Conocemos multitud de detalles sobre la vida, la apariencia física y el carácter de los personajes que han atravesado este relato; a pesar de todo, este libro debe considerarse como una ficción, una reconstrucción verosímil a través de recuerdos parciales, más que como el reflejo de una verdad unívoca y certificable. A pesar de que la publicación de las Clifden Notes, una compleja mezcla de recuerdos, impresiones personales y reflexiones teóricas que Djerzinski escribió entre los años 2000 y 2009 mientras trabajaba en su gran teoría, nos enseña mucho sobre las circunstancias de su vida, las encrucijadas, las confrontaciones y los dramas que condicionaron su particular visión de la existencia, tanto en su biografía como en su personalidad sigue habiendo muchos puntos oscuros. Lo que viene a continuación, por el contrario, pertenece a la Historia, y los acontecimientos que se derivan de la publicación de los trabajos de Djerzinski se han reconstruido, comentado y analizado tantas veces que podemos limitarnos a hacer un breve resumen.
La publicación en junio del 2009, en una separata de la revista Nature, de las ochenta páginas que sintetizaban los últimos trabajos de Djerzinski, con el título Prolegómenos a la duplicación perfecta, provocó de inmediato una gran onda de choque en la comunidad científica. Docenas de investigadores en biología molecular de todo el mundo intentaron reproducir los experimentos propuestos, verificar los cálculos en detalle. Al cabo de unos meses aparecieron los primeros resultados, y a partir de entonces se acumularon semana tras semana, confirmando con perfecta precisión la validez de las hipótesis de partida. A finales del 2009, ya no cabía la menor duda; los resultados de Djerzinski eran válidos, se los podía considerar científicamente demostrados. Las consecuencias prácticas, por supuesto, eran vertiginosas: cualquier código genético, no importa su complejidad, podía reescribirse en forma estándar, estructuralmente estable, inaccesible a las perturbaciones y a las mutaciones. Cualquier célula podía estar dotada de una capacidad infinita de duplicaciones sucesivas. Cualquier especie animal, por evolucionada que estuviese, podía transformarse en una especie emparentada, reproducible mediante clonación, e inmortal.
Cuando descubrió los trabajos de Djerzinski, a la vez que centenares de investigadores en todo el planeta, Frédéric Hubczejak tenía veintisiete años y estaba terminando su doctorado de química en la Universidad de Cambridge. Espíritu inquieto, desordenado, inestable, llevaba años recorriendo Europa —se matriculó sucesivamente en las universidades de Praga, Göttingen, Montpellier y Viena— en busca, según sus propias palabras, «de un nuevo paradigma, pero también de otra cosa: no solamente de otra manera de ver el mundo, sino de otra manera de situarme con respecto a él». En todo caso fue el primero, y durante años el único, que defendió esta propuesta radical derivada de los trabajos de Djerzinski: la humanidad debía dar nacimiento a una nueva especie, asexuada e inmortal, que habría superado la individualidad, la separación y el devenir. Resulta superfluo hablar de la hostilidad que semejante proyecto desencadenó entre los partidarios de las religiones reveladas; judaísmo, cristianismo e islam, de acuerdo por una vez, lanzaron el anatema sobre esos trabajos «que atentaban gravemente contra la dignidad humana, constituida en la singularidad de su relación con el Creador»; sólo los budistas observaron que al fin y al cabo las reflexiones del Buda se basaron al principio en la toma de conciencia de esos tres impedimentos que eran la vejez, la enfermedad y la muerte, y que el Venerado por el mundo, si bien se había dedicado más bien a la meditación, no habría rechazado a priori, necesariamente, una solución de orden técnico. Fuera como fuese, era evidente que Hubczejak podía esperar poco apoyo de las religiones establecidas. Por el contrario, sorprende más comprobar que los partidarios tradicionales del humanismo reaccionaron con un rechazo radical. Incluso si en la actualidad esas nociones nos resultan difíciles de comprender, hay que recordar el lugar central que, para los humanos de la época materialista (es decir, los pocos siglos que separaron la desaparición del cristianismo medieval y la publicación de los trabajos de Djerzinski) ocupaban los conceptos de libertad individual , dignidad humana y progreso. El carácter confuso y arbitrario de esas nociones les impedía tener la menor eficacia real, por supuesto; por eso la historia humana, desde el siglo XV al siglo XX de nuestra era, se caracteriza esencialmente por la disolución y disgregación progresivas; no obstante, las capas cultas o semicultas que habían contribuido, mal que bien, al establecimiento de esas nociones, se aferraban a ellas con especial vigor, y es comprensible que Frédéric Hubczejak tuviera durante los primeros años tantas dificultades para hacerse oír.
