LA HIPÓTESIS MACMILLAN
Encontraron un taxi, fueron a Les Halles y cenaron en una cervecería abierta toda la noche. De entrante, Bruno pidió pinchos de arenque. Se dijo que desde ese momento podía pasar cualquier cosa; pero enseguida se dio cuenta de que estaba exagerando. Sí, su cerebro hervía de posibilidades: podía identificarse con una rata de campo, un salero o un campo de energía; en la práctica, no obstante, su cuerpo seguía un proceso de lenta destrucción; y lo mismo pasaba con el cuerpo de Christiane. A pesar del regreso alternativo de las noches, habría una conciencia individual hasta el final en sus cuerpos separados. En cualquier caso, los pinchos de arenque no eran una solución; pero tampoco una lubina al hinojo habría arreglado nada. Christiane guardaba un silencio perplejo y más bien misterioso. Compartieron una choucroute royal con salchichas artesanas de Montbéliard. En el estado de agradable relajación del hombre al que acaban de mamársela con afecto y voluptuosidad, Bruno tuvo un rápido recuerdo para sus preocupaciones profesionales, que podían resumirse así: ¿qué importancia hay que darle a Paul Valéry en las clases de francés de la rama de ciencias? Cuando terminó la choucroute, y después de pedir queso de Munster, se sintió bastante inclinado a contestar: «Ninguna».
—No sirvo para nada —dijo Bruno con resignación—. Soy incapaz hasta de criar cerdos. No tengo ni idea de cómo se hacen las salchichas, los tenedores o los teléfonos portátiles. Soy incapaz de producir cualquiera de los objetos que me rodean, los que uso o los que me como; ni siquiera soy capaz de entender su proceso de producción. Si la industria se bloqueara, si desaparecieran los ingenieros y los técnicos especializados, yo sería incapaz de volver a poner en marcha una sola rueda. Estoy fuera del complejo económico-industrial, y ni siquiera podría asegurar mi propia supervivencia: no sabría alimentarme, vestirme o protegerme de la intemperie; mis competencias técnicas son ligeramente inferiores a las del hombre de Neardenthal. Dependo por completo de la sociedad que me rodea, pero yo soy para ella poco menos que inútil; todo lo que sé hacer es producir dudosos comentarios sobre objetos culturales anticuados. Sin embargo gano un sueldo, incluso un buen sueldo, muy superior a la media. La mayor parte de la gente que me rodea está en el mismo caso. En el fondo, la única persona útil que conozco es mi hermano.
—¿Qué ha hecho de extraordinario?
Bruno lo pensó; le dio unas cuantas vueltas al queso en el plato en busca de una respuesta que pudiera impresionarla.
—Ha creado vacas nuevas. Bueno, es un ejemplo, pero sé que sus trabajos han permitido el nacimiento de vacas genéticamente modificadas, con una producción de leche mejorada y una calidad nutritiva superior. Ha cambiado el mundo. Yo no he hecho nada, no he creado nada; no le he aportado al mundo absolutamente nada.
—Pero no has hecho daño… —El rostro de Christiane se ensombreció; terminó rápidamente su helado. En julio de 1976 había pasado quince días en la propiedad de Di Meola en las colinas de Ventoux, la misma a la que Bruno había ido el año anterior con Annabelle y Michel. Cuando le contó a Bruno ese verano, los dos se quedaron maravillados por la coincidencia; inmediatamente después, ella sintió una intensa amargura. Pensó que si se hubieran conocido en 1976, cuando él tenía veinte años y ella dieciséis, su vida podría haber sido completamente diferente. Ésta fue la primera señal que la avisó de que se estaba enamorando.
