una palmera para darme un susto. Entonces miré por todas partes sin encontrar nada. Me negaba a creer que no vendría. Me quedé así todavía un largo rato. No recuerdo cuánto, pero vi descender la luna hacia el horizonte y la constelación de la Osa Mayor perderse entre las cimas lejanas del Tauro. Inútil hacerse ilusiones: me había equivocado y era hora de tomar el camino de vuelta a casa.
»Suspiré y me disponía a volver sobre mis pasos cuando oí un ruido de galope a mi izquierda. Me volví y, en medio de una nube de polvo atravesada por los rayos de la luna, vi claramente al caballo y al joven que lo espoleaba a gran velocidad. En un instante estuvo delante de mí, tiró de las bridas del corcel y saltó a tierra.
»¿Acaso también él había temido no encontrarme? ¿Acaso sentía la misma ansiedad, el mismo deseo, la misma inquietud que agitaban mi espíritu? Corrimos cada uno hacia los brazos del otro, nos besamos con un frenesí casi delirante.
Abira se detuvo, al darse cuenta de que estaba hablando con unas muchachas que no conocían varón, y bajó la cabeza confusa. Cuando la levantó lloraba con un apenado abandono; las lágrimas le empañaban los ojos y luego brotaban de debajo de los párpados gruesas como gotas de lluvia. Debía de haber amado como ni siquiera podíamos imaginarnos. Y sufrido mucho. De improviso parecía que el pudor de sus sentimientos se hubiese impuesto, que no quisiera contar ya la historia de su pasión a unas jóvenes inexpertas e ingenuas. Nos quedamos mirándola largo rato en silencio sin saber qué decir ni cómo consolarla. Finalmente fue ella quien volvió a levantar la cabeza. Se secó las lágrimas y reanudó su relato.
—Aquella noche comprendí el sentido de las palabras de mi madre y tomé conciencia de que si me hubiera quedado en la aldea, si hubiera seguido mi destino y me hubiera casado con un ser insignificante, indigno de mi espíritu capaz de tales arrebatos pasionales, el mero hecho de intuir sus pensamientos me habría ofendido, cualquier intimidad me habría parecido insoportable. Comprendí que aquel joven que me había amado y trastornado con su pasión, había asimismo hecho vibrar mi cuerpo y mi espíritu con la misma intensidad; me había hecho tocar la cara de la luna y el dorso del torrente.
»Nos amamos cada noche, durante los pocos días que el ejército estuvo acampado allí, y a cada hora que pasaba sentía crecer dentro de mí la angustia de la separación inminente. ¿Cómo podría vivir sin él? ¿Cómo podría resignarme a las cabras y a las ovejas de Beth Qada después de haber cabalgado aquel ardiente corcel? ¿Cómo podría soportar la soñolienta modorra de mi aldea tras haber conocido el fuego que abrasaba las carnes e iluminaba los ojos de locura? Me hubiera gustado hablar con él, pero no habría comprendido, y cuando él me hablaba en su lengua, muy agradable y armoniosa, no sentía más que una música confusa.
»La última noche.
»Yacimos sobre la hierba seca bajo las palmeras, contemplando las miríadas de estrellas que brillaban entre las hojas, y yo sentía subir dentro de mí las ganas de llorar. Partiría y pronto me olvidaría. Su vida le obligaría a hacerlo: otras etapas, otros pueblos, otras ciudades, ríos, montes y valles y otras gentes. Era un guerrero, prometido con la muerte, y sabía que cada día podía ser el último. Gozaría de otras mujeres, ¿por qué no? Pero ¿qué haría yo? ¿Por cuánto tiempo me atormentaría su recuerdo? ¿Cuántas veces me levantaría en la canícula de las noches estivales, empapada en sudor, despertada por el viento que silba y gime encima de los tejados de Beth Qada?
»Pareció que hubiese intuido mis pensamientos y me pasó un brazo en torno a los hombros atrayéndome hacia él, transmitiéndome su calor. Le pregunté cómo se llamaba para poder llevar conmigo al menos su nombre, pero me respondió con una palabra tan difícil que no conseguí siquiera recordarla. Le dije que yo me llamaba Abira y él repitió sin dificultad: “Abira”.
