8

Bruno fue el primero en despertarse. Un pájaro cantaba entre los árboles, muy alto. Christiane se había destapado por la noche. Tenía un culo muy bonito, todavía muy redondo y muy excitante. Se acordó de una frase de La sirenita; en su casa tenía un viejo disco de 45 revoluciones con la Canción de los marineros interpretada por los hermanos Jacques. Era cuando ella ya había pasado todas las pruebas: había renunciado a su voz, a su país natal, a su bonita cola de sirena; todo eso con la esperanza de convertirse en una mujer de verdad, por amor al príncipe. La tempestad la había empujado a una playa en mitad de la noche; allí bebió el elixir de la bruja. Se sintió como si la cortaran en dos, el dolor era tan terrible que perdió el conocimiento. Después venían unos acordes musicales muy diferentes, que parecían anunciar un paisaje nuevo; luego, la narradora decía la frase que a Bruno le había impresionado tanto: «Cuando se despertó, el sol brillaba y el príncipe estaba a su lado».

Volvió a pensar en la conversación de la víspera con Christiane, y se dijo que tal vez llegara a amar sus labios un poco descolgados, pero suaves. Como cada mañana al despertarse y como les ocurría a la mayoría de los hombres, tenía una erección. En la penumbra del amanecer, en medio de la masa espesa y desgreñada de pelo negro, el rostro de Christiane parecía muy pálido. Ella entreabrió los ojos en el momento en que él la penetró. Pareció un poco sorprendida, pero abrió las piernas. Empezó a moverse dentro de ella pero se dio cuenta de que estaba cada vez más fláccido. Sintió una gran tristeza, mezclada con preocupación y vergüenza. «¿Prefieres que me ponga un preservativo?», preguntó. «Sí, por favor. Están en la bolsa de aseo, ahí al lado». Abrió el envoltorio; eran Durex Técnica. Por supuesto, en cuanto se puso el condón se quedó completamente blando. «Lo siento», dijo. «Lo siento muchísimo». «No pasa nada», contestó ella, «ven a acostarte». Desde luego, el sida había sido una verdadera bendición para los hombres de su generación. A veces bastaba con sacar la funda para que se les pusiera floja. «Nunca he conseguido acostumbrarme…». Cumplida esta pequeña ceremonia, habiendo salvado el honor de su virilidad, podían volver a acostarse, acurrucarse contra el cuerpo de su mujer, dormir en paz.

Tras el desayuno bajaron la colina, caminaron a lo largo de la pirámide. No había nadie junto a la piscina. Se tumbaron en la soleada pradera; Christiane le quitó las bermudas y empezó a masturbarle. Lo hacía muy suavemente, con mucha sensibilidad. Más tarde, cuando gracias a ella entraron en la red de parejas libertinas, Bruno se daría cuenta de lo raro que era encontrar algo así. La mayoría de las mujeres lo hacen con brutalidad, sin el menor matiz. Aprietan demasiado fuerte, sacuden la polla con un frenesí estúpido, puede que para imitar a las actrices de cine porno. Tal vez en la pantalla fuese espectacular, pero el resultado táctil era un desastre, incluso francamente doloroso. Por el contrario, Christiane acariciaba despacio, se humedecía los dedos, recorría con suavidad las zonas sensibles. Una mujer con una túnica india pasó junto a ellos y se sentó al borde del agua. Bruno inspiró profundamente y aguantó para no correrse. Christiane le sonrió; el sol empezaba a calentar. Se dio cuenta de que su segunda semana en el Espacio iba a ser muy dulce. A lo mejor hasta volvían a verse y envejecían juntos. De vez en cuando ella le daría un instante de felicidad física, los dos vivirían el debilitamiento del deseo; luego se acabaría todo, serían viejos; para ellos se habría terminado la comedia del amor físico.

