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SAORGE TÉRMINO

La comunicación publicitaria, demasiado centrada en la seducción del mercado joven, se ha extraviado a menudo en estrategias en las que la condescendencia rivaliza con la caricatura y la ridiculez. Para paliar el déficit de escucha inherente a nuestro tipo de sociedad, hay que conseguir que cada uno de nuestros colaboradores de ventas sea un «embajador» para los mayores.

CORINNE MÉGY, La verdadera cara de los mayores

Quizá todo tenía que acabar así; puede que no hubiera ningún otro método, ninguna otra salida. Quizá había que desentrañar la maraña, cumplir lo que estaba esbozado. Así pues, Djerzinski tenía que ir a ese lugar llamado Saorge, a 44° de latitud norte y 7° 30’ de longitud este; a ese lugar de una altitud ligeramente superior a 500 metros. En Niza se alojó en el hotel Windsor, un hotel de semilujo con un ambiente bastante insoportable y una habitación decorada por el mediocre artista Philippe Perrin. Al día siguiente cogió el tren Niza-Tende, famoso por la belleza del recorrido. El tren atravesó la periferia norte de Niza, con sus viviendas de protección oficial para árabes, sus carteles publicitarios del Minitel rosa y su 60% de votos al Frente Nacional. Tras la estación de Peillon-Saint-Thècle, entró en un túnel; al salir, bajo una luz deslumbrante, Michel vio a su derecha la alucinante silueta de la ciudad colgante de Peillon. Estaban atravesando lo que se daba en llamar la Niza de tierra adentro; había gente que viajaba desde Chicago o Denver para contemplar la belleza de la Niza de tierra adentro. Después se metieron en las gargantas del Roya. Djerzinski se bajó en la estación de Fanton-Saorge; no llevaba equipaje; estaban a finales de mayo. Se bajó en la estación de Fanton-Saorge y caminó cerca de una hora. A medio camino tuvo que atravesar un túnel; no había el menor tráfico.

Según la Guía del trotamundos que había comprado en el aeropuerto de Orly, el pueblo de Saorge, con sus altas casas escalonadas en gradas que dominaban el valle desde una vertiginosa caída a pico, tenía «algo de tibetano»; era muy posible. En cualquier caso, allí era donde Janine, su madre, que se había cambiado el nombre por Jane, había decidido morir después de haber pasado cinco años en Goa, en la parte occidental de la península india.

—Bueno, decidió venir aquí, no morirse —corrigió Bruno—. Parece que la vieja puta se convirtió al islam a través de la mística sufí o una chorrada por el estilo. Se instaló con una pandilla de enrollados que viven en una casa abandonada en las afueras del pueblo. Con eso de que los periódicos ya no hablan de ellos, la gente se cree que los enrollados y los hippies han desaparecido. Pero no, cada vez abundan más, con el paro han aumentado muchísimo, puede decirse que pululan. He hecho una pequeña investigación por mi cuenta… —Bajó la voz—. El truco es que se hacen llamar neorrurales, pero en realidad no dan golpe, se conforman con el subsidio mínimo y una falsa subvención para la agricultura de montaña. Meneó la cabeza con aire astuto, vació su vaso de un trago y pidió otro. Había quedado con Michel en Chez Gilou, el único café del pueblo. Con sus postales guarras, sus fotos de truchas enmarcadas y su cartel de «Petanca en Saorge» (cuyo comité organizador tenía catorce miembros), el sitio evocaba de maravilla el ambiente Caza-Pesca-Naturaleza-Tradición, en las antípodas del movimiento neo Woodstock que vituperaba Bruno. Con mucho cuidado, éste sacó de su cartera una octavilla titulada «¡SOLIDARIDAD CON LAS OVEJAS DE LA BRIGUE!».

