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CONVERSACIÓN DE CARAVANA

La caravana de Christiane estaba a unos cincuenta metros de la tienda de Bruno. Ella encendió la luz al entrar, sacó una botella de Bushmills y llenó dos vasos. Era delgada, más baja que Bruno, y debía de haber sido muy bonita; pero los rasgos de su cara delicada estaban marchitos y tenía algunas rojeces. Sólo la melena seguía siendo espléndida, sedosa y negra. La mirada de sus ojos azules era dulce, un poco triste. Tendría unos cuarenta años.

—A veces me da por ahí, follo con todo el mundo —dijo ella—. Sólo pido un preservativo en la penetración.

Se humedeció los labios, bebió un trago. Bruno la miró; sólo se había vestido de cintura para arriba, con una camiseta de chándal gris. Su monte de Venus tenía una bonita curva; desgraciadamente, los labios mayores colgaban un poco.

—Me gustaría hacerte disfrutar a ti también —dijo.

—Tómatelo con calma. Bébete la copa. Puedes dormir aquí, hay sitio… —Ella señaló la cama doble.

Hablaron del precio del alquiler de las caravanas. Christiane no podía dormir en una tienda, tenía un problema de espalda. «Bastante grave», dijo.

—La mayoría de los hombres prefieren la mamada —continuó—. La penetración les molesta, tienen problemas de erección. Pero cuando los chupas se vuelven como niños pequeños. Tengo la impresión de que el feminismo los ha marcado mucho, más de lo que les gustaría confesar.

—Hay cosas peores que el feminismo… —dijo Bruno con voz sombría. Vació la mitad de su copa antes de decidirse a continuar—. ¿Conoces el Espacio desde hace mucho tiempo?

—Prácticamente desde el principio. Dejé de venir mientras estuve casada; ahora vengo dos o tres semanas cada año. Al principio era más bien un lugar alternativo, de nueva izquierda; ahora se ha vuelto New Age; las cosas no han cambiado tanto. En los años setenta ya había interés por las místicas orientales; hoy sigue habiendo un jacuzzi y masajes. Es un sitio agradable, aunque un poco triste; aquí dentro hay mucha menos violencia que fuera. El ambiente religioso disimula un poco la brutalidad de los ligues. Pero aquí hay mujeres que sufren. Los hombres que envejecen solos son mucho menos dignos de compasión que las mujeres en la misma situación. Ellos beben vino malo, se quedan dormidos, les apesta el aliento; se despiertan y empiezan otra vez; y se mueren bastante deprisa. Las mujeres toman calmantes, hacen yoga, van a ver a un psicólogo; viven muchos años y sufren mucho. Tienen el cuerpo débil y estropeado; lo saben y sufren por ello. Pero siguen adelante, porque no logran renunciar a ser amadas. Son víctimas de esta ilusión hasta el final. A partir de cierta edad, una mujer siempre tiene la posibilidad de frotarse contra una polla; pero ya no tiene la menor posibilidad de ser amada. Los hombres son así, eso es todo.

—Christiane —dijo Bruno con dulzura—, estás exagerando… Por ejemplo, ahora tengo ganas de darte placer.

—Te creo. Tengo la impresión de que eres un hombre bastante amable. Egoísta y amable.

Se quitó la camiseta, se tendió en la cama, se puso una almohada bajo las nalgas y abrió las piernas. Bruno le lamió al principio, bastante rato, el contorno del coño, y luego excitó el clítoris a lametazos pequeños y rápidos. Christiane dejó escapar un hondo suspiro. «Méteme el dedo…», pidió. Bruno obedeció y siguió lamiendo a Christiane mientras le acariciaba los senos. Sintió que se le endurecían los pezones, levantó la cabeza. «Sigue, por favor…», dijo ella. Él apoyó la cabeza con más comodidad y le acarició el clítoris con el índice. Los labios menores empezaban a hincharse. Lleno de alegría, los lamió con avidez. Christiane gimió. Por un momento, Bruno volvió a ver la vulva delgada y arrugada de su madre; luego el recuerdo desapareció, y siguió frotando el clítoris cada vez más deprisa sin dejar de lamer los labios con grandes y amistosos lengüetazos. Ella jadeaba cada vez más fuerte; le había salido una mancha roja en el vientre. Estaba muy húmeda, agradablemente salada. Bruno hizo una breve pausa, le metió un dedo en el ano y otro en la vagina, y volvió a lamerle el clítoris con la punta de la lengua, muy deprisa. Ella se corrió despacio, con largos estremecimientos. Él se quedó quieto, con la cara contra la vulva húmeda, y tendió las manos hacia ella; sintió los dedos de Christiane apretar los suyos. «Gracias», dijo ella. Luego se levantó, se puso la camiseta y volvió a llenar los vasos.

—Ha sido estupendo hace un rato, en el jacuzzi… —dijo Bruno—. No dijimos nada; cuando sentí tu boca, todavía no te había visto la cara. No había ningún elemento de seducción, fue algo muy puro.

—Todo es cosa de los corpúsculos de Krause… —Christiane sonrió—. Tienes que perdonarme, soy profesora de ciencias naturales. —Bebió un trago de Bushmills—. El tallo del clítoris, la corona y el surco del glande están cubiertos de corpúsculos de Krause, llenos de terminaciones nerviosas. Al acariciarlos se desencadena en el cerebro una fuerte liberación de endorfinas. Todos los hombres y todas las mujeres tienen el clítoris y el glande cubiertos de corpúsculos de Krause; casi en idéntico número, hasta ahí es muy igualitario; pero hay otra cosa, tú lo sabes. Yo estaba muy enamorada de mi marido. Le acariciaba y le lamía el sexo con veneración; me encantaba sentirlo dentro de mí. Estaba orgullosa de provocar sus erecciones; llevaba todo el tiempo en la cartera una foto de su sexo duro; para mí era como una imagen piadosa, darle placer era mi mayor alegría. Al final me dejó por una más joven. Ya me he dado cuenta hace un momento de que mi coño no te atraía mucho; ya es un poco el coño de una vieja. Con la edad, la pérdida de colágeno y la fragmentación de la elastina en la mitosis hacen que los tejidos pierdan de manera progresiva la firmeza y la elasticidad. A los veinte años yo tenía una vulva muy bonita; ahora, me doy perfecta cuenta de que los labios están un poco descolgados».

Bruno terminó su bebida; no encontraba absolutamente nada que decir. Se acostaron poco después. Él rodeó con un brazo la cintura de Christiane, y los dos se durmieron.