Al contrario de lo que solía hacer, Bruno eligió carreteras secundarias. Se detuvo un rato antes de llegar a Parthenay. Necesitaba pensar; sí, pero en el fondo, ¿en qué? Había pasado en medio de un paisaje aburrido y tranquilo, cerca de un canal de aguas casi muertas. Allí crecían o tal vez se pudrían (era difícil decirlo) unas plantas acuáticas. Vagos chirridos en el aire rompían el silencio; debía de haber insectos. Se tumbó en la pendiente de hierba, se dio cuenta de que había una corriente acuática muy débil: el canal fluía lentamente hacia el sur. No se veía ninguna rana.
En octubre de 1975, justo antes de entrar en la facultad, Bruno se instaló en el estudio que le había comprado su padre; tenía la impresión de que para él iba a dar comienzo una nueva vida. Muy pronto tuvo que desengañarse. Sí que en Censier había chicas, y muchas, matriculadas en Letras; pero todas parecían comprometidas, o quizá no tenían ganas de comprometerse con él. Iba a todas las clases y a las prácticas para establecer algún contacto, así que no tardó en convertirse en un buen alumno. Las veía en la cafetería, las oía charlar: ellas salían, quedaban con amigos, se invitaban a fiestas. Bruno empezó a comer. Pronto se fijó un recorrido alimenticio que bajaba por el bulevar Saint-Michel. Primero un perrito caliente en el puesto de la esquina con la rue Gay Lussac; un poco más abajo seguía una pizza, o un bocadillo griego. En el MacDonald’s de la esquina con el bulevar Saint Germain engullía varias hamburguesas con queso, con Coca-Cola y batidos de plátano; después bajaba dando tumbos la rue de la Harpe para terminar en las confiterías tunecinas. A volver a casa se paraba en el Latin, que daba dos películas porno en el mismo programa. A veces se quedaba media hora delante del cine, haciendo como que estudiaba los recorridos del autobús, con la esperanza, una y otra vez frustrada, de ver entrar a una mujer o a una pareja. De todas formas, casi siempre terminaba por entrar; se sentía mejor en cuanto estaba en la sala, la acomodadora era de una discreción perfecta. Los hombres siempre se sentaban alejados entre sí, dejando varios asientos de distancia. Bruno se masturbaba tranquilamente viendo Enfermeras lúbricas, La autoestopista que no llevaba bragas, La profesora que se abría de piernas, Las mamonas, y tantas otras. La salida era el único momento delicado: el cine daba directamente al bulevar Saint-Michel, y podía darse de narices con una chica de la facultad. Por lo general esperaba a que un tipo se levantara y salía pisándole los talones; le parecía menos humillante ir al cine porno con algún amigo. Solía regresar a medianoche y leía a Chateaubriand o a Rousseau.
Una o dos veces por semana Bruno decidía cambiar de vida, tomar una dirección radicalmente distinta. Lo hacía así: primero se desnudaba por completo y se miraba al espejo; tenía que llegar al extremo del menosprecio, contemplar largo rato el horror de su vientre hinchado, de sus mofletes, de su culo caído. Luego apagaba todas las luces. Juntaba los pies, cruzaba las manos sobre el pecho, inclinaba ligeramente la cabeza para concentrarse mejor. Entonces hacía una inspiración lenta, profunda, hinchando al máximo su asquerosa barriga; luego espiraba, también muy despacio, pronunciando mentalmente un número. Todos los números eran importantes, no podía perder la concentración; pero los más importantes eran el cuatro, el ocho y por supuesto el último, el dieciséis. Cuando se irguiese tras contar hasta dieciséis, espirando con toda su alma, sería un hombre completamente nuevo, dispuesto a vivir de una vez, a entrar en la corriente de la existencia. Ya no tendría ni miedo ni vergüenza; comería con normalidad, se comportaría normalmente con las chicas. «Hoy es el primer día del resto de tu vida».
Esta pequeña ceremonia no tenía el menor efecto sobre su timidez, pero a veces era bastante eficaz contra la bulimia; en ocasiones tardaba dos días en recaer. Él atribuía el fracaso a una falta de concentración y luego, casi de inmediato, volvía a creérselo. Era joven todavía.
Una tarde, al salir de la confitería tunecina, tropezó con Annick. No la había vuelto a ver desde su breve encuentro en el verano de 1974. Estaba todavía más fea, y era casi obesa. La gafas cuadradas de montura negra y gruesos cristales reducían aún más sus ojos oscuros, subrayando la blancura enfermiza de la piel. Tomaron un café juntos, hubo un momento de incomodidad bastante evidente. Ella también estudiaba Letras, en la Sorbona; tenía una habitación justo al lado, que daba al bulevar Saint-Michel. Al despedirse, le dio a Bruno su número de teléfono.
