Muchos de los veraneantes que solían ir al Espacio de Recambio estaban como Bruno, en la cuarentena; muchos trabajaban, como él, en el sector social o educativo, y un estatuto de funcionarios los protegía de la pobreza. Prácticamente, todos podían considerarse de izquierdas; casi todos vivían solos, por lo general después de un divorcio. En resumen, Bruno era bastante representativo del lugar y al cabo de unos días se dio cuenta de que empezaba a sentirse un poco menos mal que de costumbre. Insoportables durante el desayuno, las putas místicas se volvían mujeres a la hora del aperitivo, compitiendo sin esperanzas con otras mujeres más jóvenes. La muerte iguala a todo el mundo. El miércoles por la tarde conoció a Catherine, una ex feminista cincuentona que había formado parte de «las ambiguas». Era morena, de pelo muy rizado, y tenía la tez mate; a los veinte años tenía que haber sido muy atractiva. El pecho le aguantaba bien pero tenía un culo enorme, como Bruno comprobó en la piscina. Se había reciclado a base de simbolismo egipcio, tarot solar, etc. Bruno se bajó el bañador mientras ella hablaba del dios Anubis; pensaba que ella no le daría demasiada importancia a una erección, y que tal vez se hicieran amigos. Desgraciadamente, la erección no llegó. Ella tenía bultos de grasa en los muslos, que mantuvo apretados; se separaron con bastante frialdad.
La misma tarde, poco antes de la cena, un tipo llamado Pierre-Louis le dirigió la palabra. Se presentó como profesor de matemáticas; y era perfectamente típico. Bruno lo había visto dos días antes durante una velada creativa; había hecho un número sobre una demostración aritmética que giraba sobre sí misma, el género cómico del absurdo, nada divertido. Escribía a toda velocidad en una pizarra blanca, haciendo de vez en cuando una pausa brusca; entonces la meditación le arrugaba el cráneo calvo; arqueaba las cejas con una mímica que quería resultar divertida; se quedaba quieto unos segundos con el lápiz en la mano y luego empezaba otra vez a escribir y a farfullar sin parar. Cuando terminó el número, cinco o seis personas aplaudieron, más bien por compasión. Él enrojeció violentamente; y así acabó todo.
Durante los días que siguieron, Bruno lo evitó muchas veces. Por lo general, él llevaba un sombrero de playa. Era más bien delgado y muy alto, un metro noventa por lo menos; pero tenía un poco de barriga, y su barriga era un espectáculo curioso cuando avanzaba por el trampolín. Tendría unos cuarenta y cinco años.
Esa tarde, una vez más, Bruno desapareció rápidamente, aprovechando que el muy imbécil se había puesto a improvisar danzas africanas con los demás, y bajó la cuesta hacia el restaurante comunitario. Había un sitio libre al lado de la ex feminista, que estaba sentada frente a una compañera simbolista. Apenas había probado su guiso de tofu cuando Pierre-Louis apareció al otro lado de la fila de mesas; su cara brilló de alegría al ver un sitio libre enfrente de Bruno. Empezó a hablar antes de que Bruno lo notara; cierto que farfullaba mucho, y que las dos colgadas de al lado cacareaban del modo más estridente. Que si la reencarnación de Osiris, que si las marionetas egipcias…, no le prestaban la menor atención. En un momento dado, Bruno se dio cuenta de que el otro payaso le estaba hablando de sus actividades profesionales. «Oh, no es gran cosa…», contestó él vagamente; habría hablado de todo menos de la educación nacional. Aquella cena estaba empezando a ponerle de los nervios; se levantó para ir a fumarse un cigarrillo. Desgraciadamente, en ese momento las dos colgadas se levantaron de la mesa meneando mucho el culo, sin mirarlos siquiera; es probable que eso desencadenara el incidente.
Bruno estaba a unos diez metros de la mesa cuando oyó un violento silbido, o más bien un chirrido, algo sobreagudo, inhumano de verdad. Se dio la vuelta: Pierre-Louis estaba de color escarlata y apretaba los puños. Se subió a la mesa de un salto, sin tomar impulso, con los pies juntos. Volvió a respirar, y dejó de oírse el silbido que le salía del pecho. Luego empezó a andar de un lado a otro de la mesa aporreándose el cráneo con grandes puñetazos; los platos y los vasos bailaban a su pies; daba patadas en todas direcciones repitiendo a gritos: «¡No pueden, no pueden tratarme así!». Por una vez, no farfullaba. Hicieron falta cinco personas para dominarlo. Esa misma noche lo admitieron en el hospital psiquiátrico de Angulema.