—Es una coincidencia —continuó Christiane—, pero en el fondo no es pasmosa. Los idiotas de mis padres formaban parte de ese medio libertario y un poco beatnik de los años cincuenta con el que solía andar tu madre. Hasta es posible que se conozcan, pero no tengo ningunas ganas de averiguarlo. Desprecio a esa gente, incluso la odio. Representan el mal, trajeron el mal, y hablo con conocimiento de causa. Me acuerdo muy bien de ese verano del 76. Di Meola murió quince días después de mi llegada; tenía un cáncer generalizado, y parecía que ya nada le interesaba de verdad. Aun así intentó ligar conmigo, yo estaba bastante bien entonces; pero no insistió, creo que estaba empezando a sufrir físicamente. Llevaba veinte años haciéndose pasar por un viejo sabio y hablando de la iniciación espiritual, etc., para tirarse a las chicas. Hay que reconocer que interpretó el papel hasta el final. Quince días después de que yo llegara tomó veneno, algo muy suave, que hacía efecto en varias horas; luego recibió a todos los que estaban en la propiedad y le dedicó unos minutos a cada uno, tipo «muerte de Sócrates», ¿sabes? Habló de Platón, de las Upanishads, de Lao-Tse, en fin, del circo de siempre. También habló mucho de Aldous Huxley, recordaba cómo se conocieron, las cosas que se habían dicho; puede que lo adornara un poco, pero el hombre se estaba muriendo. Cuando me llegó el turno estaba bastante impresionada, pero él sólo me pidió que me desabrochara la blusa. Me miró el pecho; luego intentó decir algo pero yo no lo entendí bien, ya le costaba trabajo hablar. De pronto se enderezó en el sillón y tendió las manos hacia mí. Le dejé hacer. Apoyó un momento la cabeza entre mis pechos y luego se dejó caer otra vez en el sillón. Le temblaban mucho las manos. Me hizo una señal con la cabeza para que me fuera. Yo no vi en su mirada ninguna iniciación espiritual, ninguna sabiduría; sólo vi miedo.
»Murió al caer la noche. Había pedido que hicieran una pira funeraria en lo alto de la colina. Todos recogimos leña, y empezó la ceremonia. David prendió fuego a la pira de su padre, tenía un resplandor extraño en los ojos. Yo no sabía nada de él, salvo que era músico de rock; iba con unos tipos bastante inquietantes, unos motoristas norteamericanos tatuados y vestidos de cuero. Yo estaba con una amiga, y cuando se hacía de noche no nos sentíamos muy tranquilas.
«Varios hombres que tocaban el tam tam se sentaron delante del fuego y empezaron a golpear con un ritmo grave. Los participantes empezaron a bailar, el fuego calentaba mucho, y como de costumbre la gente empezó a quitarse la ropa. En principio, para una cremación hacen falta incienso y sándalo. Nosotros sólo habíamos recogido leña caída, probablemente mezclada con hierbas locales, tomillo, romero, ajedrea; de hecho, al cabo de media hora, olía exactamente igual que una barbacoa. Fue un amigo de David el que lo dijo, un tipo grueso con chaleco de cuero y el pelo largo, grasiento; le faltaban varios dientes delanteros. Otro, que iba de hippie, explicó que en muchas tribus primitivas comerse al jefe desaparecido era un rito de unión de la mayor importancia. El desdentado inclinó la cabeza y empezó a reírse; David se acercó y empezó a discutir con ellos; estaba desnudo, y a la luz de las llamas tenía un cuerpo magnífico; creo que hacía musculación. Sentí que las cosas podían degenerar gravemente y fui a acostarme a toda velocidad.
»Poco después estalló una tormenta. No sé por qué me levanté y regresé a la pira. Todavía había unos treinta, bailando desnudos bajo la lluvia. Un tipo me cogió brutalmente por los hombros y me arrastró hasta la hoguera para obligarme a mirar lo que quedaba del cuerpo. Se veía el cráneo, las órbitas. La carne no se había consumido del todo y estaba medio mezclada con la tierra, formando una especie de montoncito de lodo. Empecé a gritar, el tipo me soltó, logré escaparme. Mi amiga y yo nos fuimos al día siguiente. Nunca he vuelto a oír hablar de aquella gente».
—¿No leíste el artículo en París Match?
—No… —Christiane hizo un gesto de sorpresa. Bruno se interrumpió y pidió dos cafés antes de seguir. A lo largo de los años había desarrollado un concepto de la vida cínico y violento, típicamente masculino. El universo era un campo vallado, un hormiguero bestial; estaba rodeado por un horizonte cerrado y duro, perfectamente visible, pero inaccesible: la ley moral. Sin embargo, está escrito que el amor contiene y ejecuta la ley. Christiane le miraba con atención y ternura; tenía los ojos un poco cansados.