Volvió a verla varias veces en el transcurso de las semanas siguientes. Demasiado humillada por su aspecto físico, ella se negaba a desnudarse; pero la primera noche le preguntó a Bruno si quería que se la chupara. No habló de su cuerpo, su argumento era que no tomaba la píldora. «Te lo aseguro, prefiero…». Nunca salía, se quedaba en su cuarto todas las noches. Se preparaba infusiones, trataba de seguir un régimen; pero nada funcionaba. Bruno intentó quitarle los pantalones varias veces, pero ella se acurrucaba, le rechazaba sin decir una palabra, con violencia. Él acababa cediendo y se sacaba el pene. Ella lo chupaba deprisa, con demasiada fuerza; él eyaculaba en su boca. A veces hablaban de sus estudios, pero no mucho; él solía irse bastante pronto. La verdad es que no era nada bonita, y le habría costado un mundo imaginarse con ella en la calle, en un restaurante, en la cola de un cine. De modo que se atiborraba de dulces tunecinos, hasta las náuseas; subía a su casa, se dejaba mamar y volvía a irse. Probablemente era mejor así.
La noche de la muerte de Annick hacía muy buen tiempo. Estaban sólo a finales de marzo, pero era una noche de primavera. Bruno compró en su confitería habitual un gran barquillo relleno de almendras y luego bajó hasta los muelles del Sena. El sonido de los altavoces de un bateau-mouche llenaba el aire y reverberaba contra los muros de Notre-Dame. Se comió hasta la última miga del pegajoso dulce cubierto de miel, y luego sintió, por enésima vez, un profundo asco de sí mismo. Se dijo que a lo mejor era una buena idea intentarlo allí mismo, en el corazón de París, en medio del mundo y del prójimo. Cerró los ojos, juntó los talones, cruzó las manos sobre el pecho. Despacio, con determinación, en un estado de total concentración, empezó a contar. Cuando llegó al mágico dieciséis abrió los ojos y se enderezó. El bateau-mouche había desaparecido, el muelle estaba desierto. La temperatura seguía siendo muy suave.
Delante del edificio de Annick había una pequeña multitud que dos policías intentaban contener. Se acercó. El cuerpo de la chica estaba aplastado en el suelo, extrañamente retorcido. Los brazos rotos parecían dos apéndices en torno al cráneo, un charco de sangre rodeaba lo que quedaba del rostro; antes del impacto, en un último reflejo de protección, debía de haberse tapado la cabeza con los brazos. «Ha saltado desde el séptimo piso. Ha muerto en el acto…», dijo una mujer cerca de él con una curiosa satisfacción. En ese momento llegó la ambulancia; bajaron dos hombres con una camilla. Mientras la levantaban Bruno vio el cráneo reventado y volvió la cabeza. La ambulancia se marchó con un estrépito de sirenas. Y así terminó el primer amor de Bruno.
El verano del 76 fue, probablemente, el período más horrible de su vida; acababa de cumplir veinte años. Hacía un calor espantoso; la temperatura no bajaba por las noches; desde este punto de vista, el verano del 76 fue histórico. Las chicas llevaban vestidos cortos y transparentes y el sudor se los pegaba a la piel. Bruno andaba sin parar durante días enteros, con los ojos desorbitados de deseo. Se levantaba por la noche, cruzaba París a pie, se detenía en las terrazas de los cafés, acechaba a la entrada de las discotecas. No sabía bailar. La tenía dura a todas horas. Tenía la sensación de llevar entre las piernas un trozo de carne supurante y putrefacto, devorado por los gusanos. Intentó varias veces hablar con algunas chicas en la calle, y sólo obtuvo humillaciones por respuesta. Por las noches se miraba al espejo. El pelo, pegado al cráneo de tanto sudar, empezaba a ralear por delante; los pliegues de la barriga se veían a través de la camiseta. Empezó a ir a sex-shops y peep-shows, sin otro resultado que la exacerbación de sus pesares. Por primera vez recurrió a la prostitución.
Bruno se dijo que entre 1974 y 1975 se había producido un cambio definitivo en la sociedad occidental. Seguía tumbado en la hierba junto al canal; su cazadora de lona, enrollada bajo la cabeza, le servía de almohada. Arrancó una brizna de hierba, palpó la húmeda rugosidad. Durante esos mismos años en los que él intentaba acceder a la vida sin éxito, las sociedades occidentales resbalaban hacia una zona oscura. En aquel verano de 1976 ya era evidente que todo aquello iba a acabar muy mal. La violencia física, la manifestación más perfecta de la individuación, iba a reaparecer en Occidente a consecuencia del deseo.