Bruno se despertó sobresaltado a eso de las tres y salió de la tienda; estaba empapado en sudor. El camping estaba en calma, había luna llena; se oía el monótono canto de las ranas de campo. Esperó la hora del desayuno al borde de la piscina. Justo antes del alba tuvo un poco de frío. Los talleres matinales empezaban a las diez. Cerca de las diez y cuarto, se dirigió a la pirámide. Vaciló ante la puerta del taller de escritura; luego bajó un piso. Durante unos veinte segundos intentó descifrar el programa del taller de acuarela, y luego volvió a subir varios escalones. La escalera se componía de rampas rectas, separadas a media altura por estrechos segmentos curvados. Dentro de cada segmento los escalones se hacían más anchos, y luego disminuían otra vez. En el punto central de la curva, había un escalón más ancho que los demás. Se sentó en él. Se apoyó contra la pared. Empezó a sentirse bien.
Así había pasado Bruno sus escasos momentos de felicidad durante los años de liceo, sentado en un escalón entre dos pisos, poco después de que empezaran las clases. Apoyado tranquilamente contra la pared, a la misma distancia de los dos descansillos, con los ojos entrecerrados o abiertos de par en par, esperaba. Claro, podía venir alguien; entonces tendría que levantarse, coger su carpeta e ir deprisa al aula donde la clase ya había empezado. Pero no solía aparecer nadie; todo estaba tan tranquilo; entonces, con suavidad y de un modo casi furtivo, con pequeños y breves aletazos, sobre el embaldosado gris de los escalones (ya no estaba en la clase de historia, todavía no estaba en la clase de física) su espíritu rozaba la felicidad.
Ahora, desde luego, las circunstancias eran diferentes: había elegido ir a aquel sitio, participar en la vida del centro de vacaciones. En el piso de arriba, había un grupo de escritura; justo debajo, un taller de acuarela; más abajo debía de haber masaje, o respiración holotrópica; todavía más abajo se había vuelto a reunir, obviamente, el grupo de danzas africanas. Por todas partes había seres humanos que vivían, respiraban, intentaban disfrutar o mejorar sus capacidades personales. En todos los pisos había seres humanos que hacían progresos (o lo intentaban) en su integración social, sexual, profesional o cósmica. «Trabajaban sobre sí mismos», para decirlo con la expresión que más se usaba. Él empezaba a tener un poco de sueño; ya no pedía nada, ya no buscaba nada, ya no estaba en ningún sitio; despacio y paso a paso su espíritu ascendía al reino del no ser, al puro éxtasis de la no presencia en el mundo. Por primera vez desde que tenía trece años, Bruno se sintió casi feliz.
¿PODRÍA INDICARME DÓNDE ESTÁN LAS PRINCIPALES CONFITERÍAS?
Volvió a su tienda y durmió tres horas. Cuando despertó volvía a encontrarse en plena forma, y tenía una erección. La frustración sexual crea en el hombre una angustia que se manifiesta en una crispación violenta, localizada a nivel del estómago; el esperma parece subir hacia el bajo vientre y lanzar tentáculos hacia el pecho. El órgano mismo está dolorido, siempre caliente, y rezuma un poco. No se había masturbado desde el domingo; puede que fuera un error. Según el último mito de Occidente, el sexo era para practicarlo; algo posible, algo que había que hacer. Se puso un bañador, metió unos preservativos en la mochila con un gesto que le arrancó una carcajada. Durante años había llevado preservativos encima a todas horas, y nunca le habían servido de nada; las putas siempre tenían.
La playa estaba llena de horteras en bermudas y pijitas en tanga; era muy tranquilizador. Compró una bolsa de patatas fritas y caminó entre los veraneantes hasta que le echó el ojo a una chica de unos veinte años con las tetas soberbias, redondas, firmes, altas, con grandes aureolas color caramelo. «Hola…», dijo. Hizo una pausa; la chica frunció el ceño, preocupada. «Hola…», continuó. «¿Podría indicarme dónde están las principales confiterías?». «¿Qué?», contestó ella, enderezándose sobre un codo. Bruno se dio cuenta de que llevaba un walkman; desanduvo lo andado agitando el brazo a lo Peter Falk en Columbo. Inútil insistir: demasiado complicado, demasiado segundas intenciones.
Mientras se acercaba en línea oblicua al mar, se esforzaba por recordar la imagen de los pechos de la chica. De pronto, justo delante de él, tres adolescentes surgieron de las olas; como máximo, tendrían catorce años. Vio sus toallas, extendió la suya a pocos metros; ellas no le prestaron la menor atención. Bruno se quitó deprisa la camiseta, se la echó sobre las ingles, se volvió de costado y se sacó el pene. Con una coordinación perfecta, las chiquillas se bajaron el traje de baño para broncearse el pecho. Sin haber tenido tiempo de tocarse, Bruno se corrió violentamente en la camiseta. Dejó escapar un gemido, se derrumbó en la arena. Ya estaba hecho.