—Lo he escrito esta noche… —dijo en voz baja—. Hablé con los ganaderos ayer por la tarde. Ya no saben cómo arreglárselas, están furiosos, les han diezmado literalmente las ovejas. La culpa la tienen los ecologistas y el Parque Nacional de Mercantour. Han vuelto a introducir lobos, hordas de lobos. ¡Y se comen a las ovejas! Su voz subió de repente y estalló en sollozos. En su mensaje a Michel, Bruno decía que vivía otra vez en la clínica psiquiátrica de Verrières-le-Buisson, de forma «seguramente definitiva». Parecía que le habían dejado salir para la ocasión.

—Así que nuestra madre se está muriendo… —interrumpió Michel, que quería volver a los hechos.

—¡Absolutamente! Pasa lo mismo en Cap d’Agde, parece que han prohibido al público la zona de dunas. Tomaron la decisión presionados por la Sociedad de Protección del Litoral, que está completamente en manos de los ecologistas. La gente no le hacía daño a nadie, follaban de lo más tranquilos; pero parece que eso les molesta a las golondrinas de mar, que son una variedad de pajarito. ¡A la mierda los pajaritos! —se animó Bruno—. No quieren que follemos ni que comamos queso de oveja, son unos nazis. Y los socialistas son sus cómplices. Están contra las ovejas porque las ovejas son de derechas, y los lobos son de izquierdas; pero los lobos se parecen a los pastores alemanes, que son de extrema derecha. ¿De quién nos vamos a fiar? Sacudió la cabeza, lúgubre, y luego preguntó de repente:

—¿En qué hotel te quedaste en Niza?

—En el Windsor.

—¿Y por qué el Windsor? —Bruno empezó a irritarse otra vez—. ¿Ahora te gusta el lujo? Pero ¿qué te ha dado? —Recalcaba las frases con creciente energía—. ¡Yo soy fiel a los hoteles Mercure! ¿Te has tomado por lo menos la molestia de informarte? ¿Sabías que el hotel Mercure «Bahía de los Ángeles» tiene un sistema de tarifas decrecientes según la estación? ¡En período azul la habitación está a 330 francos! ¡El precio de un dos estrellas! ¡Con comodidades de tres estrellas, vistas al Paseo de los Ingleses y room service las veinticuatro horas! Bruno estaba casi gritando. A pesar de la conducta un tanto extravagante de su cliente, el patrón de Chez Gilou (¿se llamaría Gilou? Podía ser) escuchaba con atención. Las historias de dinero y de relación calidad-precio siempre interesan mucho a los hombres, es un rasgo característico en ellos.

—¡Ah, ahí está Ducon![7] —dijo Bruno con un tono de lo más alegre, completamente cambiado, señalando a un joven que acababa de entrar en el café. Podía tener unos veintidós años. Llevaba un mono militar y una camiseta de Greenpeace, tenía la piel mate y el pelo trenzado, en resumen, seguía la moda rasta.

—Hola, Ducon —dijo Bruno con entusiasmo—. Te presento a mi hermano. ¿Vamos a ver a la vieja? El otro asintió sin decir palabra; por uno u otro motivo, parecía haber decidido no responder a las provocaciones.

El camino salía del pueblo y subía una cuesta suave, siguiendo el flanco de la montaña, en dirección a Italia. Tras una colina alta llegaron a un valle muy ancho, de lindes boscosas; la frontera sólo estaba a una decena de kilómetros. Hacia el este se veían algunas cimas nevadas. El paisaje, completamente deshabitado, daba una impresión de amplitud y serenidad.

—Ha pasado el médico otra vez —dijo el Hippie Negro—. No pueden moverla, y de todos modos ya no hay nada que hacer. Es la ley de la naturaleza… —añadió muy serio.

—¿Oyes eso? —se burló Bruno—. ¿Has oído a este payaso? La «naturaleza»; no tienen otra palabra en la boca. Ahora que está enferma les corre prisa que se muera, como un animal en su agujero. ¡Es mi madre, Ducon! —dijo con grandilocuencia—. ¿Y has visto el look? —continuó—. Los otros son por el estilo, incluso peores. Todos una puta mierda.

—El paisaje es muy bonito por aquí… —contestó distraídamente Michel.

