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Algunos dicen:

«La civilización que hemos construido todavía es frágil, acabamos de salir de la noche.

Todavía vemos la imagen hostil de esos siglos de infortunio;

¿no sería mejor olvidarlos para siempre?».

El narrador se levanta y recuerda

con ecuanimidad, pero con firmeza,

que ha tenido lugar una revolución metafísica.

Igual que los cristianos podían imaginarse las civilizaciones antiguas, podían hacerse una idea completa de las civilizaciones antiguas sin que los atormentara la duda, o la necesidad de revisión,

porque habían superado una fase,

habían subido un tramo de escalera,

habían atravesado un punto de ruptura;

igual que los hombres de la época materialista podían asistir a la repetición de las ceremonias rituales cristianas,

sin entenderlas ni verlas realmente, igual que no podían leer ni releer las obras de su antigua cultura cristiana sin apartarse de una perspectiva casi antropológica,

Incapaces de comprender esas discusiones sobre los grados del pecado y de la gracia que habían agitado a sus antepasados;

Nosotros podemos, de la misma manera, escuchar esta historia de la época materialista

como un viejo cuento humano.

Es una historia triste, y sin embargo no nos sentiremos realmente tristes

porque nos parecemos demasiado a esos hombres.

Nacidos de su carne y de sus deseos, hemos rechazado

sus categorías y sus adhesiones;

no experimentamos sus alegrías, tampoco sus penas,

hemos apartado

con indiferencia

y sin ningún esfuerzo

su universo de muerte.

Ahora podemos rescatar del olvido

esos siglos de dolor que son nuestra herencia,

ha habido una especie de segundo reparto

y tenemos derecho a vivir nuestra vida.

Entre 1905 y 1915, trabajando prácticamente solo, con unos conocimientos matemáticos limitados, Albert Einstein consiguió elaborar, a partir de la primera hipótesis que constituyó la teoría restringida de la relatividad, una teoría general de la gravitación, el espacio y el tiempo que ejerció una influencia decisiva en la evolución posterior de la astrofísica. Este esfuerzo arriesgado, solitario, que se llevó a cabo, como dijo Hilbert, «por el honor del espíritu humano», en unos campos sin utilidad práctica aparente e inaccesibles en su época para la comunidad científica, se puede comparar a los trabajos de Cantor para establecer una tipología del infinito en acción, o a los esfuerzos de Gottlob Frege por redefinir los fundamentos de la lógica. También puede compararse, señala Hubczejak en su introducción a las Clifden Notes, a la solitaria actividad intelectual de Djerzinski en Clifden, entre el 2000 y el 2009, más aún porque Djerzinski, como Einstein, no tenía conocimientos matemáticos suficientes para desarrollar sus hipótesis sobre una base realmente rigurosa.

Topología de la meiosis, su primera publicación, apareció en el 2002 y tuvo una repercusión considerable. Establecía, basándose por primera vez en argumentos termodinámicos irrefutables, que la separación cromosómica que tenía lugar en la meiosis para dar lugar a los gametos haploides era, en sí misma, una fuente de inestabilidad estructural; en otras palabras, que cualquier especie sexuada era necesariamente mortal.

