La noche siguiente cenó en casa de Annabelle y le explicó con mucha claridad, de una manera sintética y precisa, por qué tenía que irse a Irlanda. Para él estaba escrito el camino a seguir, todo se encadenaba con nitidez. Lo esencial era no pensar sólo en el ADN, considerar en conjunto al ser vivo como sistema autorreproducible.
Al principio Annabelle no dijo nada, aunque no pudo evitar una ligera mueca. Luego volvió a servir vino; esa noche había preparado pescado, y el pequeño estudio recordaba más que nunca a una cabina de barco.
—No vas a llevarme… —Sus palabras resonaron en el silencio, y el silencio se prolongó—. Ni siquiera se te ha ocurrido… —dijo con una mezcla de despecho infantil y de sorpresa; luego se echó a llorar. Él no hizo ningún gesto; de haberlo hecho, seguro que ella lo habría rechazado; la gente necesita llorar, no puede hacer otra cosa—. Sin embargo, a los doce años nos entendíamos bien… —exclamó ella en mitad de sus lágrimas.
Luego alzó los ojos y le miró. Había pureza en su rostro, tan bello. Habló sin pensarlo:
—Quiero tener un hijo tuyo. Necesito a alguien a mi lado. No tendrás que educarlo, ni cuidarlo, ni tampoco tendrás que reconocerlo. Ni siquiera te pido que le quieras, ni que me quieras; pero déjame tener un hijo tuyo. Sé que tengo cuarenta años: peor para mí, voy a correr el riesgo. Es mi última oportunidad. A veces me arrepiento de haber abortado. Pero el primer hombre que me dejó embarazada era una basura, y el segundo un irresponsable; a los diecisiete años no podía imaginar que la vida fuera tan limitada, que hubiera tan pocas posibilidades.
Michel encendió un cigarrillo para reflexionar.
—Es una idea rara… —dijo entre dientes—. Reproducirse cuando uno no ama la vida.
Annabelle se levantó y se quitó la ropa.
—De todos modos, vamos a hacer el amor… —dijo—. Hace por lo menos un mes que no hemos hecho el amor. Hace dos semanas que dejé de tomar la píldora; hoy estoy en un período de fecundidad.
Se puso las manos sobre el vientre, las hizo subir hasta los senos, abrió ligeramente las piernas. Era hermosa, deseable y cariñosa; ¿por qué él no sentía nada? Era inexplicable. Encendió otro cigarrillo y de pronto se dio cuenta de que pensar no iba a servirle de nada. Un hijo se tiene o no se tiene; no es una decisión racional, no forma parte de las decisiones que un ser humano puede tomar racionalmente. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y murmuró:
—Acepto.
Annabelle le ayudó a quitarse la ropa y lo masturbó con suavidad para que pudiera correrse dentro de ella. Él no sentía gran cosa, salvo la suavidad y la calidez de su vagina. Dejó de moverse enseguida, sorprendido por la evidencia geométrica del acoplamiento, maravillado también por la flexibilidad y la riqueza de las mucosas. Annabelle acercó su boca a la de él y le abrazó. Él cerró los ojos, sintió más claramente la existencia de su propio sexo, empezó a moverse otra vez. Poco antes de eyacular tuvo una visión —increíblemente nítida— de la fusión de los gametos, e inmediatamente después de las primeras divisiones celulares. Era como una huida hacia adelante, un pequeño suicidio. Una oleada de consciencia subió a lo largo de su sexo, sintió el esperma surgir de su cuerpo. Annabelle también lo sintió y dejó escapar un largo suspiro; luego ambos se quedaron quietos.
—Tenía que haber pedido cita para un frotis hace un mes… —dijo el ginecólogo con voz cansada—. Y en lugar de eso deja de tomar la píldora sin decírmelo y se queda embarazada. ¡Ya no es usted una chiquilla!… —En la consulta hacía frío y había un ambiente un poco pegajoso; cuando salió, a Annabelle le sorprendió el sol de junio.
Llamó por teléfono al día siguiente. El examen celular revelaba anomalías «bastante serias»; había que hacer una biopsia y un raspado de la mucosa uterina. «En cuanto al embarazo, es evidente que más vale renunciar por el momento. Mejor hacer las cosas sobre una buena base, ¿no?…». No parecía preocupado, sólo un poco molesto.