La casa era grande y baja, de piedra tosca, cubierta con un techo de pizarra; estaba al lado de un manantial. Antes de entrar, Michel sacó del bolsillo una cámara de fotos Canon Prima Mini (zoom de 38-105 mm, 1.290 francos en la FNAC). Dio una vuelta completa sobre sí mismo, miró mucho rato por el objetivo antes de apretar el botón; luego se reunió con los demás.

Dejando aparte al Hippie Negro, la habitación principal la ocupaba una criatura confusa y rubia, seguramente holandesa, que tricotaba un poncho junto a la chimenea, y un hippie más mayor, de largo pelo gris y una cara delgada de cabra inteligente.

—Está aquí —dijo el Hippie Negro; apartó una tela clavada a la pared y los hizo pasar a la habitación contigua.

Sí, Michel observó con interés a la criatura morena, hundida en la cama, que les siguió con la mirada mientras entraban en el cuarto. Al fin y al cabo era la segunda vez que veía a su madre, y todo indicaba que sería la última. Lo que le impresionó nada más verla fue su extrema delgadez, los pómulos salientes, los brazos dislocados. Tenía la piel terrosa, muy oscura, respiraba con dificultad, era obvio que estaba en las últimas; pero por encima de la nariz, que parecía ganchuda, los ojos brillaban en la penumbra, inmensos y blancos. Se acercó con precaución a la figura acostada.

—No te preocupes —dijo Bruno—, ya no puede hablar. Tal vez ya no pudiera hablar, pero era evidente que estaba consciente. ¿Le reconocía? Seguro que no. A lo mejor le confundía con su padre; eso era posible; Michel sabía que se parecía muchísimo a su padre cuando éste tenía su edad. Y a pesar de todo ciertos seres, digan lo que digan, tienen un papel fundamental en la vida de uno, le dan un nuevo giro; la cortan limpiamente en dos. Y para Janine, que se había cambiado el nombre por Jane, había un antes y un después del padre de Michel. Antes de conocerlo, ella no era en el fondo más que una burguesa libertina y adinerada; después del encuentro se convirtió en otra cosa, mucho más catastrófica. «Encuentro» sólo es una manera de hablar, de todos modos; porque encuentro no había habido. Se habían cruzado, habían procreado, y eso era todo. Ella no había conseguido entender el misterio de Marc Djerzinski; ni siquiera había conseguido empezar a entenderlo. ¿Pensaría en eso ahora que su calamitosa vida estaba a punto de terminar? No sería de extrañar. Bruno se dejó caer pesadamente en una silla, junto a la cama.

—No eres más que una vieja puta —dijo con tono didáctico—. Mereces palmarla.

Michel se sentó frente a él, a la cabecera de la cama, y encendió un cigarrillo.

—¿No querías que te incinerasen? —continuó Bruno, inspirado—. Vale, te vamos a incinerar. Voy a meter lo que quede de ti en un tarro y todas las mañanas, al despertarme, voy a mear en tus cenizas.

Sacudió la cabeza con satisfacción; Jane dejó escapar un gorgoteo ronco. En ese momento reapareció el Hippie Negro.

—¿Queréis beber algo? —preguntó con voz glacial.

—¡Claro que sí, hombre! —gritó Bruno—. ¿Es que hay que preguntar una cosa así? ¡Venga, Ducon, descorcha! El joven salió y regresó con una botella de whisky y dos vasos. Bruno llenó uno y bebió un buen trago.

—Discúlpelo, está alterado… —dijo Michel con una voz casi inaudible.

—Eso es —confirmó su hermanastro—. Déjanos solos con nuestra pena, Ducon. —Vació el vaso haciendo chascar la lengua y se sirvió otro—. A estos maricones les conviene andar con cuidado… Les ha legado todo lo que tenía, saben muy bien que los hijos tienen derechos inalienables sobre la herencia. Si quisiéramos impugnar el testamento, ganábamos seguro.