Tres conjeturas de topología en los espacios de Hilbert, que apareció en el 2004, causó sorpresa. Se ha visto como reacción contra la dinámica del continuo, como un intento —con resonancias curiosamente platónicas— de redefinir un álgebra de las formas. Sin dejar de reconocer el interés de las conjeturas planteadas, a los matemáticos profesionales les resultó fácil señalar la carencia de rigor en las proposiciones, el carácter un poco anacrónico del enfoque. De hecho, Hubczejak está de acuerdo en que en aquella época Djerzinski no tenía acceso a las últimas publicaciones matemáticas, e incluso daba la impresión de que no le interesaban demasiado. En realidad, disponemos de muy pocos testimonios de su actividad entre los años 2004 y 2007. Iba regularmente al centro de Galway, pero sus relaciones con los experimentadores eran puramente técnicas, funcionales. Había estudiado los rudimentos del ensamblador Cray, con lo que solía ahorrarse tener que recurrir a los programadores. Sólo Walcott parece haber mantenido con él una relación un poco más personal. Él también vivía cerca de Clifden, y a veces iba a visitar a Djerzinski por las tardes. Según cuenta, Djerzinski citaba a menudo a Auguste Comte, sobre todo las cartas a Clotilde de Vaux y la Síntesis subjetiva, la última obra, inacabada, del filósofo. Podíamos considerar a Comte el verdadero fundador del positivismo, incluso en lo que respecta al método científico. Para él, ninguna metafísica u ontología concebible en su época lograba sostenerse. Es muy posible, señalaba Djerzinski, que si Comte hubiera estado en la misma situación intelectual que Niels Bohr entre 1924 y 1927, hubiera mantenido su actitud de positivista intransigente y se hubiera unido a la escuela de Copenhague. No obstante, la insistencia del filósofo francés en la realidad de los estados sociales frente a la ficción de las existencias individuales, su interés constantemente renovado por los procesos históricos y las corrientes de pensamiento, y sobre todo su sentimentalismo exacerbado, hacían pensar que tal vez no se habría mostrado hostil a un proyecto de reforma ontológica más reciente que había cobrado consistencia gracias a los trabajos de Zurek, Zeh y Hardcastle: la sustitución de una ontología de los objetos por una ontología de los estados. En efecto, sólo una ontología de los estados era capaz de restaurar la posibilidad práctica de las relaciones humanas. En una ontología de los estados las partículas eran indiscernibles, y uno debía limitarse a calificarlas mediante un número observable. Las únicas entidades susceptibles de volver a ser identificadas y nombradas en una ontología semejante eran las funciones de onda, y a través de ellas los vectores de estado; de ahí la posibilidad analógica de dar un nuevo sentido a la fraternidad, la simpatía y el amor.

Iban por la carretera de Ballyconneely; el océano resplandecía a sus pies. A lo lejos, en el horizonte, el sol se ponía sobre el Atlántico. Walcott tenía cada vez más a menudo la impresión de que las ideas de Djerzinski se extraviaban por caminos inciertos, incluso místicos. Él seguía siendo partidario de un instrumentalismo radical; educado en una tradición pragmática anglosajona, influido también por los trabajos del círculo de Viena, sospechaba ligeramente de la obra de Comte, demasiado romántica para él. Subrayaba que, al contrario que el materialismo, al que había sustituido, el positivismo podía fundar un nuevo humanismo, cosa que no había ocurrido antes (porque en el fondo el materialismo era incompatible con el humanismo, y acabaría destruyéndolo). Sin embargo, el materialismo había tenido su importancia histórica; había que salvar un primer obstáculo, que era Dios; algunos hombres lo habían hecho, sumiéndose en la angustia y la duda. Pero también se había salvado un segundo obstáculo, y eso había ocurrido en Copenhague. Ya no necesitaban a Dios, ni la idea de una realidad subyacente. «Hay percepciones humanas», decía Walcott, «testimonios humanos, experiencias humanas; existe la razón que relaciona esas percepciones, y la emoción que les da vida. Esto se desarrolla en ausencia de cualquier metafísica u ontología. Ya no necesitamos la idea de Dios, la de naturaleza o la de realidad. En la comunidad de los observadores puede establecerse un acuerdo sobre el resultado de los experimentos gracias a una intersubjetividad racional; los experimentos se relacionan mediante teorías que deben satisfacer tanto como sea posible el principio de economía y que deben ser necesariamente refutables. Hay un mundo percibido, un mundo sentido, un mundo humano».

Djerzinski era consciente de que su posición era inatacable: ¿era la necesidad de ontología una enfermedad infantil del espíritu humano? A finales del 2005, con ocasión de un viaje a Dublin, descubrió el Book of Kells. Hubczéjak no duda en afirmar que el encuentro con este manuscrito iluminado, de una complejidad formal inaudita, probablemente obra de monjes irlandeses del siglo VII de nuestra era, fue un momento decisivo en la evolución de su pensamiento, y que fue probablemente la prolongada contemplación de esta obra lo que le permitió, con ayuda de una serie de intuiciones que en retrospectiva nos parecen milagrosas, superar la complejidad de los cálculos de estabilidad energética en el seno de las macromoléculas con las que se enfrentaba en biología. Sin suscribir forzosamente todas las afirmaciones de Hubczejak, hay que reconocer que el Book of Kells ha suscitado a lo largo de los siglos la admiración casi extática de sus comentadores. Por ejemplo, podemos citar la descripción que Giraldus Cambrensis da de él en 1185:

