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Los cuerpos jóvenes son los que despiertan, en el fondo, el deseo sexual, y la progresiva entrada de las chicas muy jóvenes en el campo de la seducción no fue más que un retorno a lo normal, un retorno a la verdad del deseo semejante a ese retorno a los precios reales que sigue a un recalentamiento bursátil anormal. No obstante, las mujeres que tenían veinte años en torno a «la época del 68» se encontraron, al llegar a los cuarenta, en una enojosa situación. Por lo general divorciadas, casi nunca podían contar con esa conyugalidad —cálida o miserable— cuya desaparición habían acelerado todo lo posible. Formaban parte de una generación que había proclamado la superioridad de la juventud sobre la edad madura —la primera generación que lo había hecho hasta ese extremo—, y no era de extrañar que la generación que venía detrás las despreciara. El culto al cuerpo que habían contribuido tanto a establecer las llevaba, a medida que se marchitaban, a experimentar una repugnancia cada vez más viva hacia sí mismas; una repugnancia semejante a la que leían en las miradas ajenas.

Los hombres de su edad se encontraban, grosso modo, en la misma situación; pero el destino común no engendraba la menor solidaridad: al llegar a los cuarenta, los hombres solían seguir buscando chicas jóvenes; a veces con cierto éxito, al menos para los que se habían metido con habilidad en el juego social y habían logrado cierta posición intelectual, financiera o en los medios de comunicación; para las mujeres, en casi todos los casos, los años de la madurez estuvieron marcados por el fracaso, la masturbación y la vergüenza.

Lugar privilegiado de la libertad sexual y la expresión del deseo, el Espacio de Recambio debía convertirse, más que cualquier otro, en un lugar de depresión y amargura. ¡Adiós a los cuerpos abrazados en el claro bajo la luna llena! ¡Adiós a las fiestas casi dionisíacas de los cuerpos untados de aceite bajo el sol de mediodía! Así chocheaban los cuarentones mirándose la polla hecha polvo y los michelines.

En 1987 hicieron su aparición en el Espacio los primeros talleres de inspiración semirreligiosa. Por supuesto, el cristianismo estaba excluido; aunque —para seres que, en el fondo, eran débiles de espíritu— una mística exótica lo bastante imprecisa podía casar con el culto al cuerpo que seguían pregonando contra toda lógica. Los talleres de masaje sensitivo o de liberación de la orgona continuaron, desde luego; pero surgió un interés cada vez más vivo por la astrología, el tarot egipcio, la meditación sobre los chakras, las energías sutiles. Hubo «encuentros con el Ángel»; la gente aprendió a sentir la vibración de los cristales. En 1991 el chamanismo siberiano hizo una entrada espectacular: la prolongada estancia iniciática en una sweat lodge alimentada por las brasas sagradas provocó la muerte de uno de los participantes a causa de una parada cardíaca. El tantra —que reunía el frotamiento sexual, una espiritualidad difusa y un profundo egoísmo— tuvo un éxito especialmente notable. En unos años, el Espacio —como tantos otros lugares en Francia o en Europa occidental— se convirtió en un centro New Age relativamente concurrido, a la vez que conservaba un carácter hedonista y libertario «años setenta» que aseguraba su originalidad en el mercado.

Tras el desayuno, Bruno volvió a su tienda, dudó si masturbarse o no (el recuerdo de las adolescentes estaba fresco), y al final no lo hizo. Aquellas enloquecedoras jovencitas debían de ser hijas de las sesentayochistas que andaban, en filas más apretadas, por el perímetro del camping. Así que algunas de aquellas viejas putas habían logrado reproducirse a pesar de todo. El hecho sumió a Bruno en pensamientos vagos, pero desagradables. Abrió de un tirón la cremallera del iglú; el cielo estaba azul. Algunas nubéculas flotaban entre los pinos, como salpicaduras de esperma; el día iba a ser radiante. Consultó el programa de la semana: había elegido la opción número 1, Creatividad y relajación. Por la mañana había tres talleres opcionales: mimo y psicodrama, acuarela y escritura. Psicodrama no, gracias. Ya lo había hecho un fin de semana en un castillo cerca de Chantilly: ayudantes de sociología cincuentonas rodaban sobre el suelo del gimnasio pidiendo ositos de peluche a sus papás; mejor evitarlo. La acuarela sonaba tentadora, pero era al aire libre: ¿valía la pena sentarse entre agujas de pino, insectos y todos esos problemas para pintar garabatos?