Michel no dijo nada, no tenía ganas de discutir sobre el asunto. Hubo un momento de silencio. En la habitación de al lado tampoco hablaba nadie; se oía la respiración débil y ronca de la agonizante.

—Quiso seguir siendo joven, eso es todo… —dijo Michel con voz cansada y tolerante—. Tenía ganas de ir con jóvenes, y sobre todo de no ver a sus hijos, que le recordaban que era de otra generación. No es difícil de explicar, ni de entender. Quiero irme ya. ¿Crees que se morirá pronto?

Bruno se encogió de hombros en señal de ignorancia. Michel se levantó y pasó a la otra habitación; el Hippie Gris estaba solo, pelando zanahorias biológicas. Intentó preguntarle, saber qué había dicho exactamente el médico; pero el viejo marginal sólo le daba informaciones vagas y ajenas al tema.

—Era una mujer luminosa… —afirmó, zanahoria en mano—. Creemos que está preparada para morir, porque ha alcanzado un nivel lo bastante alto de realización espiritual.

¿Qué quería decir con eso? Inútil entrar en detalles. Era obvio que el viejo pánfilo no decía palabras de verdad, se conformaba haciendo ruido con la boca. Michel se volvió con impaciencia y se reunió con Bruno.

—Estos imbéciles de los hippies… —dijo mientras se sentaba de nuevo—. Siguen convencidos de que la religión es una iniciativa individual basada en la meditación, la búsqueda espiritual, etc. Son incapaces de darse cuenta de que es todo lo contrario, una actividad puramente social, basada en el establecimiento de ritos, reglas y ceremonias. Según Auguste Comte, el único objetivo de la religión es llevar a la humanidad a un estado de unidad perfecta.

—¡Al imbécil de Comte te lo guardas para ti![8] —intervino Bruno, rabioso—. Si uno ya no cree en la vida eterna, ya no hay religión posible. Y si la sociedad es imposible sin religión, como pareces pensar tú, entonces tampoco hay sociedad posible. Me recuerdas a esos sociólogos que creen que el culto a la juventud es una moda pasajera nacida en los años cincuenta, que tuvo su apogeo en los años ochenta, etc. La verdad es que el hombre siempre le ha tenido pánico a la muerte, nunca ha podido enfrentarse sin terror a la perspectiva de su propia desaparición, ni siquiera de su propio declive. Es obvio que de todos los bienes terrenales, el más preciado es la juventud; y ahora ya sólo creemos en los bienes terrenales. «Si Cristo no ha resucitado», dice San Pablo con franqueza, «es vana nuestra fe». Cristo no resucitó; perdió la batalla contra la muerte. He escrito el guión de una película paradisíaca sobre el tema de la nueva Jerusalén. Pasa en una isla habitada sólo por mujeres desnudas y perros pequeños. Los hombres y casi todas las especies animales han desaparecido por culpa de una catástrofe biológica. El tiempo se ha detenido, el clima es suave y constante; los árboles dan fruto todo el año. Las mujeres son eternamente núbiles y frescas, los perritos eternamente vivarachos y alegres. Las mujeres se bañan y se acarician, los perritos juegan y retozan a su alrededor. Son de todos los colores y de todas las razas: caniches, fox-terriers, grifones de Bruselas, Shi-Tzu, Cavalier King Charles, yorkshires, perros de lanas de pelo rizado, westies, harrier beagles. El único perro grande es un labrador, sabio y cariñoso, que hace de consejero para los demás. La única huella de la existencia masculina es un vídeo con una selección de apariciones televisivas de Edouard Balladur; este vídeo ejerce un efecto calmante en ciertas mujeres, y también en la mayoría de los perros. También hay un vídeo de La vida de los animales, presentado por Claude Darget; nadie lo mira nunca, pero sirve de recuerdo y testimonio de la barbarie de épocas anteriores.