La historia de esos años que permitieron a Hubczejak ver cómo una parte creciente de la opinión pública mundial aceptaba un proyecto que al principio fue acogido con reprobación y disgusto unánimes, hasta que finalmente consiguió la financiación de la Unesco, traza el retrato de un ser extraordinariamente brillante, combativo, de mentalidad pragmática y flexible a la vez; el retrato, en definitiva, de un extraordinario agitador de ideas. Cierto que no tenía madera de gran investigador; pero supo aprovechar el respeto unánime que inspiraban el nombre y los trabajos de Michel Djerzinski en la comunidad científica internacional. Tampoco tenía nada de filósofo original y profundo; pero con sus prefacios y comentarios a las ediciones de Meditación sobre el entrelazamiento y Clifden Notes supo presentar las reflexiones de Djerzinski de un modo contundente y preciso, accesible a un amplio público. El primer artículo de Hubczejak, Michel Djerzinski y la escuela de Copenhague, está estructurado, a pesar de su título, a modo de larga meditación sobre esta frase de Parménides: «La acción de pensar y el objeto del pensamiento se confunden». En su siguiente obra, Tratado de la limitación concreta, al igual que en la titulada, más sobriamente, La realidad, intenta una curiosa síntesis entre el positivismo lógico del círculo de Viena y el positivismo religioso de Comte, sin dejar de permitirse a veces ciertos impulsos líricos, como puede comprobarse en este párrafo frecuentemente citado: «No hay un silencio eterno de los espacios infinitos, pues en realidad no hay ni silencio, ni espacio, ni vacío. El mundo que conocemos, el mundo que creamos, el mundo humano, es redondo, liso, homogéneo y cálido como un seno femenino». Fuera como fuese, supo instalar en un público cada vez mayor la idea de que la humanidad, en la fase a la que había llegado, podía y debía controlar la evolución general del mundo, y sobre todo podía y debía controlar su propia evolución biológica. En este combate tuvo el valioso apoyo de cierto número de neokantianos que, aprovechando el reflujo generalizado de las ideas de inspiración nietzscheana, habían tomado el control de varios e importantes puestos de mando en el mundo intelectual, universitario y editorial.
Sin embargo, la opinión general es que el verdadero talento de Hubczejak fue sopesar con una increíble precisión lo que estaba en juego y darle la vuelta, en beneficio de sus tesis, a esa ideología bastarda y confusa que apareció a finales del siglo XX con el nombre de New Age. Fue el primero en ver que más allá de la multitud de supersticiones pasadas de moda, contradictorias y ridículas que en principio encerraba, la New Age respondía a un sufrimiento real provocado por una dislocación psicológica, ontológica y social. Más allá de la repugnante mezcla de ecología fundamental, atracción por las ideas tradicionales y lo «sagrado» que había heredado de su filiación con el movimiento hippie y las ideas de Esalen, la New Age manifestaba una voluntad real de ruptura con el siglo XX, con su inmoralidad, su individualismo, sus aspectos libertarios y antisociales; expresaba con una conciencia angustiada que ninguna sociedad es viable sin el eje federador de una religión cualquiera; constituía, en realidad, una poderosa llamada a cambiar de paradigma.
Consciente como nadie de que hay compromisos necesarios, Hubczejak no vaciló en recoger para su propio beneficio, en el seno del Movimiento del Potencial Humano que fundó a finales del año 2011, ciertos temas abiertamente New Age, desde la «formación del córtex de Gaia» a la célebre comparación «Mil millones de individuos en la superficie del planeta / Mil millones de neuronas en el cerebro humano»; desde la llamada a un gobierno mundial basado en una «nueva alianza» al lema casi publicitario «EL FUTURO SERÁ FEMENINO». Lo hizo con una habilidad que despertó, por lo general, la admiración de los comentaristas, evitando con cuidado cualquier desviación irracional o sectaria; sabiendo ganarse, por el contrario, poderosos apoyos en el seno de la comunidad científica.
