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El 25 de agosto, un examen de control reveló metástasis en la región abdominal; lo normal era que siguiera extendiéndose y que el cáncer se generalizara. Se podía intentar la radioterapia, de hecho no se podía hacer ninguna otra cosa; pero no había que ocultarle que era un tratamiento pesado, y el porcentaje de curación no sobrepasaba el 50%.

La cena fue muy silenciosa. «Vamos a curarte, pequeña mía…» dijo la madre de Annabelle con voz un poco temblorosa. Ella cogió a su madre del cuello y apretó la frente contra la suya; se quedaron así cerca de un minuto. Cuando su madre fue a acostarse ella se quedó en el salón, hojeó algunos libros. Sentado en un sillón, Michel la seguía con la mirada. «Podríamos consultar a alguien más…», dijo al cabo de un largo silencio. «Sí, podríamos», contestó ella con ligereza.

No podía hacer el amor, la cicatriz era demasiado reciente y le dolía demasiado; pero estrechó a Michel con fuerza entre sus brazos. Oyó rechinar sus dientes en aquel silencio. En un momento dado, al pasarle a Michel la mano por la cara, se dio cuenta de que la tenía mojada de lágrimas. Le acarició dulcemente el sexo; era excitante y calmante a la vez. Él se tomó dos sedantes y al final consiguió dormirse.

A eso de las tres de la madrugada Annabelle se levantó, se puso una bata y bajó a la cocina. Buscó en los armarios y encontró un tazón que llevaba su nombre, un regalo de su madrina cuando cumplió diez años. Echó con cuidado en el tazón el contenido de su frasco de somníferos, añadió un poco de agua y azúcar. Lo único que sentía era una tristeza muy general, casi metafísica. La vida era así, pensaba. Se había producido un cortocircuito imprevisible e injustificado en su cuerpo; y ahora su cuerpo ya no podía ser una fuente de felicidad y alegría. Al contrario, poco a poco pero con bastante rapidez iba a convertirse para sí misma y para los demás en una fuente de molestias y aflicción. Así que había que destruirlo. Un reloj de pared de madera maciza desgranaba ruidosamente los segundos; su madre lo había heredado de su abuela, ya lo tenía cuando se casó, era el mueble más antiguo de la casa. Añadió más azúcar al tazón. Su actitud estaba muy lejos de la aceptación, la vida le parecía una broma pesada, una broma inadmisible; pero así eran las cosas. En unas pocas semanas de enfermedad, con una rapidez sorprendente, había llegado a esa conclusión tan frecuente en los viejos: no quería seguir siendo una carga para los demás. Al final de la adolescencia, su vida había empezado a ir muy deprisa; luego hubo una larga época de aburrimiento; ahora todo empezaba a ir deprisa otra vez.

Poco antes de amanecer, al darse la vuelta en la cama, Michel se dio cuenta de la ausencia de Annabelle. Se vistió y bajó: su cuerpo inanimado yacía en el sofá del salón. Cerca, sobre la mesa, había dejado una carta. La primera frase decía: «Prefiero morir entre los seres que amo».

El jefe del servicio de urgencias del hospital de Meaux era un hombre de unos treinta años, con el pelo negro y rizado y una expresión abierta; enseguida les causó una excelente impresión. Había pocas posibilidades de que despertara, dijo; podían quedarse a su lado; él no veía ningún inconveniente. El coma era un estado extraño y poco conocido. Estaba casi seguro de que Annabelle no se daba cuenta de su presencia; sin embargo, en el cerebro persistía una débil actividad eléctrica; debía corresponder a alguna actividad mental cuya naturaleza seguía siendo absolutamente misteriosa. Ni siquiera el pronóstico médico podía asegurar nada: se habían visto casos de enfermos en coma profundo durante semanas, incluso meses, que volvían de repente a la vida; lo más normal, por desgracia, era que el coma desembocara en la muerte del mismo modo repentino. Sólo tenía cuarenta años, así que podían estar seguros de que el corazón aguantaría; y por el momento eso era todo lo que podía decirles.