—Así que te dejan escribir… —dijo Michel en voz baja. No le sorprendía. La mayoría de los psiquiatras ven con buenos ojos los garabatos de sus pacientes. No porque les atribuyan el menor valor terapéutico; pero piensan que no deja de ser un entretenimiento, y que más vale eso que herirse los antebrazos a golpe de cuchilla de afeitar.

—Aun así, en la isla hay pequeños dramas —continuó Bruno, emocionado—. Por ejemplo, un día uno de los perritos se aventura demasiado lejos mientras nada en el mar. Por suerte, su dueña se da cuenta de que está en un aprieto, salta a una barca, rema a toda velocidad y consigue salvarlo justo a tiempo. El pobre perrito ha tragado demasiada agua, está inconsciente y parece que va a morir; pero su dueña consigue reanimarlo haciéndole la respiración artificial y todo acaba bien, el perrito vuelve a estar contento. Se calló bruscamente. Ahora tenía un aire sereno y casi extático. Michel miró su reloj y luego miró a su alrededor. Su madre ya no hacía ningún ruido. Era casi mediodía; el ambiente estaba excesivamente tranquilo. Se levantó y volvió al cuarto principal. El Hippie Gris había desaparecido, dejando las zanahorias abandonadas. Cogió una cerveza y se acercó a la ventana. Había una vista de kilómetros sobre las colinas cubiertas de abetos. A lo lejos, entre las cimas nevadas, se veía el centelleo azulado de un lago. El aire era suave y cargado de olores; era una mañana de primavera muy hermosa.

Era difícil decir cuánto tiempo llevaba allí; su atención, despreocupándose del cuerpo, flotaba apaciblemente entre las cimas cuando lo que al principio creyó que era un grito le hizo volver a la realidad. Le hicieron falta varios segundos para reorganizar sus percepciones auditivas; luego se dirigió a toda prisa a la habitación contigua. Sentado todavía a los pies de la cama, Bruno cantaba a pleno pulmón:

Todos acuden, ya están aquí

en cuanto oyen este grito

se está muriendo laaaa maamaaaaaaá…

Inconsecuentes; inconsecuentes, superficiales y ridículos: así son los hombres. Bruno se levantó para cantar todavía más fuerte la siguiente estrofa:

Todos acuden, ya están aquí

incluso los del sur de Italia

hasta Giorgio, la oveja negra

con los brazos llenos de regaaaaaalos…

En el silencio que siguió a esta demostración vocal, se oyó claramente una mosca que cruzó la habitación antes de posarse en la cara de Jane. Los dípteros se caracterizan por la presencia de un solo par de alas membranosas implantadas sobre el segundo anillo del tórax, de un par de balancines (que sirven para mantener el equilibrio en vuelo) implantados sobre el tercer anillo del tórax, y piezas bucales chupadoras. Cuando la mosca se aventuró sobre la superficie del ojo, Michel sospechó algo. Se acercó a Jane, sin llegar a tocarla.

—Creo que ha muerto —dijo después de examinarla un rato.

El médico confirmó el diagnóstico sin dificultad. Lo acompañaba un empleado municipal, y los problemas empezaron con él. ¿Adónde deseaban trasladar el cuerpo? ¿A un panteón familiar, quizá? Michel no tenía la menor idea, estaba agotado y confuso. Si hubieran sabido crear unas relaciones familiares cálidas y afectuosas, no estarían allí, poniéndose en ridículo delante del empleado municipal, que por lo demás era muy correcto. Bruno se había desinteresado por completo de la situación; se había sentado un poco apartado y jugaba una partida de Tetris en su ordenador portátil.

—Bueno… —continuó el empleado—. Podemos ofrecerles una concesión en el cementerio de Saorge. Está un poco lejos para ustedes, sobre todo si no son de la región; pero desde el punto de vista del transporte es lo más práctico. Podemos enterrarla esta tarde, en este momento no tenemos demasiado trabajo. Supongo que no habrá problemas con el permiso de inhumación…

—¡Ningún problema! —interrumpió el médico con un ardor un poco excesivo—. He traído los formularios… —Blandió un paquetito de hojas con una sonrisa vivaracha.