Cierto cinismo tradicional en el estudio de la historia humana tiende a presentar la «habilidad» como un factor fundamental para el éxito, mientras que en sí misma, sin la ayuda de una fuerte convicción, es incapaz de provocar un cambio realmente decisivo. Todos los que conocieron a Hubczejak, así como los que se enfrentaron con él en un debate, están de acuerdo en subrayar que su poder de convicción, su seducción, su extraordinario carisma venían de su profunda sencillez y de una convicción personal auténtica. En cualquier circunstancia decía más o menos lo que pensaba; y esa sencillez tenía efectos devastadores entre los que le contradecían, empeñados en impedimentos y limitaciones basados en ideologías caducas. Uno de los primeros reproches que le hicieron a su proyecto estaba relacionado con la supresión de las diferencias sexuales, tan constitutivas de la identidad humana. Hubczejak contestaba que no se trataba de reproducir la especie humana hasta en sus menores características, sino de crear una nueva especie racional, y que acabar con la sexualidad como modo de reproducción no significaba en absoluto —muy al contrario— acabar con el placer sexual. Las secuencias del código que provocaban, en el momento de la embriogénesis, la formación de los corpúsculos de Krause, ya se habían identificado; en el estado actual de la especie humana, estos corpúsculos estaban escasamente repartidos por la superficie del clítoris y del glande. No había nada que en un estado futuro impidiera repartirlos por toda la superficie de la piel, ofreciendo así, dentro de la economía de los placeres, sensaciones eróticas nuevas y casi inauditas.
Otras críticas —puede que las más profundas— se concentraron en el hecho de que dentro de la nueva especie creada a partir de los trabajos de Djerzinski, todos los individuos serían portadores del mismo código genético; iba a desaparecer uno de los elementos fundamentales de la personalidad humana. A esto, Hubczejak respondía fogosamente que esa individualidad genética de la que, por culpa de una trágica vuelta a la tortilla, nos sentíamos tan orgullosos, era precisamente el origen de la mayoría de nuestras desgracias. A la idea de que la personalidad humana corría el riesgo de desaparecer oponía el ejemplo concreto y observable de los gemelos, que a pesar de un patrimonio genético rigurosamente idéntico, desarrollan una personalidad propia gracias a su historia individual, a la vez que siguen unidos por una misteriosa fraternidad; una fraternidad que, según Hubczejak, era justamente el elemento más necesario para reconstruir una humanidad reconciliada.
No cabe duda de que Hubczejak era sincero al presentarse como un simple continuador de Djerzinski, como un ejecutante cuya única ambición era poner en práctica las ideas del maestro. Lo atestigua, por ejemplo, su fidelidad a esa extraña idea que encontramos en la página 342 de las Clifden Notes: el número de individuos de la nueva especie debía ser siempre igual a un número primo; por lo tanto, había que crear un individuo, luego dos, luego tres, luego cinco…; en resumen, seguir escrupulosamente la serie de los números primos. Estaba claro que el objetivo de mantener un número de individuos únicamente divisible por sí mismo y por la unidad, era llamar la atención de manera simbólica sobre el peligro que representa, en cualquier sociedad, la constitución de reagrupamientos parciales; pero parece que Hubczejak impuso esa condición en el pliego de condiciones sin hacerse la más mínima pregunta sobre su significado. Por lo demás, su lectura estrechamente positivista de los trabajos de Djerzinski le llevó a subestimar una y otra vez la amplitud del cambio metafísico que debía acompañar una mutación biológica tan profunda; una mutación que en realidad no tenía ningún precedente conocido en la historia humana.
Sin embargo, este tosco desconocimiento de los riesgos filosóficos del proyecto, e incluso de la noción de riesgo filosófico en general, no obstaculizó ni retrasó su realización. Esto indica hasta qué punto se había extendido la idea, tanto en las sociedades occidentales como en esa fracción más avanzada que representaba el movimiento New Age, de que para que la sociedad pudiera sobrevivir era indispensable un cambio fundamental: una mutación que restauraría de una forma creíble el sentido de la colectividad, de la permanencia y de lo sagrado.
Esto indica, también hasta qué punto las cuestiones filosóficas habían perdido cualquier referente bien definido en la mente del público. El ridículo en el que habían caído, tras décadas de insensata sobrestimación, los trabajos de Foucault, Lacan, Derrida y Deleuze no dio paso, por el momento, a ningún nuevo pensamiento filosófico, sino que, por el contrario, desacreditó al conjunto de los intelectuales de «ciencias humanas»; el prestigio creciente de los científicos en todos los ámbitos del pensamiento era ya ineluctable. El interés ocasional, contradictorio y fluctuante que los simpatizantes de la New Age fingían sentir por tal o cual creencia nacida de las «antiguas tradiciones espirituales» sólo demostraba su estado de desgarradora angustia, que bordeaba la esquizofrenia. Como todos los demás miembros de la sociedad, y quizá más que ellos, sólo confiaban en la ciencia; la ciencia era a sus ojos un criterio de verdad única e irrefutable. Como todos los demás miembros de la sociedad, en el fondo pensaban que la solución a cualquier problema —incluidos los problemas psicológicos, sociológicos o humanos en general— sólo podía ser una solución de orden técnico. Así que Hubczejak no corría un gran riesgo de que lo contradijeran cuando lanzó su famoso lema en el 2013, un lema que desencadenó un movimiento de opinión a escala planetaria: «LA MUTACIÓN NO PUEDE SER MENTAL, SINO GENÉTICA».