»De aquella noche recuerdo cada instante, cada susurro, cada murmullo del río, cada zurrir de hojas, cada beso y cada caricia, porque sabía que nunca más tendría nada parecido.
»Volví a casa antes del amanecer, antes de que mi madre se despertase, cuando todavía el viento ahogaba cualquier otro sonido.
»Mientras me metía bajo la manta oí un extraño ruido: un golpetear confuso de miles de cascos en el empedrado, un quedo bufar y relinchar y mi rodar de carros de guerra. ¡El ejército había levantado el campamento y partía!
»Abrí un intersticio en la ventana con la esperanza de verle por última vez y me quedé mirando el monótono desfilar de miles de infantes y jinetes, de mulos, asnos y camellos. Pero él no estaba.
»Busqué con la mirada también entre los misteriosos guerreros de manto rojo, pero sus rostros estaban ahora cubiertos por un yelmo de forma extraña que sólo dejaba ver los ojos y la boca, una especie de máscara grotesca. Me armé de valor y salí al aire libre apoyándome en la pared exterior de mi casa; si no podía verlo yo, tal vez me reconociera él a mí y me mirara fijamente, quizá me hablase; aunque sólo me hiciera una señal de saludo, yo me quedaría mirándolo hasta que hubiera desaparecido de mi vista.
»No pasó nada.
»Volví a tumbarme en mi estera y lloré en silencio.
»El ejército desfiló durante horas y los vecinos de la aldea se dispusieron a ambos lados del camino para observar el imponente espectáculo. Luego los viejos lo compararían con otras cosas vistas en su juventud y los jóvenes lo grabarían en su memoria para contárselo a sus hijos cuando fueran ancianos. Pero a mí no me importaba nada; de todos aquellos miles de hombres sólo uno era importante para mí; sólo uno era vital.
»¿Adónde se dirigía aquel ejército? ¿Adónde llevaría la muerte y la destrucción? Pensaba en lo terribles que pueden ser los hombres cuando son crueles, violentos y sanguinarios. Tan distintos de nosotras, tan distintos de las mujeres. Pero el muchacho que había conocido tenía una mirada dulce, una voz cálida y sonora: él era distinto, y separarme de él me producía una aguda pena, un dolor que me desgarraba el alma.
»Pues bien, aquello pasaría, lo olvidaría como él me olvidaría a mí. Encontraría otras razones para tirar adelante y un día los hijos me harían compañía y darían sentido a mi vida. ¿Qué importaba con quién los tuviera?
»Al final el viento levantó una densa nube de polvo y el ejército desapareció a lo lejos, se disolvió en la calina.
»Durante todo el día sentí sobre mí los ojos de mi madre, suspicaces e inquietos. Debía de parecerle extraña: mi comportamiento, mi mirada, mi mismo aspecto debían de parecer tan turbados que delataban todo lo imaginable. De vez en cuando me preguntaba: “Pero ¿qué te pasa?”, no tanto para obtener una respuesta como para estudiar mi reacción.
»—Nada —respondía yo—. No me pasa nada.
»Y el timbre mismo de mi voz, que de un momento a otro podía romper en llanto, desmentía mis palabras.
»El viento amainó hacia el atardecer. Cogí el ánfora y me dirigí hacia el pozo a sacar agua. Fui más tarde que de costumbre para no encontrarme con mis compañeras: sus parloteos y preguntas me habrían molestado. Llegué allí cuando el sol tocaba ya el horizonte, llené mi vasija y me senté en un tronco seco de palmera. Aquella soledad y aquel silencio producían en mí cierto alivio, y aplacaban la agitación de mi espíritu. Lloraba, en silencio, con cálidas lágrimas, pero en el fondo aquel llanto era un desahogo, una liberación, o al menos eso esperaba yo. Las grullas pasaban por el cielo en su largo desfile hacia el sur y llenaban de quejidos el aire.
»Hubiera querido ser como ellas.
»Oscurecía; me puse el ánfora sobre la cabeza y emprendí el camino de vuelta hacia la aldea.
»Me lo encontré de frente.
»En un principio pensé que era una alucinación, una visión que había creado para consolar mi incurable tristeza, pero era realmente él. Había desmontado y venía hacia mí.
»—Ven conmigo. Ahora —dijo en mi lengua.