—Mierda, me han matado… —dijo Bruno a media voz. En efecto, de su ordenador salía una alegre musiquilla.

—Entonces, ¿de acuerdo con la inhumación, señor Clément? —dijo el empleado, forzando la voz.

—¡Ni hablar! —Bruno se levantó de un salto—. ¡Mi madre quería que la incinerasen, para ella era fundamental!

Al empleado se le ensombreció la cara. El municipio de Saorge no tenía crematorio; hacía falta un equipo muy específico, que no se justificaba en vista del número de demandas. No, la verdad, era muy difícil…

—Es la última voluntad de mi madre… —dijo Bruno con aires de importancia. Hubo un silencio. El empleado municipal pensaba a toda prisa.

—Hay un crematorio en Niza… —dijo con timidez—. Podríamos encargarnos del viaje de ida y vuelta, si les parece bien que la inhumación sea aquí. Pero los gastos correrían a su cargo… —Nadie contestó—. Voy a llamar por teléfono, hay que preguntar ya los horarios de incineración. —Consultó su agenda, sacó un portátil y empezaba a marcar el número cuando Bruno intervino otra vez.

—Vamos a dejarlo… —dijo con un amplio gesto—. La enterramos aquí. Nos importa un pito su última voluntad. ¡Pagas tú! —le dijo a Michel con autoridad. Sin discutir, éste sacó su talonario y preguntó el precio de una concesión durante treinta años.

—Es una buena elección —confirmó el empleado municipal—. Con una concesión de treinta años, da tiempo a decidir lo que sea.

El cementerio estaba a un centenar de metros por encima del pueblo. Dos hombres en traje de faena llevaban el ataúd. Habían elegido el modelo básico, de pino blanco, que tenían almacenado en una sala municipal; los servicios funerarios parecían notablemente bien organizados en Saorge. Caía la tarde, pero el sol seguía calentando. Bruno y Michel andaban juntos, a dos pasos por detrás de los hombres; el Hippie Gris iba con ellos, quería acompañar a Jane a su última morada. El camino era pedregoso, árido, y todo aquello debía de tener algún sentido. Un ave rapaz —seguramente un cernícalo— planeaba despacio en el aire, a media altura.

—Esto debe de ser un hervidero de serpientes… —concluyó Bruno. Cogió una piedra blanca muy afilada. Justo antes de entrar en el recinto funerario, como para confirmar sus palabras, apareció una víbora entre dos matorrales que crecían contra el muro del recinto; Bruno apuntó y tiró con todas sus fuerzas. La piedra se estrelló contra el muro, fallando por poco la cabeza del reptil.

—Las serpientes tienen su lugar en la naturaleza… —observó el Hippie Gris con cierta severidad.

—¡Me meo en la naturaleza, hombre! ¡Me cago en ella! —Bruno estaba otra vez fuera de sí—. Naturaleza de mierda…, ¡que le den por culo! —Siguió farfullando con violencia durante unos minutos. Sin embargo se portó correctamente mientras bajaban el cuerpo a la fosa, conformándose con menear la cabeza y contener algunas risitas, como si el acontecimiento le sugiriese ideas inesperadas, pero todavía demasiado vagas como para expresarlas de forma explícita. Tras la ceremonia, Michel les dio a los hombres una buena propina; suponía que era la costumbre. Le quedaba un cuarto de hora para llegar a tiempo a la estación; Bruno decidió irse con él.

Se separaron en el andén de la estación de Niza. Todavía no lo sabían, pero no iban a volver a verse.

—¿Te va bien en la clínica? —preguntó Michel.

—Sí, sí, tranquilo, tengo el litio. —Bruno sonrió con astucia—. No voy a volver ahora mismo a la clínica, tengo una noche de plazo. Voy a ir a un bar de putas, Niza está lleno. —Frunció el ceño y se ensombreció—. Con el litio ya no se me pone dura, pero no importa, me gusta igual.

Michel asintió distraído y subió al vagón: había reservado una litera.