—Es una historia tan asquerosa —continuó Bruno con hastío— que me sorprende que los periodistas no hablaran más del asunto. Pasó hace cinco años, el proceso fue en Los Ángeles, las sectas satanistas todavía eran algo nuevo en Europa. David di Meola era uno de los doce inculpados; reconocí el nombre enseguida; era uno de los dos únicos que habían conseguido escapar de la policía. Según el artículo, era probable que se hubiera refugiado en Brasil. Los cargos que pesaban sobre él eran abrumadores. Habían encontrado en su domicilio un centenar de videocasetes de asesinatos y torturas, clasificadas y etiquetadas con todo cuidado; en algunas de ellas aparecía a cara descubierta. El vídeo que le proyectaron a la audiencia grababa el suplicio de una anciana, Mary Mac Nallahan, y de su nieta, un bebé. Di Meola desmembraba al bebé delante de su abuela con ayuda de unas pinzas cortantes, después le arrancaba un ojo a la anciana con los dedos y se masturbaba en la órbita sangrante; a la vez accionaba un mando a distancia y hacía zoom para tomar un primer plano del rostro. Ella estaba agachada, unos brazaletes de metal la mantenían inmóvil contra la pared de un local que parecía un garaje. Al final de la grabación, estaba tendida sobre sus propios excrementos; el vídeo duraba más de tres cuartos de hora, pero sólo la policía lo vio entero; los jurados pidieron que detuvieran la proyección al cabo de diez minutos.
»El artículo que apareció en Match era, en gran parte, la traducción de una entrevista que Daniel Macmillan, procurador del estado de California, le había concedido a Newsweek. Según él no se trataba solamente de juzgar a un grupo de hombres, sino al conjunto de la sociedad; este asunto le parecía sintomático de la decadencia sociológica y moral en la que se estaba hundiendo la sociedad norteamericana desde finales de los años cincuenta. El juez le había rogado varias veces que se atuviese al marco de los hechos en cuestión; el paralelismo que Macmillan establecía con el caso Manson le parecía fuera de lugar, más aún porque Di Meola era el único de los acusados de quien podía establecerse una vaga filiación con el movimiento beatnik o hippie.
»Al año siguiente, Macmillan publicó un libro titulado From Lust to Murder: a Generation, que en francés se tradujo con el título, bastante estúpido, de Génération meurtre[5]. El libro me sorprendió; esperaba las divagaciones habituales de los fundamentalistas religiosos sobre el regreso del Anticristo y el restablecimiento de la oración en los colegios. Pero era un libro preciso, bien documentado, que analizaba muchos casos en detalle; Macmillan se había interesado especialmente por David, reconstruía toda su biografía, llevaba a cabo un minucioso trabajo de investigación.
»Inmediatamente después de la muerte de su padre, en septiembre de 1976, David vendió la propiedad y las treinta hectáreas de terreno para comprar pisos en edificios antiguos de París; se quedó con un gran estudio en la rue Visconti y transformó el resto para alquilarlo. Tabicó pisos antiguos, unió a veces las habitaciones de servicio; instaló cocinas americanas y duchas. Cuando todo estuvo terminado, tenía veinte miniestudios que podían garantizarle unas cómodas rentas. Todavía no había renunciado a meterse en el mundo del rock, y se dijo que tal vez en París tuviera una oportunidad; pero ya tenía veintiséis años. Antes de hacer la ronda de los estudios de grabación, decidió quitarse dos años. Era muy fácil; bastaba contestar cuando le preguntaban su edad: “Veinticuatro”. Por descontado, nadie lo comprobaba. Mucho tiempo antes que él, a Brian Jones se le había ocurrido la misma idea. Según uno de los testimonios recogidos por Macmillan, una noche, en una party en Cannes, David se cruzó con Mick Jagger y dio un salto hacia atrás de dos metros, como si hubiera visto una víbora. Mick Jagger era la estrella más grande del mundo; rico, adulado y cínico, era todo lo que David soñaba ser. Y resultaba tan fascinante porque era el mal, lo simbolizaba a la perfección; y lo que las masas adulan por encima de todas las cosas es la imagen del mal impune. Mick Jagger había tenido un día un problema de poder, un problema de ego en el grupo, precisamente con Brian Jones; pero todo se había arreglado gracias a la piscina. Ésta no era la versión oficial, claro, pero David sabía que Mick Jagger había empujado a Brian Jones a la piscina; podía imaginarlo mientras lo hacía; y así, con este primer crimen, se había convertido en el líder del grupo de rock más famoso del mundo. David estaba convencido de que lo más grande del mundo se construye siempre sobre un crimen; y a finales del 76 se sentía dispuesto a empujar a tanta gente como hiciera falta a otras tantas piscinas; pero en el curso de los años que siguieron sólo logró participar en algunos discos como bajista adicional; y ninguno de esos discos tuvo el menor éxito. Por el contrario, seguía gustando mucho a las mujeres. Sus exigencias eróticas aumentaron, y se aficionó a acostarse con dos chicas a la vez, a ser posible una morena y una rubia. La mayoría aceptaban, porque realmente era muy guapo; tenía una belleza poderosa y viril, casi animal. Estaba orgulloso de su largo y grueso falo, de sus grandes y vellosos testículos. Iba perdiendo interés por la penetración, pero le seguía gustando ver a las chicas arrodillarse para chuparle la polla.
