Annabelle murió al cabo de dos días, y seguramente fue mejor para la familia. Cuando alguien muere la gente siempre tiende a decir una estupidez así; pero es verdad que su madre y su hermano no habrían podido soportar una larga incertidumbre.
En el edificio de acero y cemento blanco, el mismo en el que había muerto su abuela, Djerzinski fue consciente, por segunda vez, del poder del vacío. Cruzó la habitación y se acercó al cuerpo de Annabelle. Ese cuerpo era idéntico al que él había conocido, salvo que la tibieza lo abandonaba poco a poco. La carne ya estaba casi fría.
Algunos seres viven hasta los setenta o incluso los ochenta años pensando que siempre hay algo nuevo, que la aventura está, como suele decirse, a la vuelta de la esquina; prácticamente hay que matarlos o por lo menos reducirlos a un estado de invalidez muy avanzado para que entren en razón. No era el caso de Michel Djerzinski. Había vivido su vida humana solo, en un vacío sideral. Había contribuido al progreso del conocimiento; era su vocación, era la manera que había encontrado para expresar sus dones naturales; pero no había conocido el amor. A pesar de su belleza, Annabelle tampoco había conocido el amor; y ahora estaba muerta. Su cuerpo descansaba a media altura, para siempre inútil, semejante a un peso puro, bajo la luz. Cerraron la tapa del féretro.
En su carta de despedida, pedía que la incinerasen. Antes de la ceremonia tomaron un café en la Cafetería H del vestíbulo de entrada; en la mesa de al lado, un gitano sondado hablaba de coches con dos amigos que habían ido a visitarlo. Había poca iluminación; unos apliques en el techo en medio de un soporte desagradable que recordaba unos enormes tapones de corcho.
Salieron bajo el sol. Los edificios del crematorio formaban parte del mismo complejo y no estaban lejos del hospital. La cámara de incineración era un gran cubo de cemento blanco en mitad de una plaza igualmente blanca; la reverberación era deslumbrante. El aire caliente ondulaba a su alrededor como una miríada de serpientes pequeñas.
Sujetaron el féretro a una plataforma móvil que llevaba al interior del horno. Hubo treinta segundos de recogimiento colectivo, y luego un empleado puso en marcha el mecanismo. Las ruedas dentadas que activaban la plataforma chirriaron un poco; la puerta se cerró. Una portilla de Pyrex permitía observar la combustión. Cuando las llamas surgieron de los enormes quemadores, Michel apartó la mirada. Un resplandor rojo persistió durante unos treinta segundos en la periferia de su campo visual; y eso fue todo. Un empleado guardó las cenizas en una pequeña urna, un paralelepípedo de abeto blanco, y se lo entregó al hermano mayor de Annabelle.
Volvieron a Crécy conduciendo despacio. A lo largo de la avenida del Hôtel de Ville, el sol brillaba entre las hojas de los castaños. Annabelle y él se habían paseado por esa misma avenida veinticinco años antes, al salir de clase. Había unas quince personas reunidas en el jardín de su madre. Su hermano pequeño había viajado desde Estados Unidos; estaba delgado, nervioso, visiblemente tenso, vestido con una elegancia un poco excesiva.
Annabelle había pedido que dispersaran sus cenizas en el jardín de la casa de sus padres; cumplieron su deseo. El sol empezaba a descender. Era polvo, un polvo casi blanco. Se posó suavemente, como un velo, sobre la tierra que había entre los rosales. En ese momento se oyó a lo lejos la campana del paso a nivel. Michel se acordó de las tardes de sus quince años, cuando Annabelle iba a esperarlo a la estación y se abrazaba a él. Miró la tierra, el sol, las rosas; la superficie elástica de la hierba. Era incomprensible. Los asistentes estaban silenciosos; la madre de Annabelle había servido un vino de honor. Le tendió un vaso y le miró a los ojos. «Puede quedarse aquí unos días si quiere, Michel», dijo en voz baja. No, tenía que irse; tenía que trabajar. No sabía hacer otra cosa. Le pareció que unos rayos cruzaban el cielo; se dio cuenta de que estaba llorando.