La monitora del taller de escritura era una morena de pelo largo, con la boca grande y pintada de carmín (de esas que suelen llamarse «boca de mamada»); llevaba una túnica y un pantalón tubo de color negro. Hermosa, de primera. De todas formas una vieja puta, pensó Bruno sentándose en cualquier parte entre el vago círculo de los participantes. A su derecha, una mujer gorda de cabellos grises, gafas gruesas y cara horriblemente terrosa resoplaba ruidosamente. Apestaba a vino; y eso que sólo eran las diez y media.

«Para celebrar nuestra presencia», empezó la monitora, «para saludar a la Tierra y las cinco direcciones, vamos a comenzar el taller con un movimiento de hatha-yoga que se llama saludo al sol». Siguió la descripción de una postura incomprensible; la borracha de al lado eructó por primera vez. «Estás cansada, Jacqueline…», dijo la monitora; «No hagas el ejercicio si no lo sientes. Túmbate; el grupo hará lo mismo después».

Hubo que tumbarse, sí, mientras la profesora kármica recitaba un discurso calmante y vacío, a la manera de Contrexéville: «Estáis entrando en unas aguas puras y maravillosas. El agua os baña las piernas, el vientre. Dais gracias a vuestra madre Tierra. Abrazáis con confianza a vuestra madre Tierra. Sentid vuestro deseo. Os dais las gracias a vosotros mismos por permitiros ese deseo», etc. Tumbado en el mugriento tatami, a Bruno le castañeteaban los dientes de irritación; la borracha eructaba cada dos por tres. Entre eructo y eructo espiraba con grandes «Aaaaaaah» para materializar su estado de relajación. La colgada kármica seguía con su numerito, recordando las fuerzas telúricas que irradian el vientre y el sexo. Después de recorrer los cuatro elementos, satisfecha de su actuación, concluyó con estas frases: «Ahora habéis atravesado la barrera de la mente racional; habéis establecido contacto con vuestros niveles más profundos. Os pido que os abráis al espacio ilimitado de la creación». ¡Pelo de cojón!, pensó Bruno con rabia, levantándose con esfuerzo. Entonces vino la secuencia de escritura, seguida de una presentación general y una lectura de textos. En aquel taller sólo había una tía pasable; una pelirroja en vaqueros y camiseta, no muy mal hecha, que se llamaba Emma y era la autora de un poema completamente estúpido que hablaba de corderos lunares. En general todos rebosaban gratitud y alegría por el contacto recuperado, o sea, con nuestra madre Tierra y nuestro padre Sol. Llegó el turno de Bruno. Con voz lúgubre, leyó su breve texto:

Los taxis son unos pederastas

no se paran aunque uno reviente.

«Sientes eso», dijo la monitora, «porque no te has librado de tus malas energías. Te siento lleno de niveles profundos. Podemos ayudarte, aquí y ahora. Vamos a levantarnos y a centrarnos otra vez en el grupo».