»A comienzos de 1981, un californiano de paso en París le dijo que estaba buscando grupos para hacer un CD de heavy metal en homenaje a Charles Manson. Decidió probar suerte una vez más. Vendió todos los estudios, cuyo precio ya se había cuadruplicado, y se fue a vivir a Los Ángeles. Para entonces ya tenía treinta y un años, oficialmente veintinueve; seguían siendo demasiados. Antes de presentarse a los productores norteamericanos, decidió quitarse otros tres años. Físicamente, era perfectamente posible echarle veintiséis.
»La producción se alargaba; desde la prisión, Manson exigía derechos exorbitantes. David empezó a hacer jogging y a frecuentar círculos satanistas. California siempre ha sido un lugar favorito de las sectas dedicadas al culto a Satán, desde las primeras: la First Church of Satan, que Anton La Vey fundó en Los Angeles en 1966, y la Process Church of the Final Judgement, que se instaló en 1957 en San Francisco, en el distrito de Haight Ashbury. Estos grupos seguían existiendo, y David entró en contacto con ellos; por lo general sólo organizaban orgías rituales, a veces algunos sacrificios de animales; pero a través de ellos David accedió a círculos mucho más cerrados y duros. Sobre todo conoció a John di Giorno, un cirujano que organizaba fiestas abortivas. Tras la operación, trituraba y amasaba el feto y lo mezclaba con masa de pan para repartirlo entre los participantes. David se dio cuenta muy pronto de que los satanistas más avanzados no creían para nada en Satán. Eran, como él, materialistas absolutos, y renunciaban enseguida a todo el ceremonial, un poco kitsch, de los pentáculos, las velas y las largas túnicas negras; un decorado que servía, sobre todo, para que los recién llegados superasen sus inhibiciones morales. En 1983 fue admitido en su primer crimen ritual, un bebé portorriqueño. Mientras él castraba al niño con un cuchillo de sierra, John di Giorno le arrancó los globos oculares y se los comió.
»En aquel momento, David casi había renunciado a ser una rock star, incluso si a veces le daba un horrible vuelco el corazón cuando veía a Mick Jagger en la MTV. De todos modos, el proyecto Tribute to Charles Manson había fracasado, e incluso si confesaba veintiocho años lo cierto es que tenía cinco más, y que realmente empezaba a sentirse demasiado viejo. Por aquel entonces, en sus fantasías de dominación todopoderosa, solía identificarse con Napoleón. Admiraba a ese hombre que había bañado en sangre y fuego a Europa, que había llevado a la muerte a cientos de miles de seres humanos sin poner como excusa una ideología, una creencia, una convicción cualquiera. Al contrario que Hitler o Stalin, Napoleón sólo creía en sí mismo, había establecido una separación radical entre su persona y el resto del mundo, y consideraba a los demás meros instrumentos al servicio de su voluntad de dominio. Recordando sus lejanos orígenes genoveses, David imaginaba que tenía un lazo de parentesco con ese dictador que se paseaba al alba por los campos de batalla, contemplaba los miles de cuerpos mutilados y destripados, y observaba con negligencia: “Bah…, una noche de París repoblará todo eso”.
»Con el paso de los meses, David y algunos otros participantes iban cada vez más lejos en la crueldad y el horror. A veces se tapaban la cara con máscaras y filmaban sus carnicerías; uno de los participantes era productor en la industria del vídeo y podía hacer copias. Una buena snuff movie podía venderse por muchísimo dinero, en torno a veinte mil dólares la copia. Una noche, invitado a una orgía en casa de un amigo abogado, reconoció una de sus películas en el televisor de uno de los dormitorios. En esa grabación, hecha un mes antes, seccionaba un pene con una cortadora. Muy excitado, cogió a una chica de unos doce años, amiga de la hija del propietario, y la sujetó delante de su asiento. La niña se defendió un poco, y luego empezó a chupársela. En la pantalla, él rozaba suavemente con la cortadora los muslos de un hombre de unos cuarenta años; el tipo estaba atado con los brazos en cruz y daba alaridos de terror. David se corrió en la boca de la niña cuando la hoja de la cortadora le seccionó el sexo; agarró a la chica del pelo y la obligó a girar la cabeza con brutalidad para que viera el largo plano fijo sobre el muñón que meaba sangre».