Mientras Christiane se duchaba, Bruno estudió la fórmula de cuidados cosméticos «protección juventud con microcápsulas» que había comprado la víspera en el centro Leclerc. Mientras que la caja exterior subrayaba sobre todo la novedad del concepto «microcápsula», las instrucciones de empleo, más exhaustivas, distinguían tres tipos de acción: filtro de los rayos solares nocivos, difusión a lo largo de todo el día de los principios hidratantes activos, eliminación de los radicales libres. La llegada de Catherine, la ex feminista del tarot egipcio, interrumpió su lectura. Venía, y no lo ocultó, de un taller de desarrollo personal, Baile su trabajo. Se trataba de encontrar una vocación a través de una serie de juegos simbólicos; estos juegos permitían que se manifestase poco a poco el «héroe interior» de los participantes. Tras la primera jornada, parecía que Catherine era un poco bruja, pero también un poco leona; eso debería orientarla a un puesto de responsabilidad en un área de ventas.

—Hmmm… —dijo Bruno.

En ese momento volvió Christiane, con una toalla en torno a la cintura. Catherine se interrumpió con evidente crispación. Pretextó un taller de Meditación zen y tango argentino y se batió en retirada a toda prisa.

—Yo creía que estabas haciendo Tantra y contabilidad… —le dijo Christiane mientras se perdía de vista.

—¿La conoces?

—Oh, sí, hace veinte años que conozco a esa petarda. Ella también viene desde el principio, casi desde que fundaron el Espacio.

Sacudió la cabeza y se puso la toalla a modo de turbante. Volvieron a subir juntos. A Bruno, de repente, le entraron ganas de cogerla de la mano. Lo hizo.

—Nunca he entendido a las feministas… —dijo Christiane a media cuesta—. Se pasaban la vida hablando de fregar los platos y compartir las tareas; lo de fregar los platos las obsesionaba literalmente. A veces decían un par de frases sobre cocinar o pasar el aspirador; pero su gran tema de conversación eran los platos por fregar. En pocos años conseguían transformar a los tíos que tenían al lado en neuróticos impotentes y gruñones. Y en ese momento, era matemático, empezaban a tener nostalgia de la virilidad. Al final plantaban a sus hombres para que las follara un macho latino de lo más ridículo. Siempre me ha asombrado la atracción de las intelectuales por los hijos de puta, los brutos y los cabrones. Así que se tiraban dos o tres, a veces más si la tía era muy follable, luego se quedaban preñadas y les daba por la repostería casera con las fichas de cocina de Marie-Claire. He visto el mismo guión repetirse docenas de veces.

—Cosas del pasado… —dijo Bruno, conciliador.

Pasaron la tarde en la piscina. Frente a ellos, al otro lado del agua, las adolescentes daban saltitos y se rifaban a manotazos el walkman. «Son monísimas, ¿verdad?», observó Christiane. «La rubia de las tetas pequeñas es un encanto…». Luego se tumbó en la toalla de baño. «Pásame la crema…».

Christiane no iba a ningún taller. Incluso sentía cierto asco por aquellas actividades esquizofrénicas, según dijo.

—Puede que sea un poco dura —continuó—, pero conozco a esas libertarias que ya han cumplido los cuarenta, soy casi de la misma quinta. Envejecen solas y tienen la vagina prácticamente muerta. Pregúntales un poco y verás que no creen para nada en esos cuentos de chakras, cristales y vibraciones luminosas. Intentan creer, a veces les dura dos horas; el tiempo que dura el taller. Sienten la presencia del Ángel y la flor interior que se abre en su vientre; luego el taller se acaba y se ven otra vez solas, viejas y feas. Tienen crisis de llanto. ¿No te has dado cuenta? Aquí hay muchas crisis de llanto, sobre todo después de los talleres zen. La verdad es que no tienen elección, porque además tienen problemas de dinero. Casi siempre han ido a un psicoanalista, y eso las ha dejado secas. Los mantras y el tarot son una chorrada, pero salen más baratos que un psicoanálisis.

—Sí, eso y el dentista… —dijo Bruno con vaguedad. Colocó la cabeza entre los muslos de ella y sintió que iba a dormirse enseguida.