Se pusieron de pie, formaron un círculo cogidos de la mano. Bruno le dio la mano de mala gana a la borracha de la derecha, y a un viejo barbudo asqueroso que se parecía a Cavanna a la izquierda. Concentrada, tranquila a pesar de todo, la profesora de yoga exhaló un prolongado «¡Om!». Y todos empezaron a hacer «¡Om!» como si no hubieran hecho otra cosa en su vida. Valientemente, Bruno intentaba integrarse en el ritmo sonoro de la demostración cuando de pronto se sintió desequilibrado por el lado derecho. La borracha, hipnotizada, se estaba derrumbando como un saco. Le soltó la mano, a pesar de todo no pudo evitar la caída, y se encontró de rodillas delante de la vieja, que se había quedado tumbada boca arriba y pataleando sobre el tatami. La monitora se interrumpió un instante para confirmar con calma: «Sí, Jacqueline, haces bien en tumbarte si lo sientes». Aquellas dos parecían conocerse bien.

La segunda secuencia de escritura fue un poco mejor; inspirado por una visión fugitiva de la mañana, Bruno logró inventar el siguiente poema:

Me bronceo el rabo

(¡pelo en el rabo!).

frente a las olas

(¡pelo en la cola!).

Encuentro a Dios

en el solarium,

tiene bonitos ojos

y come manzanas.

¿De dónde viene?

(¡pelo en el pene!).

de los cielos

(¡pelos en la pilila!).

«Tiene mucho humor…», comentó la monitora con una ligera reprobación. «Una mística…», aventuró la borracha. «Más bien una mística del vacío…». ¿Qué iba a ser de él? ¿Hasta cuándo iba a soportar aquello? ¿Valía la pena? Bruno se lo preguntaba con sinceridad. Cuando acabó el taller, se precipitó a su tienda sin hablar siquiera con la pelirroja; necesitaba un whisky antes de comer. Cerca de la tienda se encontró con una de las adolescentes a las que había visto en la ducha; con un gracioso gesto, que le levantaba los senos, estaba recogiendo las braguitas de encaje que había puesto a secar el día anterior. Bruno se sentía a punto de estallar y llenar el camping de filamentos grasos. ¿Qué había cambiado en realidad desde su propia adolescencia? Tenía los mismos deseos, y era consciente de que lo más probable era que no pudiera satisfacerlos. En un mundo que sólo respeta a la juventud, los seres son devorados poco a poco. A la hora de comer, se fijó en una católica. No era difícil darse cuenta, llevaba una gran cruz de hierro colgada del cuello; además tenía esas bolsas debajo de los ojos que dan profundidad a la mirada y suelen delatar a la católica, incluso a la mística (a veces también a la alcohólica, sí). Largo pelo negro, piel muy blanca, un poco delgada pero no estaba mal. Frente a ella se sentaba una chica con el pelo de un rubio rojizo, del tipo suizo-californiano; metro ochenta por lo menos, cuerpo perfecto, aspecto de salud a prueba de bombas. Era la responsable del taller tantra. En realidad había nacido en Créteil y se llamaba Brigitte Martin. Se había operado el pecho en California, donde también se había iniciado en la mística oriental y había cambiado de nombre. Al volver a Créteil, empezó a dirigir un taller tantra en Flanades con el nombre de Shanti Martin; la católica parecía admirarla muchísimo. Al principio Bruno pudo meter baza en la conversación, que iba de dietética natural; se había documentado sobre el germen de trigo. Pero pronto se internaron en temas religiosos, y Bruno no podía seguirlas. ¿Podía Jesús compararse a Krishna? Y si no, ¿a quién? ¿Era mejor Rintintín que Rusty? Aunque católica, a la católica no le gustaba el Papa. Con su mentalidad de la Edad Media, Juan Pablo II estaba frenando el desarrollo espiritual de Occidente; ésta era su tesis. «Es verdad», asintió Bruno, «es un cenizo». La expresión, poco conocida, despertó el interés de las otras dos. «Y el Dalai Lama sabe mover las orejas…», concluyó tristemente, mientras terminaba el filete de soja.