Amanecía sobre la ciudad. Sentado junto a Michel, el hermano de Annabelle sacudía la cabeza y murmuraba. «No es posible…, no es posible…», repetía sin parar, como si esas palabras tuvieran algún poder. Pero sí que era posible. Todo es posible. Una enfermera pasó delante de ellos empujando un carrito metálico sobre el que entrechocaban las botellas de suero.

Un poco más tarde el sol desgarró las nubes y el cielo se tornó azul.

El día iba a ser muy hermoso, tanto como los anteriores. La madre de Annabelle se levantó con esfuerzo. «Mejor descansar un poco…», dijo, controlando el temblor de la voz. Su hijo también se levantó y la siguió como un autómata. Michel hizo un signo con la cabeza para indicar que él se quedaba. No sentía ningún cansancio. En los minutos siguientes, sintió sobre todo la extraña presencia del mundo observable. Estaba sentado, solo, en un soleado pasillo, en una silla de plástico trenzado. Esta ala del hospital era demasiado tranquila. De vez en cuando se abría una puerta a lo lejos, salía una enfermera que se dirigía a otro pasillo. Los ruidos de la ciudad, unos pisos más abajo, llegaban muy amortiguados. En un estado de absoluto desapego mental, pasó revista al encadenamiento de circunstancias, las etapas del mecanismo que había destrozado sus vidas. Todo era definitivo, límpido e irrecusable. Todo aparecía en la evidencia inmóvil de un pasado limitado. En la actualidad resultaba poco verosímil que una chica de diecisiete años pudiera ser tan ingenua; pero sobre todo que le diera tanta importancia al amor. Habían pasado veinticinco años desde la adolescencia de Annabelle, y si había que creer las encuestas y las revistas, las cosas habían cambiado mucho. Actualmente, las chicas eran más espabiladas y más racionales. Se preocupaban, ante todo, de terminar sus estudios, para asegurarse un futuro profesional decente. Para ellas, salir con chicos sólo era una actividad de tiempo libre, un entretenimiento en el que intervenían a partes iguales el placer sexual y la satisfacción narcisista. Más tarde su objetivo era un matrimonio bien calculado, en el que ambas situaciones socioprofesionales se adecuaran y hubiera una cierta comunidad de gustos. Claro que así se negaban cualquier posibilidad de ser felices —la felicidad era indisociable de estados fusionales y regresivos incompatibles con la práctica de la razón—, pero de esa manera esperaban no tener que sufrir los tormentos sentimentales y morales que habían torturado a sus predecesoras. Esta esperanza se desvanecía con rapidez; la desaparición de los tormentos pasionales dejaba el campo libre al aburrimiento, la sensación de vacío, la angustiada espera de la vejez y de la muerte. De hecho, la segunda mitad de la vida de Annabelle había sido mucho más triste y sombría que la primera; y al final de su vida no guardaba de ella ningún recuerdo.

A mediodía, Michel abrió la puerta de su habitación. Su respiración era extremadamente débil, la sábana que cubría el pecho casi no se movía; según el médico, sin embargo, era suficiente para permitir la oxigenación de los tejidos; si disminuía, podían instalar un dispositivo de respiración asistida. De momento, la aguja de la sonda entraba en su brazo, un poco por encima del codo; tenía un electrodo sujeto a la sien; y eso era todo. Un rayo de sol cruzaba la sábana inmaculada e iluminaba una mecha de su maravilloso pelo rubio. Con los ojos cerrados, un poco más pálido que de costumbre, su rostro parecía infinitamente sereno. Todos los temores parecían haber desaparecido; a Michel nunca le había parecido tan feliz. Cierto que él siempre había tenido tendencia a confundir el coma y la felicidad; pero ella parecía infinitamente feliz. Le pasó la mano por el pelo, le besó la frente y los labios tibios. Desde luego, era demasiado tarde; pero de todos modos estaba bien. Se quedó en la habitación hasta la caída de la noche. De vuelta al pasillo, abrió un libro de meditaciones búdicas recogidas por el doctor Evans-Wentz (llevaba el libro en el bolsillo desde hacía varias semanas; era un libro muy pequeño, con la cubierta rojo oscuro).