RITOS PRIMITIVOS A LA HORA DEL APERITIVO
El aperitivo, momento de convivencia del día en el Espacio de Recambio, estaba amenizado con un poco de música. Esa tarde, tres tipos tocaban el tam tam para unos cincuenta espacianos que se meneaban agitando los brazos en todas direcciones. De hecho se trataba de danzas de la cosecha, que ya se habían practicado en algunos talleres de danzas africanas; casi siempre, al cabo de unas horas, algunos participantes caían o fingían caer en un estado de trance. En sentido literario o caduco, el trance designa una inquietud muy profunda, el miedo ante la idea de un peligro inminente. «Prefiero echar la llave por debajo de la puerta antes que seguir viviendo trances semejantes». (Emile Zola). Bruno le ofreció un vaso de vino de Charentes a la católica. «¿Cómo te llamas?», preguntó. «Sophie», contestó ella. «¿No bailas?», preguntó él. «No», contestó ella. «Las danzas africanas no son mis favoritas, son demasiado…». ¿Demasiado qué? Él comprendía su problema. ¿Demasiado primitivas? Claro que no. ¿Demasiado rítmicas? Eso estaba al límite del racismo. Era obvio que no se podía decir nada sobre esa chorrada de las danzas africanas. Pobre Sophie, que intentaba hacerlo lo mejor posible. Tenía una cara bonita, con su pelo negro, sus ojos azules y su piel tan blanca. Debía de tener unos pechos pequeños, pero muy sensibles. Debía de ser bretona. «¿Eres bretona?», preguntó. «¡Sí, de Saint Brieuc!», contestó ella alegremente. «Pero adoro los bailes brasileños…», añadió, evidentemente para hacerse perdonar por no apreciar las danzas africanas. Eso bastó para exasperar a Bruno. Empezaba a estar harto de aquella estúpida manía pro brasileña. ¿Por qué Brasil? Por lo que él sabía, Brasil era un país de mierda, poblado de brutos fanáticos del fútbol y las carreras de coches. La violencia, la corrupción y la miseria llegaban al cielo. Si había un país odioso era precisa y específicamente Brasil. «¡Sophie!», exclamó Bruno con arrebato. «Podría irme de vacaciones a Brasil. Conduciría entre las favelas. En un minibús blindado. Observaría a los pequeños asesinos de ocho años que sueñan con llegar a jefes; a las pequeñas putas que mueren de sida a los trece años. No tendría miedo, porque el blindaje me protegería. Eso, por las mañanas; por las tardes iría a la playa entre riquísimos traficantes de droga y chulos de putas. En medio de esa vida desordenada, en medio de tanta urgencia, olvidaría la melancolía del hombre occidental. Sophie, tienes razón: al volver voy a pedir información en una agencia de Nouvelles Frontières».
Sophie se lo quedó mirando con cara pensativa y un pliegue de preocupación en la frente. «Tienes que haber sufrido mucho…», dijo al final, con tristeza.
«Sophie», volvió a exclamar Bruno, «¿sabes lo que Nietzsche escribió sobre Shakespeare? “¡Lo que ese hombre tuvo que sufrir para tener tal necesidad de hacer el bufón!”. Shakespeare siempre me ha parecido un autor sobrevalorado; pero desde luego era un bufón notable». Se interrumpió y se dio cuenta con asombro de que estaba empezando a sufrir de verdad. Las mujeres, a veces, eran tan amables…, contestaban a la agresividad con comprensión, al cinismo con dulzura. ¿Qué hombre se portaría así? «Sophie, tengo ganas de comerte el coño…», dijo con emoción; pero esta vez ella no le oyó. Se había vuelto hacia el monitor de esquí que le sobaba el culo tres días antes y había entablado conversación con él. Bruno se quedó desconcertado unos segundos; luego cruzó de nuevo el césped, en dirección al aparcamiento. El centro Leclerc de Cholet estaba abierto hasta las diez de la noche. Mientras conducía pensaba que, según Aristóteles, las mujeres bajitas pertenecen a una especie distinta al resto de la humanidad. «Un hombre pequeño me sigue pareciendo un hombre, pero una mujer pequeña parece pertenecer a una nueva especie de criaturas». ¿Cómo explicar esta extraña afirmación, que contrastaba tan vivamente con el sentido común habitual del estagirita? Compró whisky, raviolis en lata y galletas de jengibre. Cuando regresó ya era de noche. Al pasar delante del jacuzzi oyó susurros, una risa ahogada. Se detuvo con la bolsa de Leclerc en la mano y miró entre las ramas. Parecía haber dos o tres parejas: ya no hacían ruido, sólo se oía el leve borboteo del agua. La luna salió de entre las nubes. En ese mismo instante llegó otra pareja y empezó a desnudarse. Otra vez se oyeron susurros. Bruno dejó la bolsa en el suelo, se sacó el pene y empezó a masturbarse. Eyaculó enseguida, en el momento en que la mujer se metía en el agua caliente. Ya era viernes por la noche; tenía que prolongar la estancia una semana. Iba a organizarse, a encontrar una chica, a hablar con la gente.