La católica se levantó con brío sin haber tomado café. No quería llegar tarde a su taller de desarrollo personal, Las reglas del sí, sí. «¡Ah, sí, el sí, sí es fantástico!», dijo la falsa suiza con entusiasmo, levantándose a su vez. «Gracias por la charla…», dijo la católica, mirándolo con una bonita sonrisa. Así que no se las había arreglado tan mal. Mientras cruzaba el camping, Bruno pensaba: «Hablar con tías tiradas es como mear en una taza llena de colillas o como cagar en una taza llena de compresas; las cosas no entran y empiezan a apestar». El espacio separa las pieles. Las palabras atraviesan elásticamente el espacio, el espacio entre las pieles. No escuchadas, desprovistas de eco, como suspendidas tontamente en el aire, sus palabras empezaban a pudrirse y apestar, era indiscutible. La palabra, que crea una relación, también puede separar.

Cuando llegó a la piscina se instaló en una tumbona. Las adolescentes se meneaban sin parar con el único objetivo de que los chicos las tirasen al agua. El sol estaba en el cenit; cuerpos desnudos y relucientes se cruzaban en torno a la superficie azul. Sin hacer caso, Bruno se sumió en la lectura de Los seis compañeros y el hombre del guante, probablemente la obra maestra de Paul-Jacques Bronzon, reeditado hacía poco en la Biblioteca Verde. Bajo aquel sol casi intolerable, estaba bien volver a encontrarse entre las brumas lionesas, ante la tranquilizadora presencia del valiente perro Kapi.

El programa de la tarde le dejaba elegir entre sensitive gestaltmassage, liberación de la voz y rebirth en agua caliente. A priori, el masaje parecía más hot. Tuvo un atisbo de liberación de la voz al dirigirse al taller de masaje; eran unos diez, muy excitados, saltando por todas partes al ritmo que marcaba la tantrista, chillando como gallinas asustadas.

En la cima de la colina había un amplio círculo de mesas de tratamiento, cubiertas con toallas de baño. Los participantes estaban desnudos. En el centro del círculo el monitor del taller, un hombre moreno y bajito que bizqueaba un poco, hizo una breve introducción histórica al sensitive gestaltmassage: surgido de los trabajos de Fritz Perls sobre el gestaltmassage o «masaje californiano», había integrado poco a poco algunos hallazgos del masaje sensitivo hasta llegar a ser —al menos ésa era su opinión— el método de masaje más completo. Sabía que algunos, en el Espacio, no compartían este punto de vista, pero no quería entrar en polémicas. Sea como fuere, y con eso terminaba, había masajes y masajes; de hecho, podía decirse que no hay dos masajes idénticos. Acabados los preámbulos la emprendió con la demostración, haciendo que una de las participantes se tumbara. «Sentir las tensiones del compañero…», dijo acariciándole los hombros; su polla se balanceaba a unos centímetros del largo pelo rubio de la chica. «Unificar, siempre unificar…», continuó, echándole aceite en los pechos. «Respetar la integridad del sistema corporal…»: sus manos bajaban vientre abajo; la chica había cerrado los ojos y abría las piernas con evidente placer.

«Bien», terminó, «ahora van a trabajar de dos en dos. Muévanse, encuéntrense; tómense el tiempo necesario para encontrarse». Hipnotizado por la escena anterior Bruno reaccionó tarde, y era en aquel momento cuando todo estaba en juego. Se trataba de acercarse tranquilamente a la compañera deseada, detenerse ante ella sonriendo y preguntarle con calma: «¿Quieres trabajar conmigo?». Los demás parecían saberse la lección, y en treinta segundos ya se habían emparejado. Bruno echó una mirada de pánico a su alrededor y se encontró frente a un hombre no muy alto, moreno, recio, peludo, con el pene grueso. No se había dado cuenta, pero sólo había cinco chicas para siete tíos.