Que todos los seres en el Este,

que todos los seres en el Oeste,

que todos los seres en el Norte,

que todos los seres en el Sur

sean felices, conserven su dicha;

y puedan vivir sin enemistad.

La culpa no era del todo suya, pensaba; habían vivido en un mundo terrible, un mundo de competición y de lucha, de vanidad y de violencia; no habían vivido en un mundo armonioso. Por otra parte, tampoco habían hecho nada para modificar ese mundo ni habían contribuido a mejorarlo en lo más mínimo. Pensó que tendría que haberle dado un hijo a Annabelle; luego, de golpe, se acordó de que lo había hecho, o más bien de que había empezado a hacerlo, de que por lo menos había aceptado la idea; y este pensamiento le llenó de alegría. Entonces entendió la paz y la dulzura que había sentido durante las últimas semanas. Ya no podía hacer nada, nadie podía hacer nada contra el dominio de la enfermedad y de la muerte; pero al menos durante unas semanas ella se había sentido amada.

Si uno practica la idea del amor

y no se abandona a las prácticas licenciosas;

si corta los lazos de las pasiones

y vuelve la mirada hacia el Camino,

por haber sido capaz de practicar ese amor,

renacerá en el cielo de Brahma,

conseguirá sin tardanza la Liberación

y entrará para siempre en el Reino de lo Incondicionado.

Si no mata ni trata de hacer daño,

si no intenta hacerse valer humillando al prójimo,

si practica el amor universal,

no sentirá odio en la hora de su muerte.

Por la tarde llegó la madre de Annabelle; quería saber si había alguna novedad. No, la situación no había cambiado; los estados de coma profundo podían ser muy estables, les recordó la enfermera con paciencia, a veces pasaban tres semanas antes de que se pudiera establecer un pronóstico. Ella entró a ver a su hija y salió al cabo de un minuto, sollozando. «No lo entiendo…», dijo sacudiendo la cabeza. «No entiendo la vida. Era una niña encantadora, ¿sabe? Siempre fue cariñosa, nunca dio problemas. No se quejaba, pero yo sabía que no era feliz. No ha tenido la vida que se merecía».

Se marchó poco después, visiblemente desanimada. Era raro, pero él no tenía ni hambre ni sueño. Recorrió el pasillo, bajó hasta el vestíbulo de entrada. Un antillano sentado en recepción resolvía un crucigrama; le saludó con la cabeza. Se sirvió un chocolate caliente en una máquina, se acercó a las ventanas. La luna flotaba entre los edificios; algunos coches circulaban por la avenida de Châlons. Tenía conocimientos médicos suficientes para saber que la vida de Annabelle pendía de un hilo. Su madre tenía razón al negarse a entenderlo; el hombre no está hecho para aceptar la muerte: ni la suya ni la de los demás. Se acercó al guarda y le pidió una hoja de papel; un poco sorprendido, éste le tendió un paquete de hojas con el membrete del hospital (fue el membrete lo que permitió a Hubczejak, mucho después, identificar el texto entre la masa de notas que se encontraron en Clifden). Algunos seres humanos se aferran con ferocidad a la vida, la abandonan, como decía Rousseau, de mala gana; él presentía que ése no era el caso de Annabelle.

Ella era esa niña hecha para la felicidad,

ofrecía a quien lo quisiera el tesoro de su corazón.

Podría haber dado su vida por otras vidas,

entre los nacidos de su propio lecho.

Por el grito de los niños,

por la sangre de la raza,

su sueño siempre presente

dejaría una huella

grabada en el tiempo,

grabada en el espacio.

Grabada en la carne

santificada para siempre

en las montañas, en el aire,

en el agua de los ríos

y en el cielo transformado.

Ahora estás ahí,

en tu lecho de muerte,

tranquila en el coma

y para siempre llena de ternura.

Nuestros cuerpos se enfriarán y sólo estarán presentes

en la hierba, Annabelle mía.

Será la nada

del ser individual.

Habremos amado poco

bajo nuestras formas humanas,

tal vez el sol, la lluvia sobre nuestras tumbas, el viento y la escarcha pongan fin a nuestro dolor.