Por la noche, volvieron al jacuzzi; él le pidió que no le hiciera nada. Al regresar a la caravana hicieron el amor. «Déjalo…», dijo Christiane cuando él alargó la mano hacia los preservativos. Al penetrarla, se dio cuenta de lo feliz que ella se sentía. Una de las características más sorprendentes del amor físico es la sensación de intimidad que procura, al menos cuando va acompañado de un mínimo de simpatía mutua. Ya en los primeros minutos se pasa del usted al , y parece que la amante, incluso si la hemos conocido la noche anterior, tiene derecho a ciertas confidencias que no le haríamos a ninguna otra persona. Esa noche, Bruno le contó a Christiane cosas que nunca le había contado a nadie, ni siquiera a Michel, y mucho menos a su psiquiatra. Le habló de su infancia, de la muerte de su abuela y de las humillaciones en el internado masculino. Le habló de su adolescencia y de las masturbaciones en el tren, a unos metros de las chicas; le habló de los veranos en casa de su padre. Christiane escuchaba acariciándole el pelo.

Pasaron la semana juntos, y la víspera de la partida de Bruno cenaron en una marisquería en Saint-Georges-de-Didonne. Había una atmósfera tranquila y cálida, la llama de las velas que iluminaba la mesa casi no temblaba. Dominaban el estuario del Gironde, y a lo lejos se distinguía el cabo de Grave.

—Ahora que veo la luna brillando en el mar —dijo Bruno—, me doy cuenta con una claridad poco corriente de que no tenemos nada, pero nada que ver con esa gente.

—¿De verdad tienes que irte?

—Sí, tengo que pasar quince días con mi hijo. Tendría que haberme ido la semana pasada, pero ya no lo puedo retrasar más. Su madre coge el avión pasado mañana, tiene las fechas reservadas.

—¿Cuántos años tiene tu hijo?

—Doce.

Christiane se quedó pensativa y bebió un trago de Muscadet. Llevaba un vestido largo, se había maquillado y parecía una chiquilla. Los pechos se adivinaban a través del encaje del escote; la luz de las velas encendía llamitas en sus ojos.

—Creo que me he enamorado un poco… —dijo. Bruno esperaba sin atreverse a hacer un gesto, en una perfecta inmovilidad—. Vivo en Noyon. Las cosas iban más o menos bien con mi hijo hasta que cumplió los trece. Tal vez echaba de menos a su padre, pero no sé… ¿Crees que los niños necesitan de verdad a un padre? Lo cierto es que él no necesitaba para nada a su hijo. Al principio lo veía un poco, iban al cine o al McDonald’s; siempre volvían temprano a casa. Y luego cada vez lo veía menos: cuando se fue al sur a vivir con su nueva novia, desapareció por completo. Así que de hecho lo he educado yo sola, y quizá me ha faltado autoridad. Hace dos años empezó a salir con malas compañías. Noyon es una ciudad violenta, aunque le sorprenda a mucha gente. Hay muchos negros y árabes, el Frente Nacional consiguió el cuarenta por ciento de los votos en las últimas elecciones. Vivo en un chalet en la periferia: me han arrancado la puerta del buzón y no puedo dejar nada en el sótano. Paso miedo a menudo; a veces se oyen disparos. Al volver del liceo me atrinchero en casa, nunca salgo por la noche. De vez en cuando hago un poco de Minitel rosa, y eso es todo. Mi hijo vuelve tarde, o no vuelve. No me atrevo a decirle nada; tengo miedo de que me pegue.

—¿Estás lejos de París?

Ella sonrió.

—En absoluto; es en Oise, a poco más de ochenta kilómetros… —Se quedó callada y sonrió de nuevo; en ese momento, tenía la cara llena de dulzura y de esperanza—. Me gustaba la vida. La amaba. Tenía un temperamento sensible y cariñoso, siempre me ha encantado hacer el amor. Algo salió mal; no entiendo muy bien qué, pero algo salió mal en mi vida.

Bruno ya había desmontado la tienda y guardado sus cosas en el coche; pasó la última noche en la caravana. Por la mañana intentó penetrar a Christiane, pero esta vez no pudo: estaba emocionado y nervioso. «Córrete sobre mí», dijo ella. Se frotó el semen por la cara y los pechos. «Ven a verme», añadió cuando él salía por la puerta. Bruno lo prometió. Era sábado, 1 de agosto.