A Dios gracias, el otro no parecía marica. Obviamente furioso se tumbó boca abajo sin decir una palabra, apoyó la cabeza en los brazos cruzados y esperó. «Sentir las tensiones…, respetar la integridad del esquema corporal…». Bruno echaba aceite sin lograr pasar de las rodillas; el tipo estaba quieto como un tronco. Tenía vello hasta en el culo. El aceite empezaba a gotear en la toalla, debía de tener las pantorrillas completamente empapadas. Bruno levantó la cabeza. Muy cerca tenía dos hombres tumbados boca arriba. Al de la izquierda le estaban masajeando los pectorales, los pechos de la chica se columpiaban con suavidad, él tenía la nariz a la altura de su coño. Amplias nubes de sintetizador escapaban a la atmósfera desde el radiocassette del monitor; el cielo era de un azul absoluto. En torno a él, las pollas relucientes de aceite de masaje se erguían despacio a la luz del día. Todo aquello era atrozmente real. No podía seguir. Al otro extremo del círculo, el monitor daba consejos a una pareja. Bruno cogió deprisa su mochila y bajó hacia la piscina. Allí era la hora punta. Tendidas en el césped, las mujeres desnudas charlaban, leían o simplemente tomaban el sol. ¿Dónde iba a meterse? Con la toalla en la mano, empezó a andar sin rumbo por el césped; en cierto modo, titubeaba entre las vaginas. Empezaba a decirse que había que tomar una decisión cuando vio a la católica hablando con un moreno rechoncho, animado, con el pelo negro y rizado y los ojos risueños. Bruno le hizo un vago saludo, que ella no vio, y se dejó caer al lado. Un tipo saludó al moreno al pasar: «¡Hola, Karim!». Él agitó la mano en respuesta, sin dejar de hablar. Ella le escuchaba en silencio, tumbada boca arriba. Tenía un monte muy bonito y abombado entre los muslos delgados, con el vello maravillosamente rizado y negro. Mientras hablaba, Karim se frotaba suavemente los cojones. Bruno apoyó la cabeza en el suelo y se concentró en el vello púbico de la católica, a un metro de él: era un mundo lleno de dulzura. Se durmió como un tronco.

El 14 de diciembre de 1967, la Asamblea Nacional aprobó en primera ronda la ley Neuwirth sobre la legalización de los anticonceptivos; aunque todavía no estaba subvencionada por la Seguridad Social, la píldora podía venderse libremente en las farmacias. A partir de aquel momento, amplias capas de población tuvieron acceso a la liberación sexual, hasta entonces reservada a las clases directivas, los profesionales liberales y los artistas, así como a algunos empresarios. Es chocante comprobar que a veces se ha presentado la liberación sexual como si fuera un sueño comunitario, cuando en realidad se trataba de un nuevo escalón en la progresiva escalada histórica del individualismo. Como indica la bonita palabra francesa ménage, la pareja y la familia eran el último islote de comunismo primitivo en el seno de la sociedad liberal. La liberación sexual provocó la destrucción de esas comunidades intermediarias, las últimas que separaban al individuo del mercado. Este proceso de destrucción continúa en la actualidad.

Después de la cena, la tripulación del Espacio de Recambio solía organizar veladas bailables. A priori sorprendente en un lugar tan abierto a la nueva espiritualidad, esta elección confirmaba claramente la supremacía del baile como modo de encuentro sexual en una sociedad no comunista. Las sociedades primitivas, observaba Frédéric Le Dantec, también basaban sus fiestas en el baile, incluso llevado al trance. Así que en el césped central se había instalado un bar y un equipo de sonido; y la gente se meneaba hasta horas avanzadas bajo la luna. Para Bruno, era una segunda oportunidad. A decir verdad, las adolescentes del camping iban poco a aquellas veladas. Preferían las discotecas de la zona (el Bilboquet, el Dynasty, el 2001, llegado el caso el Piratas), que ofrecían noches temáticas de espuma, de striptease masculino o de estrellas del cine X. Sólo se quedaban en el Espacio dos o tres chicos de humor soñador y polla pequeña. Por otra parte, éstos se conformaban con quedarse en su tienda arañando con descuido una guitarra desafinada, mientras que los demás los despreciaban de la forma más objetiva. Bruno se sentía cerca de esos jóvenes; pero fuera como fuese, a falta de adolescentes a las que de todos modos era casi imposible atrapar, y para decirlo con las palabras de un lector de Newlook que había conocido en el área de servicio de Angers-Nord, habría «clavado el dardo en cualquier trozo de grasa». Alimentando esta esperanza, con un pantalón blanco y un polo azul marino, se dirigió a las once al origen del ruido.