La Unesco votó la concesión de los primeros créditos en el 2021; un equipo de investigadores, dirigidos por Hubczejak, se puso de inmediato manos a la obra. A decir verdad, a nivel científico, Hubczejak no dirigía gran cosa; pero en su papel de «relaciones públicas», por decirlo así, tenía una eficacia fulminante. La extraordinaria rapidez con la que se obtuvieron los primeros resultados sorprendió a todo el mundo; sólo mucho más tarde llegó a saberse que muchos investigadores, afiliados o simpatizantes del Movimiento del Potencial Humano, habían empezado a trabajar mucho antes, sin esperar la luz verde de la Unesco, en sus laboratorios de Australia, Brasil, Canadá o Japón.
La creación del primer ser, el primer representante de una nueva especie inteligente creada por el hombre «a su imagen y semejanza», tuvo lugar el 27 de marzo del 2029, justo veinte años después de la desaparición de Michel Djerzinski. En homenaje a él, y aunque no había ningún francés en el equipo, la síntesis se llevó a cabo en el laboratorio del Instituto de Biología Molecular de Palaiseau. La retransmisión televisiva del acontecimiento tuvo, por supuesto, un enorme impacto; un impacto que sobrepasó con mucho el que había tenido, una noche de julio de 1969, casi sesenta años antes, la retransmisión en directo de los primeros pasos del hombre sobre la Luna. Antes del reportaje, Hubczejak pronunció un discurso muy breve en el que, con la franqueza que era habitual en él, declaraba que la humanidad debía sentirse orgullosa de ser «la primera especie animal del universo conocido que había organizado por sí misma las condiciones de su propio relevo».
Hoy, casi cincuenta años después, la realidad ha confirmado ampliamente el tenor profetico de las palabras de Hubczejak; hasta un punto que seguramente él no habría sospechado. Quedan algunos humanos de la antigua raza, sobre todo en las regiones sometidas durante mucho tiempo a la influencia de las doctrinas religiosas tradicionales. Sin embargo su tasa de reproducción disminuye todos los años, y su extinción parece inevitable. En contra de todas las previsiones pesimistas se están extinguiendo con serenidad, a pesar de algunos actos de violencia aislados cuyo número disminuye constantemente. De hecho, asombra ver la dulzura, la resignación y tal vez el secreto alivio con que los humanos aceptan su propia desaparición.
Hemos roto el vínculo filial que nos unía a la humanidad, y estamos vivos. Según los hombres, vivimos felices; cierto que hemos sabido superar los impulsos, para ellos insuperables, del egoísmo, la crueldad y la ira; de todos modos, vivimos una vida distinta. La ciencia y el arte siguen existiendo en nuestra sociedad; pero la búsqueda de la Verdad y de la Belleza, menos estimulada por el aguijón de la vanidad individual, tiene un carácter menos urgente. A los humanos de la antigua raza, nuestro mundo les parece un paraíso. De hecho, a veces nos damos a nosotros mismos —de manera, eso sí, ligeramente humorística— ese nombre de «dioses» que tanto les hizo soñar.
La historia existe; se impone, reina, su dominio es inevitable. Pero más allá del ámbito histórico estricto, la ambición última de esta obra es saludar a esa especie infortunada y valerosa que nos creó. Esa especie dolorosa y mezquina, apenas diferente del mono, que sin embargo tenía tantas aspiraciones nobles. Esa especie torturada, contradictoria, individualista y belicosa, de un egoísmo ilimitado, capaz a veces de explosiones de violencia inauditas, pero que sin embargo no dejó nunca de creer en la bondad y en el amor. Esa especie que, por primera vez en la historia del mundo, supo enfrentarse a la posibilidad de su propia superación; y que unos años más tarde supo llevarla a la práctica.
Ahora que sus últimos representantes están a punto de desaparecer, nos parece legítimo rendirle este último homenaje a la humanidad; un homenaje que también terminará por borrarse y perderse en las arenas del tiempo; sin embargo, es necesario que este homenaje tenga lugar, al menos una vez. Este libro está dedicado al hombre.