Annabelle conoció entonces su tercer aborto, el feto sólo tenía dos semanas, bastó una rápida aspiración. El equipo había mejorado mucho desde su última intervención, y para su sorpresa todo terminó en menos de diez minutos. Los resultados del análisis llegaron tres días después. El médico parecía tremendamente viejo, competente y triste. «Bueno…, por desgracia creo que no hay ninguna duda: tiene un cáncer de útero en estado de preinvasión». Se sujetó las gafas sobre la nariz, examinó otra vez las hojas; la impresión general de competencia aumentó bastante. No estaba sorprendido: el cáncer de útero se manifiesta con frecuencia en las mujeres en los años que preceden la menopausia, y el hecho de no haber tenido hijos constituye un factor que agrava el riesgo. Las modalidades de tratamiento eran más que conocidas, sobre eso no tenía ninguna duda. «Hay que practicar una histerectomía abdominal y una salpingo-ovariectomía bilateral. Es una operación frecuente, los riesgos de complicación son casi nulos». Miró a Annabelle; era molesto que no reaccionara, seguía con la boca abierta; probablemente era el preludio de una crisis. Por lo general se recomendaba a los médicos que le aconsejaran a la paciente una psicoterapia de apoyo —había preparado una breve lista de direcciones— y, sobre todo, que insistieran en una idea fuerte, el final de la fertilidad no significaba en absoluto el final de la vida sexual; al contrario, algunas pacientes notaban que su deseo aumentaba.
—Entonces me van a quitar el útero… —dijo ella con incredulidad.
—El útero, los ovarios y las trompas de Falopio; es mejor evitar cualquier riesgo de proliferación. Le voy a recetar un tratamiento hormonal de sustitución; de todos modos cada vez lo recetamos más, incluso en los casos de simple menopausia.
Ella volvió a casa de sus padres en Crécy-en-Brie; la operación estaba fijada para el 17 de julio. Michel y su madre la acompañaron al hospital de Meaux. Ella no tenía miedo. La intervención duró un poco más de dos horas; Annabelle se despertó al día siguiente. Por la ventana veía el cielo azul, el leve movimiento de los árboles mecidos por el viento. No sentía casi nada. Tenía ganas de ver la cicatriz de su bajo vientre, pero no se atrevió a pedírselo a la enfermera. Era extraño pensar que era la misma mujer, pero que le habían quitado los órganos de reproducción. La palabra «ablación» flotó un rato en su cabeza antes de que la sustituyera una imagen más brutal. «Me han vaciado», se dijo. «Me han vaciado como a un pollo».
Ella salió del hospital una semana más tarde. Michel le había escrito a Walcott para avisarle de que retrasaba su llegada; después de algunas dudas accedió a instalarse en casa de los padres de Annabelle, en la antigua habitación de su hermano. Annabelle se dio cuenta de que había simpatizado con su madre durante el período de hospitalización. También su hermano mayor iba a verlos más a gusto desde que Michel estaba allí. En el fondo no tenían mucho que decirse: Michel no sabía nada de los problemas de la pequeña empresa, y Jean-Pierre era absolutamente ajeno a las cuestiones que planteaba el desarrollo de la investigación en biología molecular; sin embargo, terminó creándose una complicidad masculina completamente falsa en torno al aperitivo de la tarde. Ella tenía que descansar, y sobre todo no debía levantar objetos pesados; pero ya podía lavarse sola y comer con normalidad. Por las tardes se sentaba en el jardín; Michel y su madre recogían fresas o mirabeles. Era como un curioso período de vacaciones, o de regreso a la infancia. Ella sentía la caricia del sol en la cara y los brazos. Lo más normal es que se quedara allí sin hacer nada; a veces bordaba, o hacía juguetes de peluche para sus sobrinos. Un psiquiatra de Meaux le había recetado somníferos, y dosis bastante fuertes de tranquilizantes. De todos modos dormía mucho, y siempre tenía sueños felices y tranquilos; el poder del espíritu es enorme dentro de su propio reino. Michel se acostaba a su lado; le ponía una mano en la cintura y sentía cómo las costillas subían y bajaban con regularidad. El psiquiatra iba a verla con frecuencia, se preocupaba, murmuraba, hablaba de «pérdida de apego a la realidad». Annabelle se había vuelto muy dulce, un poco rara, y a menudo se reía sin motivo; a veces, también de repente, se le llenaban los ojos de lágrimas. Entonces se tomaba una pastilla más.
A partir de la tercera semana pudo salir y dar breves paseos por la orilla del río o por los bosques cercanos. Era un mes de agosto excepcionalmente hermoso; los días se sucedían idénticos, radiantes, sin la menor amenaza de tormenta, sin que nada hiciera presagiar ningún final. Michel la cogía de la mano; solían sentarse en un banco al borde del Grand Morin. La hierba de la ribera estaba calcinada, casi blanca; bajo la sombra de las hayas, el río desplegaba indefinidamente sus líquidas ondulaciones, de un verde oscuro. El mundo exterior tenía sus propias leyes, y esas leyes no eran humanas.