Echó una ojeada en semicírculo a la multitud que bailaba y al primero que vio fue a Karim. Olvidando a la católica, concentraba sus esfuerzos en una deslumbrante rosacruz. Ésta y su marido habían llegado por la tarde: altos, serios y delgados, parecían de origen alsaciano. Tenían una tienda inmensa y complicada, llena de tejadillos y ganchos, que el marido había tardado cuatro horas en montar. A la caída de la tarde, había hablado con Bruno sobre las maravillas ocultas de los rosacruces. Le brillaba la mirada tras las gafitas redondas; era el típico fanático. Bruno lo había oído como el que oye llover. Según el tipo, el movimiento había nacido en Alemania; desde luego, se inspiraba en ciertas obras de alquimia, pero también había que relacionarlo con la mística renana. Cosa de pederastas y nazis, estaba claro. «Métete la cruz en el culo, tío…», pensó distraídamente Bruno, mirando con el rabillo del ojo la grupa de su mujer, muy guapa, que estaba arrodillada delante del camping gas. «Y remátalo con la rosa…», concluyó para sus adentros cuando ella se levantó, con los pechos al aire, para decirle a su marido que fuera a cambiar al niño.

El caso es que estaba bailando con Karim. Hacían una pareja rara; él medía quince centímetros menos que ella y parecía taimado y malicioso junto a la gran bollera germana. Sonreía y hablaba sin parar mientras bailaba, a riesgo de perder de vista su objetivo inicial de ligar; aun así, parecía que las cosas iban bien: ella también sonreía, lo miraba con una curiosidad casi fascinada, una vez incluso se echó a reír a carcajadas. Al otro extremo del césped, su marido le explicaba a un nuevo adepto en potencia los orígenes del movimiento, en 1530, en un land de la Baja Sajonia. Su hijo de tres años, un insoportable mocoso rubio, aullaba a intervalos regulares que quería irse a la cama. En resumen, Bruno estaba asistiendo otra vez a una auténtica escena de vida real. Cerca de Bruno, dos individuos delgaduchos con pinta de curas comentaban la actuación del ligón. «Es entusiasta, ¿lo entiendes?», decía uno. «En teoría le sobra mujer, no es tan guapo, tiene barriga, incluso es más bajo que ella. Pero el cabrón es entusiasta, ésa es la diferencia». El otro asentía con cara lúgubre, haciendo rodar entre los dedos un rosario imaginario. Mientras terminaba su vodka con naranja, Bruno se dio cuenta de que Karim había conseguido llevar a la rosacruz a una pendiente boscosa. Le había pasado un brazo por los hombros y, sin dejar de hablar, le estaba metiendo la otra mano por debajo de la falda. «Así que la puta nazi sabe abrirse de piernas…», pensó Bruno alejándose de los que bailaban. Justo antes de salir del círculo iluminado, tuvo una visión fugitiva de la católica: una especie de monitor de esquí le estaba sobando el culo. En la tienda le quedaba una lata de raviolis.

Antes de acostarse, por un reflejo de pura desesperación, llamó a su contestador. Había un mensaje. «Supongo que estás de vacaciones…», decía la voz tranquila de Michel. «Llámame cuando vuelvas. Yo también estoy de vacaciones, y muy largas».