»Me quedé atónita. Había pronunciado aquellas palabras sin ninguna vacilación ni error, pero una vez que yo le hube respondido: “¿Y a dónde iremos? ¿Puedo despedirme de mi madre?”, él meneó la cabeza. No comprendía. Había aprendido sólo aquellas palabras, en la secuencia adecuada, con la pronunciación exacta porque quería asegurarse de que yo comprendiese.
»Las repitió de nuevo y yo, que poco antes habría dado cualquier cosa por oírlas y me sentía desesperada por su ausencia, ahora, ante una elección tan repentina y drástica, tenía miedo. Dejarlo todo: mi casa, mi familia, mis amigas; seguir a un desconocido, a un soldado que podía morir de un momento a otro, en el primer enfrentamiento, en la primera emboscada, en la primera batalla. ¿Qué sería de mí?
»Pero fue un instante. El pensar que si me quedaba no lo volvería a ver nunca más se impuso en mí y respondí sin vacilar: “Voy contigo”. Y él debió de comprender, porque sonrió. ¡También aquellas palabras debía de haberlas aprendido! Montó a caballo, luego alargó la mano hacia mí para que yo la aferrase y me ayudó a subir detrás de él. Puso al animal a paso de andadura, tomando por el sendero que llevaba al mediodía, pasadas las aldeas, pero inmediatamente después vimos a escasa distancia a una muchacha de la aldea que iba al pozo con el ánfora. Ella me vio, me reconoció y se puso a gritar: “¡El soldado se lleva a Abira! ¡El soldado se lleva a Abira! ¡Corred, corred!”.
»Un grupo de campesinos que volvía de los campos corrió hacia nosotros agitando los útiles de trabajo. Entonces mi joven espoleó al caballo al galope y pasó por en medio de ellos antes de que hubieran podido agruparse para impedirle el paso. Estaban ya muy cerca y vieron perfectamente que era yo quien me cogía a él y no al revés. No era un rapto, era una fuga.
Abira calló de nuevo y dejó escapar un sordo gemido. Algunos recuerdos parecían pesar en su corazón, y evocarlos de nuevo reabría en ella unas llagas nunca del todo cicatrizadas.
Habíamos comprendido por qué había sido lapidada a su regreso a Beth Qada. Había abandonado a la familia, a los parientes, la aldea, a su prometido, para seguir a un desconocido al que se había entregado sin pudor. Había infringido todas las reglas que una muchacha de su condición puede infringir, y el castigo que había sufrido debía servir de lección a las demás.
De repente me miró a los ojos y preguntó:
—Mis padres, ¿están todavía en el pueblo? ¿Cómo se encuentran?
Dudé en responder.
—Dime la verdad —insistió, y pareció prepararse para oír noticias desagradables.
Era extraño, pensé, que sólo entonces se le hubiera ocurrido preguntar por sus padres. Quizá tenía presentimientos y no se atrevía a verlos confirmados. Fuera lo que fuese lo que pensara, había algo en ella que se me escapaba, un componente enigmático y misterioso que tenía que ver con su supervivencia a una simple matanza. Ella había recorrido la sutil línea que separa la vida de la muerte, ella, pensaba, había mirado más allá de aquella línea y había visto el mundo de los muertos. Aquella pregunta era más que un presentimiento; era la sugestión impresa en su ánimo por una visión.
—Tu madre murió —respondió Abisag—. De fiebres malignas. Poco después de que tú te fueses.
—¿Y mi padre?
—Tu padre vivía cuando volviste.
—Lo sé. Tuve la impresión de que estaba entre quienes tiraban piedras con los demás. Son los hombres los que se sienten deshonrados.
—Murió la noche misma de tu lapidación —dije—. De muerte repentina.
Ante aquellas palabras el cuerpo de Abira se puso rígido, su mirada se tomó fija y vidriosa. Estoy segura de que detrás de su mirada opaca había visiones de los infiernos.
Abisag apoyó una mano sobre uno de sus hombros para hacerla volver a la realidad:
—Dijiste que tu aventura, tu fuga con el soldado, el paso del gran ejército por las Aldeas del Cinturón, todos estos acontecimientos tuvieron su origen en la historia de dos hermanos. Cuéntanos esa historia, Abira.
Se sacudió con un estremecimiento y se apretó el mantón en torno a los hombros:
—En otra ocasión —suspiró—. En otra ocasión.