»Los testimonios sobre David terminaban ahí. La policía había interceptado por casualidad el máster de un vídeo de tortura, pero lo más probable es que alguien hubiera avisado a David; en cualquier caso, había conseguido huir a tiempo. Daniel Macmillan llegaba entonces a su tesis. Lo que establecía claramente en su libro es que los supuestos satanistas no creían ni en Dios ni en Satán ni en ninguna potencia supraterrestre; la blasfemia, en sus ceremonias, no era más que un condimento erótico menor, del que todo el mundo se cansaba pronto. De hecho, como su maestro el marqués de Sade, todos eran materialistas absolutos, enamorados del placer en pos de sensaciones nerviosas cada vez más violentas. Según Daniel Macmillan, la progresiva destrucción de los valores morales en los años sesenta, setenta, ochenta y noventa era un proceso lógico e inexorable. Después de agotar los placeres sexuales, era normal que los individuos liberados de las obligaciones morales ordinarias se entregasen a los placeres, más intensos, de la crueldad; Sade había seguido una trayectoria análoga dos siglos antes. En ese sentido, los serial killers de los años noventa eran los hijos bastardos de los hippies de los años sesenta; y sus antepasados comunes eran ciertos artistas vieneses de los años cincuenta. So capa de acciones artísticas, Nitsch, Muehl o Schwarzkogler organizaron masacres de animales en público; ante un público de cretinos arrancaron y descuartizaron órganos y vísceras, hundieron las manos en la carne y la sangre, llevaron el sufrimiento de animales inocentes hasta sus últimos límites, mientras un comparsa fotografiaba o filmaba la carnicería para exponer los documentos obtenidos en una galería de arte. Esta voluntad dionisíaca de liberación de la bestialidad y del mal, iniciada por los accionistas vieneses, volvía a verse a lo largo de todos los decenios posteriores. Según Daniel Macmillan, la regresión de las sociedades occidentales desde 1945 no era otra cosa que un retorno al culto brutal de la fuerza, un rechazo a las reglas seculares lentamente erigidas en nombre de la moral y del derecho. Accionistas vieneses, beatniks, hippies y asesinos en serie tenían en común ser unos libertarios integrales, que predicaban la afirmación integral de los derechos del individuo frente a todas las normas sociales, a todas las hipocresías que según ellos constituían la moral, el sentimiento, la justicia y la piedad. En este sentido, Charles Manson no era ni mucho menos una desviación monstruosa de la experiencia hippie, sino su desenlace lógico; y David di Meola no había hecho otra cosa que prolongar y poner en práctica los valores de liberación individual que predicaba su padre. Macmillan pertenecía al partido conservador, y algunas de sus diatribas contra la libertad individual hicieron rechinar dientes en el seno de su propio partido; pero su libro causó un impacto considerable. Enriquecido gracias a los derechos de autor, Macmillan se dedicó en cuerpo y alma a la política; al año siguiente fue elegido en la Cámara de Representantes.
Bruno se calló. Se había bebido el café hacía mucho tiempo, eran las cuatro de la mañana y no había ningún activista vienes en la sala.
De hecho, Hermann Nitsch se pudría en ese momento en una prisión austríaca por violar a una menor. El hombre tenía más de sesenta años y podía esperarse que muriera pronto; así habría una fuente de mal menos en el mundo. No tenía motivos para ponerse tan nervioso.
Todo estaba tranquilo; un camarero aislado andaba entre las mesas.
De momento eran los únicos clientes, pero la cervecería estaba abierta las veinticuatro horas, estaba escrito en la entrada y en los menús, era prácticamente una obligación contractual. «Estos maricones no nos van a joder», dijo Bruno de forma maquinal. En nuestras sociedades contemporáneas, una vida humana pasa necesariamente por uno o varios períodos de crisis, de intensa revisión personal. Así que es normal que en el centro de la ciudad de una gran capital europea uno tenga acceso al menos a un establecimiento abierto toda la noche. Bruno pidió un pastel de frambuesas y dos vasos de kirsch. Christiane había escuchado su relato con atención; en su silencio había algo doloroso. Había que volver a los placeres sencillos.