«Este libro contiene la concordada de los cuatro Evangelios según el texto de San Jerónimo, y casi tantos dibujos como páginas, todas adornadas con colores maravillosos. En una podemos contemplar el rostro de la majestad divina, milagrosamente dibujado; en otra las representaciones místicas de los evangelistas, uno con seis alas, otro con cuatro, otro con dos. Vemos el águila o el toro, el rostro de un hombre o la cara de un león, y otros dibujos casi innumerables. Si uno los mira con negligencia, podría pensar que no son más que garabatos, y no cuidadas composiciones. No verá en ellos ninguna sutileza, cuando todo en ellos es sutil. Pero si se toma el trabajo de observarlos con atención, de penetrar con la mirada los secretos del arte, descubrirá tales complejidades, tan delicadas y sutiles, tan estrechamente apretadas, entrelazadas y anudadas junta, y de colores tan frescos y luminosos, que tendrá que declarar sin ambages que todas estas cosas no son obra de hombres, sino de ángeles».

También podemos estar de acuerdo con Hubczejak cuando afirma que cualquier filosofía nueva, incluso cuando decide expresarse en la forma de una axiomática que parece absolutamente lógica, es en realidad solidaria de una nueva concepción visual del universo. Al aportar a la humanidad la inmortalidad física, Djerzinski modificó profundamente nuestra concepción del tiempo; pero su mayor mérito, según Hubczejak, es haber establecido los elementos de una nueva filosofía del espacio. Al igual que la imagen del mundo del budismo tibetano es inseparable de una larga contemplación de las figuras infinitas y circulares de los mandalas, al igual que podemos hacernos una idea fiel de lo que pensó Demócrito al observar el resplandor del sol sobre unas piedras blancas en una isla griega una tarde de agosto, resulta más fácil comprender el pensamiento de Djerzinski al contemplar esa arquitectura infinita de cruces y espirales que constituye el fondo ornamental del Book of Kells, o volviendo a leer la magnífica Meditación sobre el entrelazamiento publicada aparte de las Clifden Notes, que le inspiró esa obra.

«Las formas de la naturaleza», escribe Djerzinski, «son formas humanas. Es en nuestro cerebro donde aparecen los triángulos, los entrelazamientos y los ramajes. Los reconocemos, los apreciamos; vivimos en medio de ellos. En medio de nuestras creaciones, creaciones humanas, comunicables a los hombres, nos perfeccionamos y morimos. En medio del espacio, el espacio humano, tomamos medidas; con estas medidas creamos el espacio, el espacio entre nuestros instrumentos».

«El hombre poco instruido», continúa Djerzinski, «siente terror ante la idea del espacio; lo imagina inmenso, nocturno y vacío. Imagina a los seres en la forma elemental de una bola, aislada en el espacio, encogida en el espacio, aplastada por la eterna presencia de las tres dimensiones. Aterrorizados por la idea del espacio, los seres humanos se encogen; tienen frío, tienen miedo. En el mejor de los casos atraviesan el espacio, se saludan con tristeza en mitad del espacio. Y sin embargo ese espacio está en su interior, se trata de su propia creación mental».

«En ese espacio al que tanto temen», sigue Djerzinski, «los seres humanos aprenden a vivir y a morir; en medio de su espacio mental surgen la separación, el alejamiento y el sufrimiento. Sobre esto hay muy poco que decir: el amante oye la llamada de su amada a través de océanos y montañas; a través de océanos y montañas, la madre oye la llamada de su hijo. El amor une, y une para siempre. La práctica del bien es una unión, la práctica del mal una desunión. El otro nombre del mal es separación; y aún hay otro más, mentira. Sólo existe un entrelazamiento magnífico, recíproco e inmenso».

Hubczejak observa justamente que el mayor mérito de Djerzinski no es haber sabido superar el concepto de libertad individual (porque ese concepto ya estaba en su época muy devaluado, y todo el mundo reconocía, al menos de manera tácita, que no podía servir de base a ningún progreso humano), sino haber sido capaz de restaurar, gracias a interpretaciones sin duda un poco aventuradas de los postulados de la mecánica cuántica, las condiciones de posibilidad del amor. En este punto hay que recordar una vez más la figura de Annabelle: aunque Djerzinski no experimentó el amor personalmente, gracias a Annabelle pudo hacerse una idea de lo que era; pudo darse cuenta de que el amor, en cierto modo y adoptando formas todavía desconocidas, era posible. Es muy probable que esta noción le guiara en el curso de sus últimos meses de elaboración teórica, sobre los que tenemos tan pocos detalles.

Según el testimonio de las escasas personas que vieron a Djerzinski en Irlanda durante las últimas semanas, parecía sentir una especie de aceptación. Su rostro ansioso e inestable se había serenado. Andaba durante mucho tiempo y sin meta precisa por la Sky Road, daba largos paseos de soñador; caminaba en presencia del cielo. La carretera del oeste serpenteaba a lo largo de las colinas, alternativamente abrupta y suave. El mar resplandecía, refractaba una luz cambiante sobre los últimos islotes rocosos. En rápida deriva sobre el horizonte, las nubes formaban una masa luminosa y confusa, como una extraña presencia material. Caminaba durante mucho tiempo, sin esfuerzo, con el rostro bañado en una bruma acuática y ligera. Sabía que sus trabajos estaban terminados. En la habitación que había transformado en despacho, cuya ventana daba a la punta de Errislannan, había puesto en orden sus notas; varios centenares de páginas que trataban de los temas más variados. El resultado de sus trabajos científicos propiamente dichos cabía en ochenta páginas mecanografiadas; no había juzgado necesario detallar los cálculos.

El 27 de marzo del 2009, al caer la tarde, fue a la oficina de correos de Galway. Envió un ejemplar de sus trabajos a la Academia de Ciencias de París y otro a la revista Nature, en Gran Bretaña. Sobre lo que ocurrió después, no hay ninguna certeza. El hecho de que encontraran su coche junto a Aughrus Point reforzó la hipótesis del suicidio, sobre todo porque ni Walcott ni ningún técnico del centro se mostraron realmente sorprendidos por este desenlace. «Había en él algo espantosamente triste», declaró Walcott; «creo que era el ser más triste que he conocido en mi vida, y aun así la palabra tristeza me parece demasiado suave; más bien debería decir que había en él algo destruido, completamente arrasado. Siempre tuve la impresión de que la vida era una carga para él, que ya no sentía el menor vínculo con ninguna cosa viva. Creo que resistió justo el tiempo necesario para acabar sus trabajos, y que ninguno de nosotros puede siquiera imaginar el esfuerzo que eso le costó».

Sin embargo, el misterio siguió rodeando la desaparición de Djerzinski, y el hecho de que nunca encontrasen su cuerpo dio pie a una leyenda tenaz según la cual se habría marchado a Asia, en concreto al Tibet, para contrastar sus trabajos con ciertas enseñanzas de la tradición budista. Esta hipótesis se ha visto unánimemente rechazada en la actualidad. Por una parte, no se ha podido descubrir la menor huella de un pasaje aéreo fuera de Irlanda; por otra parte, los dibujos trazados en las últimas páginas de su cuaderno de notas, que durante cierto tiempo se tomaron por mándalas, fueron finalmente identificados como combinaciones de símbolos celtas semejantes a los que se encuentran en el Book of Kells.

Ahora creemos que Michel Djerzinski encontró la muerte en Irlanda, en el mismo lugar que eligió para vivir sus últimos años. Creemos también que cuando terminó sus trabajos, sintiéndose desprovisto de cualquier lazo humano, decidió morir. Numerosos testimonios dan fe de su fascinación por ese último extremo del mundo occidental, constantemente bañado en una luz cambiante y suave, por el que tanto le gustaba pasear; donde, como escribió en una de sus últimas notas, «el cielo, la luz y el agua se confunden». Actualmente creemos que Michel Djerzinski se adentró en el mar.